«Dux y Dugaresa»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis


«Dux y Dugaresa»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis.




Dux y Dugaresa (Doge und Dogaresse) es un relato del romanticismo del escritor alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), escrito en 1917 y publicado en la antología de 1819: Los hermanos Serapion (Die Serapionsbrüder).

Dux y Dugaresa, uno de los cuentos de E.T.A. Hoffmann más extraños, está inspirado en una pintura de Carl Wilhelm, y narra una historia de intrigas, pasiones y amores secretos. La historia se construye sobre delicados engranajes psicológicos, dando como resultado una pieza exquisita del romanticismo oscuro.




Dux y Dugaresa.
Doge und Dogaresse, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

Con este nombre aparecía, en el catálogo de las obras de arte expuestas en septiembre de 1816 por la Academia de Berlín, un cuadro pintado por el esforzado y gallardo C. Kolbe, miembro de dicha academia, y que atraía a los observadores con un encanto especial, de manera que casi siempre había alguien parado delante de él. Un dux con vestidos ricos y suntuosos avanza a lo largo de una balaustrada y a su lado va la dogaresa, vestida con igual boato. El, un viejo de barba gris, rasgos de una extraña ambigüedad, que denotan vigor y debilidad, orgullo, arrogancia y mansedumbre en el rostro rojizo; ella, una mujer joven, con una tristeza nostálgica, un anhelo soñador en la mirada y en toda su estampa.

Detrás de ellos, una mujer entrada en años y un hombre que sostiene una sombrilla abierta. A un lado, junto a la balaustrada, un muchacho hace sonar un cuerno en forma de caracol. En el mar, una góndola ricamente engalanada, con la bandera veneciana, y dos gondoleros en ella. Hacia el fondo se extiende el mar cubierto de cientos de velas y a lo lejos se divisan las torres y palacios de la magnifica ciudad de Venecia que surge de las aguas. Hacia la izquierda puede verse San Marcos; más en primer plano, San Giorgio Maggiore. Sobre el marco dorado del cuadro están grabadas estas palabras:


¡Ah! Senza amare
Andare sul more
Col sposo del mare
Non puol consolare.


(¡Ay! Sin amar
Andar sobre el mar.
Con el esposo del mar
No me puede consolar.)


Ante este cuadro se suscitó un día una discusión estéril sobre si el artista había querido representar allí sólo una imagen en la que apareciera la situación precisa a que aluden los versos: la de un viejo caduco que no puede satisfacer con el lujo y el esplendor los deseos de un corazón anhelante, o si en realidad había querido representar un hecho auténticamente histórico. Cansados de la charla, los visitantes fueron abandonando uno tras otro el lugar, de modo que finalmente sólo quedaron dos amigos amantes del noble arte de la pintura.

—Yo no sé —comenzó a decir uno de ellos—, cómo alguien puede estropear todo el goce de la contemplación con tantas interpretaciones y sutilezas. Pero, aunque creo presentir acertadamente cuál es la situación de ese dux y esa dogaresa, lo que me atrapa de manera extraña es el brillo de la riqueza y del poder que resplandecen en todo el cuadro. Mira ese estandarte con el león alado, que flamea al viento como reinando sobre el mundo. ¡Oh, magnífica Venecia!

Y comenzó entonces a recitar el acertijo de Turandot sobre el león adriático: Dimmi qual sia quella terribil fera, etc., etc. Apenas había terminado cuando terció una melodiosa voz varonil recitando la solución de Kalaf: Tu quadrupe fera, etc. Un caballero de aspecto noble y distinguido, con una capa gris sobre los hombros, se había colocado detrás de los dos amigos sin que ellos lo advirtieran, y observaba el cuadro con ojos centelleantes. Iniciaron un diálogo y el extraño dijo entonces con voz casi solemne:

—Es realmente un misterio: muchas veces se revela en el alma del artista un cuadro cuyos personajes; antes incorpóreos, ignotos, como niebla que se desliza por el espacio vacío, parecen cobrar vida precisamente en el alma del artista y encontrar allí su hogar. Y de pronto, el cuadro adquiere una relación con el pasado, o quizá también con el futuro y representa lo que realmente sucedió o ha de suceder. Es posible que el mismo Kolbe no sepa que pintó precisamente al dux Marino Falieri y a su esposa Annunziata en este cuadro.

El desconocido hizo silencio, pero los dos amigos lo acosaron para que les revelara ese enigma, así como antes había recitado la respuesta al acertijo del león adriático.

—Si tienen paciencia, señores curiosos —dijo entonces el desconocido—, les contaré de inmediato la historia de Falieri y así sabrán lo que este cuadro representa. Pero, ¿tendrán paciencia? Seré muy detallado, porque sólo así me agrada hablar de cosas que aparecen vívidas ante mis ojos como si yo mismo hubiese sido testigo de ellas. Pero bien podría ser ése el caso, porque todo historiador —y yo soy uno ahora— es una especie de espectro parlante del pasado.

Los dos amigos se dirigieron con el desconocido a una habitación apartada, donde éste inició sin más su relato de la siguiente manera. Hace mucho tiempo (si no me equivoco fue en el mes de agosto de 1354), el valiente general genovés Paganino Doria, luego de derrotar a los venecianos, había tomado por asalto la ciudad de Parenzo. Sus galeras bien tripuladas cruzaban pues el golfo de Venecia como aves de rapiña hambrientas que van de un lado a otro con inquieta voracidad, mientras acechan la presa que esperan capturar con un golpe certero; y un pavor mortal se apoderó del pueblo y de la Signoria de Venecia. Todos los hombres aptos tomaron las armas o los remos.

En el puerto de San Nicolo, comenzaron a congregarse los contingentes. Se echaron árboles al agua, se hundieron barcos y se tendieron cadenas para impedir el paso del enemigo. Mientras que allí resonaban con estrépito las armas y las cargas que se arrojaban al mar caían produciendo un ruido atronador, se veía en el Rialto a los agentes de la Signoria que secándose el helado sudor de la frente pálida, ofrecían intereses cada vez más altos por el dinero contante y sonante que por entonces también escaseaba en la república amenazada. Pero los cielos eternos e inescrutables determinaron que en el momento de máxima preocupación y penuria el hogar asediado perdiera a su fiel pastor. Agobiado por el peso del infortunio falleció el dux Andrea Dandulo, a quien el pueblo llamaba su querido condecito (il caro contino) porque siempre había sido amable y piadoso y nunca había cruzado la Plaza de San Marcos sin llevar dinero y buen consejo para quien necesitara lo uno o lo otro.

Suele suceder que aquel a quien agobia alguna desgracia siente cada golpe que se le asesta, y que en otras circunstancias casi no habría percibido, con doble intensidad. Así también, cuando las campanas de San Marcos anunciaron con tañidos lúgubres y sombríos la muerte del condecito, el pueblo perdió todo dominio y se dejó arrastrar por la desesperación y la pesadumbre. Había muerto el apoyo, la esperanza; ahora tendrían que someterse al yugo de Génova: así se oía gritar, aunque en realidad la muerte de Dandulo no era tan desastrosa en lo que respecta a los operativos militares que debían llevarse a cabo en aquellos momentos. Al buen condecito le gustaba la vida tranquila y pacífica; prefería seguir el curso de los astros antes que los retorcidos laberintos de la razón y la astucia del Estado; le gustaba más organizar la procesión para las celebraciones de Pascua que conducir una guerra. Ahora pues había que elegir un dux que dotado de un notable sentido de estratega y de una inteligente astucia política rescatara a Venecia, sacudida en sus mismos cimientos, del peligro amenazador de un adversario que había sido siempre más audaz.

Con este fin se reunieran los senadores, pero entre ellos no había sino semblantes sombríos, miradas aterradas, cabezas inclinadas al suelo y hundidas entre las manos. ¿Dónde encontrar a un hombre que pudiera tomar el timón sin guía y manejarlo con mano firme? El más antiguo de los consejeros, Marino Bodoeri, hizo oír finalmente su voz:

—Aquí, entre nosotros —dijo—, no lo van a encontrar. Pero vuelvan sus miradas a Avignon, a Marino Falieri, a quien enviamos con nuestro mensaje de felicitación para el Papa Inocencio en el momento de su asunción. El puede hacer algo ahora, él si puede. Elijámoslo dux, para que acabe de una vez con todas nuestras desgracias. Me dirán quizá que Marino Falieri tiene ya ochenta años, que su cabello y su barba se han vuelto canosos, que su aspecto despejado, su mirada ardiente, el brillo rojizo de su nariz y sus mejillas se deben más bien al buen vino de Chipre que a su fuerza interior, como quieren sus detractores; pero no los escuchen. Recuerden el coraje de que hizo gala Marino Falieri como Proveditore de la flota en el Mar Negro; tengan en cuenta cuáles pueden haber sido los méritos que movieron a los procuradores de San Marcos a entregarle como feudo el rico condado de Valdemarino.

Así recalcó valientemente Bodoeri los méritos de Falieri y supo prevenir cualquier objeción hasta que por fin todas las voces se aunaron para proclamar a Falieri nuevo dux de Venecia. Muchos siguieron hablando durante un buen rato acerca del carácter irascible y colérico de Falieri, de su ambición de mando, de su voluntad arbitraria, pero entonces se les respondía:

—Justamente porque todo eso ya es cosa del pasado, es que elegimos al viejo Falieri, y no al joven que fue.

Pero esas mismas críticas cesaron completamente cuando se dio a conocer al pueblo la elección del nuevo dux, que estalló en gritos de júbilo desatado. ¿No es acaso sabido que en un momento de tanto peligro, de tantas agitaciones y tensiones, toda decisión, si bien no es más que eso, aparece como una inspiración celestial?

Así sucedió pues que el buen condecito, con toda su piedad y mansedumbre, cayó inmediatamente en el olvido, y todos exclamaban: ¡Por San Marcos! Este Marino tendría que haber sido desde hace tiempo nuestro dux; entonces no. estaría ese arrogante Doria molestándonos a cada rato. Y los soldados mutilados levantaban con dificultad sus brazos tullidos y exclamaban: ¡Ese es Falieri, el que derrotó a Morbassan; el valiente general cuyas banderas victoriosas flamearon en el Mar Negro! Y allí donde el pueblo se congregaba, siempre había quien hablara de las hazañas del viejo Falieri, y resonaban gritos de júbilo por los aires como si Doria ya hubiese sido vencido.

A esto se sumó que Nicolo Pisan¡, sabrá Dios por qué, en lugar de venir al encuentro de Doria habla seguido navegando tranquilamente con su flota hacia Cerdeña y decidió por fin regresar. Doria salió del golfo para recibirlo, y lo que en realidad fue consecuencia del acercamiento de la flota de Pisan¡, fue considerado por los venecianos un nuevo efecto de la terrible fama de Marino Falieri. Una especie de efusión fanática se apoderó entonces del pueblo y de la Signoria85 respecto de la afortunada elección, y se decidió, para que todo fuera extraordinario, recibir al flamante dux como a un enviado del cielo, portador de gloria, de triunfos y de riquezas. La Signoria había enviado a doce nobles con un numeroso séquito hasta Verona, donde los enviados de la República volverían a manifestarle solemnemente a Falieri que había sido elegido jefe del estado de Venecia.

Quince embarcaciones ricamente engalanadas, equipadas por el Podestá de Chioggia y puestas a las órdenes de su propio hijo, Taddeo Giustiniani, recibieron a continuación en Chiozza al dux con toda su comitiva, quien marchó luego como el más poderoso y victorioso de los monarcas hacia San Clemente donde lo aguardaba la Bucentoro. Justamente cuando Marino Falieri estaba por ascender a la Bucentoro -el tres de octubre al atardecer, cuando el sol ya empezaba a ocultarse- un hombre pobre y de aspecto miserable yacía sobre el duro piso de mármol reclinado contra las columnas de la Dogana. Algunos harapos de lienzo a rayas de color irreconocible, que parecían haber pertenecido al uniforme de marinero que usan los estibadores y remeros más comunes, le cubrían el cuerpo enjuto. No tenía más camisa que su piel, visible por todas partes; pero era tan blanca y tersa que ni la persona más noble podría haberse avergonzado si hubiese sido su propia piel.

Así también la delgadez de su cuerpo sólo permitía apreciar mejor las perfectas proporciones de sus bien formados miembros. Y si finalmente se miraban aquellos rizos castaños desgreñados que ensombrecían la hermosa frente, los ojos azules sólo oscurecidos por su sufrimiento sin consuelo, la nariz aguileña, la delicada forma de los labios de aquel joven que no parecía tener más de veinte años, entonces se tenía la certeza de que algún destino adverso había arrojado a aquel extraño de buena cuna al estado más miserable.

Como ya se ha dicho, el joven yacía apoyado contra las columnas de la Dogana, y con la cabeza sobre el brazo derecho miraba fijamente y como sin ver hacia el mar. Podría suponerse que la vida lo había abandonado y que la lucha con la muerte lo había convertido en piedra adhiriéndolo a la columna, si de vez en cuando no hubiera suspirado profundamente, tomó poseído por un dolor inefable. Era el dolor del brazo izquierdo, que extendido sobre el piso de piedra y envuelto en harapos manchados de sangre, parecía gravemente lastimado. Todo estaba inmóvil y silencioso, incluso el estrépito de las fábricas; toda Venecia se había volcado al mar en mil góndolas y barcos para salir al encuentro del célebre Falieri. Y así pues aquel pobre joven estaba solo y nadie lo ayudaba a calmar su dolor.

