«Una víctima del espacio superior»: Algernon Blackwood; relato y análisis


«Una víctima del espacio superior»: Algernon Blackwood; relato y análisis.




Una víctima del espacio superior (A Victim of Higher Space) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado por primera vez en la edición de diciembre de 1914 de la revista The Occult Review, y posteriormente reeditado en la antología de 1917: Relatos del día y la noche (Day and Night Stories).

Una víctima del espacio superior, uno de los mejores relatos de terror de Algernon Blackwood, pertenece al ciclo de historias del John Silence, el detective psíquico, cuya especialidad es resolver casos en donde lo sobrenatural y lo paranormal desafían a la razón y, por supuesto, a las investigaciones convencionales.

El cuento presenta la declaración testimonial de un hombre que asegura haber sido víctima de algo que él mismo denomina como espacio superior; que en este caso parece definir una mezcla entre la cuarta dimensión y el plano astral. Él mismo funciona como una especie de portal interdimensional que lo obliga a vivir una existencia disociada; mitad en la tierra, mitad en esas inconcebibles esferas superiores.

Estas revelaciones son investigadas por John Silence, experto en cuestiones paranormales, en uno de los grandes relatos de detectives de Algernon Blackwood.




Una víctima del espacio superior.
A Victim of Higher Space; Algernon Blackwood (1869-1951)

—Un hombre estraordinario lo espera, señor —dijo el hombre nuevo.

—¿Por qué extraordinario? —preguntó el doctor Silence, deslizando la punta de los dedos a través de su barba castaña. Sus ojos centellaron—. ¿Por qué extraordinario, Baker? —repitió alentadoramente, dándose cuenta de la expresión perpleja en los ojos del hombre.

—Es tan... flaco señor. Casi no podía verlo. Estuvo dentro de la casa antes que pudiera preguntarle su nombre.

—¿Y quién lo trajo hasta acá?

—Vino solo, señor, en un cabriolé cerrado. Me apartó antes de que yo pudiera decir algo.... sin hacer ningún ruido, no que yo pudiera oír. Parecía moverse muy suavemente...

El hombre se detuvo obviamente avergonzado, como si ya hubiese dicho suficiente para arriesgar su nueva situación, pero tratando de mostrar que recordaba las instrucciones y advertencias que había recibido respecto a la admisión de extraños sin una acreditación apropiada.

—¿Y dónde está ese caballero ahora? —preguntó el doctor Silence, apartándose para ocultar su diversión.

—No podría decirlo exactamente, señor. Lo dejé esperando en el vestíbulo.

El doctor lo miró agudamente.

—¿Y por qué en el vestíbulo? ¿Por qué no en la sala de espera? —fijó sus ojos penetrantes pero amables sobre el rostro del hombre—. ¿Te asustó? —preguntó rápidamente.

—Creo que lo hizo, señor, si puedo decirlo de esa manera. Me parecía perderlo de vista —balbuceó, convencido de que se había ganado su despido—. Entró de forma tan extraña, tal como el viento helado.

El doctor tomó nota internamente de la descripción vacilante; estaba satisfecho de que la sutil evidencia de intuición que lo había inducido a contratar a Baker no había fallado del todo. El doctor Silence buscaba esta cualidad en todos sus asistentes, desde el secretario hasta el hombre del servicio, y aunque esto lo rodeaba de un personal algo particular, los inconvenientes estaban más que compensados en su totalidad por sus destellos ocasionales de perspicacia.

—Así que el caballero te hizo sentir extraño, ¿no es cierto?

—Creo que así fue, señor —repitió el hombre.

—¿Y no trae ninguna clase de presentación para mí, ninguna carta o algo así? —preguntó el doctor con fingida sorpresa, como si supiera lo que vendría.

—Pido sus disculpas, señor —dijo, tremendamente perturbado—, el caballero me entregó esto para usted.

