«Datura Fastuosa»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis


«Datura Fastuosa»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis.




Datura Fastuosa (Datura Fastuosa) es un relato gótico del escritor alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), compuesto en 1821 y publicado de manera póstuma en la antología de 1825: Últimas historias (Letzte Erzählungen).

Datura Fastuosa, uno de los grandes relatos de terror de E.T.A. Hoffmann, narra la historia de un joven apasionado por las plantas, quien finalmente termina entregándole su cuerpo y alma a una anciana perversa con tal de permanecer cerca de su querido herbolario.

Podemos pensar que Datura Fastuosa es un relato botánico de terror, además de un exquisito cuadro de costumbres, ya que gran parte de la historia gira en torno a los efectos narcóticos del estramonio.

A propósito, es importante señalar que el título original de este cuento de E.T.A. Hoffmann, probablemente el mejor relato de terror de aquella colección, fue: Datura Fastuosa: Der schöne Stechapfel, es decir, Datura Fastuosa o el bello estramonio.




Datura fastuosa.
Datura fastuosa; Der schöne Stechapfel, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

En el invernadero del profesor Ignacio Helms, hallábase el joven estudiante Eugenio y observaba las bellas flores rojas de la regia Amarilis (Amarillys reginae), que acababan de abrirse precisamente aquella misma mañana. Era el primer día tibio de febrero. Claro y apacible brillaba el puro azul de un cielo sin nubes, y el sol resplandecía a través del invernadero. Las flores que aún dormían en sus cunas verdes, parecían moverse como en un sueño premonitorio, y agitaban sus suaves hojas, mientras que los jazmines, las resedas, las inmarcesibles rosas, los sauquillos, las violetas, en su florido despertar, llenaban la casa con los aromas más dulces y agradables. Algunos pajarillos atrevíanse a volar tímidamente, apenas salidos del cálido nido, y picoteaban en los cristales, como si ansiosos quisieran atraer la bella y pintoresca primavera encerrada en la casa de cristal.

—¡Pobre Helms! —se dijo Eugenio con profundo dolor—, ¡pobre viejo Helms, ya no verás más toda esta hermosura, toda esta belleza! Tus ojos se han cerrado para siempre, y ahora reposas bajo la fría tierra. Pero no, no, no, yo estoy seguro que estás entre tus amadas criaturas, que tan fielmente cuidaste, y que tanto temías que muriesen. Ninguna ha muerto, y es ahora cuando comprendes su vida y su amor, que apenas antes presentías.

En aquel instante llamaron a la puerta, y la pequeña Margarita entró apresuradamente con la regadera, pasando entre las flores y las plantas.

—¡Margarita, Margarita! —gritó Eugenio—. ¿Qué estás haciendo? Me parece que riegas las plantas a una hora que no les conviene y que vas a estropear lo que tan cuidadosamente estoy cultivando.

La pobre Margarita estuvo a punto de dejar caer de sus manos la regadera llena de agua.

—Querido Eugenio —repuso, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—, no me regañéis, no os enfadéis conmigo. Ya sabéis que yo soy una criatura sencilla e ignorante, y me parece que las pobres plantas y las matas que están aquí en casa sin rocío y sin lluvia, van a secarse, así es que tengo que darles de beber y de comer.

—Golosinas —la interrumpió Eugenio—, nada más que golosinas, Margarita, golosinas perjudiciales que las enferma y les causa la muerte. Ya sé que tu intención hacia las flores es buena, pero te faltan conocimientos botánicos, y, a pesar de mis enseñanzas, no te esfuerzas en aprender la ciencia tan conveniente a todas las señoritas, sí, imprescindible, pues a veces una joven no sabe a qué clase y orden pertenece una rosa olorosa con la que se adorna, y eso, la verdad, está muy mal. Vamos a ver, Margarita, ¿qué clase de flores son las que hay en aquellas macetas, que pronto van a florecer?

—¡Oh, sí —exclamó Margarita alegremente—, son mis queridas campanillas!

—¿Lo ves —repuso Eugenio—, lo ves, Margarita, que ni siquiera sabes dar nombre a tus flores predilectas? Galanthus nivalis debes decir.

Galanthus nivalis —dijo Margarita en voz baja, con medrosa timidez—. ¡Ay, querido Eugenio —exclamó—, qué bien suena y qué agradable, pero me parece como si no fueran mis campanillas! Bien sabéis, como ya os he dicho, que yo soy una niña...

—¿Todavía lo eres, Margarita? —le interrumpió Eugenio.