Pero cuando su cabeza extenuada caía sobre las frías piedras y estaba a punto de perder el sentido, una voz ronca llamó varias veces seguidas, con tono quejumbroso: ¡Antonio, mi pequeño Antonio!

Antonio se incorporó entonces a medias y al volver la cabeza hacia las columnas de la Dogana, de donde parecía provenir la voz, dijo agotado, en tono casi imperceptible:

—¿Quién me llama? ¿Quién viene a arrojar mi cadáver al mar? Porque pronto estaré muerto.

Una vieja chiquita y decrépita se acercó entonces apoyándose en un bastón, tosiendo y jadeando, hasta el muchacho herido, y al inclinarse a su lado dejó escapar una risita repugnante.

—Criatura tonta —murmuró entonces la vieja—, ¿quieres morirte aquí? ¿Quieres morirte porque la dorada dicha se te escapa? Mira hacia allá; las llamas que arden en el anochecer son señales para ti. Pero tienes que comer, querido Antonio, comer y beber, porque es el hambre, nada más, el que te ha tumbado aquí, sobre las piedras frías. El brazo ya está sano y curado.

En aquella viejecita reconoció Antonio a la extraña mendiga que solía pedir limosna en las escalinatas de la iglesia franciscana, riéndose siempre con una risita ronca, y a la que él mismo, llevado por un impulso inexplicable, le había arrojado más de una vez algún quattrino ganado con sacrificio.

—¡Déjame en paz! —dijo—, ¡déjame tranquilo, vieja loca! Ya sé que es el hambre, más que la herida, lo que me ha debilitado tanto y me hace sufrir. Hace tres días que no gano ni un solo quattrino. Quería llegar hasta el convento para que me dieran dos cucharadas, de la sopa de los enfermos, pero todos se han ido y nadie hay que se apiade de mí y me lleve en su barca. Por eso estoy aquí y ya nunca podré levantarme.

—Ji, ji —se reía la vieja—, ¿por qué desesperar enseguida?, ¿por qué renunciar? Tienes sed, tienes hambre. Yo tengo un remedio para eso. Aquí hay unos lindos pescaditos secos comprados hoy mismo en la Zecca, y limonada, y un lindo pancito blanco. Come y bebe, hijito, y después veremos el brazo lastimado.

Entretanto, la vieja había ido sacando pescados, pan y limonada de la bolsa que llevaba colgada a la espalda como una capucha detrás de la cabeza inclinada. No bien Antonio mojó sus labios ardientes y resecos con la bebida fresca, el hambre se le despertó con redoblada intensidad, y se comió vorazmente los pescaditos y el pan. Mientras tanto, la vieja le fue sacando los trapos con que tenía vendado el brazo herido, comprobando que estaba realmente muy golpeado, pero que la herida se cicatrizaba muy bien.

—Pero, ¿quién te ha golpeado de ese modo, hijito? —le preguntó la vieja mientras le ponía un menjunje que sacaba de un frasquito y entibiaba con su propio aliento. Antonio, recuperado ya y animado otra vez por el fuego de la vida, se había sentado. Con ojos centelleantes y levantando el puño derecho exclamó—: ¡Ah! ¡Nicoló, ese pillo! Quería dejarme tullido, me envidia por cada miserable quattrino que me arroja alguna mano bondadosa. Tú sabes, vieja, que me gano la vida penosamente, ayudando a llevar las cargas desde los barcos hasta el almacén de los alemanes en el Fontego, seguramente conoces ese edificio.

Cuando Antonio pronunció la palabra Fontego, la vieja empezó a reírse con su risita repulsiva y siguió mascullando: Fontego.. Fontego... Fontego...

—¡Deja de reírte como una loca, vieja, si quieres que té cuente! —exclamó Antonio rabioso. La vieja se calló enseguida, y Antonio continuó—: Con algunos quattrinos que me había ganado, me compré un jubón nuevo. Realmente tenía un aspecto gallardo, y me aceptaron tomó gondolero. Como estaba siempre contento, trabajaba con ganas y me sabía algunas lindas canciones, de modo que solía ganarme algún quattrino más que los otros. Pero entonces mis compañeros empezaron a envidiarme; me denigraron ante mi patrón que terminó por echarme, y a todas partes donde iba me gritaban: ¡Perro alemán! ¡Maldito hereje! Y hace tres días, cuando estaba ayudando a amarrar una embarcación en San Sebastián90 me atacaron a golpes y pedradas. Me resistía muy bien, pero en un momento el malvado Nicoló me pegó con un remo en la cabeza y en el brazo y me tiró al suelo. Bueno vieja, ya no tengo más hambre gracias a ti, y siento que tu maravilloso menjunje me hace muy bien. Mira, ya puedo mover el brazo. ¡Ahora podré remar como antes!

Antonio se había puesto de pie y movía con ímpetu su brazo herido. Pero entonces la vieja volvió a reírse, y saltando a su alrededor como si estuviera bailando, le dijo:

—¡Hijito, hijito mío! ¡Rema con valor! ¡Con valor! ¡El viene! ¡Ya viene! El oro brilla con llamas claras. ¡Rema con valor! ¡Rema con valor! Pero sólo una vez más. ¡Una sola vez! ¡Después nunca más!

Antonio no prestaba atención a lo que hacía la vieja, porque contemplaba absorto el maravilloso espectáculo que se desplegaba ante sus ojos. Desde San Clemente venía navegando la Bucentoro con el león adriático en la bandera que flameaba al viento; y al golpear el agua resonaban los remos como el aleteo de un inmenso cisne dorado. Erguida su intrépida figura principesca, rodeado de mil góndolas y barcas, parecía dirigir un ejército jubiloso que hubiera levantado mil cabezas relucientes desde el fondo del mar. El sol del atardecer proyectaba sobre Venecia sus rayos ardientes y todo parecía estar en llamas. Pero mientras Antonio, que había olvidado todo su dolor, contemplaba extasiado el espectáculo, la luz fue adquiriendo lentamente un color sangriento. Un sordo zumbido cruzó los aires y resonó como un eco pavoroso desde las profundidades del mar. La tormenta llegó rauda sobre las nubes negras y ocultó de pronto todo aquello en una densa penumbra mientras en el mar rumoroso las olas se hacían más y más grandes, semejantes a monstruos de espuma que silbaban y amenazaban con devorarlo todo. Como aves desbandadas iban las góndolas y barcas a la deriva.

La Bucentoro, incapaz de hacer frente a la tormenta con su fondo plano, se tambaleaba de un lado a otro. En lugar del júbilo feliz de los clarines y las trompetas se oían entre la tormenta los gritos de pánico de los hombres en peligro. Antonio estaba como petrificado contemplando el espectáculo. Muy cerca de él se oyó un ruido de cadenas; bajó la mirada: una pequeña canoa sujeta al muro se balanceaba sobre las olas. Una idea se le cruzó por la mente como un rayo. Saltó a la canoa, la desató, tomó el remo que estaba en su interior y salió al mar remando con valor en dirección a la Bucentoro. Cuanto más se acercaba tanto más claramente escuchaba los gritos de auxilio lanzados desde la nave:

—¡Aquí, aquí! ¡Salven al dux!

Es sabido que las pequeñas canoas de los pescadores son justamente las más seguras y las más fáciles de maniobrar en el golfo cuando hay tormenta; así sucedió que de todas partes acudieron canoas para salvar al honorable dux Marino Falieri.

Pero en la vida sucede siempre que Dios asigna el éxito de alguna empresa arriesgada solamente a uno, de manera que todos los demás se esfuerzan inútilmente por alcanzarlo. Y esta vez le había sido asignado al pobre Antonio salvar al dux recientemente electo, de modo que sólo él consiguió llegar con su pequeña canoa de pescador hasta la Bucentoro. El viejo Marino Falieri, que conocía bien los peligros del mar, saltó sin pensarlo un instante desde la lujosa pero traicionera Bucentoro a la pequeña canoa del pobre Antonio, que deslizándose ligera como un delfín sobre las mudas olas lo depositó en pocos minutos en la Plaza de San Marcos. Con los vestidos empapados y el agua que le chorreaba por la barba gris fue conducido el viejo hasta la iglesia, donde la nobleza terminó con semblantes desencajados la ceremonia de la entrada triunfal.

Tan alterado como la Signoria por los accidentes de aquel momento, a los que había que agregar además el hecho de que en el apuro y la confusión se hizo pasar al dux por entre las dos columnas donde generalmente se decapitaba a los delincuentes el pueblo enmudeció en medio de la alegría y el júbilo, y el día que había comenzado como una fiesta terminó lúgubre y sombrío. Nadie parecía acordarse del joven que había salvado al dux, y ni siquiera el mismo Antonio pensaba en eso, sino que agotado y semidesvanecido por el dolor que le causaba la herida reabierta, se había dejado caer contra las columnas del palacio ducal. Por eso se sorprendió realmente cuando ya casi de noche un alabardero del dux lo tomó de los hombros diciéndole: Ven conmigo, amigo, lo llevó al palacio y lo introdujo en los salones del dux.

El viejo lo recibió afectuosamente y señalándole un par de bolsas que estaban sobre la mesa le dijo: ¡Te has portado valientemente, muchacho! Toma estos tres mil cequines. Si quieres más, dímelo, ¡pero haz el favor de no dejarte ver nunca más ante mis ojos!

Al decir estas últimas palabras los ojos del viejo centellearon y la punta de la nariz se le puso más roja. Antonio no comprendió lo que el viejo pretendía pero no dejó que eso lo afectara y cargó como pudo las bolsas que creía haberse ganado con todo derecho. Radiante en el esplendor del mando que acababa de alcanzar, observaba el viejo Falieri a la mañana siguiente por una de las ventanas ojivales del palacio al pueblo que se entretenía con toda clase de ejercicios militares. En ese momento entró a la habitación Bodoeri, fiel amigo del dux desde la juventud. Como éste, ensimismado y concentrado en su majestad, parecía no advertir su presencia, Bodoeri golpeó las manos y exclamó riendo en voz alta: ¡Eh, Falieri!, ¿qué sublimes ideas están incubándose y germinando en tu cabeza desde que se ha asentado sobre ella el birrete ducal?

Como despertando de un sueño saludó Falieri al viejo con forzada amabilidad. Sentía que después de todo era a Bodoeri a quien le debía aquel birrete, y esa conversación parecía recordárselo. Y como cualquier compromiso pesaba como una carga sobre su ánimo orgulloso y dominante, y no podía despachar al consejero más antiguo y al amigo de siempre como había hecho con el pobre Antonio, murmuró algunas palabras forzadas de agradecimiento y enseguida empezó a hablar de las medidas que había que adoptar contra los enemigos que se agitaban por todas partes.

—Eso y todo lo demás que el Estado exige de ti —lo interrumpió Bodoeri con una sonrisa astuta—, lo estudiaremos dentro de un par de horas en una reunión del Gran Consejo. No he venido tan temprano para lucubrar contigo la manera de acabar con las osadías de Doria ni el modo de hacer entrar en razones al húngaro Luis, que codicia nuevamente nuestras ciudades marítimas de Dalmacia. No, Marino, pensaba solamente en ti, y particularmente en algo que no podrías adivinar: en tu boda.

—¡Cómo se te ocurre pensar en eso! —le replicó el dux, levantándose sumamente disgustado y mirando por la ventana de espaldas a Bodoeri—. Faltan varios meses para el Día de la Ascensión. Creo que para entonces habremos vencido ya al enemigo y obtenido victorias, honores, riquezas y un poderío deslumbrante para el león adriático del mar. La prometida inmaculada tendrá un digno esposo.

—¡Ah! —lo interrumpió Bodoeri con impaciencia—, ¡te refieres a la extraña celebración del Día de la Ascensión, cuando arrojando a las aguas desde la Bucentoro el anillo dorado desposarás a las aguas del Adriático! Pero Marino, tú que conoces tan bien el mar, ¿no piensas acaso en otra prometida que no sea el agua fría y traicionera que imaginas dominar y que ayer mismo se levantó amenazadora contra ti? ¡Ah! ¡Cómo puedes querer descansar en los brazos de una novia que caprichosa y desenfrenada se enfureció no bien le acariciaste las heladas mejillas azules al deslizarte en la Bucentoro! ¿Alcanza acaso un Vesubio en llamas para entibiar el pecho helado de una mujer falsa, siempre traidora, que se desposa una y otra vez y no acepta los anillos como cara prenda de amor; sino que arrastra y devora el tributo de sus esclavos ? ¡N¿ Marino! Yo pensaba que debías casarte con la criatura más hermosa de todo el mundo.

—Deliras —murmuró Falieri sin moverse de la ventana—. Yo, un viejo de ochenta años, agobiado de problemas y trabajo, que vivió soltero toda la vida y que ya casi no es capaz de amar...

—¡Un momento! —exclamó Bodoeri—. No te difames tú mismo! ¿Acaso el invierno más rudo y más frío no extiende anhelante sus brazos hacia la encantadora diosa que lo atrae con las tibias brisas del este? Y cuándo la estrecha contra su pecho entumecido, cuando una pasión tierna corre por sus venas, ¿qué queda del hielo y de la nieve? Dices que tienes ochenta años; es verdad, ¿pero acaso la vejez se mide por los años? ¿No tienes tan erguida tu cabeza y caminas con pasos tan firmes como hace cuarenta años? ¿O sientes que tu vigor ha disminuido, que tienes que usar una espada más pequeña, que te cansas cuando corres, que apenas puedes subir jadeando las escalinatas del palacio ducal?

