«Tierras de sangre»: Alfred Coppel; relato y análisis


«Tierras de sangre»: Alfred Coppel; relato y análisis.




Tierras de sangre (Blood Lands) es un relato de ciencia ficción del escritor norteamericano Alfred Coppel (1921-2004), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1952 de la revista Dynamic Science Fiction, y luego reeditado en la antología de 1963: Salida (Way Out).

Tierras de sangre, posiblemente uno de los mejores cuentos de Alfred Coppel, a menudo es incluido en algunas colecciones de relatos de vampiros, con absoluta justicia, aunque el tipo de vampirismo que desarrolla el autor no tenga nada que ver con los clásicos vampiros de la literatura, sino más bien con algo completamente original.

Tierras de sangre de Alfred Coppel nos introduce en una galaxia donde la mayoría de los planetas habitables han sido colonizados por los terrícolas. En algunos casos, estas colonias se marchitaron, dejando atrás unos pocos colonos, que con el transcurso de los siglos cayeron en la barbarie y el salvajismo.

Algunos de esos planetas son redescubiertos para cosechar, literalmente, a los descendientes de los humanos. Esta es la misión de Kenyon, y otros dos hombres más, quienes han aterrizado en una isla en un planeta cubierto por el océano. Esta isla está cubierta de árboles, que parecen plumas plumas gigantes. Kenyon explora, de la mano de una hermosa nativa, este mundo, y descubre una horrorosa verdad: la isla es en realidad un monstruo de proporciones ciclópeas, y los humanos que la habitan viven como sus parásitos, alimentándose de la sangre del monstruo; es decir, chupando el suelo en el que pisan.




Tierras de sangre.
Blood Lands, Alfred Coppel (1921-2004)

El lugar de la cita se encontraba bastante lejos de la zona apestosa que había sido incendiada por el aterrizaje de la nave espacial. Kenyon se hallaba de pie en el lindero de un bosquecillo de plumas cercano al lugar donde el mar sin mareas se extendía, rojo y brillante.

Kenyon miró hacia atrás, maldiciendo lo llano de la isla. La torre de la nave espacial dominaba todo el terreno; allí no había ningún lugar para ocultarse. Kenyon sabía que cualquiera que deseara hacerlo, podía espiarle fácilmente mientras estaba allí, esperando que Elyra saliera del bosquecillo. Y no es que existiera ningún motivo razonable, se dijo a sí mismo, defendiéndose, para que ocultara sus relaciones con Elyra. Los contactos con mujeres indígenas —aunque considerados de mal gusto— eran corrientes entre los hombres espaciales. Pero la misión en Kana era de repatriación, más que de explotación, y todos los miembros de la expedición habían sido advertidos contra el peligro de anudar relaciones capaces de provocar desagradables situaciones cuando los indígenas fueran evacuados de Kana.

Kenyon se movió, impaciente de un lado para otro, atisbando a través del bosquecillo. Le hubiera gustado penetrar en él para ir al encuentro de la muchacha, pero era algo que nunca se había atrevido a hacer. No podían correrse riesgos en un planeta como Kana, que significaba el retroceso desde la tecnología más avanzada a un salvajismo de leyenda. Y existía aquella pregunta sin contestar acerca del canibalismo. Elyra no, desde luego, pensó Kenyon rápidamente; no era posible. A fin de cuentas, la misión sólo llevaba unos cuantos días en Kana. Resolver el acertijo del alimento indígena era únicamente cuestión de tiempo.

Un leve susurro de las plumas le advirtió de la proximidad de Elyra. Indígena o no, se dijo Kenyon, era un ser maravilloso. Con su pelo rojo, al igual que todos los indígenas, hombres y mujeres. Y sus ojos grises, casi fríos. Pero su cuerpo era esbelto y flexible. Elyra se detuvo en el mismo lindero del bosquecillo, solemne y seria a la decreciente luz.

—Está a punto de ponerse el sol, Kenyon —dijo.

