El éxito de los vampiros en la cultura


El éxito de los vampiros en la cultura.




¿Que hace que los vampiros sean tan exitosos? ¿Por qué los mitos y leyendas de vampiros, a menudo pueriles, han logrado sobrevivir allí donde los héroes y dioses clásicos fracasaron del modo más rotundo?

El profesor Lugano propone el siguiente ejemplo: si en una reunión dispersa, donde la conversación se extravía en pequeñas ínsulas discursivas, un orador elocuente se dispone a narrar una historia de vampiros, de inmediato recibirá la atención, cuando no el aliento manifiesto, de todos los oyentes.

El éxito de los relatos de vampiros tal vez tenga algo que ver con nuestro cerebro, que a pesar de toda nuestra parafernalia civilizada aún se encuentra conectado con el miedo atávico por la oscuridad y la noche.

Desde luego, aún los oyentes más solícitos saben que los vampiros no existen, sin embargo...

Es en ese margen para la duda, la incertidumbre y la especulación, donde reside el éxito de los vampiros en la cultura; una porción sombría de nosotros mismos que se rehúsa a abandonar sus tradiciones.

Por cierto, nunca debemos generalizar si hablamos de vampiros. No todos ellos son insaciables criaturas nocturnas, condenadas menos a una sed perpetua que a una eternidad llena de sobresaltos y pesadillas en el interior de sus ataúdes, o bien parásitos espirituales y energéticos capaces de drenar el entusiasmo de cualquiera. El vampiro byroniano, por ejemplo, es una criatura sobrenatural que mueve a la compasión, y rara vez al escalofrío. Y qué decir sobre los nuevos vampiros del romance paranomal, que parecen no recapitular sobre sus siglos de experiencia, de aciertos y desajustes amorosos, y elegir en cambio transformarse en seductores de adolescentes, adicionalmente maldecidos por cierta melancolía.

Lo único dato enteramente objetivo acerca de los vampiros es que existieron en los mitos y leyendas de todas las culturas, adaptándose a las características y estilos de vida de cada sociedad, lo cual los ha diversificado formidablemente. Los vampiros están con nosotros desde la noche de los tiempos, y, al parecer, no tienen ninguna intención de retirarse antes del amanecer.

Para dar un ejemplo concreto de la relación entre vampiros y humanos podemos concentrarnos en uno de los textos más antiguos que existen: una tablilla sumeria del año 4000 a.C., que contiene lo que a simple vista parece un poema pero que en realidad es un encantamiento para ahuyentar al tenebroso Enkimdou, una criatura vampírica con escandalosas preferencias por la sangre de los lactantes.

Adicionalmente podríamos citar una interesante revelación realizada por un grupo de lingüistas en 1892; que lograron traducir la correspondencia (en tablillas de arcilla) entre el rey asirio Dusratta y el faraón Amenofis III, alrededor del año 1500 a.C. Allí se discute el encuentro de los embajadores de ambos reinos, cuyo propósito era unificar el corpus de encantamientos y sortilegios para ahuyentar vampiros.

Al parecer, aquel encuentro realmente se formalizó, lo cual favoreció la instauración de una fórmula universal para repeler a los vampiros, que podríamos traducir del siguiente modo:


Sostengo la antorcha, quemo las figuras
de Utukku, Schedu, Rabisu, Ekimmou,
Lamastu, Labasn, Achahaza,
Lila, Lilitu de la docella Lilu,
quemo a todos los espíritus hostiles:
que su humo arda en las montañas del cielo,
que las brasas enciendan el sol,
que el sacerdote sea temido por los nocturnos.


Para comprender esta unicidad de creencias, es decir, para entender por qué dos pueblos tan disímiles entre sí como los asirios y los egipcios creían en vampiros, con cualidades y nombres propios, locales, pero de naturaleza perfectamente reconocible, debemos admitir primero que ciertos miedos, ciertos signos fugitivos que se esfuman con las primeras luces del alba, son parte de nuestra propia naturaleza.

El éxito de los vampiros en la cultura puede rastrearse en la asociación antiquísima que los vincula con las plagas y las epidemias. Por ejemplo, la terrible plaga que en 1576 diezmó la población de Venecia, fue atribuida a la proliferación de vampiros. Para detener esa hemorragia demográfica se tomaron medidas extraordinaras, tan absurdas que resulta difícil explicar su eficacia. Se ordenó que todos los enterradores y sepultureros abandonasen el decoro de su profesión, y que en adelante ningún cadáver debía ser inhumado sin antes llenarle la boca con un trozo de tela de su propio sudario. Tres días después del entierro, se debía exhumar el cadáver para comprobar la integridad de la fibra. Si había sido «masticada», entonces la persona enterrada era un vampiro, y acto seguido se la decapitaba y se la quemaba en viriles hogueras de madera de fresno.

Algunos antropólogos aventuran una teoría asombrosa. Según comentan, el origen de las lápidas no estaría relacionado con advertir al curioso sobre la filiación del finado, ni tampoco para perpetuar su memoria con fechas y admoniciones, sino como método para que los muertos no salgan de su tumba.