Era la nota de un perspicaz amigo, quien hasta el momento jamás le había mandado un caso que no fuera interesante desde un punto de vista u otro: Por favor reciba al portador de esta nota —decía el breve mensaje— aunque dudo que incluso usted pueda hacer algo para ayudarlo.

John Silence se detuvo, como para atrapar de la mente del escritor todo lo que se encontraba detrás de las breves palabras. Luego observó a su sirviente con una expresión más seria de la que hasta el momento había mostrado.

—Regresa y encuentra a este caballero —dijo—; dirígelo al estudio verde. No contestes a sus preguntas, o hables más de lo realmente necesario; pero Barker, ten pensamientos amables, serviciales, compasivos, tan fuertemente como te sea posible. Recuerda lo que te dije cuando te contraté, acerca de la importancia de los pensamientos. Pon curiosidad en tu mente, y piensa amablemente, compasivamente, afectuosamente, si es que puedes.

Sonrió, y Barker, quien había recuperado su compostura frente a la presencia del doctor, se inclinó silenciosamente y salió.

Había dos salas de recepción distintas en la casa del doctor Silence. Una, pensada para las personas que creían necesitar ayuda espiritual cuando realmente eran sólo candidatos para el manicomio; tenía paredes acolchadas, y estaba bien aprovisionada con varios artilugios escondidos para enfrentar y superar cualquier violencia súbita. Sin embargo, raramente era utilizada. La otra, pensada para la recepción de genuinos casos de congoja espiritual y aflicciones extraordinarias de naturaleza psíquica, estaba enteramente tapizada y amueblada en un tranquilizante y profundo verde, calculado para inducir serenidad y descanso en la mente. Y ésta era la habitación donde el doctor Silence entrevistaba a la mayoría de sus casos "raros", y a la cual había ordenado a Baker traer a su actual visitante.

Para comenzar, la silla en la cual el paciente se sentaba, estaba clavada al suelo, pues su inmovilidad tendía a impartir esta misma excelente característica al ocupante. Invariablemente, los pacientes se iban excitando al hablar de sí mismos, y su entusiasmo tendía a confundir sus pensamientos y exagerar su lenguaje. La inmovilidad de la silla ayudaba a contrarrestar esto. Luego de repetidos esfuerzos por arrastrarla hacia adelante, o de empujarla hacia atrás, terminaban por resignarse a quedarse sentados quietos. Y a la futilidad de la impaciencia seguía un estado mental más tranquilo.

Sobre el suelo, y a intervalos en la pared inmediatamente detrás, habían ciertos botoncitos verdes, prácticamente invisibles, los cuales al ser presionados permitían la emanación invisible de un narcótico tranquilizante y persuasivo que rodeaba al ocupante de la silla. El efecto sobre el excitado paciente era rápido, admirable e inocuo. Más aún, el estudio estaba provisto de un secreto ojo espía; pues a John Silence le gustaba, cuando era posible, observar el rostro de su paciente antes de asumir la máscara que los rasgos de la expresión humana llevan invariablemente en presencia de otra persona. Un hombre sentado solo tiene una expresión psíquica; y esta expresión es el hombre en sí mismo. Desaparece en el momento en que otra persona se le une. Y el doctor Silence a menudo aprendía más de unos pocos momentos de secreta observación de un rostro que en largas horas de conversación con su dueño, posteriormente.

Un paso muy liviano, casi danzarín, siguió las pesadas zancadas de Baker hacia la habitación verde, y un momento después llegó el hombre anunciando que el caballero estaba esperando. Aún estaba pálido y sus gestos nerviosos.

—No te preocupes, Baker —dijo el doctor amablemente—; si no fueras intuitivo el hombre no te hubiera causado ningún efecto. Sólo necesitas entrenamiento y desarrollo. Y cuando hayas aprendido a interpretar mejor estos sentimientos y sensaciones, no sentirás miedo, sino sólo una gran compasión.

—Sí, señor; ¡gracias!

Y Barker hizo una reverencia e hizo su escape, mientras el doctor Silence, una divertida sonrisa acechando en las comisuras de su boca, se dirigió silenciosamente a lo largo del pasaje, hacia abajo, y puso su ojo en el agujero espía en la puerta del estudio verde.