Su saludo era siempre el mismo. La afirmación de que terminaba un día, de que la luz se borraba del cielo. Inconscientemente, Kenyon miró hacia el Este, donde la primera pálida claridad de una estrella brotaba a través del rojizo brillo del sol poniente. Pensó que las estrellas eran muy pálidas en el Filo. Le llenaban de una sensación de lejanía, de vastos espacios vacíos, de los parsecs que separaban a Kana y su estrella roja de los fecundos mundos de los sistemas interiores. No era de extrañar que hubiera permanecido ignorado durante tanto tiempo...

Se estremeció ligeramente y miró a Elyra, sonriendo.

—¿Pasearemos junto al mar? —preguntó—. He traído algo para ti, un regalo.

Normalmente, la promesa de un presente habría arrancado una sonrisa al rostro de Elyra, pero en aquella ocasión permaneció solemne y extrañamente ausente.

—Esta noche pasearemos por el bosque.

Kenyon frunció el ceño. Se lo había prometido a Elyra, y ella lo había recordado. A lo lejos, en una de las islas que se erguían a través de las rojizas aguas, un tambor empezó a resonar con rítmica insistencia. Una extraña sensación inundó a Kenyon, algo parecido al temor..., a pesar de que no había nada, que él supiera, capaz de provocar aquella sensación en la mente de un hombre del espacio. Tenía detrás de él a toda una cultura interestelar, con su poderío y sus máquinas. En la galaxia deshabitada no había nada que pudiera inspirar miedo a un hombre del espacio; pero Kenyon estaba asustado: lo sabía. Asustado de este mundo acuático y de sus islas. Quizás estaba asustado incluso de Elyra.

—Hemos paseado junto al mar —dijo Elyra, manteniéndose separada de él—, y ahora pasearemos por el bosque. Tú has venido aquí desde el cielo para llevarte a mi pueblo de Kana...

Kenyon pensó que no serviría de nada negarlo, puesto que Bothwell y Grancor ya lo habían anunciado al jefe de la isla. En los combinados industriales de los mundos interiores era necesario la mano de obra. Permitir que unos humanos vivieran una existencia salvaje en un mundo sin valor comercial como Kana era un despilfarro de energías potenciales.

—Yo te llevaré de la mano —continuó Elyra en su arcaica lingua spacia—, y te enseñaré por qué mi pueblo no desea marcharse.

Los ojos de Kenyon se abrieron a causa del asombro. Hasta entonces, ninguno de los indígenas había ofrecido a los tres miembros de la misión un motivo para su resistencia a abandonar Kana. Éste era, al parecer, el primer resquebrajamiento de una muralla de cortés resistencia pasiva. Si él, Kenyon, pudiera convencer a los jefes de que debían apremiar a su pueblo para que embarcara en la nave espacial sin necesidad de coacciones ni de derramamiento de sangre, el hecho representaría una excelente nota en su expediente personal; podría conducirle a cosas más importantes que evacuar trogloditas desde el Filo del estado galáctico.

—Espérame aquí, Elyra —dijo—. Regresaré antes de que acabe de ponerse el sol, e iré contigo al bosque.

Elyra sonrió, mostrando unos dientes muy blancos y puntiagudos. Kenyon se estremeció ligeramente y se encaminó a la nave espacial. Podía ir al bosque, pensó, pero no sin armas... ni sin que Bothwell y Grancor supieran lo que iba a hacer y dónde, al servicio del Estado. Al llegar junto a los enormes remolques preparados para transportar a los indígenas de Kana, nudo oír a Bothwell y a Grancor que discutían.
Bothwell:

—Eres un estúpido... Ni siquiera eres capaz de decirme lo que ha sucedido con los malditos lanchones. Un millar de años en este clima no los destruirían. De modo que, ¿dónde están?

Y Grancor, en tono seco y avinagrado, como el de un profesor de academia

—Evidentemente, mi querido Bothwell, cuando las islas quedaron formadas ya no fueron necesarios. Se hundieron, sencillamente.