—Es verdad —repuso Margarita, enrojeciendo por completo—, cuando ya se tienen catorce años, ya no se puede contar uno entre los niños.

—Y, sin embargo —dijo Eugenio, sonriendo—, no hace tanto que la muñeca nueva...

Rápidamente se volvió de espaldas Margarita, se puso a un lado e hizo como si se ocupase de las macetas que estaban en el suelo, arrodillándose.

—No te enfades, Margarita —dijo Eugenio suavemente—. Quiero que seas siempre la niña buena, devota y amable que el papá Helms quitó a su malvada parienta, y que ha criado en compañía de su mujer, como si fuera su propia hija. Pero, bueno, ¿querías decir algo?

—¡Ay! —contestó Margarita en voz baja—. ¡Ay, querido señor Eugenio!, es una tontería que se me ha pasado por la cabeza, pero como lo deseáis, os lo voy a confesar. Cuando nombrasteis a mis campanillas de un modo tan elegante, me acordé de la señorita Rosita. Ella y yo, como bien sabéis, señor Eugenio, éramos uña y carne, y jugábamos cuando... éramos niñas, muy a gusto. Pero un día, de esto debe de hacer un año, Rosita se puso muy seria, y en su conducta se mostró muy extraña, y me dijo que ya no tenía que llamarla más Rosita, sino señorita Rosalinda... Así lo he hecho, pero desde aquel instante se ha ido alejando y alejando de mí, y he perdido a mi querida Rosa. Me parece que me va a pasar lo mismo con mis queridas flores, como empiece de repente a nombrarlas con nombres tan raros y orgullosos.

—Hum —dijo Eugenio—, algunas veces tus palabras expresan cosas extrañas y maravillosas. Se entiende lo que quieres decir, y se comprende lo que has dicho, pero a la poderosa ciencia botánica todo esto no le perjudica nada, y así como llamas a tu Rosita señorita Rosalinda, ciertamente que debes de saber el nombre de tu flor predilecta, tal como la llaman en el mundo científico y erudito. ¡Aprovéchate de mi ciencia! Ahora, querida Margarita, vamos a ver los jacintos. Pon el Og roi de Buzan, y el Goria solis más a la luz del sol. De la Péruque quarrée parece que no va a salir nada. El Emilius Graf Bühren, que en diciembre estaba tan floreciente, ahora está marchito y me parece que no va a durar mucho; pero el Pastor Fido está precioso. ¡El Hugo Grotius ya lo puedes regar bien, pues está en pleno crecimiento!

Mientras Margarita, que había vuelto a ruborizarse cuando Eugenio la llamó encantadora y buena niña, se disponía con alegría y viveza a ejecutar lo que le ordenaba, entró la profesora Helms en el invernadero de cristal. Eugenio le hizo notar qué hermosa era la flora primaveral, y elogió preferentemente la Amaryllis reginae floreciente, que el pobre profesor estimaba más que la Amarillys formossisima, y de aquí que la cuidase con especial cariño, en recuerdo de su querido amigo y maestro.

—Querido Eugenio —dijo la profesora conmovida—, tenéis un alma sensible y delicada, y mi difunto esposo os apreciaba y os quería como un padre, más que a cualquiera de los discípulos que han venido por aquí. Ninguno ha comprendido tan bien a mi Helms, ninguno ha estado más unido a él que usted, y ninguno ha penetrado en el conocimiento y peculiaridades de su ciencia como usted. «El joven Eugenio —acostumbraba a decir Helms— es un joven fiel y devoto, por eso le gustan las plantas, las flores y los arbustos que prosperan risueños bajo su cuidado. Un carácter arisco, perverso y enemigo, es como Satán, que siembra hierbas malas, que crecen silvestres y matan con su aliento ponzoñoso a las criaturas de Dios», pues llamaba criaturas de Dios a sus flores.

A Eugenio se le saltaron las lágrimas:

—Sí, querida y respetada profesora —repuso—, seré fiel y trataré de perseverar en el piadoso amor, dedicado a la conservación del bello templo de mi maestro, de mi padre, mientras haya en mí un soplo de vida. Si me lo permitís, profesora, me gustaría, según solía hacer el profesor, venirme a la habitación más próxima al invernado de cristal, y así lo tengo todo a la vista.

—Precisamente por eso —repuso la profesora—, me duele pensar que muy pronto toda esta belleza y hermosura de las flores ha de tener un fin. Como bien sabéis, yo entiendo del cuidado de las plantas y de las flores, pues nunca fui ajena a la ciencia de mi esposo. Pero, ¡Dios Omnipotente!, ¿cómo una mujer mayor como yo podrá ocuparse tan activamente de todo esto como un hombre joven y experto aunque no le falte deseo y gusto para ello? Así es que es necesario que nos separemos, querido señor Eugenio.