Este agujero espía estaba emplazado de tal manera que comandaba una visión de casi la habitación entera, y, mirando a través de él, el doctor vio un sombrero, guantes y un paraguas sobre una silla junto a la mesa, pero buscó en principio en vano a su dueño. Ambas ventanas estaban cerradas y un fuego vigoroso ardía en el hogar. Había varios signos inteligibles, por lo menos para un alma profundamente intuitiva que la habitación estaba ocupada, sin embargo, hasta a donde a seres humanos se refiere, parecía innegablemente vacía. Nadie estaba sentado en las sillas; nadie estaba parado en la esterilla frente al fuego; no había ni siquiera un signo de que un paciente estuviera en algún lugar cerca de la pared, examinado la reproducción de Böcklin como suelen hacer los pacientes tan frecuentemente cuando pensaban que estaban solos y por lo mismo, difíciles de avistar desde el agujero. Llanamente hablando, no había nadie en la habitación. Estaba desocupada.

Sin embargo, el doctor Silence estaba completamente conciente de que un ser humano se encontraba en la habitación. Su sistema sensorial nunca fallaba en darle a conocer la proximidad de un ser real o irreal. Incluso en la oscuridad podía definirlo. Y ahora supo fehacientemente que su paciente, el paciente que había alarmado a Barker, y había viajado por el corredor con ese paso danzarín, estaba en alguna parte escondido entre las cuatro paredes que eran dominadas desde su ojo espía. También se dio cuenta y esto era de lo más inusual que este individuo al que quería observar sabía que estaba siendo vigilado. Y, más aún, que el mismo extraño, a su vez, también estaba observando. De hecho, era él, el doctor, el que estaba siento observado y por un observador tan agudo y entrenado como él mismo.

Un indicio del verdadero estado del caso comenzó a caer sobre él, y estaba a punto de entrar, de hecho su mano ya tocaba la manilla de la puerta, cuando su ojo, aún adherido al agujero, detectó un movimiento. En una posición directamente opuesta, entre él y la chimenea, algo se agitó. Observó muy atentamente y se aseguró de no estar equivocado. Un objeto sobre la mesa, un vaso azul, desapareció de la vista. Pasó fuera de la visión junto con la porción de mármol de la mesa, sobre la que reposaba. Luego, aquella parte del fuego, hogar y guardafuego de bronce inmediatamente debajo, se desvaneció completamente, como si una tajada hubiera sido limpiamente sacada de ellos.

En ese momento, el doctor Silence comprendió que algo entre él y aquellos objetos lentamente comenzaba a existir, algo que los escondía y obstruía a su visión al insertarse a sí mismo en la línea de visión entre ellos y él mismo. Tranquilamente esperó por resultados posteriores antes de entrar.

Al principio vio una delgada y perpendicular línea que se trazaba por encima de la altura del reloj y continuaba hacia abajo hasta que alcanzaba el lanudo felpudo de la chimenea. La línea se hizo más ancha, ampliándose, haciéndose sólida. No era una sombra; era algo con sustancia. Se iba definiendo más y más. Luego, repentinamente, en la punta de la línea, al nivel de la cara del reloj, vio un pequeño disco luminoso contemplándolo resueltamente. Era un ojo humano, mirando fijamente al suyo, presionado allí contra el agujero. Y brillaba con inteligencia. El doctor Silence contuvo su respiración por un momento y nuevamente lo observó.

Luego, como alguien saliendo de una profunda oscuridad hacia la luz, vio la figura de un hombre deslizarse a la vista, una cara blancuzca siguiendo al ojo, y la línea perpendicular que al principio había visto ensancharse y desarrollarse hasta la completa figura de un ser humano. Era el paciente. Aparentemente había estado ahí, parado frente al fuego todo el tiempo. Un segundo ojo siguió al primero, y ambos miraban fijamente al ojo espía, gravemente concentrados, sin embargo, con un leve destello de humor y diversión que le hicieron imposible al doctor mantener su posición por más tiempo.