Kenyon se detuvo a escuchar. Era una discusión perpetua entre los dos hombres, a la vez inútil y exasperante, en opinión de Kenyon. Nunca había querido unirse a ella. Se había iniciado con el descubrimiento de diez mil islas en el mar de poco calado que en otra época —según el libro— cubría todo el planeta de Kana. Quinientos años antes, en el primer impulso de la colonización estelar, Kana había sido poblado con seres humanos procedentes de la galaxia interior. Dado que no existían terrenos de ninguna clase, y dado que había un buen mercado para las sales de oro y los nitratos que podían ser extraídos del mar de Kana, se estableció una colonia acuática. Pueblos flotantes, hidropónicos, y una esencial y altamente desarrollada tecnología.

Y luego se produjo el interregno: un interregno comercial que encontró innecesarios los productos de Kana. El comercio decayó, y eventualmente el planeta y sus habitantes fueron olvidados. Una colonia perdida. Transcurrieron quinientos años antes de que la mano de obra de Kana y de otros mundos semejantes se hiciera lo bastante valiosa como para enviar a expediciones encargadas de reunir a los habitantes de aquellos mundos y trasladarlos a los combinados industriales.

Pero Kenyon, Grancor y Bothwell, este último jefe nominal de la expedición, se encontraron con algunas sorpresas en Kana. Los pueblos flotantes habían desaparecido, los habitantes se habían convertido en salvajes, y había diez mil islas donde antes no había ninguna.

—El vulcanismo está descartado —estaba diciendo Bothwell—. Kana y su sol son demasiado viejos para soportar esa clase de fenómeno.

—Es cosa que ignoras —replicó secamente Grancor—. Eres un hombre del espacio, no un geólogo.

—Tampoco soy agrimensor —dijo Bothwell—, pero puedo decirte que aquí no crece ninguna vegetación, aparte de esas malditas plumas...

—Parecen plumas —dijo Grancor—, ¿Acaso no has visto plantas más raras?

El aislamiento, pensó Kenyon, está endureciendo su antagonismo natural. El aislamiento y el fracaso. Un fracaso que ninguno de los dos se atreve a reconocer. Sabía que dentro de unos días Bothwell estallaría y embarcaría a los indígenas de Kana en los remolques de la nave espacial utilizando la fuerza. Disponían de armas para hacerlo, pero Kenyon experimentaba un extraño temor a tener que recurrir a la violencia; en Kana existían peligros que ninguno de los hombres del espacio había reconocido aún. Kenyon estaba convencido de ello.

Después de armarse, descendió la rampa en dirección a las estridentes voces; sería un placer interrumpirles. Bothwell levantó la mirada y enarcó las cejas. Kenyon decidió de nuevo, como había estado haciendo durante las últimas semanas, que no le gustaba Bothwell.

—¿Adónde vas tan armado? —preguntó Bothwell.

—¿Dónde quieres que vaya? —murmuró Grancor—. Nuestro joven colega va a reunirse con su hermosa salvaje, desde luego.

Kenyon enrojeció.

—Puesto que parece que estamos perdiendo el tiempo, voy al bosque a hablar con el jefe —dijo, con cierta insolencia.

—¿Es eso prudente? —le preguntó Grancor a Bothwell.

—Que vaya donde quiera —dijo Bothwell—. Cuando se convenza de que las palabras no sirven para nada, adoptaremos medidas más radicales.

Kenyon hizo un esfuerzo para dominar su furor y dio media vuelta. Pero se detuvo inmediatamente, no deseando marcharse sin pedir su ayuda, y odiando el tener que hacerlo.

—Manteneos a la escucha —dijo, en tono casual—. Informaré por radio de cualquier progreso...

Bothwell estalló en una carcajada.

—¡Progreso! —exclamó—. ¡Se va al bosque de noche con su hermosa salvaje y quiere mantenernos informados!

Kenyon salió casi corriendo de la nave, con el rostro encendido. El sol estaba hundiéndose en el horizonte y una densa neblina flotaba sobre la isla. Las botas de Kenyon se hundían en el pestilente y requemado suelo mientras avanzaba, haciéndole tambalearse. Como una roja herida sin cicatrizar, pensó. Una típica muestra de las mejoras introducidas por el hombre en los mundos que explotaba. Elyra continuaba en el mismo lugar en que la había dejado, esperando a la sombra de las altas plumas.