Sin lugar a dudas los vampiros son las criaturas míticas que más y mejor se han adaptado al progreso de las pesadillas humanas. Allí donde los dioses y los héroes han fracasado, los vampiros vencieron.

Incluso es posible rastrear el progreso de los vampiros en equivalencia a los avances sociales y culturales de la humanidad. En las culturas cazadoras, por ejemplo, hallamos leyendas de vampiros acechantes, invisibles, que emboscaban a los incautos en medio de la noche. En este sentido, el fuego, símbolo inequívoco de las reuniones a la luz de la luna, se convirtió en el arma universal para aniquilarlos.

Si nos viésemos en el aprieto de adivinar qué formas siniestras adoptan las pesadillas de los vampiros, qué miedos agitan el sueño inquieto de la tumba, seguramente evocaríamos la imagen de un grupo de hombres armados con antorchas.

Tal vez por eso los mitos no dicen nada acerca del sol como enemigo de los vampiros. De hecho, ninguna leyenda antigua sobre vampiros los ubica como criaturas exclusivamente nocturnas, o con raras deficiencias epidérmicas con respecto a los rayos ultravioletas. Los vampiros se asocian a la noche justamente porque la noche es la hora propicia para los depredadores.

Cuando el hombre abandonó paulatinamente su naturaleza nómade, los vampiros se instalaron con él. Ya no se hablaba de criaturas ignotas errando entre los árboles, sino de visitantes nocturnos que acechaban las casas. De hecho, una de las maldades más conocidas de los vampiros antiguos consistía en arruinar las cosechas, causar virulentas epidemias, y, en general, cualquier cosa que atentase contra la salud y la estabilidad de las aldeas, es decir, de los grupos humanos establecidos en un lugar definitivo.

Los vampiros parecen desplazarse hacia las nuevas preocupaciones de la humanidad. Cuando el hombre cazaba, el vampiro era su cazador. Cuando el hombre se estableció en aldeas y poblados, el vampiro se convirtió en invasor. Cuando el hombre basó su economía en el cultivo, el vampiro se convirtió en portador de sequías y tempestades.

La ecuación para entender el éxito de los vampiros en la cultura podría formularse en los siguientes términos: las características del vampiro local, es decir, del vampiro de una región determinada, siempre coincide con los miedos propios de esa sociedad, y sobre todo con sus debilidades estructurales.

Tal vez por eso los vampiros han abandonado sus cualidades predatorias. De poco sirve acechar en el descampado cuando el hombre duerme en seguras chozas de ladrillo y cemento. Gestionar plagas tampoco parece venturoso. Tarde o temprano, la ciencia siempre encontrará la forma de evadir las avanzadas microscópicas. El ganado está a salvo, las cosechas son inaccesibles, el agua puede ser protegida y embotellada...

A pesar de estas rigurosas oposiciones, el avance de la sociedad exigió de los vampiros una metamorfosis que acaso sea irreversible.

¿Cuál puede ser el último refugio de los vampiros? El hombre mismo.

Cuando las sociedades alcanzaron el nivel tecnológico necesario para no caer frente a una sola falla estructural, los vampiros comenzaron a asimilarse a sus presas. Dejaron los rostros atravesados por las penurias de la tumba, el andar inarticulado, el hedor de sus cubiles, y se vistieron con la faz pálida de la abundancia.

Alguno podría aventurar que las piel de los vampiros es extremadamente blanca a causa de su naturaleza nocturna; sin embargo, la razón es mucho más complicada en términos sociales.

Desde el siglo XVII, y tal vez desde antes, la piel bronceada estuvo asociada al trabajo a la intemperie; es decir, a las clases bajas. La aristocracia, aún en una época tan reciente como en los albores del siglo XX, consideraba que la blancura era un signo de casta, una forma de expresar que no necesitaba estar bajo el sol para ganarse el sustento. De hecho, tomar sol estaba contraindicado para cualquiera que no desease ver su estima social degradada.

Ahora bien, los vampiros, hábiles y a menudo insospechados transformistas, se adaptaron a la casta predatoria de la sociedad: la aristocracia.

De allí proceden su hábitos articulados, sus modales artificiosos, su vestimenta sobria y elegante, sus gestos afectados, sus romances ridículamente perentorios; y sobre todo esa blancura epidérmica que indica la pertenencia a un grupo social que vampiriza a sus subordinados.

Claro que no podríamos culpar a los vampiros por esa decisión. Después de todo, hemos sido nosotros y nuestra tenaz insistencia por despojar a la noche de sus misterios, quien ha empujado a los vampiros a refugiarse en una nueva estrategia de supervivencia.

En definitiva, los vampiros entendieron que existe poco margen para el éxito apareciendo como mostruos deformes y sedientos de sangre, y que el hombre incluso puede aspirar a la deformidad moral de su depredador cuando éste se presenta en un envase atractivo, pálido, lívido, que desconoce los ardores del sol.




Leyendas de vampiros. I Libros de vampiros.


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