—¡No, por todos los cielos! —lo interrumpió Falieri apartándose violentamente de la ventana y dirigiéndose hacia su amigo—. ¡No siento nada de eso!

—Entonces —continuó Bodoeri—, goza plenamente en la vejez de toda la felicidad terrena que aún te está reservada. Convierte en dogaresa a la mujer que he elegido para ti, y todas las mujeres de Venecia la venerarán como a las más bella y a la más virtuosa, así como los venecianos respetan en ti a su jefe, por tu valor, tu espíritu y tu fuerza.

Bodoeri comenzó entonces a pintarle la imagen de una mujer y supo combinar tan hábilmente los colores más vivos que al viejo Falieri empezaron a brillarle los ojos y todo su rostro fue adquiriendo un tono rojo subido, mientras el viejo aguzaba los labios como saboreando un vasito tras otro del ardiente vino de Siracusa.

—¡Ay! —dijo por fin con una sonrisa de satisfacción—, ¡qué encanto de criatura es ésa de la que hablas? No estoy pensando sino en mi adorable sobrinita —le replicó Bodoeri.

—¿Cómo? —lo interrumpió el dux—. ¿Tu sobrina? Si cuando yo era Podestá de Treviso ella se casó con Bertucio Nenolo.

—¡Ah! —continuó entonces Bodoeri—. Tú estás pensando en mi sobrina Francesca, y yo en su hijita. Sabes que la guerra atrajo al mar al salvaje y huraño Nenolo. Agobiada por el dolor y la pesadumbre, Francesca se encerró en un convento romano y entonces yo me hice cargo de la pequeña Annunziata, a la que crié en total aislamiento en mi villa de Treviso.

—¡¿Qué?! —volvió a interrumpirlo Falieri con impaciencia—. ¿Que me case yo con la hija de tu sobrina? ¿Cuánto hace que se casó Nenolo? Annunziata debe ser una criatura de no más de diez años. Cuando yo pasé a ser Podestá de Treviso ni se pensaba en la boda de Nenolo, y de eso han pasado...

—Veinticinco años —lo interrumpió sonriendo Bodoeri—. ¡Ay! ¡Qué rápido se te debe haber pasado este tiempo para que te equivoques así! Annunziata es una muchacha de diecinueve años, hermosa como la luz del sol, virtuosa, humilde; no sabe nada del amor porque casi nunca ha visto a un hombre. Te seguirá con un amor infantil y sumiso, sin condiciones.

—¡Quiero verla, quiero verla! —exclamó el dux imaginando otra vez a la bella Annunziata que le había pintado Bodoeri.

Ese mismo día fue satisfecho su deseo; porque apenas había retornado el dux a sus aposentos tras la reunión en el Senado, el astuto Bodoeri, que tenía sus buenas razones para querer que su sobrina se convirtiera en dogaresa, le llevó al viejo dux la encantadora Annunziata con el mayor sigilo. Cuando el viejo Falieri vio a la angelical criatura se sintió tan turbado ante el milagro de tanta belleza que apenas pudo murmurar algunas palabras casi ininteligibles para pedirle que fuera su esposa. Annunziata, enterada ya por Bodoeri, se arrodilló tímidamente, ruborizada ante el principesco anciano. Tomó la mano del dux, la apretó contra sus labios y susurró: ¡Oh, señor! ¿Me concederá usted el honor de sentarme a su lado, en el trono ducal? Yo prometo respetarlo desde lo más hondo de mi alma y seré su esclava fiel hasta la muerte.

El viejo Falieri estaba extasiado; era tanto su gozo que no podía dominarse. Cuando Annunziata le tomó la mano sintió un estremecimiento en todos los miembros y luego comenzó a temblarle la cabeza y después todo el cuerpo, de modo que tuvo que sentarse rápidamente en el inmenso sillón. Parecía que el optimismo de Bodoeri sobre la vigorosa vejez del octogenario estaba a punto de ser desmentido. Bodoeri, claro está, no pudo evitar que una extraña sonrisa contrajera sus labios. La inocente y cándida Annunziata no se dio cuenta de nada y por suerte no había nadie más en la habitación. Quizá porque el viejo Falieri, al pensar en presentarse ante él pueblo como prometido de una muchacha de diecinueve años, sentía lo incómodo de esa situación, o porque creía que no era conveniente incitar de esa manera a los venecianos, ya de por sí de espíritu burlón, y que seria mejor ocultar absolutamente su situación de prometido de la bella Annunziata, decidió, con la conformidad de Bodoeri, que la, boda se efectuara en el mayor secreto, y que algunos días después la dogaresa fuera presentada a la Signoria y al pueblo como la esposa del dux, llegada recientemente de Treviso, donde había permanecido durante la misión de Falieri en Avignon.

Dirijamos ahora nuestros ojos hacia aquel joven gallardo, pulcramente vestido, que con una bolsa de cequines en la mano va de un lado a otro por el Rialto, habla con judíos, con turcos, armenios y griegos, aparta luego su frente ensombrecida, sigue caminando, se detiene, se da vuelta y finalmente se hace llevar en góndola hasta la Plaza de San Marcos, donde comienza a caminar sin rumbo, con paso incierto y vacilante, los brazos cruzados, la mirada clavada en el suelo, sin darse cuenta, sin intuir que algunos murmullos, alguna ligera tosecilla que proviene de esta ventana o de aquella, de uno que otro balcón ricamente engalanado, son señales de amor que le están dirigidas. ¡Quién podría reconocer a primera vista en ese joven al Antonio que pocos días antes yacía en harapos sobre el piso de mármol de la Dogana!

—¡Hijito, mi hijito adorado, Antonio! ¡Buenos días, buenos días!

Así lo llamó la vieja mendiga que estaba sentada en uno de los escalones de la catedral de San Marcos, y a la que Antonio no había visto. No bien la oyó, se dio vuelta instantáneamente, metió la mano en la bolsa y sacó un puñado de cequines para ella.

—¡Oh, guárdate eso! —chilló la vieja sin dejar de reírse—. ¿De qué me sirve a mí tu oro? ¿Acaso no tengo todas las riquezas? Pero si quieres hacer algo por mí, cómprame una caperuza nueva, porque la que tengo ya no me protege contra el viento y el mal tiempo. ¡Sí, sí, hazlo, hijito mío, mi hijito adorado! Pero no te acerques al Fontego, al Fontego.

Antonio se había quedado con la mirada fija en la cara amarillenta y demacrada de la vieja, en la que profundas arrugas se contraían de un modo extraño y siniestro; y cuando comenzó a aplaudir con las manos huesudas y arrugadas y a chillar con una tosecita quejumbrosa y esa risita repugnante, repitiendo:

—No te acerques al Fontego —Antonio le gritó—: ¿No puedes dejar de portarte como una loca, vieja bruja?

Apenas pronunciada esta palabra la vieja rodó escaleras abajo como tocada por un rayo. Antonio corrió hasta ella, la sujetó con ambas manos y evitó el golpe.

—¡Oh, hijito mío! —se lamentó entonces la vieja en voz baja y quejumbrosa—. Hijito, qué palabra espantosa has pronunciado! Prefiero que me mates antes que oírte repetir una sola vez más esa palabra! ¡Ay, no te imaginas cómo me has lastimado! ¡A mí, que te llevo tan hondo en mi corazón! ¡Ay, no te lo imaginas!

La vieja se calló de repente, se tapó la cabeza con el pañuelo marrón oscuro que le colgaba sobre los hombros como una capa cortita, y empezó a sollozar con un dolor sin consuelo. Antonio se sintió extrañamente conmovido, tomó a la vieja del brazo y la llevó hacia arriba, al portal de la basílica de San Marcos, y allí la sentó en un banco de mármol.

—Me ayudaste mucho, vieja —comenzó a decirle sacándole el trapo de la cabeza—. A ti tengo que agradecerte en realidad mi buena fortuna, porque si no me hubieras ayudado cuando estaba a punto de morirme, hace rato que estaría ya en el fondo del mar; no habría salvado-al viejo dux y no tendría tampoco estos lindos cequines. Pero aunque no hubiese sido así, siento que de todas maneras hay algo muy especial que me atrae hacia ti con todo mi ser, a pesar de que muchas veces me espantas cuando te portas como una loca y te ríes con esa risita horrible. Y cuando me ganaba la vida como estibador o remero, sentía que tenía que trabajar más para poder darte un par de quattrinos.

—¡Oh, hijito de mi corazón, mi Tonino! —exclamó la vieja levantando sus brazos arrugados de manera que se cayó el bastón ruidosamente y rodó lejos por el piso de mármol—. ¡Oh mi Tonino! Yo sé bien, sé bien que hagas lo que hagas siempre estarás pendiente de mí con toda tu alma porque... pero silencio, silencio, silencio... —La vieja se agachó con dificultad para recuperar su bastón; Antonio lo levantó y se lo alcanzó—. Dime hijito —le dijo entonces la vieja con la barbilla puntiaguda apoyada en el bastón y la mirada fija en el suelo—. ¿No te acuerdas para nada de otros tiempos?, ¿de cómo vivías antes de que tuvieras que ganarte la vida como un pobre hombre?

¡Ay, madrecita! Demasiado bien sé que pertenezco a una familia que vivía en buena posición; pero quiénes eran mis padres, cómo llegué a separarme de ellos, de eso no. tengo la menor idea. Recuerdo muy bien a un hombre grande, apuesto, que a menudo me tomaba en brazos, me besaba y me daba algún dulce. También me acuerdo de una mujer afectuosa y bonita que me vestía y me desvestía, me acostaba cada noche en una camita blanda y con la que me llevaba muy bien. Los dos me hablaban en una lengua extraña y melodiosa y yo mismo balbuceaba alguna que otra palabra en esa lengua. Cuando remaba, mis compañeros, que no me querían, solían decirme que yo debía ser de origen alemán, por mi pelo, mis ojos y todo mi aspecto. Yo también lo creo.

El idioma que hablaban aquel hombre y aquella mujer —el hombre era mi padre, estoy seguro— ese idioma era el alemán. El recuerdo más vívido de aquellos tiempos es la terrible imagen de una noche, cuando un grito espantoso me despertó de un profundo sueño. La gente corría por la casa, las puertas se abrían y cerraban con furia; tuve mucho miedo y empecé a llorar a gritos. Entonces entró precipitadamente al cuarto la mujer que me cuidaba, me arrancó de la cama, me tapó la boca, me envolvió con algunas mantas y salió corriendo conmigo en brazos. A partir de ese momento no recuerdo nada hasta que luego vuelvo a encontrarme en una casa lujosa ubicada en un barrio muy elegante. Se me aparece la imagen de un hombre (al que llamo padre) gallardo, de aspecto noble y bondadoso. Tanto él como todos los de la casa hablaban en italiano.

Durante varias semanas dejé de ver a ese señor, y un buen día invadió la casa gente extraña, de aspecto desagradable; hicieron mucho escándalo y pusieron todo patas arriba. Cuando me vieron preguntaron quién era yo y qué hacia allí. Soy Antonio, el hijo del dueño de casa, les dije; se me rieron en la cara, me arrancaron la ropa y me arrojaron de la casa amenazándome con que me sacarían a golpes si me atrevía a volver por allí. Me fui llorando. A unos cien metros de la casa me salió al encuentro un hombre anciano que había sido sirviente de mi padre adoptivo. Antonio, ven, me dijo tomándome de la mano. Para nosotros dos esa casa siempre estará cerrada. Tendremos que ver dónde nos ganaremos un pedazo de pan.

El viejo me trajo aquí. No era tan pobre como parecía por su ropa andrajosa. Apenas llegado vi cómo sacaba dinero de su jubón descosido y andando de un lado a otro por el Rialto durante todo el día hacía a veces de mediador y otras de comerciante. Yo tenía que seguirlo constantemente y cuando hacía un negocio siempre pedía además alguna cosita vara el figliuolo Todo aquel a quien yo miraba a los ojos con verdadero descaro sacaba todavía gustoso algunos quattrinos que él guardaba con visible placer, asegurando, mientras me acariciaba las mejillas, que estaba ahorrando para comprarme un nuevo jubón. Yo me sentía a gusto con el viejo, al que no sé por qué la gente llamaba papá Blaunas. Pero eso no duró mucho tiempo.

Recuerdas aquella época de pánico, cuando un buen día empezó a temblar la tierra y las torres y palacios vacilaron en sus cimientos, y las campanas empezaron a sonar como batidas por los brazos de gigantes invisibles? Sólo han pasado siete años. Afortunadamente el viejo y yo nos salvamos. La casa donde estábamos se derrumbó al salir nosotros y quedó convertida en escombros. En el Rialto todo estaba como muerto. Pero este suceso terrible sólo anunciaba la llegada de otro monstruo que al poco tiempo empezó a exhalar su aliento venenoso sobre la ciudad y el campo. Se sabía que la peste, llevada primero del Levante a Sicilia, ya estaba causando estragos en Toscana. Hasta ese momento, Venecia se había librado de ella. Un día papá Blaunas estaba tratando con un armenio en el Rialto. Se pusieron de acuerdo y se estrecharon las manos. Papá Blaunas le había vendido algunas mercancías a buen precio y ahora le pedía, como siempre, alguna pequeñez para el figliuolo.