Abrió la puerta y entró rápidamente. Al hacerlo notó por primera vez el sonido de una banda alemana que entraba ruidosamente a través de los ventiladores abiertos. De alguna forma intuitiva, inexplicable, la música se conectaba con el paciente al que estaba a punto de entrevistar. Esta suerte de presagio no le era desconocida. Siempre se explicaba a sí mismo más tarde. Vio que el hombre era de mediana edad y de apariencia ordinaria; de hecho, tan ordinaria, que era difícil de describir su única particularidad era su extrema delgadez. Unas agradables vibraciones emanaban de su atmósfera y encontraron al doctor Silence mientras avanzaba a saludarlo, sin embargo, eran vibraciones vivientes llenas de corrientes y descargas que traicionaban la perturbada y desordenada condición de su mente y su cerebro. Evidentemente había algo absolutamente fuera de lo usual en el estado de sus pensamientos. Pero, aunque extraño, no era del todo perturbador; no era la impresión que la quebrada y violenta atmósfera del loco produce sobre la mente. El doctor Silence se dio cuenta en un destello que allí había un caso de absorbente interés que podría requerir de todo sus poderes para ser abordado apropiadamente.

—Lo estaba observando a través de mi pequeño ojo mágico, como notó —comenzó, con una agradable sonrisa, avanzando para darle la mano— . A veces lo encuentro de gran ayuda.

Pero el paciente lo interrumpió inmediatamente. Su voz era apurada y tenía extraños y estridentes cambios, quebrándose de agudo a grave de forma inesperada. En un momento tronaba, en el otro casi chirriaba.

—Comprendo sin que me explique —interrumpió rápidamente—. De esa forma obtiene la verdadera nota de un hombre, cuando no se siente observado. Lo apoyo completamente. Sólo que en mi caso, me temo que vio muy poco. Mi caso, como por supuesto usted comprende, doctor Silence, es extremadamente peculiar, incómodamente peculiar. De hecho, Sir Williams me aseguró que....

—Mi amigo lo ha mandado a verme —el doctor interrumpió seriamente, con una suave nota de autoridad—, y eso es suficiente. Por favor siéntese, señor...

—Mudge. Racine Mudge —replicó el otro.

—Tome esta cómoda silla, señor Mudge —dirigiéndole hacia la silla arreglada—, y cuénteme acerca de su condición en sus propias palabras y a su propio paso. Mi día entero está a su disposición si así lo requiere.

El señor Mudge se dirigió hacia la silla en cuestión y luego dudó.

—Prométame que no usará los botones narcóticos —dijo, antes de sentarse—. No los necesito. Además, debo mencionar que cualquier cosa que usted piense intensamente alcanzará mi mente. Esto es, aparentemente, parte de mi peculiar caso.

Se sentó con un suspiro y arregló sus delgadas piernas y cuerpo hasta alcanzar una posición cómoda. Evidentemente era muy sensible a los pensamientos de los otros, ya que la imagen de los botones verdes había entrado solamente por un segundo a la mente del doctor, mientras que el otro lo captó instantáneamente. El doctor Silence notó además, que el señor Mudge se aferraba fuertemente con ambas manos a los brazos de la silla.

—Casi estoy feliz de que la silla esté clavada al suelo —recalcó, mientras se establecía más cómodamente—. Me favorece. El hecho, doctor Silence, es que soy una víctima del Espacio Superior. Eso es lo que sucede conmigo. ¡Espacio Superior!

Ambos se miraron por un momento, en silencio, el pequeño paciente sujetándose fuertemente a los brazos de la silla que le "favorecían admirablemente", y mirando hacia arriba con ojos fijos, su atmósfera temblando por las ondas de alguna actividad desconocida; mientras que el doctor sonreía amable y compasivamente, y ponía su mente lo más lejos posible, dentro de la condición mental del otro.