—¿Cómo? —gritó Eugenio horrorizado—. ¿Queréis echarme, señora profesora?

—¡Vete! —dijo entonces la profesora a Margarita—, vete, querida Margarita, y tráeme el chal grande, que siento un poco de frío.

Cuando Margarita salió, la profesora se puso muy seria y dijo:

—Qué afortunado sois, señor Eugenio, pues dais muestras de ser ingenuo e inexperto. Como joven en extremo noble no podréis comprender lo que estoy obligada a deciros.

Apenas habéis cumplido los veinticuatro años, yo podría muy bien ser vuestra abuela, y pienso que esta relación, sin duda, santificaría nuestra vida en común. Pero la ponzoñosa flecha de la maliciosa calumnia no perdona ni siquiera a las matronas, cuya vida es irreprochable, y no faltarán hombres arteros que, aunque parezca ridículo, censuren vuestra estancia en mi casa, dando pábulo a malvadas murmuraciones y a bromas de mal gusto. Aún más que a mí, la maldad le atacará a usted, por lo cual siento mucho deciros, querido Eugenio, que es necesario que abandonéis mi casa. Por lo demás, yo os ayudaré en vuestra carrera como si fuerais mi hijo, y lo haré con gusto, aunque mi Helms no lo indicase expresamente.

Eugenio se quedó mudo, pasmado. No podía comprender cómo su estancia allí, alejado de la profesora, podía resultar escandalosa y pudiera dar materia a comentarios maliciosos. Pero el firme propósito de la profesora de que abandonase la casa que había sido el círculo donde había transcurrido toda su vida, en la que vivían sus amigos, el solo pensamiento de separarse de sus flores adoradas, a las que dedicaba tantos cuidados, le dominó por completo, con intensa fuerza. Eugenio pertenecía a esa clase de hombres sencillos a los que les basta y hace feliz un pequeño círculo, interesado en la ciencia y en el arte, y que se ocupan sólo de los bellos objetivos que dominan su espíritu; era de aquellos a los que un reino pequeño, en el que se encuentra a gusto, le parecía un oasis fructífero, en medio de los inmensos y estériles desiertos, que así le parecía el resto de la existencia, y a los que no se atrevía siquiera a penetrar considerándolos peligrosos.

Es bien sabido que esta clase de hombres, en cierto modo, por su manera de pensar, siempre permanecen como si fueran niños, que son como incapaces y torpes, y aunque aparecen envueltos en el manto rígido de cierta mezquina pedantería, con que les cubre la ciencia, en el fondo parecen egoístas e insensibles. No faltan las burlas que se permite la incomprensión, segura siempre de una fácil victoria. Pero en lo más íntimo de tales hombres arde la santa llama de un conocimiento superior: permanecen ajenos al torbellino tan atractivo del mundo, y la obra a la que se dan con total entusiasmo y entrega es el medio de que se valen para acercarse al eterno poder de la existencia, y su vida silenciosa e inofensiva es un continuo servicio en el eterno templo del Espíritu Universal. Así era Eugenio.

Cuando Eugenio salió de su aturdimiento y recuperó la palabra, afirmó con energía que no temía nada, y que como se viese obligado a abandonar la casa de la profesora, su carrera habría terminado; porque arrojado de su verdadero hogar, jamás podría trabajar en paz y con tranquilidad. Juró a la profesora con las expresiones más conmovedoras, que si no le admitía como hijo, no le echase a los yermos desolados, pues eso le parecerían otros lugares.

La profesora pareció esforzarse en buscar una solución.

—Eugenio —dijo, finalmente—, hay un medio para que podamos quedarnos en casa tal como estáis ahora. ¡Sed mi esposo!

Como Eugenio se quedara asombrado mirándola, añadió:

—No es posible que un carácter como el vuestro interprete mal lo que digo; por lo tanto, no quiero ocultar el deciros que la proposición que os hago no es una ocurrencia repentina, sino el resultado de una madura reflexión. Desconocéis por completo las cosas de la vida, y no creo que podáis tener experiencia en poco tiempo. Necesitáis alguien que os conduzca en el círculo estrecho de la vida, y que os alivie de los pesados fardos de la existencia cotidiana, que os cuide hasta en los más mínimos detalles, para que libremente podáis dedicaros a la ciencia. Nadie puede hacer esto mejor que una madre amante y cariñosa, y esto es lo que voy a ser en el verdadero sentido de la palabra, aunque ante el mundo aparezca con el nombre de esposa.