El armenio, un hombre grande y robusto, de espesa barba rizada —todavía lo estoy viendo— me miró fijamente, me besó y me puso un par de cequines en la mano, que yo guardé apresuradamente. Fuimos en góndola hasta San Marcos. En el trayecto papá Blaunas me pidió los cequines, yo no sé por qué se me ocurrió decirle que tenía que guardármelos yo mismo, porque eso era lo que el armenio había querido. El viejo se enojó, pero mientras peleaba conmigo observé que su rostro, mientras decía toda clase de cosas sin sentido, iba tomando una repulsiva tonalidad amarillenta. Cuando llegamos a la plaza empezó a tambalearse como un borracho hasta que cayó muerto junto al palacio ducal. Con un grito de espanto me arrojé sobre el cadáver. La gente se iba amontonando pero no bien se oyó un grito aterrador: ¡La peste, la peste!, todos se dispersaron despavoridos. En ese momento la cabeza empezó a darme vueltas y perdí el sentido.

Cuando me desperté estaba en una habitación grande, sobre un pequeño colchón tapado con un trapo de lana. A mi alrededor había unos veinte o treinta cuerpos miserables y pálidos sobre colchones iguales. Según supe más tarde, unos monjes que salían en aquel momento de la basílica de San Marcos se apiadaron de mí y viendo que todavía estaba vivo me metieron en una góndola y me hicieron llevar hasta la Giudecca, al convento de San Giorgio Maggiore, donde los benedictinos habían montado un hospital. ¡Cómo podría describirte el instante en que me desperté! La violencia de la enfermedad había borrado en mí todo recuerdo del pasado. Como si una chispa de vida se hubiera introducido de repente en una estatua inmóvil, muerta, así, del mismo modo, mi existencia se me antojaba momentánea y desvinculada de todo. Puedes imaginarte qué dolor, qué desconsuelo me provocaba esa vida, que no era más que una conciencia meciéndose sin apoyo en el vacío. Los monjes sólo pudieron decirme que me habían encontrado junto a papá Blaunas, que todos suponían que era mi padre. Poco a poco mi memoria fue concentrándose y así conseguí recordar algo de mi vida anterior, pero lo que te he contado, vieja, es todo lo que sé, y no son más que imágenes sueltas, ¡Ay! Esta soledad absoluta y sin consuelo no me deja disfrutar ninguna alegría.

Tonino, mi querido Tonino, le dijo la vieja, conténtate con lo que te brinda el presente luminoso.

Espera, vieja, todavía hay algo más que me acosa sin pausa, que tarde o temprano va a terminar conmigo y de lo que no puedo librarme. Un anhelo indescriptible, una nostalgia que me destroza por dentro, un deseo de algo que no sé qué es, que ni siquiera puedo imaginar, se ha apoderado de todo mi ser desde que recobré la vida en el hospital. Cuando era pobre .y me acostaba de noche a dormir en algún sitio duro, agotado por el trabajo penoso, entonces llegaba el sueño y refrescando mi frente afiebrada con un suave susurro derramaba en mi interior toda la felicidad de algún momento dichoso. Ahora duermo sobre almohadas blandas y no me agota ningún trabajo, pero cuando despierto de un sueño o cuando en la vigilia se apodera de mí la conciencia de aquel instante, siento que mi pobre existencia solitaria sigue siendo igual una carga agobiante de la que quisiera desprenderme. Todo intento por recordar, por profundizar, es inútil; no puedo llegar a saber qué cosa maravillosa sucedió antes en mi vida, cuyas resonancias oscuras y ¡ay! indescifrables me colman de un placer tan intenso. Pero ¿no se convierte acaso esa felicidad en el dolor más vivo que me tortura hasta matarme cuando tengo que aceptar que he perdido toda esperanza de volver a encontrar o incluso a buscar aquel Edén? ¿Hay acaso huellas de lo que ha desaparecido sin dejar huellas?

Antonio hizo silencio y suspiró profundamente. Durante todo el relato la vieja, arrastrada por el sufrimiento de Antonio, había ido repitiendo, como un espejo, todos los gestos que en el joven suscitaba el dolor.

Tonino, comenzó a decirle entonces con voz quejumbrosa, mi querido Tonino, ¿acaso vas a desesperar porque no puedes recordar algo maravilloso que sucedió en tu vida? ¡Niño tonto, tonto, presta atención. ¡Ji, ji, ji!

La vieja empezó a reír con su risita repulsiva y a saltar sobre el piso de mármol. Pasaron algunas personas. La vieja se agachó y le arrojaron limosnas.

Antonio, Antonio, ¡llévame hasta el mar! Así chillaba la vieja. Y Antonio, sin saber cómo, casi involuntariamente, tomó a la vieja del brazo y se la llevó cruzando lentamente la Plaza de San Marcos. Mientras iba caminando la vieja murmuró en voz baja y tono solemne: Antonio, ¿ves las oscuras manchas de sangre en el suelo?, pero de la sangre brotan rosas, rosas para la corona —para ti y tu pequeña amada—. ¡Oh, Señor de la vida! ¿Qué ángel delicioso de luz es aquel que se acerca a ti sonriendo con tanta gracia, con un brillo de estrellas? Los brazos blancos como azucenas se abren para abrazarte. ¡Oh, Antonio! ¡Criatura dichosa!, ¡sé valiente, sé valiente y cortarás los mirtos para la novia, para la viuda virgen en el dulce ocaso! ¡Ji, ji, ji! Mirtos cortados al anochecer, recién a medianoche florecerán. ¿Oyes acaso el susurro del viento nocturno? ¿El murmullo nostálgico y lastimero del mar? Rema con valor, mi hábil barquero. ¡Rema con valor!

Antonio se sintió estremecido por un hondo pavor al escuchar las misteriosas palabras que la vieja mascullaba con una voz extraña, riéndose siempre con aquella risita.

Habían llegado a la columna del león adriático. La vieja quería seguir más adelante, siempre mascullando palabras indescifrables, pero Antonio, mortificado por el comportamiento de la vieja y porque los paseantes lo miraban, sorprendidos ante aquella mujer, se detuvo y le dijo en un tono rudo: ¡Aquí, en este escalón te vas a sentar, y déjate de decir tantas cosas, que vas a terminar por volverme loco! Es cierto que viste mis cequines en las imágenes llameantes de las nubes, pero justamente por eso, ¿qué es lo que decías de ángeles de la luz, prometida, viuda virgen, rosas y mirtos? ¿Quieres trastornarme y que algún impulso enloquecido me arrastre al abismo? Tendrás tu caperuza nueva, y pan, y cequines, todo lo que quieras, pero; déjame en paz!

Antonio quería irse rápido pero la vieja lo sujetó de la capa y gritó con voz aguda:

¡Tonino, mi Tonino! ¿Mírame aunque sea una vez! Si no, me iré hasta el borde de la plaza y me arrojaré sin consuelo al mar —Para no atraer todavía más miradas sobre su persona, Antonio se quedó realmente quieto—. Tonino, siguió diciendo la vieja, siéntate a mi lado. Esto me oprime al corazón; tengo que decírtelo. Siéntate a mi lado, por favor.

Antonio se sentó en un escalón de espaldas a la vieja y sacó su libro de cuentas, cuyas páginas blancas testimoniaban el fervor con que llevaba sus negocios en el Rialto.

Tonino, empezó a murmurar la vieja, cuando miras mi cara arrugada, ¿no brilla en tu alma alguna lejana intuición de que pudieras haberme conocido” hace mucho, mucho tiempo?

—Ya te he dicho que hay algo que inexplicablemente me atrae hacia ti —le respondió Antonio, también en voz baja y sin darse vuelta—, pero no es tu cara fea y arrugada. Cuando miro tus extraños ojos oscuros y brillantes, tu nariz puntiaguda, tus labios azules, tu barbilla en punta, tu pelo gris y revuelto, y cuando oigo tu risita repugnante, tus palabras confusas, ¡ay!, entonces querría apartarme de ti con horror; y estoy por creer que utilizas medios diabólicos para retenerme así a tu lado.

—¡Oh, Señor de los cielos! —gimió la vieja dolorosamente—, ¿Qué espíritu infernal te habrá metido esas ideas espantosas en la cabeza? ¡Oh Tonino, mi dulce Tonino! La mujer que te cuidaba con tanta ternura cuando eras pequeñito y que aquella noche pavorosa te salvó de morir, sí, aquella mujer era yo.

Antonio se dio vuelta de repente, sorprendido por estas palabras, pero al ver la cara espantosa de la vieja gritó enfurecido: ¿Crees que vas a confundirme así, vieja maldita? Las pocas imágenes que me han quedado de mi infancia son vívidas y frescas. Aquella bondadosa señora que me cuidaba, ¡oh!, la tengo vivamente ante mis ojos. Tenía un rostro ovalado, de frescos colores, ojos de mirada tierna, cabello castaño oscuro, muy hermoso, manos delicadas, no debía tener más de treinta años. Y tú eres una viejita de noventa.

—¡Oh, por todos los santos! —sollozó la vieja—. ¿Cómo podré hacer que mi Tonino crea en mí, en su fiel Margareta!

—¿Margareta? —murmuró Antonio—. El nombre suena en mis oídos como una música lejana y olvidada. ¡Pero no es posible, no es posible!

—Aquel hombre grande y apuesto —continuó la vieja más calmada, con la mirada baja y haciendo dibujitos en el suelo con el bastón—, aquel hombre que te llevaba en brazos, que te besaba y te ponía algún dulce en la boca, era realmente tu padre, Tonino. Y el idioma melodioso que hablábamos, tienes razón, era el alemán. Tu padre era un rico y afamado comerciante de Augsburgo. Su bella esposa murió cuando tú naciste. Entonces él se marchó a Venecia porque no soportaba vivir donde estaba enterrada tu madre, y me trajo a mí consigo, que era tu nodriza. Aquella noche espantosa tu padre murió, víctima de un halo nefasto que también a ti te amenazaba. Conseguí salvarte y te adoptó un noble veneciano. Como yo no tenía ningún recurso tuve que quedarme en Venecia. Desde mi infancia mi padre, un cirujano de quien se decía que practicaba también ciencias ocultas, me hizo conocer todos los misteriosos poderes salvíficos de la naturaleza. Andando por bosques y praderas aprendí a distinguir algunas hierbas curativas, algunos musgos insignificantes que había que cortar a horas determinadas, y también aprendí a mezclar la savia de distintas plantas.

Pero a estos conocimientos se unía una disposición particular que me había otorgado el cielo con intención inescrutable. Como en un opaco espejo lejano, puedo ver muchas veces cosas que van a suceder, y una fuerza desconocida que no puedo resistir me obliga entonces a expresar frecuentemente de manera involuntaria y con palabras que a mí misma me resultan incomprensibles, aquellas cosas que veo. Al quedar sola en Venecia, sin ninguna ayuda, pensé ganarme la vida con aquellas artes. Curaba en poco tiempo los males más peligrosos. A ello se sumaba que mi presencia actuaba favorablemente sobre los enfermos, y muchas veces la caricia de mi mano aliviaba el dolor en pocos instantes. Mi fama se difundió pues rápidamente por toda la ciudad y me procuró así no poco dinero. Esto despertó la envidia de los médicos, los ciarlatani que venden sus pastillas y esencias en la plaza de San Marcos, en el Rialto, en la Zecca, y que envenenan a los enfermos en lugar de curarlos.

Difundieron el rumor de que yo había hecho un pacto con el mismo Satanás y encontraron eco en el pueblo supersticioso. Al poco tiempo fui detenida y llevada ante el tribunal eclesiástico. ¡Oh, mi Tonino! ¡Con qué espantosas torturas procuraron arrancarme la confesión de aquel terrible pacto! Pero yo no cedí. Mis cabellos se pusieron blancos, mi cuerpo se arrugó como el de una momia; los pies y las manos me quedaron tullidas. Pero la tortura más horrible, la más ingeniosa y diabólica todavía no había llegado, y fue ésa la que me arrancó por fin una confesión que todavía hoy me hace estremecer. Me condenaron a morir en la hoguera, pero cuando el terremoto sacudió los cimientos de los palacios y los de la inmensa prisión, las puertas de la cárcel subterránea donde yo estaba encerrada se abrieron por sí solas y yo salí de allí casi sin fuerzas para caminar, como de una profunda tumba, entre ruinas y escombros. ¡Ay, Tonino! Dijiste que yo era una viejita de noventa años, pero apenas he pasado los cincuenta.

Este cuerpo demacrado y huesudo, esta cara deforme, este pelo blanco, estos pies tullidos, no son el resultado de los años sino de las torturas indescriptibles que en pocos meses transformaron a la mujer saludable en un verdadero monstruo. Y esta risita repulsiva me la provocó la última tortura -¡ay, cuando me acuerdo se me ponen los pelos de punta y todo mi ser se inflama, como encerrado dentro de una coraza ardiente-, y desde entonces me asalta como una convulsión que no puedo dominar. No te espantes más de mi, Tonino! ¡Ay!, tu corazón te lo dijo: cuando eras niño dormías sobre mi pecho."

—Mujer —dijo Antonio con voz queda, un poco atribulado—, siento que debo creerte. Pero ¿quién era mi padre?, ¿cómo se llamaba?, ¿a qué destino tremendo sucumbió aquella espantosa noche? ¿Quién fue el que se hizo cargo de mí?, ¿y qué sucedió en mi vida, que aún ahora domina todo mi ser sin que pueda evitarlo, como el hechizo de un mundo extraño y desconocido, en el que todos mis pensamientos se pierden como en un tembloroso mar nocturno? ¡Todo eso tendrás que decírmelo, mujer misteriosa, y entonces voy a creerte!