Espacio Superior —repetía el señor Mudge— eso es lo que es. Ahora, ¿piensa usted que puede ayudarme con eso?

Hubo una pausa durante la cual los ojos de los hombres buscaron fijamente bajo la superficie de sus respectivas personalidades. Entonces el doctor Silence habló.

—Estoy completamente seguro de que puedo ayudar —respondió serenamente—; la compasión siempre debe ayudar, y el sufrimiento siempre llama a mi compasión. Veo que usted ha sufrido cruelmente. Debe contarme todo sobre su caso, y cuando escuche los pasos graduales por los cuales usted ha llegado a este extraño estado, no tengo duda que puedo ser de ayuda para usted.

Acercó la silla junto a su interlocutor y posó su mano sobre su hombro por un momento. Todo su ser irradiaba bondad, inteligencia, deseo de ayudar.

—Por ejemplo —prosiguió—, estoy seguro de que fue el resultado de algo más que la coincidencia que usted se familiarizara con los terrores de lo que usted llama Espacio Superior; pues espacio superior no es sólo una medida externa. Es, por cierto, un estado espiritual, una condición espiritual, un desarrollo interno, y uno que debemos reconocer como anormal, pues se encuentra más allá del alcance de nuestros sentidos en la presente etapa de evolución. El Espacio Superior es un estado místico.

—¡Oh! —exclamó el otro, frotándose sus manos de pájaro con satisfacción—, ¡qué alivio para mí hablar con alguien que pueda comprender! Por supuesto, lo que dice usted es la absoluta verdad. Y tiene razón de que no fue la pura casualidad la que me condujo a mi actual condición, sin embargo fue un estudio prolongado y deliberado. Pero es la suerte, en un sentido, la que la gobierna. Me refiero a que, mi entrada a la condición de espacio superior parece depender sobre la suerte de ésta y aquélla circunstancia —Suspiró y se detuvo por un momento—. De hecho —continuó—, el mero sonido de esa banda alemana me disparó. No es que toda la música lo haga, sino que ciertos sonidos, ciertas vibraciones me elevan de tono hasta alcanzar el nivel requerido, me disparan. La música de Wagner siempre lo hace, y aquella banda debe haber estado tocando una fuga de Wagner. Pero ya llegaré a todo eso más adelante. Pero primero —sonrió modestamente— debo pedirle que retire a su hombre del ojo espía.

John Silence miró sobresaltado, pues el señor Mudge estaba de espaldas a la puerta, y no había ningún espejo. Vio el ojo café de Barker pegado al pequeño círculo de vidrio, y cruzó la habitación sin hablar y de golpe bajó la negra persiana provista para ese propósito, y luego oyó a Barker alejarse arrastrando los pies por el pasadizo.

—Ahora —continuó el pequeño hombre en la silla—, puedo continuar. Usted ha logrado ponerme completamente cómodo, y siento que podría contarle mi caso completo sin vergüenza o reserva. Usted entenderá. Pero deberá ser paciente conmigo si me extiendo en detalles que para usted ya son familiares... detalles del espacio superior, o sea... si parezco estúpido tratando de describir cosas que trascienden el poder del lenguaje y son realmente por lo mismo, indescriptibles.

—Mi querido amigo —añadió el otro calmadamente—, eso no necesita decirlo. Conocer el espacio superior es una experiencia que desafía cualquier descripción, y uno se ve obligado a hacer uso de símbolos más o menos inteligibles. Pero, por favor, proceda. Sus intensos pensamientos me dirán más que sus vacilantes palabras.

Un inmenso suspiro de alivio le llegó desde la pequeña figura media perdida en las profundidades de la silla. Aquella afinidad inteligente encontrándolo a medio camino era una experiencia nueva, y al instante tocó su corazón. Se reclinó hacia atrás, relajando su fuerte asidero de los brazos, y comenzó en su voz delgada y escamosa.