»Aunque nunca se os haya pasado por la cabeza la idea del matrimonio, querido Eugenio, tampoco debéis pensar que la bendición de un sacerdote va por eso a alterar nuestras relaciones, pues únicamente esta bendición me consagrará como vuestra madre y a usted como a un hijo mío. Y con qué paz y tranquilidad, querido Eugenio, os hago ahora esta proposición. A muchos de este mundo les parecerá extraña, aunque yo estoy convencida de que si la aceptáis no habrá en ello la menor rareza. Todo lo que el mundo exige para hacer feliz a una mujer será ajeno a usted, y la tensión y las incomodidades que producen todas estas exigencias, y que le podrían importunar y hacerle sentir las dificultades de la vida real. Por eso, la madre debe sustituir a la esposa.

Margarita entró con el chal y se lo dio a la profesora.

—No quiero —dijo la profesora— ninguna decisión precipitada. Decídase usted cuando lo haya meditado bien. Por hoy ni una palabra más. Hay una regla que dice que antes de decidir una cosa hay que consultarla con la almohada.

Nada más decir esto, abandonó la profesora el invernadero de cristal y se llevó a Margarita. La profesora tenía razón, jamás se le había pasado por la cabeza a Eugenio nada que se relacionase con el matrimonio, y precisamente por eso la proposición de la profesora le había desconcertado, porque de pronto ante sus ojos se le aparecía una nueva imagen de la vida. Cuando se puso a considerar la cosa, nada le pareció mejor ni más estupendo que la Iglesia bendijese esta unión que le proporcionaría a él una buena madre, y a ella le otorgaría un hijo. De muy buena gana le hubiera comunicado su decisión inmediatamente a la buena mujer, pero como le había pedido que permaneciera callado hasta el día siguiente, hizo lo posible por disimularlo, a pesar de que su mirada y todo su ser daba muestras y delataba a la profesora lo que sentía en su interior.

Conforme el consejo de la profesora, como decidiese consultar la cosa con la almohada, en medio del delirio del adormecimiento, vio un rayo de luz, una ensoñación, cuyas figuras parecían desvanecerse de su memoria. En la época en que era amanuense del profesor Helms en su casa, a menudo venía una sobrinita —una jovencita preciosa—, pero que apenas llamaba su atención. Recordaba que ella se ausentó una temporada y cuando regresó de nuevo fue para contraer matrimonio con un médico del lugar, y ya no recordaba más. Cuando vino la joven y se celebró la boda con el joven doctor, el viejo Helms hallábase enfermo y no podía abandonar su estancia. La bondadosa joven dijo que después de la ceremonia iría con el novio a su casa para solicitar que diese su bendición a la pareja. Sucedió que Eugenio entró en la habitación en el instante preciso en que la pareja de novios se arrodillaba ante el viejo.

No le pareció la joven aquella sobrinita que había visto en la casa tantas veces, sino que la novia se le apareció como un ser superior y angelical. Iba vestida de raso blanco. La rica tela ceñía su esbelto cuerpo y luego se extendía en amplios pliegues. El seno se adornaba de valioso encaje, y sus cabellos castaños artísticamente trenzados se adornaban con una corona de mirto. De su semblante irradiaba algo así como la bienaventuranza de los santos, y toda la gracia del cielo parecía haberse derramado sobre ella. El viejo Helms estrechó a la novia entre sus brazos, lo mismo hizo la profesora, y acompañó al novio, que abrazó a la angelical novia con gran vehemencia, dando muestras del mayor deleite.

Eugenio, que pasaba desapercibido, y al que nadie hacía caso, no supo bien cómo sucedió. Sintió un frío helador, y luego un calor ardiente por todos sus miembros, su pecho traspasado por un dolor indecible, y con todo, pensó que nunca se había sentido mejor. «Y si la novia se acercase a ti, ¿por qué no habrías de estrecharla contra tu pecho?» Este pensamiento, que cruzó por su mente como una descarga eléctrica, le pareció como un enorme placer, pero el miedo indecible que amenazaba aniquilarle, sólo tenía par con el ardiente anhelo, el deseo vehementísimo de que esto sucediese, y su ser se derretía en un placer dolorosamente aniquilador.

Entonces fue cuando el profesor cayó en la cuenta de que estaba allí, y le dijo:

—Mira, Eugenio, ya tenemos a nuestra pareja feliz. Felicitad a la señora del doctor. Es lo propio.