—Tonino —le respondió suspirando la vieja—, es por tu bien que debo callar; pero pronto, pronto será el momento. El Fontego... el Fontego... no te acerques al Fontego!

—¡Oh! —exclamó Antonio furioso—. Tus oscuras palabras ya no me podrán retener con artes perversas. Estoy destrozado, tienes que hablar.

—¡Espera! —lo interrumpió la vieja—. No me amenaces, ¿acaso no soy tu nodriza fiel, tu protectora? —Pero sin esperar a oír lo que la vieja quería decirle, Antonio se levantó y salió corriendo. De lejos todavía le gritó: ¡Tendrás tu caperuza nueva, y también todos los cequines que quieras!

Constituía realmente un curioso espectáculo ver al viejo Marino Falieri con su joven esposa, él, fuerte y robusto, sí, pero de barba blanca, el rostro rojizo lleno de arrugas, la cabeza dificultosamente erguida y un andar patético; ella, la gracia en persona: piadosa ternura de ángel en un rostro de belleza celestial, un hechizo irresistible en la nostálgica mirada, nobleza y dignidad en la frente amplia y despejada, blanca como las azucenas y rodeada de oscuros rizos; una sonrisa dulce volaba de las mejillas a los labios mientras la cabecita se inclinaba en actitud de deliciosa humildad y su cuerpo delgado y esbelto, como flotando, se movía con agilidad: la imagen divina de una mujer de otro mundo. Bueno, seguramente conocen ustedes esas imágenes angelicales que tan bien supieron pintar los antiguos maestros. Así era Annunziata. ¿Podía evitarse acaso que todo aquel que la viera quedara extasiado, y todos los jóvenes ardientes de la Signoria se inflamaran de amor por ella, y mirando burlonamente al viejo juraran en lo más hondo de sus corazones convertirse a cualquier precio en un Marte para aquel volcán?

Annunziata se vio muy pronto rodeada de adoradores cuyas palabras lisonjeras escuchaba silenciosa y amable sin que se cruzara por su mente ningún mal pensamiento. Su alma pura y angelical no había concebido su relación con el viejo dux sino en el sentido de obedecer y respetar a su señor con la fidelidad incondicional de una esclava sumisa. Él era bueno con ella, tierno incluso; la abrazaba contra su pecho helado, la llamaba su amorcito, le hacia los regalos más costosos; ¿qué otra cosa podía desear? ¿qué otros derechos podía tener sobre él? Por esa razón no podía abrigar ella la idea de que fuese posible engañar al viejo. Todo lo que quedaba fuera del limitado círculo de aquella relación, era un mundo extraño cuyos prohibidos limites estaban perdidos en una oscura bruma, invisibles, insospechados para la ingenua criatura. Por eso fracasaban todos los intentos. Pero a ninguno le quemaba tanto el amoroso fuego como a Michaele Steno.

A pesar de su extremada juventud, ocupaba un puesto importante en el Consejo de los Cuarenta. Por eso y por su aspecto gallardo, Michaele Steno estaba seguro de la victoria. No le tenía miedo al viejo Falieri, que después de su casamiento pareció haber renunciado totalmente a aquellos bruscos arranques coléricos y a su salvajismo rudo e indomable. Se sentaba junto a la bella Annunziata, acicalado y adornado con los más suntuosos vestidos, sonriendo satisfecho y con una mirada bonachona en sus ojos grises, de los que de cuando en cuando se escapaba alguna lagrimita y desafiaba a que alguien pudiera preciarse de tener una esposa como la suya. En lugar de aquel tono despótico con que solía hablar a todo el mundo, balbuceaba ahora casi sin mover los labios, les decía a todos querido y aceptaba la más absurdas solicitudes.

¡Quién habría podido reconocer en este viejo reblandecido y enamorado al Falieri que en Treviso abofeteó al obispo en persona durante la fiesta de Corpus, en un arrebato de cólera!, ¡o al general que derrotó al valiente Morbassan! Esta creciente debilidad impulsó a Michaele Steno a acometer las empresas más descabelladas. Annunziata no podía comprender lo que Michaele quería de ella, persiguiéndola constantemente con palabras y miradas. Ella seguía mostrándose serena y afectuosa, y era eso justa mente, esa desesperanza que emanaba de aquella criatura cándida, reposada, lo que lo llevaba a la desesperación. Apeló a medios perversos. Consiguió enamorar a la doncellita de más confianza de Annunziata, la que finalmente le concedió visitas nocturnas. Así creyó tener abierto el camino a la habitación no profanada de Annunziata, pero el eterno poder de les cielos quiso que esa maldad astuta recayera sobre la cabeza de su malvado autor.

Sucedió que una noche el dux, que acababa de recibir la mala nueva de la derrota que Nicoló Pisani96 había sufrido contra las fuerzas de Doria, recorría insomne las galerías del palacio ducal, sumido en profunda preocupación. Percibió entonces una sombra que pareció salir de las habitaciones de Annunziata y se deslizaba sigilosamente hacia las escaleras. Rápido corrió detrás: era Michaele Steno, que venía de ver a su enamorada. Una espantosa idea cruzó por la mente de Falieri, que gritando ¡Annunziata!, se precipitó sobre Steno con el puñal en la mano. Pero Steno, más fuerte y ágil que el viejo, lo esquivó y derribó con un certero golpe y bajó las escaleras gritando entre risas: ¡Annunziata, Annunziata! El viejo se levantó y se dirigió a las habitaciones de Annunziata con el corazón desgarrado por todos los tormentos del infierno. Todo estaba tranquilo, silencioso como una tumba. Llamó a la puerta; le abrió una doncella extraña; no la que acostumbraba dormir junto al cuarto de Annunziata.

¿Qué desea mi señor a estas horas?, preguntó con voz tranquila y angelical Annunziata, que entretanto se había puesto una bata y salía de su cuarto. El viejo la miró fijamente, después levantó los brazos y exclamó: ¡No, no es posible!

¿Qué no es posible, señor?, le preguntó Annunziata, turbada por el tono solemne y sombrío del viejo. Pero Falieri, sin responderle, se volvió a la doncella: ¿Por qué estás tú aquí y no Luigia, como siempre?

¡Ah!, le replicó la pequeña. Luigia quería a toda costa cambiar esta noche su puesto conmigo; está durmiendo en la antecámara, junto a la escalera.

¿Junto a la escalera?, exclamó Falieri con alegría, y se dirigió rápidamente hacia allí. Ante los insistentes golpes Luigia abrió la puerta y al ver el semblante furibundo y los ojos centelleantes de su señor cayó ante él de rodillas y reconoció su delito, del que no dejaban duda alguna un par de delicados guantes de hombre que habían quedado sobre la silla y cuyo perfume delataba a su elegante dueño.

Furioso ante la desfachatez inaudita de Steno, el dux le prohibió a la mañana siguiente que volviera a pisar el palacio ducal, so pena de ser desterrado de la ciudad, y también que se acercara de cualquier modo a él o a la dogaresa. Micha ele Steno estaba rabioso por el fracaso de su bien concebido plan, y por la vergüenza de aquella proscripción que le impedía acercarse a su ídolo. Al ver ahora de lejos a la dogaresa que conversaba tierna y amable —porque ella era así— con otros jóvenes de la Signoria, la envidia y la violencia de su dolor le hicieron concebir la idea maliciosa de que la dogaresa, sólo lo había despreciado a él porque algún otro con más suerte le había ganado de mano, y tuvo la osadía de expresar públicamente sus pensamientos.

Tal vez llegaron esos desvergonzados rumores a oídos del viejo Falieri o quizá consideró el suceso de aquella noche como una advertencia del destino, o tal vez él mismo veía claramente el riesgo de aquella relación desigual con su esposa, a pesar de su serenidad, de su alegría y de la absoluta confianza en la inocencia de su mujer; el hecho es que su carácter se tornó huraño y atormentado por el demonio de los celos encerró a Annunziata en las habitaciones interiores del palacio ducal, y ya ningún hombre pudo verla. Bodoeri intercedió en favor de su sobrina nieta y se opuso con audacia al viejo Falieri; sin embargo, éste se rehusó a cambiar de actitud. Todo esto sucedió poco antes del Giovedi Grasso. Es costumbre que en las fiestas populares que tienen lugar ese día en la Plaza de San Marcos, la dogaresa ocupe su sitio junto al dux bajo el dosel que se arma en una galería frente a la pequeña plaza. Bodoeri se lo recordó y le dijo que sería absurdo que, oponiéndose a toda tradición y costumbre, excluyera a Annunziata de esa celebración; además, agregó, el pueblo y la Signoria iban a burlarse de él y de sus celos sin motivo.

¿Acaso crees?, le respondió el viejo Falieri que se sintió repentinamente herido en su amor propio, que yo soy un viejo tonto que tiene miedo de mostrar su joya más valiosa temiendo que pudieran robársela manos ladronas a las que no podría contener con su espada? No,. viejo, te equivocas; mañana mismo voy a pasearme por la Plaza de San Marcos con Annunziata rodeada de un séquito majestuoso para que el pueblo vea a su dogaresa y el Giovedi Grasso recibirá el ramo de flores de manos del barquero más valiente que llegue hasta ella desde el aire.

Aludía aquí el dux a una costumbre antiquísima según la cual durante el Giovedi Grasso, un hombre ágil y valiente del pueblo sube por cuerdas tendidas desde el mar hasta la punta de la torre de San Marcos en un artefacto que parece un pequeño barquito; luego se arroja desde allí con la rapidez de un rayo hasta donde están sentados el dux y la dogaresa y le entrega a ella un ramo de flores que tendría que recibir el dux en caso de estar solo. Al día siguiente hizo el dux lo que había manifestado. Annunziata lució los vestidos más suntuosos y Falieri se paseó con ella por la plaza de San Marcos, atestada de gente, rodeado de la Signoria, de pajes y de alabarderos. El pueblo se atropellaba para ver de cerca a la bella dogaresa y el que lo conseguía creía haber visto el mismísimo paraíso, y en él a la más hermosa criatura angelical en todo su esplendor. Los venecianos son muy particulares y así, pues, entre las aclamaciones más desmesuradas de delirante entusiasmo, se oían también todo tipo de burlas y estribillos bastante groseros referidos al viejo Falieri y a su joven esposa.

Pero Falieri parecía no darse cuenta de nada y caminaba solemnemente al lado de Annunziata, sonriendo de oreja a oreja y sin que parecieran importarle las ardientes miradas dirigidas a su bella esposa. Con gran esfuerzo habían conseguido los alabarderos despejar la entrada principal del palacio, de manera que cuando el dux llegó hasta allí con su esposa sólo había algunos grupitos de ciudadanos bien vestidos a los que no se podía prohibir el ingreso al palacio. Sucedió entonces que mientras hacía su entrada la dogaresa, un hombre joven que estaba en un grupo pequeño junto a las columnas cayó desvanecido sobre el piso de mármol, exclamando: ¡Oh, Dios mío!

Inmediatamente todos se precipitaron sobre el muerto, de modo que la dogaresa no pudo verlo, pero al oír el grito una puñalada ardiente atravesó como un rayo su pecho, se puso pálida, vaciló y sólo las esencias aromáticas de las damas que se acercaron presurosas pudieron evitar que se desmayara. El viejo Falieri, perturbado por el accidente, mandó al joven y a su ataque al demonio y consiguió fatigosamente subir las escaleras con Annunziata —cuya cabecita estaba inclinada sobre el pecho con los ojos cerrados, como una palomita enferma— y llevarla hasta las habitaciones.

El pueblo, que se había ido introduciendo en el recinto del palacio, presenciaba entrentanto un curioso espectáculo. Algunos quisieron levantar y sacar de allí al hombre joven, a quien se daba por muerto, pero en ese momento se acercó rengueando una vieja mendiga fea y harapienta que se abrió paso con sus codos puntiagudos entre la densa muchedumbre, y cuando por fin estuvo junto al joven desvanecido, exclamó: ¡Déjenlo acostado, tontos, gente estúpida! ¡No está muerto!

Entonces se agachó, apoyó la cabeza del joven sobre su regazo y empezó a hablarle con las palabras más dulces mientras le acariciaba tiernamente la frente. Y al mirar la cara grotesca y repulsiva de la vieja inclinada sobre el rostro hermoso del muchacho, al observar el contraste de los rasgos delicados, inmovilizados en una palidez mortal, con el juego repugnante de los músculos que animaba las facciones de la vieja; al comprobar cómo volaban los sucios harapos sobre los ricos vestidos del joven y cómo los brazos negros, pardos y las manos huesudas temblaban sobre la frente, sobre el pecho del muchacho, nadie podía evitarse un íntimo estremecimiento. ¿No parecía acaso como si la imagen misma de la muerte tuviera al joven en sus brazos? Esa fue la causa de que la gente fuera alejándose paulatinamente y sólo quedaron unos pocos cuando él abrió los ojos suspirando profundamente. Lo levantaron y lo condujeron, a pedido de la vieja, hasta el gran canal, donde una góndola los llevó hasta la casa que la vieja había indicado como la del joven. ¿Es acaso necesario decir que el joven era Antonio y la vieja la mendiga de la iglesia franciscana que decía ser su nodriza?