—Mi madre era francesa y mi padre un barquero de Essex —dijo abruptamente—. De ahí mi nombre: Racine y Mudge. Mi padre murió aún antes de que lo viera. Mi madre heredó dinero de sus parientes de Bordeaux, y cuando murió, poco después, fui dejado solo con riquezas y una extraña libertad. No tenía cuidadores, fiduciarios, hermanas, hermanos, o cualquier conexión en el mundo que me cuidara. De esta forma, crecí absolutamente sin educación. Todo esto fue en mi beneficio; no aprendí nada de esa basura engañosa que se enseña en los colegios, así que no tenía nada que desaprender cuando desperté a mi amor verdadero: las matemáticas, matemáticas superiores y geometría superior. Sin embargo, parecía conocerlas instintivamente. Era como el recuerdo de algo que había estudiado profundamente antes; los principios estaban en mi sangre, y simplemente corrían a través de las etapas ordinarias, y más allá, y luego hice lo mismo con la geometría. Luego, cuando leía los libros de estas materias, comprendía cuán ligero y fielmente el conocimiento había retornado a mí. Simplemente era memoria. Era simplemente recolectar los recuerdos de lo que había sabido antes, en una existencia previa y no requería de libros para enseñarme.

En su creciente entusiasmo, el señor Mudge trataba de arrastrar la silla hacia delante, algo más cerca de su oyente, y luego sonreía débilmente al resignarse instantáneamente a su inmovilidad, y se sumergía nuevamente al relato de su extraño padecimiento.

—Las audaces especulaciones de Bolilla, las sorprendentes teorías de Gauss, que a través de un punto más de una línea podía ser trazada paralela a la línea dada; la posibilidad de que los ángulos de un triángulo fueran en conjunto mayor que dos ángulos rectos, si es que eran dibujadas sobre inmensas curvaturas; las intuiciones de Beltrami y Lobatchewsky, a través de todas estas me apresuré y emergí, jadeante pero insatisfecho, sobre el límite de mi mundo, mis posibilidades de espacio superior. En una palabra, ¡mi enfermedad!

»Cómo llegué hasta allí —retomó luego de una breve pausa, durante la cual pareció haber estado esperando un sonido que se acercaba—, es más que lo que puedo poner en palabras inteligibles. Sólo puedo esperar dejar su mente con una comprensión intuitiva de la posibilidad de lo que digo. En este punto ya no estaba absorbiendo los frutos de los estudios que había realizado anteriormente; era el comienzo de nuevos esfuerzos por aprender por primera vez, y tenía que ir lenta y laboriosamente a través de un trabajo terrible. Aquí busqué en las teorías y especulaciones de otros. Sin embargo, los libros eran muy pocos y muy espaciados, y, con la excepción de un hombre, un soñador, como el mundo lo llamaba, cuya audacia y penetrante intuición me sorprendieron y me encantaron más allá de toda descripción, no encontré a nadie que me guiara o ayudara.

»Por supuesto que usted, doctor Silence, comprende algo de hacia dónde me estoy dirigiendo con estas titubeantes palabras, aunque no pueda quizá todavía adivinar a qué profundidades de dolor me llevó mi nuevo conocimiento, ni por qué una relación con una nueva dimensión del espacio pudo resultar una fuente de misterio y terror.

El señor Mudge, recordando que la silla no se movería, hizo lo mejor que pudo en su deseo de acercarse al hombre atento que lo encaraba, y se inclinó hacia adelante sobre el borde mismo de los cojines, cruzando sus piernas y gesticulando con ambas manos como mirando esta región del nuevo espacio que estaba intentando describir, y pudiera en cualquier momento saltar dentro de él desde el borde de la silla y perderse de vista. John Silence, separado de él por tres ases, se mantenía con los ojos fijos sobre la pálida cara de enfrente, reparando en cada palabra y gesto con una profunda atención.

—Esta habitación donde estamos sentados, doctor Silence, tiene un lado abierto al espacio, al espacio superior. Una caja cerrada sólo parece cerrada. Existe una entrada y una salida de una burbuja de jabón, sin romper la membrana.