Eugenio fue incapaz de pronunciar palabra, pero la bella novia se acercó a él, le ofreció la mano con gentileza; Eugenio la cogió, sin saber qué hacer, y la llevó a sus labios. Pero sintió que iba a desvanecerse, hizo un gran esfuerzo para mantenerse derecho, no entendió nada de lo que la novia le dijo, y nuevamente cuando la pareja salió de la estancia encontróse con que el profesor Helms le regañaba y le echaba en cara su incomprensible cortedad, y el haberse quedado como mudo y como un ser inerte, sin participar en nada, como si no tuviera sentimientos.

Parecerá extraño, pero Eugenio estuvo casi dos días después como atontado y sonámbulo, pasado lo cual, aquel acontecimiento se diluyó en su interior como si hubiese sido un confuso sueño. La figura de la maravillosa y angelical novia, tal como la había visto en la estancia del profesor Helms, de repente se le apareció con gran viveza y fuerza, y aquel indecible dolor que sintió en otro tiempo, de nuevo le oprimió el pecho. Pero le pareció como si esta vez él mismo fuese el novio, que la bella abría los brazos, que él la abrazaba y la estrechaba contra su pecho, y como en la intensidad del mayor deleite quisiera desprenderse de ella, se sintió encadenado y oyó una voz que decía: «Loco, ¿qué vas a hacer? No estás en tus cabales, has vendido tu juventud, la primavera del amor y del placer nunca más florecerá para ti, pues envejecerás en brazos del helado invierno.

Con un grito de horror despertó del sueño, pero le parecía como si todavía viese a la novia, y detrás de ella estuviese la profesora, y tratase de cerrarle los ojos con sus dedos helados, para que no pudiera mirar más a la bella y gentil desposada. «¡Fuera, fuera! —gritó—. ¡Todavía no he vendido mi juventud, no me he entumecido en los brazos del helado invierno!» Y al mismo tiempo que ardía en él un ferviente anhelo, sentía vivamente un profundo aborrecimiento hacia la unión con la vieja profesora sesentona.

Eugenio apareció al día siguiente como si estuviera algo trastornado; la profesora le preguntó qué tal se encontraba y como se quejase de dolor de cabeza y de cansancio, ella misma le preparó una bebida fortificante y le prodigó cuidados y atenciones, como si fuese un niño mimado enfermo. Eugenio dijo para sí: «¿Y voy a ser capaz de corresponder a este amor maternal y a esta fidelidad con la más negra ingratitud, en trastorno ilusorio, alejándome de ella, de mis mayores alegrías y de mi propia vida? Y todo esto por un sueño, que no tiene consistencia alguna, probablemente engaño de Satanás, indigno placer de los sentidos, que me llevará a la perdición. ¡Cómo no he de pensarlo y reflexionar! ¡Está decidido, mi decisión está tomada!». Esa misma noche la vieja profesora, que tenía casi sesenta años, se convirtió en la novia del joven señor Eugenio, que por entonces todavía era un estudiante.

Eugenio estaba justamente ocupado en cortar algunas hierbas cuando entró Severo, el único amigo con el que tenía trato. Cuando Severo vio a Eugenio abismado en su trabajo, se plantó ante él y soltó una imponente carcajada. Lo mismo habría hecho otro cualquiera que hubiera sido menos sensible a las rarezas que el jovial y divertido Severo. La vieja profesora, con toda su buena intención, había puesto a la disposición del novio el guardarropa del pobre profesor, y le había manifestado que le gustaría mucho que Eugenio hiciese uso de los buenos y cómodos trajes, aunque no saliese a la calle con estas ropas pasadas de moda. Hallábase Eugenio vestido con la amplia y gruesa bata del profesor, sembrada de flores de diferentes formas y colores, y con un gorro en la cabeza en cuyo frente estaba bordado un florido Lilium bulbiferum (azucena de fuego), y con su carita juvenil, vestido de máscara parecía un príncipe encantado.

—Dios te proteja y te ayude —exclamó Severo cuando dejó de reír—, me parece como si hubiese fantasmas y el bueno del profesor, salido de su tumba, se pasease entre sus flores como un arbusto de flores raras. Dime, Eugenio, ¿cómo has llegado a esta mascarada?