Los tambores resonaban más fuertes, de isla en isla. La última luz sanguinolenta iba borrándose del cielo. Sin hablar, Kenyon tomó la mano de la muchacha y juntos se desvanecieron en el bosque de ondeantes plumas.

...el viento nocturno y tambores en el bosque un círculo de formas para acoger a un hombre procedente de las estrellas y la oscuridad se hace más intensa suenan los pasos espera las plumas susurran, está llegando espera el suelo dice que está llegando a nosotros vuestro padre cuidará de vosotros y os alimentará y no tendréis que marcharos entre las estrellas yo os protegeré...

A Kenyon le pareció que andaban horas enteras a través de la oscuridad. Se daba cuenta de la creciente excitación de Elyra, como si estuviera poseída por un sentimiento de triunfo y de anticipado placer. Pensó en las especulaciones de Grancor acerca del canibalismo entre los habitantes de Kana, y un escalofrío recorrió su cuerpo. Cuando llegaron a un claro del bosque, los tambores cesaron de resonar; el silencio pareció estallar delante de sus ojos. Elyra volvió el rostro hacia su acompañante, sus ojos muy abiertos y oscuros entre las sombras.

Kenyon encendió una cerilla y la acercó a su cigarrillo, aspirando profundamente el humo. Elyra se relamió los labios con la lengua y Kenyon observó lo puntiaguda que era. Casi sucumbió al impulso de echar a correr, pero la idea de Bothwell y de Grancor riéndose de él, le contuvo.

—Sé fuerte, Kenyon —dijo Elyra, como si hubiera adivinado sus pensamientos—. Sé valiente, y, sobre todo, sé prudente cuando te encuentres ante el padre.

—¿El padre?

Elyra golpeó impacientemente el suelo con uno de sus pies descalzos.

—El padre, Kenyon —repitió—. El poderoso que llegó a mi pueblo después que vosotros lo dejasteis abandonado...

Allí estaba de nuevo, pensó Kenyon: el cisma entre el pueblo de Kana y el resto de los mundos habitados. Vosotros. Mi pueblo. Como si el nacimiento de una leyenda de dioses procedentes del espacio hubiera transformado a los habitantes de Kana en algo distinto al resto de la raza humana.

—No existen dioses procedentes del espacio, pequeña. Son hombres —dijo Kenyon afablemente.

—El padre no es un hombre —susurró Elyra. Kenyon casi pudo captar la mística calma que descendía sobre ella mientras contemplaba el legendario pasado—. Hace mucho tiempo, cuando el pueblo de Kana vivía en el mar y estaba moribundo, los grandes dioses llegaron hasta nosotros, nos alimentaron y nos calentaron —Su voz adquirió un tono de resentimiento—. Tu no puedes comprenderme; y yo no puedo hacer que me comprendas. Pero el padre hablará contigo, estoy segura de ello, y entonces sabrás por qué nuestro pueblo tiene que permanecer aquí para siempre.

—No dijo Kenyon. De un modo u otro, tu pueblo vendrá con nosotros. Sois necesarios en otra parte.

Elyra se echó a reír.

—Cuando el tiempo se acabe..., cuando la estrella roja muera..., estaremos aquí, en Kana. Lo mismo que todo hombre que haya pisado el suelo sagrado...

Elyra se puso de puntillas y le besó, y Kenyon sintió un agudo dolor en sus labios.

—¡Salvaje!

Retrocedió, secándose la sangre de la boca, en el lugar donde la puntiaguda lengua de Elyra había pinchado su carne. La golpeó en pleno rostro, y Elyra cayó al suelo. La idea llegó a su cerebro como un relámpago que iluminara las tinieblas. No eran caníbales: eran vampiros.

Kenyon experimentó una indescriptible sensación de malestar en la boca del estómago. El hecho de que unos descendientes de hombres civilizados se hubieran convertido en unos seres tan depravados, resultaba increíble. Grancor y Bothwell tenían que ser advertidos. Radió el mensaje a través de su emisora portátil y esperó la respuesta, mientras Elyra le contemplaba desde las sombras. No hubo ninguna respuesta. ¡Maldición! ¿Permanecían a la escucha, o no? Kenyon no tenía modo de saberlo. Elyra se echó a reír. El sonido de su risa resultaba exasperante. Kenyon desenfundó su pistola de rayos y apuntó a la muchacha.