—No me dice nada nuevo —interpuso gentilmente el doctor.

—Por lo tanto, si el espacio superior existe y nuestro mundo limita con él y se encuentra parcialmente en él, necesariamente se concluye que nosotros sólo vemos porciones de los objetos. Jamás vemos su forma real y completa. Vemos tres dimensiones, pero no la cuarta. La nueva dirección se encuentra escondida para nosotros, y cuando sostengo este libro y muevo mi mano alrededor de él, no he hecho realmente el circuito completo. Sólo percibimos aquellas porciones de cualquier objeto que exista en nuestras tres dimensiones, el resto se nos escapa. Sin embargo, una vez aprendido a ver en espacio superior, todos los objetos aparecerán como realmente son. ¡Sólo que por lo mismo serán difícilmente reconocibles! Ahora puede comenzar a comprender hacia dónde me dirijo.

—Comienzo a comprender algo de lo que usted debe haber sufrido —observó conciliadoramente el doctor— puesto que yo mismo viví experimentos similares, sólo que me detuve justo a tiempo.

—Usted es el único hombre en el mundo que me puede comprender, y compadecer —exclamó el señor Mudge, asiendo su mano y sosteniéndola fuertemente mientras hablaba. La silla clavada prevenía mayores entusiasmos—. Bueno —continuó— me procuré con los implementos y los cubos de colores para la experimentación práctica, y seguí las instrucciones cuidadosamente hasta que llegué a una concepción imaginaria del espacio en cuatro dimensiones. Al teseracto, la figura cuyas fronteras son cubos, lo conocía de memoria. Me refiero a que lo conocía y lo veía mentalmente, pues mi ojo, por supuesto, jamás podría admitir una nueva medida, ni podrían mis manos o mis pies manejarla.

»De esta forma, al menos —agregó, haciendo una mueca de desagrado— pensé que había llegado a la etapa en la que podía imaginar en una nueva dimensión. Era capaz de concebir la forma de una nueva figura que es intrínsecamente diferente a todo lo que conocemos: la forma del teseracto. Podía percibir en cuatro dimensiones. De esta forma, cuando observaba un cubo, podía ver todos sus lados al instante. Su área superior no estaba reducida, ni su lado más distante ni la base invisible. Veía el todo plano, por así decirlo. Más aún, también veía su contenido, su interior.

—¿No fue usted capaz de entrar a este nuevo mundo? —interrumpió el doctor Silence.

—No entonces. Sólo era capaz de concebir intuitivamente cómo sería y cómo debería realmente verse. Más tarde, cuando me deslicé allí y vi los objetos en su completitud, ilimitados por la insuficiencia de nuestras pobres tres medidas, casi estuve a punto de perder mi vida. Pues usted sabe, el espacio no se detiene en una única nueva dimensión, la cuarta. Se extiende a todas las nuevas posibles, y debemos imaginarlo como conteniendo un número infinito de nuevas dimensiones. En otras palabras, no hay un espacio, sino sólo una condición. Pero, mientras tanto, he llegado a comprender el extraño hecho de que los objetos en nuestro mundo normal se nos presentan sólo parcialmente.

El señor Mudge se adelantó aún más en la silla balanceándose peligrosamente en el mismo borde de ésta.

—Desde este punto de partida —retomó— comencé mis estudios y experimentos, y los continué por años. Tenía dinero, y no tenía amigos. Vivía en soledad y experimentaba. Mi intelecto, por supuesto, tenía poco espacio en el trabajo, pues intelectualmente era impensable. Nunca se había visto más claramente demostrada la limitación de la mera razón. Fue místicamente, intuitivamente, espiritualmente como empecé a avanzar. Y lo que aprendí, sabía e hice, es imposible de poner en palabras, pues describen experiencias que trascienden las experiencias de los hombres. Son sólo algunos de los resultados los que usted llamaría los síntomas de mi enfermedad, los que puedo entregarle, e incluso estos pueden muchas veces parecer contradicciones absurdas y paradojas imposibles.