Cuando Antonio recuperó totalmente el conocimiento y vio junto a su cama a la vieja que acababa de suministrarle un brebaje fortificante, le dijo con voz apagada, mirándola larga y fijamente con ojos melancólicos y tristes:

¡Margareta, estás conmigo! ¡Qué bien! ¡Dónde podría encontrar una protectora más fiel que tú! ¡Ay, perdóname madrecita mía! Soy un niño tonto. ¿Cómo pude dudar un solo instante de tus palabras? Sí, tú eres aquella Margareta que me daba de comer, que me cuidaba y me mimaba. Siempre lo supe, pero los malos espíritus perturbaron mi mente. La he visto, es ella, es ella. ¿No te había dicho que algún oscuro hechizo duerme dentro de mí y domina mi ser sin que yo pueda evitarlo? Se ha encendido ahora en la oscuridad para destrozarme un éxtasis inefable! ¡Ahora lo sé todo, todo! ¿No era acaso Bertuccio Nenolo mi padre adoptivo, el que me crió en una villa cerca de Treviso?

¡Ay, sí!, le respondió la vieja. Claro que era Bertuccio Nenolo, el gran navegante a quien el mar devoró cuando se creía a punto de lucir sobre su cabeza una corona de laureles.

¡No me interrumpas!, continuó Antonio. Escúchame con paciencia. Bertuccio Nenolo me trataba bien. Yo tenía buena ropa, siempre estaba puesta la mesa si tenía hambre y podía vagar por bosques y praderas a mi antojo después de decir mis tres oraciones. Muy cerca de la villa había un oscuro bosquecito de pinos, fresco, lleno de aromas y de melodías. Cansado de saltar y de correr, una tardecita, cuando el sol ya empezaba a ocultarse, me acosté debajo de un árbol grande y me puse a mirar el cielo azul. Quizá fue el aroma de las hierbas el que me . adormeció; mis ojos se fueron cerrando sin que me diera cuenta y caí en un sueño leve del que me despertó un ruido, como de un golpe, a mi lado. Me levanté de repente; una criatura de rostro celestial, un ángel, me sonreía con dulzura y me dijo con suave voz: Ay, querido niño, qué lindo dormías y qué tranquilo, y sin embargo estaba tan cerca de ti la muerte, la maligna muerte. Junto a mi pecho vi entonces una pequeña serpiente negra con la cabeza destrozada; la niña la había matado con una rama de nogal cuando estaba a punto de atacarme. Me estremecí entonces con un dulce temblor —bien sabia yo que muchas veces descienden del cielo los ángeles para salvar al hombre de la amenaza de algún enemigo maligno—.

Caí de rodillas y levanté mis manos en ademán de plegaria. ¡Ah, eres un ángel luminoso que ha enviado el Señor para salvarme de la muerte! Así dije, pero la dulce criatura me tendió sus brazos y murmuró, mientras un ligero rubor se deslizaba por sus mejillas: ¡Ay, querido niño!, yo no soy ningún ángel, solamente una niña, una criatura como tú. Entonces el temblor se convirtió en un éxtasis inefable que me colmaba como una suave luz. Me levanté, nos abrazamos y juntamos nuestros labios, sin hablar, llorando, sollozando con un dulce dolor indescriptible. Entonces una voz clara llamó por el bosque: ¡Annunziata, Annunziata! Ahora debo irme, querido niño, me llama mi madre, dijo la niña, y un dolor sin palabras atravesó mi pecho. ¡Te quiero tanto!, sollocé, y las lágrimas ardientes que ella derramaba cayeron quemándome las mejillas. Te quiero con toda mi alma, exclamó ella y besó mis labios por última vez.

¡Annunziata!, volvió a oírse, y la niña desapareció entre los arbustos. ¿Ves Margareta?, ése fue el momento en que penetró en mi- alma la- intensa chispa del. amor, que seguirá ardiendo dentro de mí y encenderá llamas siempre nuevas. Al cabo de unos pocos días me echaron de aquella casa. Como yo no cesaba de hablar de la criatura angelical que se me había aparecido en el bosque y cuya dulce voz creía oír en el susurro de los árboles, en el murmullo de las fuentes, en el rumor profundo del mar, papá Blaunas me dijo que la niña no podía ser sino la hija de Bertuccio Nenolo, Annunziata, que había venido á la casa de campo con su madre, Francesca, pero que se había marchado al día siguiente. ¡Oh Margareta! Aquella Annunziata... es la dogaresa!

Y al decir estas palabras se escondió Antonio entre los almohadones llorando con un dolor sin nombre. ¡Mi querido Tonino!, le dijo entonces la vieja. Sé valiente! Vence ese dolor sin sentido. ¡Quién no desespera por amor! Pero sólo para el enamorado florece también la dorada florecilla de la esperanza! No se sabe por la noche lo que traerá la mañana; lo que se vislumbra en el sueño se convierte luego en realidad en la vida. El castillo perdido entre las nubes brilla de pronto magnífico sobre la tierra. Mira, Tonino, tú no crees en mis palabras, pero mi dedo meñique -y no sólo él- me dice que la bandera luminosa del amor te saluda desde el mar flameando con alegría. ¡Paciencia, Tonino, paciencia!

Así procuraba la vieja tranquilizar al pobre Tonino, y realmente sus palabras sonaban como amorosa música. Él no la dejó irse. La mendiga de la iglesia franciscana había desaparecido y en su lugar veíase a la ama de casa del señor Antonio, que cruzaba la plaza de San Marcos correctamente vestida para ir a hacer las compras. Y llegó el Giovedi Grasso. Sería celebrado con las fiestas más brillantes. En el centro de la plaza pequeña de San Marcos se construyó un tablado alto para unos fuegos de artificio especiales que iba a encender un griego conocedor de aquellos secretos. Al atardecer, el viejo Falieri se ubicó con su bella esposa en la galería, radiante en el resplandor de su gloria y vigilando todo a su alrededor con mirada majestuosa para que la fiesta despertara el asombro y la admiración generales. Pero cuando iba a tomar asiento en el trono divisó a Michaele Steno, que estaba en la misma galería .y se había ubicado de tal modo que podía mirar constantemente a la dogaresa, la que inevitablemente habría de verlo.

Furioso, con un fervor desmedido, ordenó Falieri en tono categórico e imperativo que Steno fuera alejado inmediatamente de la galería. Michaele Steno alzó-su puño amenazador contra el dux y en ese mismo instante entraron los alabarderos y lo obligaron a abandonar la galería mientras él, enfurecido y profiriendo las más horribles maldiciones, juraba vengarse. Entretanto Antonio, que había perdido todo dominio de sí al ver a su amada Annunziata, atormentado por una pena indescriptible que le destrozaba el corazón, caminaba solo en la noche oscura por la orilla del mar. Pensaba que era preferible apagar. aquel fuego ardiente en las olas heladas antes que morir lentamente torturado por un dolor sin consuelo. Estaba ya en el último escalón y se iba a arrojar al mar, cuando una voz le gritó desde una pequeña barca:

¡Eh! Buenas noches, señor Antonio. A la luz de los faroles de la plaza reconoció Antonio al alegre Pietro, uno de los camaradas de tiempos pasados, que lucía un deslumbrante sombrero con plumas y oropeles, chaleco nuevo a rayas de muchos colores y llevaba en la mano un hermoso ramo de flores perfumadas. ¡Buenas noches, Pietro!, le replicó Antonio. ¿A qué alta personalidad llevarás esta noche, que te has engalanado de esa manera. ¡Ah!, le respondió Pietro con un salto que hizo vacilar la barca. Señor Antonio, esta noche me voy a ganar tres cequines. Subiré hasta la torre de San Marcos y después bajaré como un rayo y le daré este ramo de flores a la bella dogaresa. ¿No es demasiado arriesgado?, le preguntó Antonio. "Bueno, uno puede romperse la crisma y además hay que pasar entre los fuegos artificiales. El griego dijo que estaba todo calculado y que nadie se quemaría un solo pelo, pero... Pietro se estremeció. Antonio había bajado a la barca y recién ahora veía que Pietro estaba muy cerca de la máquina, junto a una cuerda que ascendía desde el mar. Otras cuerdas que servirían para alzar el artefacto se perdían en la noche.

Escucha, Pietro, le dijo Antonio tras una pausa, si pudieras ganarte hoy diez cequines sin poner en peligro tu vida, ¿lo harías?

¡Claro que sí!, le dijo Pietro con una carcajada.

Bueno, continuó Antonio, toma entonces estos diez cequines, cambia conmigo tus vestidos y déjame tu puesto. Yo voy a subir en tu lugar. ¡Por favor, mi buen amigo Pietro!

Pietro movió pensativo la cabeza y dijo, con el dinero en la mano: Es usted muy bueno, señor Antonio, por considerarme su amigo, a mí, un pobre diablo. Y además es usted muy generoso. Realmente el dinero me hace falta, aunque bien vale la pena arriesgar la vida y darle yo mismo el ramo de flores a la bella dogaresa y escuchar su dulce vocecita. Mas por tratarse de usted, señor Antonio, ¡sea!

Ambos se cambiaron rápidamente la ropa. Antonio apenas había terminado de arreglarse cuando Pietro exclamó: ¡Rápido, a la máquina, ya dieron la señal!

En ese mismo instante el mar resplandeció como iluminado por mil relámpagos deslumbrantes y el aire y el tablado retumbaron con truenos broncos y vertiginosos. Antonio ascendió en medio de las llamas crepitantes con la velocidad de un rayo, bajó caro y salvo hasta la galería y se posó ante la dogaresa. Ella se había puesto de pie y se acercó hasta él. Antonio sentía su respiración sobre las mejillas cuando le alcanzó el ramo de flores; pero en ese instante de éxtasis sin palabras, el dolor de aquella pasión desesperada lo capturó con sus brazos ardientes. Incapaz de pensar, enloquecido de dolor, de ansias, de placer, tomó la manó de la dogaresa, la besó con vehemencia y exclamó, sin poder ocultar aquel intenso sufrimiento sin consuelo: ¡Annunziata! En ese preciso instante la máquina, como un instrumento ciego del destino, volvió a arrebatarlo del lado de su amada y lo llevó hasta el mar, donde completamente aturdido cayó en brazos de Pietro, que lo aguardaba en la barca. Entretanto, en la galería del dux todo era inquietud y confusión. Se había encontrado, adherido al trono de Falieri, un papelito en el que estaban escritos estos versos en dialecto veneciano:


Il Dose Falier della bella mujer
I altri la gode e lui la mantien.
El dux Falieri una bella mujer tiene,
Los otros la gozan y él la mantiene.


El viejo Falieri se levantó furibundo y exclamó que el perverso que había osado ultrajar de esa manera a la autoridad sufriría la pena máxima. Al decir esto, miró a todos a “su alrededor y sus ojos cayeron sobre Michaele Steno que estaba en la plaza, debajo de la galería, a la luz de los faroles. Ordenó inmediatamente a los alabarderos que lo detuvieran como autor de aquella ofensa. La orden del dux, que entregado a una ira sin freno ultrajaba los derechos de la Signoria y le arruinaba al pueblo la alegría de la fiesta, suscitó una exclamación de la concurrencia. La Signoria abandonó sus lugares y sólo se veía al viejo Bodoeri que se mezclaba entre la gente y hablaba con profunda indignación de la grave ofensa que se había cometido contra el jefe del estado, procurando orientar el odio hacia la persona de Michaele Steno. Falieri no se había equivocado. Michaele Steno, arrojado por la fuerza de la galería del dux, había corrido hasta su casa y había escrito aquellas palabras maliciosas en un papel que puso luego en el asiento del dux cuando todas las miradas estaban dirigidas hacia los fuegos artificiales, de modo que nadie lo había visto.

Había pensado asestar así con astucia un duro golpe que debía herir certeramente tanto al dux como a la dogaresa. Michaele Steno confesó abiertamente su fechoría y culpó de todo ello al dux, que había sido el primero en ofenderlo. La Signoria estaba desde hacía tiempo descontenta con un jefe que en lugar de satisfacer las aspiraciones del estado, probaba diariamente que aquel ánimo bélico y airado del que hacía gala el corazón helado del viejo, era como los fuegos de artificio, que se encienden violentamente, pero que luego se deshacen y desaparecen dejando sólo una oscura estela. A esto había que sumarle que la unión con su joven y bella mujer (se sabía ya que se había efectuado cuando él ya era dux) y los celos que manifestaba, hacían aparecer al viejo Falieri como un vecchio Pantalone, y no como el héroe de tantas hazañas.

Era pues inevitable que la Signoria, alimentando en su interior un fermento venenoso, prefiriera dar la razón a Michaele Steno y no al dux gravemente ultrajado. El Consejo de los Diez dejó el asunto en manos de los Quarantie, institución a la que pertenecía Michaele Steno. Se resolvió finalmente que el acusado había sufrido bastante y que una proscripción de un mes era castigo suficiente para su contravención. Esto indispuso aún más al viejo Falieri contra la Signoria, que en lugar de defender su autoridad se rebajaba a castigar las ofensas que se le habían inferido como si fueran simples contravenciones.

Así como suele suceder con el enamorado que tocado por un rayo de felicidad pasa días, semanas y meses bañado por aquel dulce resplandor y envuelto en ensoñaciones celestiales, también Antonio vivía aún de aquel momento de éxtasis y apenas si podía respirar, embargado por una nostalgia dulce y dolorosa. La vieja lo había reprendido bastante y no cesaba de murmurar y rezongar por aquella empresa arriesgada e innecesaria. Pero un día llegó a casa saltando de aquella manera misteriosa, como solía hacerlo cuando parecía sometida a algún fantástico hechizo. Reía sin prestar atención a lo que Antonio le decía o le preguntaba. Atizó el fuego en el hogar, puso encima un pequeño caldero, preparó un ungüento con ingredientes que extrajo de frasquitos de todo tipo y color, lo metió en un potecito y salió de la casa sin dejar de reír. Volvió tarde por la noche, se sentó en la mecedora tosiendo y jadeando y finalmente, como superando un profundo agotamiento, le dijo a Antonio: Tonino, hijito mío, mi Tonino, ¿sabes de dónde vengo?, ¿a quién acabo de ver?