Eugenio afirmó que no veía nada raro en su aspecto. La profesora en sus relaciones actuales, le permitía utilizar las batas del difunto profesor que eran más cómodas y que estaban hechas de unas telas tan buenas que era ya difícil encontrar algo igual. Todas las flores y las hierbas estaban copiadas minuciosamente del natural, y aún más en el legado del profesor había algunos gorros rarísimos que podían servir perfectamente como Herbarium vivum. Éstos sólo los utilizaría con muchísimo respeto en algunas festividades especiales. La misma bata que llevaba era extraordinariamente rara y bella, porque el difunto profesor con su propia mano y con tinta fija había puesto el nombre al lado de cada flor y de cada hierba, como podía comprobar Severo, mirando de cerca la bata y el gorro, de forma que aquella bata podía servir a los discípulos curiosos incluso de magnífico estudio.

Severo tomó con la mano el gorro que Eugenio le ofrecía y comprobó que había una lista de nombres, escritos con fina escritura, por ejemplo: Lilium bulbiferum, Pitcarnia angustifolia, Cynoglossum omphalodes, Daphne mezereum, Gloxinia maculata, y otros. Severo estuvo a punto de prorrumpir en carcajadas, pero de repente se puso muy serio, miró a su amigo fijamente a los ojos y le dijo:

—¡Eugenio! ¿Es posible? No, es imposible, no puede ser más que un estúpido rumor y una burla, que te desacredita a ti y a la profesora. Ríete, Eugenio, ríete a carcajadas, ¡dicen que te vas a casar con la vieja!
Eugenio se asustó un poco, luego, entornando los ojos, afirmó que era verdad lo que decían.

—Así que el destino —exclamó Severo— me ha traído muy oportunamente para arrancarte del abismo de perdición a cuyo borde te encuentras. Dime de qué locura incurable estás poseído para entregarte en la mejor edad de tu vida por un puñado de dinero.

Según solía sucederle a Severo, en esta ocasión fue exaltándose a medida que hablaba atropelladamente hasta terminar profiriendo maldiciones contra la profesora..., contra Eugenio, y hasta comenzaba a proferir groseros juramentos estudiantiles, cuando Eugenio, con gran trabajo, logró tranquilizarlo, hacerle callar y hasta que le escuchase. Pues precisamente el fogoso acaloramiento de Severo había permitido reponerse a Eugenio. Le expuso, tranquilamente, con toda claridad, la naturaleza de sus relaciones, no ocultó cómo se había desarrollado la conversación, y finalmente terminó preguntándole si realmente creía que la unión con la profesora iba a arruinar su felicidad.

—¡Pobre amigo mío —dijo Severo, que ya se había tranquilizado—, pobre amigo, en qué red de equívocos te has metido! Quizá logre desenredar los nudos y librarte de los lazos, y entonces apreciarás el valor de la libertad. ¡Debes irte de aquí!

—¡Nunca! —exclamó Eugenio—. Mi decisión es firme. Eres un ser mundano que, desgraciadamente, no comprendes y que pones en duda la bondad y la fidelidad del amor maternal con el que la más noble de todas las mujeres quiere guiarme a través de la vida, a mí, eterno niño, que soy como un menor.

—Escucha —dijo Severo—, Eugenio, ¿de modo que tú mismo te consideras un menor? A veces, verdaderamente lo eres, y esto me da la experiencia de la superioridad que me conceden los años, ya que soy un poco mayor que tú. No consideres que es pedantería precipitada, si te digo que desde tu punto de vista no puedes ver completamente claro en este asunto. No creas que albergo la menor animosidad hacia la infeliz profesora, pero no solamente va contra tu felicidad, sino contra ella misma, debido a su gran error.

»Es cierto, según se afirma, que las mujeres lo pueden todo, a excepción de poder ponerse en la situación de otro. Lo que ellas mismas sienten les sirve de norma para todos los temperamentos, y la configuración de sus ideas les parece el prototipo de cómo deben juzgar y discriminar lo que se encierra en el interior de los demás. Todo lo que conozco de la vieja profesora, tanto de su persona como de sus actos, me dice que no es capaz de pasión, que es mujer flemática, lo que conserva muy jóvenes tanto a las muchachas como a las mujeres mayores, pues en verdad, para la edad que tiene, ella se conserva muy tersa y muy bien.

»Como el viejo Helms era también la calma en persona, sabemos que conforme a sus costumbres ordenadas y sencillas, ambos tenían un carácter bondadosísimo, y que el matrimonio era una pareja feliz y tranquila, pues el esposo nunca ponía peros a la sopa y la esposa no mandaba fregar el estudio a hora inoportuna. Este eterno andante del dueto matrimonial cree la profesora que podrá proseguirlo contigo, apaciblemente, pues considera que tú tienes la flema suficiente para no entrar en el mundo de golpe con un alegro. Si todo sigue lo mismo dentro de la bata botánica, en calma y en silencio, en resumidas cuentas dará lo mismo quien esté dentro: el profesor Helms o el joven estudiante Eugenio.