—¡Muéstrame el camino de regreso! —ordenó, con más confianza de la que sentía.

Elyra, por toda respuesta, se echó a reír de nuevo, y desapareció en la oscuridad del bosque de plumas. Kenyon disparó a ciegas, tratando de encontrar un sendero a través de la extraña vegetación. Repentinamente, oyó un ruidoso arrastrar de pies descalzos, y un centenar de manos cayeron sobre él, aferrándole, golpeándole. Luego experimentó un vivísimo dolor en la base del cráneo y le envolvió la oscuridad, profunda y negra como la misma noche del espacio.

Cuando Kenyon despertó, yacía en un claro iluminado con antorchas. A su alrededor, un mar de rostros: los habitantes de Kana. Alguien estaba golpeando un tambor, muy suavemente, con un ritmo insistente e hipnótico. Su cuerpo tocaba el suelo, y por primera vez Kenyon tuvo conciencia de la peculiar contextura del terreno. Liso, cálido, con alguna clase de calor latente, interno.

Toda la tribu de indígenas se balanceaba al ritmo obsesionante del tambor. Kenyon pudo oír el murmullo de su cántico, repetido interminablemente «...despierta padre despierta padre despierta padre despierta padre...»

Kenyon trató de sentarse, y descubrió que no podía hacerlo. Invisibles, unas cintas le sujetaban al suelo. El pánico se apoderó de él, a pesar de todos los esfuerzos de su voluntad, adiestrada para combatirlo. Giró la cabeza a uno y otro lado para ver si podía localizar a Elyra en el mar de rostros, pero todas las mujeres eran iguales. Todas se balanceaban al compás de su cántico ritual. El mismo aire parecía vibrar con su ritmo. De repente, Kenyon quedó helado de horror.

A menos de diez metros de distancia del lugar donde se encontraba surgía un tronco... No, no era un tronco humano, sino un indígena enterrado hasta los sobacos en el suelo. Sus ojos estaban abiertos de par en par y su boca se movía convulsivamente. El propio suelo latía lentamente a medida que el hombre iba hundiéndose más y más. El hombre gritó. De su garganta salió una especie de murmullo líquido. Lo indígenas empezaron a aullar.

«...el padre despierta el padre despierta».

Kenyon, con los ojos saliéndole de las órbitas, permaneció rígido... esperando no sabía qué. El hombre enterrado en el suelo levantó un brazo como un autómata, señalando directamente al cautivo. A continuación habló, con una voz profunda, hueca, sepulcral.

—¡Tú..., hombre de las estrellas! ¿Por qué has venido aquí?

Kenyon no pudo contestar.

—A robar a mi pueblo. A separarlo de mí —tronó la voz acusadora—. Cuando fueron abandonados por los de su propia raza... yo llegué a través de parsecs de espacio... a través del golfo que se abre entre las galaxias... a vivir con ellos y a cuidar de ellos. Y, ahora, ¿crees que vas a llevártelos?

Y el hombre enterrado estalló en una risotada. Un sonido hueco, espantoso, que resonó de un modo horrible en el bosque de plumas. Los indígenas hicieron eco a aquella risa desprovista de alegría. Es un truco, pensó Kenyon. Hipnosis. O tal vez me estoy volviendo loco. Me ha parecido que todo el mundo estaba hablando a través de la boca de ese hombre.

El hombre enterrado movió sus brazos en un amplio círculo. Gritó:

—¡Corred! ¡Yo os invito! ¡Corred conmigo!

Kenyon luchó de nuevo contra las ataduras que le sujetaban, enloquecido por el pánico. Pero los indígenas no le atacaron con sus lenguas puntiagudas, sorbedoras... Se inclinaron, apretando sus bocas contra el suelo, hundiendo sus lenguas en la tierra. El hombre enterrado gritó una vez más y se desvaneció con un ruido húmedo, aspirante. De repente, Kenyon lo vio todo claro, como un cuadro que iba formándose en su mente. El suelo, la tierra, las islas: eso era el padre.

