Psicología del relato de terror


Psicología del relato de terror.




Tal como lo señala M.R. James, el objeto del relato de terror no es asustar, sino inquietar; un sentimiento más maleable que el horror puro, porque nos vincula con regiones de nuestra mente que han sido dificultosamente relegadas al plano de lo inconsciente.

Este ocultamiento es tan preciso, tan meticuloso, que cuando esas regiones ignotas aparecen fugazmente nos resultan desconocidas, como si no fueran nuestras en absoluto.

El relato de terror opera sobre estas regiones, es decir, se vale de ellas para forjar en nuestra mente conciente aquello que nos inquieta, utilizando además una serie de ingredientes que facilitan el traslado y proyección del horror interior hacia la historia, permitiendo que el lector se identifique con las posibilidades funestas del relato.

Una de las herramientas del relato de terror es ubicar al lector en un mundo familiar, con hombres y mujeres comunes en sitios reconocibles y en una época identificable. Acto seguido, se introduce el elemento sobrenatural, a veces de forma inexplicable. Aquí se produce un contraste que suele ser notablemente eficaz. Los hechos y personas que hasta entonces se habían presentado dentro de un orden lógico y natural rápidamente dejan de ser familiares para convertirse en algo extraño; como una idea repugnante que aparece en nuestra conciencia y que no parece del todo nuestra.

Ahora bien, el horror del lector no deja de ser una mera impresión facilitada por él; es decir, una sensación que se busca desde el goce. Ningún lector medianamente razonable podría creer que aquello que sucede el el relato podría ocurrirle a él mismo. Sin embargo, justamente esto es lo que sucede a nivel inconsciente; ya que en definitiva aquello que nos atemoriza nunca es un elemento externo o completamente ajeno a nosotros. Por el contrario, lo que nos asusta es justamente aquello que se haya escondido en nosotros.

Sigmund Freud utiliza la palabra Siniestro [Unheimlich] para definir los matices del horror intangible, de aquello que nos inquieta de modo incontenible [ver: Lo Siniestro en la ficción: cuando lo familiar se vuelve extraño]. Citamos un párrafo de su excelente ensayo: Lo siniestro (Unheimlich).


[«Lo siniestro no es algo novedoso sino algo familiar a la vida psíquica y que se transforma en algo extraño mediante el proceso de su represión, de su ocultamiento. Lo angustioso, lo terrorífico, lo extraño, no es más que la visión del algo olvidado que recordamos; algo reprimido que vuelve para asustarnos y asombrarnos.»]


Este desván de horrores emerge de tanto en tanto a la superficie de nuestra conciencia bajo la forma de una idea insistente o un temor insensato. Estas «ráfagas» nos asombran por su violencia, y de algún modo parecen tener un origen externo, es decir, no solemos aceptarlas con facilidad ya que han sido desalojadas del conciente porque resultan intolerables. Para el psicoanálisis, este instinto de represión es un proceso por el cual un pensamiento inaceptable se exilia hacia el inconsciente, aunque de ningún modo se lo aniquila; habita allí, al acecho, aguardando el momento de ascender a la superficie. Un buen relato de terror a menudo le facilita la llave.

Tal es la razón por la que algunas historias nos asustan o inquietan. En ellas reconocemos parcialmente aquellas ideas que hemos sepultado por contradecir lo que se espera de nosotros. De este modo, lo «desconocido» nos atemoriza justamente por su familiaridad.

El relato de terror se alimenta de esta fuente inagotable de horrores relegados pero que subsisten impresos vivamente en nosotros. Sus orígenes a menudo se hallan en una fase de reconocimiento del mundo, cuando las reglas que operan sobre la realidad no están del todo claras para el infante. Estos horrores son en realidad muy simples, y quizás por ello sobreviven con tanta intensidad. Entre ellos está el miedo a la muerte, disimulada por el temor a que los muertos regresen, el miedo a la oscuridad, a que ciertos objetos cobren autonomía; es decir, a que las partes de un todo, como una mano, por ejemplo, actúen de forma independiente; y sobre todo el miedo a que los deseos se conviertan en realidad, que aquello terrible que pensamos fugazmente se produzca realmente.