»No hay duda alguna de que la vieja te cuidará, te mimará, y hasta me atrevo a asegurar que seré el primer invitado a tomar contigo una taza de moka, de las que prepara la buena mujer, y que verá con buenos ojos que fume contigo una pipa del más fino Varina que ella misma habrá preparado y que yo te encienda el tabaco sacado de los trozos selectos que el difunto había picado él mismo y preparado. Pero ¿y cuando en medio de esta calma, que a mí por lo menos me parece el yermo del más desesperante y desconsolador vacío, y cuando en medio de esta calma, de repente irrumpa el torrente de la vida?

—¿Quieres decir —interrumpió Eugenio a su amigo— cuando sucedan desgracias, enfermedades?

—Quiero decir —continuó Severo— cuando a través del cristal de esta ventana miren un par de ojos y el fuego de sus rayos derrita la costra que cubre tu interior y el volcán estalle en medio de llamas abrasadoras.

—No te entiendo —gritó Eugenio.

—Y entonces —continuó Severo, sin hacer caso a Eugenio—ninguna bata botánica podrá protegerte de sus rayos, pues caerá en pedazos de tu cuerpo, aunque sea de amianto. Y, es más, prescindiendo de lo que pueda suceder a causa de esta unión absurda, recaerá sobre ti la peor de todas las maldiciones, la maldición que destroza y mata hasta las más pequeñas flores de la vida, la maldición del ridículo.

El semblante de Severo se contrajo, surcado de arrugas irónicas, y ya tenía en la punta de la lengua una palabra ingeniosa, cuando la profesora con aire amable y bondadoso, y el respetable porte de una noble matrona, entró en la habitación, y con pocas palabras que brotaban cordiales de su interior bondadoso, llena de afabilidad, saludó al amigo de su Eugenio. La ironía desapareció como por ensalmo y la burlesca chanza, y, en un instante, Severo tuvo la sensación de que en la vida existían seres y relaciones apenas presentidas por el vulgo.

Digamos entre nosotros que la profesora, para empezar, tenía la costumbre de saludar a todos con gran amabilidad, y que su espíritu en verdad era bondadoso y fiel, a la manera de las matronas de Alberto Durero, pues la profesora tenía una gran semejanza con estas matronas. Así que Severo se tragó la palabra ingeniosa que tenía en la punta de la lengua, y no volvió a tener deseos de burlarse cuando la profesora le invitó, ya que era la hora del atardecer, a tomar el café con Eugenio y a fumarse una pipa.

Severo dio gracias al Cielo cuando se vio en la calle, pues la amabilidad de la buena mujer, el encanto especial de la afable señora que se extendía por todo su ser, le había fascinado de tal modo, que incluso vacilaba en sus más íntimas convicciones. Sí, a pesar de sus pronósticos, sabía que Eugenio sería feliz en sus paradójicas relaciones con la vieja, y esto le resultaba insoportable y hasta odioso.

¡Bien! Suele suceder en la vida que un mal presentimiento sobrecoge en el último instante, y esto le sucedió pocos días después, en que la maldición del ridículo, a la que había aludido Severo, hizo su efecto. La extraña situación de novio en que se encontraba Eugenio era de todos conocida, así que cuando a la mañana siguiente entró en el único colegio que solía visitar, todos le miraron con semblante risueño. Aún más, cuando las clases terminaron, los estudiantes formaron doble fila en la calle, y el pobre Eugenio tuvo que pasar por en medio, mientras gritaban: «¡Enhorabuena, señor novio, saluda a tu dulce y encantadora novia! ¡Eh, que resuenen los violines y las flautas, etc., etc.

A Eugenio se le subió la sangre a la cabeza. Cuando llegó a la calle, le gritó un chico ordinario que estaba en la fila: «Saluda a tu novia, la vieja...», y soltó una palabrota, pero en el mismo instante se despertaron todas las furias de la cólera y la rabia de Eugenio, y con el puño cerrado descargó un puñetazo en el rostro de su contrario, al que derribó al suelo. Éste se rehizo rápidamente y descargó varias veces el grueso bastón contra Eugenio, hasta que el presidente de la Comunidad, dirigiéndose a ellos, gritó, regañándoles:

—¡Alto! ¿Sois, acaso, chicos de la calle que os apaleáis en pleno mercado? ¡Que se vaya al diablo si Eugenio se casa y quién sea la novia! Marcelo ha ultrajado a la novia, en plena calle, en nuestra presencia, de modo tan plebeyo que tiene que lavar la injuria aquí mismo. Y sabe Marcelo lo que tiene que hacer, y si alguien piensa lo contrario que se entienda conmigo.