Una raza de seres llegados a través del espacio, que había encontrado refugio en las aguas cálidas y poco profundas de un mundo abandonado por los humanos de la galaxia interior. Animales enormes, cubiertos de plumas, dispuestos a vivir en una espantosa simbiosis con los hombres que habían encontrado en Kana. Dándoles a comer la sangre de la tierra, y tomando a cambio la carne de los hombres. Era algo horrible, nauseabundo. Kenyon pudo imaginar a la gente abandonando las barcazas para dirigirse a las islas que veían surgir en el océano, y más tarde viviendo como parásitos de la sangre que discurría debajo de la tostada epidermis.

Sintiendo despertarse en él un frenesí de asco y de furor, Kenyon luchó con todas sus fuerzas, utilizando los dientes y las uñas, para librarse de sus ataduras. Tenía que marcharse de aquel lugar maldito, marcharse hacia la fría y limpia oscuridad del espacio, alejarse de aquella espantosa pesadilla de depravación extraña y humana. Repentinamente, se encontró libre y corriendo a través del bosque de plumas, con la horda de indígenas corriendo detrás de él, con las antorchas en alto. Las odiosas plumas desgarraban su carne, el suelo cálido y palpitante de la isla se ablandaba para entorpecer su marcha. Pudo oírse a si mismo gritando en un paroxismo de rabia y de terror mientras corría.

¡Tenía que regresar! ¡Regresar para advertir a los otros! Regresar a la nave espacial y sentir bajo sus pies descalzos el frío y limpio metal, y recobrar de nuevo la lucidez de su mente.

—¡Tenía que llegar!

Detrás de él, la horda de indígenas aullaba desaforadamente, y el oscuro bosque devolvía el eco de sus gritos. Y al final Kenyon se encontró corriendo a través de la carne requemada de la zona de aterrizaje de la nave espacial. ¡Una boca espantosa, entreabierta, en forma de cráter! El suelo palpitaba furiosamente. Kenyon tropezaba, caía. Pero volvía a ponerse en pie y continuaba avanzando, sin dejar de gritar. Grancor y Bothwell estaban sentados en la sala de mandos, muy pálidos. No se movieron cuando Kenyon penetró en la cabina, tambaleándose. No pronunciaron una sola palabra mientras su compañero contaba su historia con frases entrecortadas. Permanecieron en silencio, incluso cuando Kenyon les gritó que pusieran en marcha la nave.

—¿Acaso os habéis vuelto locos? ¿Es que no comprendéis lo que os estoy diciendo? ¡Tenemos que despegar inmediatamente!

Al ver que no contestaban, Kenyon se sentó ante el tablero de mandos y cerró los relés. Los cohetes no se encendieron. En aquel momento experimentó la sensación de que la nave estaba hundiéndose. Se estremeció, notando que su lucidez mental volvía a vacilar. Grancor le cogió del brazo y le condujo a una de las mirillas, desde la cual era perfectamente visible la boca que formaba el desgarrado suelo.

—Mira al exterior —dijo Grancor en voz baja.

—Entonces recibisteis mi mensaje —murmuró Kenyon.

Grancor asintió. Kenyon se agarró a las paredes de la nave, mirando a través de la mirilla. Hacia el Este, el cielo estaba enrojeciendo, y a la claridad escarlata el mar de plumas oscilaba agitadamente. El suelo estaba cerca. Demasiado cerca.

La boca roja y mutilada se había cerrado alrededor de la nave. Kenyon recordó al hombre enterrado con un estremecimiento de horror. La nave estaba hundiéndose. Dentro de unos instantes, quedaría completamente engullida. Kenyon tuvo conciencia de la proximidad de una inteligencia suprema, gigantesca. Una inteligencia que planeaba por encima de la nave, implacable. Grancor y Kenyon permanecieron en pie delante de la mirilla, contemplando el silencioso círculo de indígenas que se había formado alrededor de la nave espacial. Notaron que la nave se hundía lentamente, inexorablemente, cada vez más honda... en la tierra viva.


Alfred Coppel (1921-2004)




Relatos góticos. I Relatos de vampiros.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Alfred Coppel: Tierras de sangre (Blood Lands), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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