Podríamos decir que todo aquello que nos asusta lo hace porque lo consideramos posible. La madurez y la experiencia nos lleva a concluir que tales esperpentos no ocurren realmente, pero su presencia ha sido forjada con tal intensidad que nunca las eliminamos del todo, en cambio, las suprimimos a una esfera interior. Estas convicciones de que tales cosas pueden ocurrir reaparecen en un sentimiento de angustia o inquietud, entre otras posibilidades, al leer un buen relato de terror.

Lo cierto es que el ser humano no es particularmente creativo con aquello que lo atemoriza. Los arquetipos del horror son alarmantemente escasos, aunque sus derivados alcanzan una cifra inimaginable. Dentro del relato de terror los disparadores del miedo parecen acercarse a esta segunda cifra imposible, pero en realidad se alimentan de unos pocos tópicos que funcionan universalmente. Exploremos algunos de ellos. Uno de estos arquetipos es el temor a la mutilación, un miedo natural que en la mayoría de los casos se supera sin problemas, pero que reaparece en el horror ante los elementos de un todo cobran vida u autonomía.

Otro arquetipo es el Doble, el Doppelgänger, que representa aquello que excede la censura del conciente, es decir, una parte nuestra que se libera de los actos y pensamientos que hemos suprimido, adquiriendo la inquietante máscara de que todas las posibilidades funestas que hemos considerado se vuelvan externas, incluso irreconocibles como parte de nosotros.

El relato de terror presiona sobre nuestro sótano de ideas proscritas y las expone ante el lector. Este encuentro externo entre aquello que ocultamos y que ahora advertimos en un matiz del cuento produce, cuando es efectivo, una vaga angustia, e incluso temor, ya que nos revela esa zona desconocida e inaccesible. Básicamente podríamos decir que el lector se proyecta sobre el relato, se arroja sobre los horrores que consigna justamente porque le son propios.

El Doppelgänger o Doble destruye además la idea de unicidad del ser, de que somos uno e indivisibles. El Doble encarna la posibilidad de que el Yo no sea un elemento unificado, es decir, que hay otras regiones en nosotros mismos que no son «nosotros», y que en consecuencia nos enfrentan con la fragilidad del ser y la existencia. En otras palabras, que si el sujeto es apenas la superficie de un ser más grande y desconocido, un Yo repleto de regiones a las que no podemos acceder, entonces el Otro es quien existe y nosotros sólo somos para que el Otro exista.

El Doble en general opera trayendo a la superficie aquello que deseamos y no podemos admitir como deseos. El Doble es malvado, perverso, capaz de cualquier cosa; incluso de desear la muerte y llevarla a cabo realmente. Es, en definitiva, lo que nosotros no podemos hacer sin perdernos irreversiblemente en la locura. Aquí yace la razón fundamental del terror. Si cedemos ante nuestros impulsos nos convertimos en otra persona, en alguien más, en consecuencia, dejamos de ser nosotros, es decir, nos aniquilamos en una especie de trascendencia o martirologio siniestro. Los mecanismos de represión conservan nuestro Yo, lo mantienen a salvo, y lo ubican en la cima de nuestra personalidad, ya que sólo a través de él podemos desplazarnos en el mundo material y social.

Al Otro no le importa permanecer en el anonimato. De hecho, lo prefiere...

Dentro de los Dobles podemos ubicar a los fantasmas, zombis, vampiros, aparecidos, muertos vivos, y en general a todas las criaturas que exceden y trastornan el orden natural establecido. En otros términos, el Doble es todo aquel que actúa sin conciencia del mal, o peor aún, que actúa a pesar de ser perfectamente conciente de él.

Otro arquetipo menos prolífico que el doppelgänger pero igualmente pavoroso es el temor a la repetición involuntaria, entre los que se halla el miedo al retorno. La mente, aquello que reconocemos como nuestra mente, es decir, nuestros pensamientos e ideas concientes, flotan sobre un océano de actividad psíquica que nos es perfectamente desconocido, pero cuyos mecanismos están diseñados sobre la base de una repetición compulsiva, acaso un derivado de los instintos animales que operan automáticamente.

El impulso de repetición, muy visible en la infancia, donde el factor determinante de casi todos los juegos es justamente la repetición, surge como horroroso cuando se lo evoca desde el relato de terror a través de distintas herramientas, casi siempre, como hechos que retornan o se repiten obsesivamente.