Antonio la miraba con extraños presentimientos.

Bueno, le dijo la vieja con su risita, acabo de verla a ella, a la querida palomita, a la dulce Annunziata.

¡No me vuelvas loco, vieja!, gritó Antonio.

¿Qué dices?, siguió ella. Siempre estoy pensando en ti. Esta mañana, mientras compraba fruta en las galerías del palacio, escuché que la gente hablaba de la desgracia que le había sucedido a la linda dogaresa. Entonces empiezo a preguntar, y un tipo grande, pelirrojo y tosco, que bostezaba apoyado contra una de las columnas masticando un limón me dice: ¡Ay! En el dedito meñique de su manito izquierda clavó sus dientecitos un pequeño escorpión, y parece que le llegó a la sangre, ¡y ahora mi patrón, el dottore Giovanni Bassegio está allá arriba y seguro que ya le cortó la manito con el dedito!, Apenas el tipo terminó de decir esto, se escucha un alboroto en la escalinata grande, y un hombrecito muy, pero muy chiquito baja las escaleras rodando, empujado por los alabarderos como una pelota, y cae entre gritos y gemidos a nuestros pies. La gente se amontona a su alrededor riéndose a carcajadas; el hombrecito trata de levantarse, pero no lo consigue; entonces se acerca el tipo pelirrojo, recoge a su dottorcito que sigue gritando hasta desgañitarse, y sale corriendo con él a toda carrera en dirección al gran canal, donde lo mete en una góndola y se aleja remando. Me imaginé que no bien el Signor Basseggio quiso poner el cuchillo en la linda manito, el dux lo hizo sacar a empujones. Pero seguí pensando. ¡Rápido, muy rápido! Ir a casa, preparar el ungüento, levarlo al palacio ducal.

Llegué a la gran escalinata, y me quedé parada allí con el frasquito en la mano. El viejo Falieri bajaba justamente en ese momento, me clavó la mirada y resopló: ¿Qué es lo que hace aquí esta vieja? Entonces yo le hice una reverencia grande hasta el suelo, lo mejor que pude, y le dije que tenía un remedio para curar muy pronto a la linda dogaresa. No bien escuchó esto, el viejo me lanzó una mirada realmente pavorosa, se mesó la barba gris, me tomó de los hombros, me llevó hasta arriba y me metió en la habitación con tal ímpetu que estuve a punto de irme al suelo de narices. ¡Ay, Tonino! Allí estaba la dulce niña, acostada sobre almohadones y pálida como una muerta, sollozando y suspirando de dolor, y gimiendo en voz muy baja ¡Ay, estoy envenenada! Yo me acerqué enseguida y le saqué ese tonto vendaje que le había puesto aquel doctorcito. ¡Oh, Señor de los Cielos! ¡La delicada manito... enrojecida, hinchada! Pero mi ungüento la refrescó, la alivió. ¡Esto sí que me hace bien, muy bien!, murmuró la palomita enferma. Entonces Falieri exclamó encantado: ¡Si me salvas a la dogaresa, vieja, te voy a dar mil cequines!, y salió del cuarto.

Durante tres horas estuve allí sentada, teniendo su manito entre mis manos, acariciándola y cuidándola. Hasta que por fin despertó la dulce mujercita del ligero sueño en que había caído, ya sin ningún dolor. Después que le vendé de nuevo la mano, me miró con una expresión de alegría en sus claros ojitos. Entonces le dije yo: ¡Ay, mi señora dogaresa! También usted salvó una vez a un niño, al matar a la víbora que iba a morderlo mientras dormía, ¡Tonino. tendrías que haber visto cómo se coloreó de repente su semblante pálido! Fue como si una luz crepuscular lo iluminara. ¡Cómo se encendieron sus ojitos! ¡Ay, si, señora!, dijo, ¡sí! Yo era una niña, fue en la casa de campo de mi padre... ¡Ah! El era un niñito dulce y bueno. ¡Cómo lo recuerdo todavía, desde aquel entonces nunca volví a ser feliz!

Entonces yo le hablé de ti, le dije que estabas en Venecia, que aún guardabas en tu corazón todo el amor y las delicias de aquel momento, que sólo por ver una vez más sus ojos celestes te habías arriesgado a efectuar aquel viaje peligroso por los aires, que fuiste tú el que le dio el ramo de flores el Giovedi Grasso. ¡Tonino, Tonino! Entonces exclamó como arrobada: ¡Lo sabía! Lo sentí cuando apretó mi mano sobre sus labios, cuando dijo mi nombre. ¡Ah! yo no sabía qué sensación me oprimía el alma de manera tan extraña. Era placer, sí, pero al mismo tiempo era dolor. ¡Tráemelo! ¡Tráeme al dulce niño!

Cuando la vieja dijo eso, Antonio cayó de rodillas y exclamó enloquecido: "¡Señor dé los cielos! No permitas que ahora, justo ahora, algún destino monstruoso se abata sobre mí. ¡No, no hasta que la haya vuelto a ver, hasta que la haya estrechado contra mi . pecho!" Quiso que la vieja lo llevara en seguida, al día siguiente, a lo que ella se negó rotundamente, porque el viejo Falieri entraba a toda hora a ver a su esposa enferma. Transcurrieron varios días; la dogaresa se había restablecido completamente gracias a la vieja, pero seguía siendo imposible llevar a Antonio. Ella consolaba al impaciente muchacho como podía, repitiéndole lo que hablaba de él con la dulce Annunziata que lo había salvado y a quien él amaba tan apasionadamente.

Acosado por todos los sufrimientos de la nostalgia y del deseo, Antonio salía a remar o vagaba por las plazas. Sus pasos lo llevaban siempre, sin que él se diera cuenta, hacia el palacio ducal. En el puente, en los fondos del palacio frente a la prisión, se hallaba Pietro apoyado contra un remo de colores. En el canal, sujeta a una columna, se mecía una góndola pequeña, pero suntuosamente engalanada, sobre la que flameaba la bandera veneciana, y que se parecía notablemente a la Bucentoro. No bien vio Pietro a su amigo de otros tiempos, lo llamó: "¡Eh, signor Antonio! Se lo saluda. ¡Sus cequines me trajeron buena suerte!" Antonio le preguntó de que buena suerte hablaba, y se enteró así de que Pietro conducía al anochecer nada menos que al dux y a la dogaresa a la Giudecca, donde el dux tenía una residencia, no lejos de San Giorgio Maggiore. Antonio se quedó mirando a su amigo, y después le dijo de golpe: "¡Camarada, puedes ganarte otros diez cequines, y más también si quieres! ¡Déjame reemplazarte! Yo llevaré al dux".

Pietro le dijo que eso no iba a ser posible, porque el dux lo conocía bien y sólo confiaba en él. Por fin, cuando Antonio lo acosó con una furia que brotaba de su alma herida por mil penas de amor, cuando le juró enfurecido que saltaría a la góndola y lo arrojaría al mar, entonces Pietro exclamó sonriendo: "¡Ay, signor Antonio!, ¡signo r Antonio! ¡Cómo lo han trastornado los bellos ojos de la dogaresa!", y aceptó que Antonio lo acompañara como ayudante; le diría al dux, a quien aquellos viajes siempre le parecían demasiado lentos, que la embarcación era pesada y que él se sentía muy débil. Antonio se fue corriendo y apenas había llegado de vuelta al puente vestido con ropas gastadas de marinero, la cara tiznada y un gran bigote sobre los labios, cuando bajó el dux con la dogaresa, ambos con suntuosos vestidos de colores. "¿Quién es ése?", preguntó el dux airado, y sólo las afirmaciones denodadas y los juramentos de Pietro, que insistía en que necesitaba por esa vez un ayudante, pudieron mover por fin al viejo a aceptar que también Antonio remara esa noche.

Suele suceder que, precisamente en el colmo de todo placer, de toda alegría, el. alma, acaso fortalecida por la intensidad del combate, consigue dominarse y contener las llamas que pugnan por surgir de su interior. Así Antonio, muy cerca de la dulce Annunziata, y sintiendo el roce de su vestido, logró ocultar su pasión manejando el remo con mano segura, y temiendo arriesgarse a más, apenas de vez en cuando miraba furtivamente a la amada. El viejo Falieri sonreía con satisfacción mientras besaba y acariciaba las pequeñas manitos de Annunziata y pasaba su brazo por la delgada cintura. En medio del mar, con la plaza de San Marcos al fondo y toda Venecia con sus torres soberbias y sus palacios desplegada ante los navegantes, levantó el viejo la cabeza y dijo, mirando en torno con ojos orgullosos:

"¡Ay, amorcito! No es hermoso navegar sobre el mar con el señor del mar? Sí, mi amorcito, no tengas celos de la esposa que nos lleva sumisa sobre sus hombros. Oye el dulce rumor de las olas, ¿no son acaso palabras de amor que murmura al esposo que la somete? Sí, si, amorcito, tú llevas mi anillo en tu mano, pero ella, allá abajo, guarda en lo más hondo de su seno el anillo de bodas que yo le arrojé". "¡Ay, mi señor!% empezó a decir Annunziata. "¿Cómo podría ser esta agua fría y maligna tú esposa? Me estremezco sólo al pensar que te has desposado con el orgulloso y dominante mar. " El viejo Falieri se reía y le temblaba la barba: "No te asustes palomita", le dijo entonces, "se descansa mucho, mejor en tus blandos brazos tibios que en el helado regazo de aquella esposa; pero es lindo navegar sobre el mar con el señor del mar".

En ese instante, comenzó a oírse una música lejana. Deslizándose sobre las olas del mar se acercaban más y más las melodías entonadas por una suave voz masculina que cantaba:

"¡Ah! senza amare
Andare sul orare
Col sposo del mare
Non puó consolare."

Otras voces se unieron y en un constante canto alternado repetían una y otra vez aquellas palabras, hasta que la canción murió entre el susurro del viento. El viejo Falieri parecía no oír nada y continuaba explicándole detalladamente a la dogaresa en qué consistía la celebración que se llevaba a cabo el Día de la Ascensión, en que el dux, arrojando un anillo desde la Bucentoro, se desposaba con el mar. Le habló de las victorias de la República por las que en tiempos pasados se había ganado Istria y Dalmacia bajo el gobierno de Pietro II Urseolus y le explicó que esa celebración había tenido su origen en aquella conquista. Así como el viejo Falieri no prestaba atención a la melodía, la dogaresa tampoco oía nada de lo que el dux le contaba. Estaba allí sentada, y con todo su ser escuchaba las dulces voces que se deslizaban sobre el mar.

Cuando, la canción terminó, se quedó con la mirada perdida, como alguien que al despertar de un profundo sueño intenta desentrañar las imágenes que lo seducían: "Senza amare -senza amare- non pub consolare", susurraba en voz muy baja, y en sus ojos celestiales brillaban lágrimas como perlas, y profundos suspiros se desprendían de su pecho que palpitaba con íntima angustia. Siguiendo con su relato y riendo satisfecho, el viejo cruzó con la dogaresa a su lado la balaustrada de su casa cerca de San Giorgio Maggiore, sin darse cuenta de que Annunziata, conmovida por extraños y confusos sentimientos, permanecía silenciosa a su lado con los ojos llenos de lágrimas vueltos hacia un lejano país. Un hombre joven, vestido de marinero, sopló un cuerno en forma de caracol, y el sonido resonó a lo lejos en el mar. Ante esta señal se aproximó otra góndola.

Entretanto se habían acercado un hombre con una sombrilla y una mujer, y con esa compañía se dirigieron al palacio el dux y la dogaresa. Aquella góndola llegó a la costa y de ella descendió Marino Bodoeri, acompañado de muchas otras personas, entre ellas comerciantes, artistas y también personas de las clases más bajas del pueblo, y todos siguieron al dux. Antonio apenas pudo esperar hasta la noche siguiente; estaba seguro de, recibir un mensaje feliz de su amada Annunziata. Por fin volvió la vieja, se sentó tosiendo y jadeando en su sillón, golpeó las manos huesudas y arrugadas y exclamó: "¡Tonino, Tonino! ¡Qué ha pasado con nuestra palomita! Hoy, apenas entro, la veo acostada sobre su camita con los ojos cerrados, la cabecita apoyada sobre el brazo; no duerme ni está despierta; no está enferma ni está sana.

Me acerco a ella: `¡Ay querida señora dogaresa!”, le digo, `¿qué cosa mala le ha sucedido? ¿Le duele quizá la herida recién cerrada?” Pero entonces me mira con unos ojos, Tonio, con unos ojos que yo nunca antes había visto; pero enseguida aquellos húmedos rayos de luna se ocultan tras las sedosas pestañas, como tras una nube oscura. Entonces solloza desde lo más hondo de su pecho y vuelve el dulce rostro pálido hacia la pared diciendo leve, levemente, pero con mucho dolor: `¡Amare, amare, ah senza amare!" Acerco una silla, me siento a su lado, empiezo a hablarle de ti. Ella se esconde entre las almohadas; respira cada vez más agitada hasta que se pone a llorar. Le digo que estuviste con ella en la góndola, que te llevaría a su lado enseguida, a ti, que te consumes de amor y de anhelo por ella. Entonces se levanta de repente, y llorando grita con violencia:

“¡No, no, por Cristo y todos los santos, no puedo verlo! ¡No puedo! Te suplico que le digas que nunca, nunca más se acerque a mí. Nunca. Dile esto, dile que se vaya de Venecia, ¡que se vaya pronto!” `Pero entonces”, la interrumpo, `entonces mi pobre Tonino se va a morir.” Ella se hunde en el lecho como acometida por un dolor que no puede soportar y dice con la voz ahogada por las lágrimas: `¿Acaso no estoy muriendo yo también de la muerte más amarga?” En ese momento entró el viejo Falieri a la habitación y me indicó que me retirara".