El presidente cogió a Eugenio del brazo y le acompañó a su casa:

—Eres un chico valiente —dijo a Eugenio—, no podías obrar de otro modo. Pero vives tan callado, tan retirado, que se te tomaría por un ratón. No podrás defenderte en el duelo, te falta valor y tampoco tienes práctica; el fanfarrón de Marcelo es uno de nuestros mejores espadachines, de modo que al tercer asalto te derribará. Esto no puede ser, te propongo sustituirte, y yo defenderé tus cosas, quédate tranquilo. —El presidente dejó a Eugenio, sin recibir respuesta.

—¿Ves? —dijo Severo—. ¿Ves como ya empiezan a cumplirse mis profecías?

—¡Oh!, calla —exclamó Eugenio—, la sangre me hierve en las venas, no me conozco, estoy destrozado. ¡Dios del Cielo! ¿Qué espíritu perverso ha encendido en mi interior esta cólera salvaje? ¡Te digo, Severo, que si hubiera tenido un arma en la mano, habría matado a aquel infeliz en ese instante! ¡Jamás hubiera podido suponer que pudiera darse en la vida una infamia igual!

—Ya empiezan las amargas experiencias.

—Déjate, déjate de sabidurías mundanas. Ya sé que hay huracanes que de pronto estallan y destrozan en un instante lo que con gran trabajo se ha ido construyendo a lo largo de la vida. Me parece como si hubieran destrozado mis más bellas flores y estuvieran muertas a mis pies.

Un estudiante, en nombre de Marcelo, entró para señalar el duelo a la mañana siguiente. Eugenio prometió estar en el lugar determinado a la hora convenida.

—Tú, tú que jamás has tenido un florete en la mano, ¿quieres batirte? —preguntó Severo asombrado; pero Eugenio le aseguró que ningún poder evitaría que él mismo defendiese sus asuntos, como le correspondía, y que el valor y su decisión sustituirían lo que le faltaba de destreza. Severo le hizo ver que en los duelos, según se había visto otras veces, el más valeroso solía ser vencido por el más débil. Eugenio permaneció firme en su decisión, añadiendo que estaba más versado en el florete de lo que podía suponerse.

Severo le estrechó con alegría entre sus brazos y exclamó:

—El presidente tiene razón, eres un valiente, pero no irás a la muerte, yo te secundaré y protegeré mientras pueda.

La palidez de la muerte se extendía por el semblante de Eugenio cuando llegó al lugar del desafío, aunque sus ojos resplandecían con un fuego intenso y abrasador, y en su actitud se transparentaba la firmeza, la calma y la decisión. No poco se asombró Severo, y hasta el presidente, cuando Eugenio dio muestras de ser un buen espadachín, pues su contendiente no pudo abatirle al primer encuentro. Al segundo encuentro dio una estocada a Marcelo en el pecho que le derribó. Eugenio debía huir, pero no quiso moverse del lugar, sucediese lo que sucediese. Marcelo, al que tenían por muerto, se recuperó e incorporóse, y cuando el médico dictaminó que sería muy posible que se salvase, Eugenio, en compañía de Severo, abandonó el lugar del desafío y se dirigió a su casa.

—Amigo mío —exclamó Severo—, ayúdame a salir del sueño en que me encuentro, pues me parece soñar cuando te miro. En vez de un Eugenio pacífico, veo ante mis ojos un hombre potente, que esgrime el florete como el experto presidente y que posee la misma seguridad e impasibilidad que él.

—¡Oh, amigo mío! —repuso Eugenio—, quiera el Cielo que tengas razón, ojalá todo sea una pesadilla. Pero no, el torbellino de la vida me ha arrebatado, y quién sabe contra qué escollos me golpearán los oscuros poderes y si quedaré herido de muerte sin poder salvarme en mi Paraíso, que siempre consideré inaccesible a los tenebrosos espíritus indomables...


Sigue leyendo la segunda parte de: «Datura Fastuosa», de E.T.A. Hoffmann.




El análisis y resumen del cuento de E.T.A. Hoffmann: Datura Fastuosa (Datura Fastuosa), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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