Uno de los arquetipos del horror más interesantes, al menos para mi, es la omnipotencia del pensamiento.

Hagamos el siguiente ejercicio, para el cual deberemos trabajar juntos. Supongamos que allí donde estás encuentras un anillo, un anillo mágico, capaz de cumplir todos tus deseos. ¿Te lo pondrías?...

Si tu respuesta fue afirmativa estás en problemas.

En mi enunciado tomé la precaución de sugerir que este anillo imaginario es capaz de cumplir TODOS tus deseos. Es decir, de cumplir aquellos deseos que son inconfesables aún para ti mismo. La mente está saturada de proyecciones y deseos nefastos que surgen y se suprimen rápidamente. Nuestra educación cívica y social, hija de miles de años de vivir en grupos sociales, nos ha llevado a ocultarlos, a reprimirlos en la mayoría de los casos, salvo que ante nosotros haya un enemigo identificable, en cuyo caso no tenemos el menor problema en desear romperle la cara.

Tal vez hoy salgas a la calle con tu anillo mágico y desees, para empezar, besar a una mujer hermosa o ganar mucho dinero. Hasta ahi, no hay problema. Pero pronto advertirás que a lo largo del día deseas muchas otras cosas, a veces solo por un instante, que te harían pasar una larga temprada a la sombra. Quizás desees que un vecino tenga menos suerte que tu, o que tu jefe se rompa una pierna, o que tu madre se calle. Pronto estarías en presencia de un amigo notablemente desgraciado, un jefe cuadripléjico y una madre irreversiblemente muda. Y ni hablar si por un instante de descuido «deseas» a la novia de un amigo o que alguien se vaya a la mierda. En 24 horas tú y tu anillo harían del mundo un sitio con muchos hombres abandonados y mucha gente enterrada en montañas de estiércol.

Este anillo pueril intenta expresar que no todos nuestros deseos se ajustan a los parámetros de lo aceptable. Y uno de los horrores más atávicos del ser humano es el siguiente: «Lo que se piensa, sucede».

¿Que pasaría si cada vez que deseamos que alguien muera esa persona muere realmente? Seguramente me dirás que esos no son deseos reales, es decir, que no deseamos realmente que alguien muera, solo es una forma de decir. Ahora bien, esta clase de deseos se expresan de un modo proporcional a nuestras habilidades cívicas. Es decir, son deseos que atraviesan numerosas barreras hasta emerger a la superficie. En el camino se desgastan notablemente, dando una impresión de inocencia, de deseos que no lo son del todo. Si pudiesen acceder a la superficie sin atravesar los mecanismos de represión, créeme, no los reconocerías como tuyos.

Este arquetipo se halla presente en una concepción olvidada del mundo que nos rodea durante la infancia, similar al animismo.

Las ideas son objetos, hechos de la mente, pero que podrían trasladarse a la realidad. El niño sobreestima sus pensamientos, les da un poder inusitado, en consecuencia, teme que se concreten en el plano de lo real. Ya como sujetos adultos este animismo subsiste en aquellas cosas que no mencionamos por temor a que ocurran, o a que no ocurran, como si al decirlas pudiésemos alterar o modificar el orden natural de los acontecimientos. Una idea absurda, desde luego, pero que ahi está, lista para acecharnos en todo momento.

Íntimamente tenemos la convicción de que la mente puede alterar el mundo exterior. Esta fase animista deja huellas indelebles en el ser, que pueden manifestarse espontáneamente o bien surgir de un modo más estructurado a través de la lectura. En definitiva, el hombre no teme a las premoniciones o a que algunos sueños y pesadillas puedan concretarse, sino a que seamos nosotros los que las llevemos al plano de lo real, es decir, que sean provocadas por nosotros, y, en consecuencia, sean nuestra responsabilidad.

Naturalmente, el relato de terror se nutre de estas fuentes así como de muchas otras. Como en ningún otro género literario el cuento de terror necesita de sus lectores más de lo que el lector supone. Es él quien traslada sus temores interiores hacia la historia, y no al revés. Como mucho, un buen escritor puede facilitarnos una llave, un acceso, hacia los demonios que danzan en nuestro interior.




El lado oscuro de la psicología. I Taller gótico.


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