"Me ha rechazado, me arroja al mar", gritó Antonio con desesperación. Entonces la vieja empezó a reír con su risita acostumbrada y le dijo: "¡Niño ingenuo, niño ingenuo! ¿Acaso no te ama la dulce Annunziata con toda la pasión, con todo el dolor que jamás ha acometido el corazón de una mujer? ¡Niñito tonto! Mañana, tarde en la noche, deslízate hasta el palacio ducal. Me encontrarás en la segunda galería, a la derecha de la escalinata grande, y entonces veremos qué es lo que sucede".

Cuando a la noche siguiente Antonio ascendía tembloroso y anhelante la gran escalinata del palacio ducal, sintió como si fuera a cometer algún atroz delito. Y estaba tan aturdido que apenas si consiguió subir vacilando las escaleras. Necesitó apoyarse contra una columna, cerca de la galería que la vieja le había señalado. De repente se vio rodeado por un claro resplandor de antorchas, y antes de que pudiera abandonar su sitio estaba a su lado el viejo Bodoeri acompañado de algunos sirvientes con antorchas. Bodoeri miró fijamente al joven y luego dijo: "¡Ah! Eres Antonio, se te ha mandado llamar, ya lo sabía. Sígueme".

Antonio, convencido de que se había descubierto y frustrado el encuentro con la dogaresa, lo siguió no sin titubear. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando ya en una habitación apartada, Bodoeri lo abrazó y comenzó a hablarle del importante papel que se le había confiado y que esa misma noche debía desempeñar con valor y decisión. Su asombro se convirtió sin embargo en estupor, al enterarse de que hacia ya largo tiempo se estaba planeando una conjuración contra la Signoria, encabezada por el mismo dux. Supo que, de acuerdo a lo decidido en la casa de Falieri en la Giudecca, esa misma noche debía caer la Signoria y el viejo Marino Falieri habría de ser proclamado soberano dux de Venecia. Antonio miraba a Bodoeri sin decir palabra. Este interpretó su silencio como una negativa a colaborar con aquella tremenda conjura y exclamó enfurecido: "¡Tonto cobarde! ¡No saldrás del palacio! ¡O tomas las armas con nosotros o mueres! Pero primero habla con este hombre".

Del fondo oscuro del cuarto surgió una persona alta, de aspecto distinguido. Apenas vio Antonio el rostro de aquel hombre al que sólo iluminaba la luz de las velas, cayó al suelo de rodillas y exclamó pasmado ante quien se le aparecía superando todo lo que el pobre Antonio pudiera haber imaginado: "¡Oh, santo Dios! ¡Mi padre Bertuccio Nenolo! Mi fiel protector".

Nenolo levantó al muchacho, lo estrechó en sus brazos y le dijo con voz suave: "Sí, soy yo, Bertuccio Nenolo, a quien tal vez creías en el fondo del mar. Hace poco tiempo pude huir de las prisiones del salvaje Morbassan. Soy yo, Bertuccio Nenolo, el que te adoptó en otro tiempo, y que no podía intuir que los imprudentes servidores que envió Bodoeri a tomar posesión de la casa de campo que había comprado, iban a echarte de allí. ¡Estás sorprendido! Claro. ¿Aceptarás tomar las armas contra una casta despótica cuya crueldad fue causa de la muerte de tu padre? ¿Sí? Ve al recinto del Fotengo: es la sangre de tu padre la que todavía puede verse en las piedras del piso. Cuando la Signoria transfirió a los comerciantes alemanes el local que conoces con el nombre de Fotengo, se prohibió a todo aquel a quien se le habían concedido almacenes, que retuviera las llaves al partir; tenía que dejárselas al Fontegaro. Tu padre no había respetado esa ley, y eso ya lo hacía pasible de un severo castigo.

Pero cuando abrieron sus almacenes, al regresar él, encontraron un cajón de monedas venecianas falsas entre sus mercaderías. En vano dijo que era inocente; seguro que algún demonio maligno, quizás el Fontegaro - mismo, había introducido allí la caja para que culparan a tú padre. Los jueces implacables, satisfechos con la prueba de que el cajón había sido hallado en los almacenes de tu padre, lo condenaron a muerte. Fue ejecutado en el patio del Fontego. Y tampoco tú existirías ahora si no te hubiese salvado la fiel Margareta. Yo era el mejor amigo de tu padre y te adopté; y para que no te delataras ingenuamente a la Signoria, nunca te dijimos su nombre. Pero ahora, ahora, Anton Dalbirger, ahora es el momento. ¡Toma las armas y venga la infamante muerte de tu padre en las cabezas de la Signoria!"

Poseído por el espíritu de la venganza, Antonio prometió fidelidad a los conjurados. Es sabido que la afrenta que Bertuccio Nenolo había sufrido por parte de Dandulo, encargado de los armamentos navales, lo llevó a conjurarse con el ambicioso hijo político contra la Signoria. Ambos, Bertuccio y Bodoeri, bregaban para que se concediera a Falieri la dignidad ducal. De ese modo, ellos ascenderían. Se pensaba (ése era el plan de los conjurados) difundir la noticia de que la flota genovesa estaba frente a las lagunas. Por la noche se haría sonar la enorme campana de San Marcos, y se convocaría a la ciudad para una defensa simulada. Ante esa señal, los conjurados, que eran muchos y estaban distribuidos por toda la ciudad, ocuparían la plaza de San Marcos y proclamarían al dux como único soberano de Venecia después de ajusticiar a los jefes de la Signoria. Pero el cielo no quiso que este ataque criminal triunfara y que la organización básica del estado en peligro fuese destruida por el orgulloso y arrogante Falieri.

Las reuniones en casa de Falieri en la Giudecca no habían pasado inadvertidas para el Consejo de los Diez, pero había sido imposible obtener algún dato concreto. A uno de los conjurados, de nombre Bentian, comerciante de pieles de Pisa, le remordió la conciencia y quiso salvar de la muerte a su amigo y compadre, Nicoló Leoni, que formaba parte del Consejo de los Diez. Al anochecer se dirigió a verlo y le suplicó que no abandonara su casa por nada del mundo. Leoni, que tenía sus sospechas, no dejó escapar al comerciante de pieles y lo forzó a revelar todo el plan. Junto con Giovanni Gradenigo y Marco Cornaro, convocó entonces al Consejo de los diez103 a una reunión en San Salvatore, y allí, en menos de tres horas, se tomaron las medidas necesarias para hacer fracasar ,la empresa de los conjurados. A Antonio se le había encomendado dirigirse con una tropa a la torre de San Marcos para tocar las campanas.

Al llegar, comprobó que la torre estaba ocupada por tropas del Arsenal que lo atacaron con alabardas cuando trató de acercarse. Asaltados por un terror repentino, los hombres de su contingente se desbandaron, y él mismo desapareció en la oscuridad de la noche. Oyó los pasos de un hombre que lo seguía muy de cerca, sintió que lo agarraban, y ya estaba por derribar a su perseguidor cuando a la luz de un repentino resplandor reconoció a Pietro. "¡Sálvate!", le dijo éste. "¡Sálvate en mi góndola, Antonio! La conjura ha sido descubierta. Bodoeri y Nenolo están en poder de la Signoria. Los portones del palacio ducal están cerrados, el dux custodiado en sus habitaciones, vigilado como un delincuente por sus propios alabarderos desleales. ¡Vete, vete!"

Casi irreflexivamente” se dejó introducir Antonio en la góndola. Voces sordas, ruido de armas, gritos aislados. Luego, con la tiniebla de la noche, todo quedó envuelto en un silencio angustiante.

A la mañana siguiente, el pueblo presenció anonadado un espectáculo que hizo helar la sangre en todas las venas. El Consejo de los Diez había dictado sentencia esa misma noche contra los jefes de la conspiración que habían sido capturados. Fueron ahorcados y sus cuerpos arrojados a la pequeña plaza junto al palacio desde aquella galería donde en otros tiempos el dux solía contemplar las fiestas populares; ¡ay!, donde Antonio había llegado volando hasta la dulce Annunziata; donde ella había recibido de sus manos aquel ramo de flores. Entre los cadáveres se encontraban el de Marino Bodoeri y el de Bertuccio Nenolo. Dos días más tarde, el viejo Marino Falieri fue juzgado por el Consejo de los Diez y ejecutado frente a la escalinata de los gigantes en el palacio ducal. Antonio andaba por ahí como un sonámbulo; nadie lo detenía, porque nadie lo había reconocido como uno de los conjurados.

Cuando vio caer la cabeza cana del viejo Falieri, se estremeció como si emergiera de una profunda pesadilla. Con una exclamación de horror desmesurado y gritando "¡Annunziata!" penetró en el palacio y se precipitó por las galerías. Nadie lo detuvo; los alabarderos se quedaron mirándolo, aturdidos todavía por lo terrible que acababa de suceder. La vieja le salió al encuentro, lo tomó de la mano y al momento entraron en el cuarto de Annunziata. La pobre yacía desvanecida en su lecho; Antonio se precipitó hacia ella, cubrió sus manos con besos ardientes y la llamó con los nombres más dulces y tierno:. Ella abrió entonces lentamente los ojos celestiales y vio a Antonio. Al principio fue como si tuviera que hacer memoria para acordarse, pero de repente se levantó, lo rodeó con ambos brazos y lo estrechó contra su corazón, lo cubrió con sus lágrimas ardientes y besó sus mejillas, sus labios. "¡Antonio, mi Antonio! Te quiero no sabes cuánto. ¡Si, aún existe el cielo en la tierra! ¡Qué significan la muerte de mi padre, de mi tío, de mi esposo, frente a la dicha de tu amor! ¡Huyamos de este horrendo lugar de crímenes!” Así le hablaba Annunziata, desgarrada por el dolor más amargo y el amor más ardiente. Entre mil lágrimas y besos se juraron los amantes eterna fidelidad y olvidaron los horribles sucesos de aquellos días espantosos. Apartando los ojos de la tierra, miraban ahora el cielo que el espíritu del amor les había develado.

La vieja dijo que lo más conveniente era huir a Chiossa. Antonio quería ir luego por tierra, y marchar en dirección opuesta hacia el norte, a su país. El amigo Pietro les consiguió una barca pequeña que los esperó en los fondos del palacio. Oculta tras un oscuro velo bajó Annunziata las escaleras al anochecer, acompañada de su amado y la vieja Margareta que había guardado valiosas joyas en su caperuza. Llegaron al puente sin ser vistos y se introdujeron en la embarcación. Antonio tomó los remos y salieron velozmente hacia el mar.

El resplandor de la luna se mecía ante ellos sobre las olas como un feliz mensajero del amor. “Estaban en alta mar”.

Entonces comenzó a oírse un extraño silbido que cruzaba los aires; sombras oscuras venían a colgarse como negros velos sobre el rostro brillante de la luna. El resplandor danzante, el dichoso mensajero del amor, se hundió en las negras profundidades con un lejano rumor de truenos. Se desató la tormenta y azuzó con furiosa violencia las nubes oscuras y densas. La barca se tambaleaba sobre las olas. "¡Oh, ayúdanos, Señor! -exclamó la vieja. Antonio, sin poder ya dominar los remos, abrazó a la dulce Annunziata que despertada por sus besos ardientes lo estrechó contra su corazón con toda la pasión del amor más intenso. "¡Oh, Antonio mío!” "¡Oh, mi Annunziata!", se decían sin importarles la tormenta que a cada instante era más intensa y terrible.

Y entonces el mar, la viuda celosa del decapitado Falieri, alzó sus olas de espuma como brazos gigantescos, arrebató a los amantes y los arrastró junto con la vieja hacia el abismo sin fondo. Cuando el hombre de la capa terminó su relato, se levantó repentinamente y abandonó el cuarto con pasos rápidos y firmes. Los amigos lo siguieron con la mirada, maravillados y en silencio. Después volvieron a pararse ante el cuadro. El viejo dux les sonreía nuevamente con presunción necia y vana fatuidad; pero cuando miraron a la dogaresa, entonces vieron que las sombras de un dolor desconocido se deslizaban como un presentimiento por su frente de azucenas, y sueños nostálgicos de amor brillaban bajo sus pestañas oscuras y se posaban sobre sus dulces labios. Desde el mar lejano, desde las vaporosas nubes de velaban San Marcos, un poder enemigo parecía aumentar con muerte y destrucción.

Comprendieron claramente el significado profundo de aquel delicioso cuadro, pero cada vez que lo miraban volvían a sentir el inmenso dolor de la historia de Antonio y Annunziata, y sus almas se estremecían con un dulce temblor.

E.T.A. Hoffmann (1776-1822)




Relatos góticos. I Relatos de E.T.A. Hoffmann.


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El análisis y resumen del cuento de E.T.A. Hoffmann: Dux y Dugaresa (Doge und Dogaresse), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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