»Sólo puedo decirle, doctor Silence —repentinamente sus maneras se volvieron graves—, que a veces he llegado a una posición en que todos los grandes misterios del mundo se tornaron comprensibles para mí, y comprendí lo que en los libros de Yoga llaman "La Gran Herejía de la Separatividad"; porqué los grandes maestros han urgido la necesidad de que el hombre ame a su prójimo como a sí mismo; cómo los hombres son realmente uno; y porqué la pérdida absoluta de uno mismo es necesaria para la salvación y el descubrimiento de la vida verdadera del alma.

Se detuvo un instante y tomó aliento.

—Sus especulaciones fueron las mías hace mucho tiempo atrás —dijo el doctor tranquilamente—. Me doy completamente cuenta de la fuerza de sus palabras. Sin duda los hombres no están del todo separados, en el sentido que ellos imaginan.

—Todo lo referente a este espacio aún más elevado sólo lo concebía oscuramente, por supuesto —prosiguió el otro, elevando nuevamente su voz a tirones—; pero lo que me sucedió fue el accidente más insignificante, un desastre simple de, oh, Dios, ¿cómo decirlo?

Balbuceó y mostró evidentes signos de ansiedad.

—Simplemente fue esto —retomó con súbita prisa en sus palabras—, que, accidentalmente, como resultado de mis años de experimentación, un día me deslicé corporalmente hacia el próximo mundo, el mundo de las cuatro dimensiones, sin saber precisamente cómo había llegado allí, o cómo podría regresar. Descubrí que mi cuerpo ordinario en tres dimensiones, no era más que una expresión, una proyección parcial, ¡de mi cuerpo superior en cuatro dimensiones!

»Ahora comprenderá lo que mencioné hace un rato en nuestra conversación, cuando hablé del azar. No puedo controlar mi entrada o salida. Algunas personas, algunas atmósferas humanas, ciertas fuerzas errantes, pensamientos, incluso deseos, la radiación de ciertas combinaciones de colores, y sobretodo, las vibraciones de ciertos tipos de música, me arrojan a un estado que sólo puedo describir como una vibración interna, terrorífica e intensa; ¡y repentinamente me disparo! ¡Lejos, en dirección de todos los ángulos rectos de nuestras direcciones conocidas! ¡Lejos, en la dirección que toma un cubo cuando comienza a trazar los contornos de una nueva figura, el tesaracto! ¡Lejos, hacia mi espacio superior, intenso y semi divino! ¡Lejos, dentro de mí mismo, dentro del mundo de las cuatro dimensiones!

Quedó sin aliento y se dejó caer en las profundidades de la silla inmóvil.

—Y allí —murmuró— allí debo quedarme hasta que dichas vibraciones cesen, o hasta que hagan algo, que no puedo encontrar las palabras para describir de forma apropiada o inteligible para usted; y entonces, de repente, estoy de vuelta nuevamente. Primero, desaparezco. Luego reaparezco. Sólo que —suspiró— no puedo controlar mi entrada ni mi salida.

—Perfecto —exclamó el doctor Silence—, y por eso hace unos pocos....

—Por eso hace pocos momentos —interrumpió el señor Mudge—, me encontró ido, y luego me vio retornar. La música de esa funesta banda Alemana me empujó. Sus intensos pensamientos sobre mí me trajeron de vuelta... cuando la banda hubo terminado su Wagner. Lo vi aproximarse al agujero y vi más tarde la intención de Barker de hacer lo mismo. Para mí ningún interior está oculto. Yo veo dentro. Cuando estoy en ese estado los contenidos de su mente, así como los de su cuerpo, están abiertos a mí como el día. ¡Oh Dios!

El señor Mudge se detuvo y enjuagó su frente. Un ligero estremecimiento recorrió la superficie de su pequeño cuerpo, como el viento sobre el pastizal. Aún se aferraba fuertemente a los brazos de la silla.

—Al principio —continuó—, mis nuevas experiencias eran tan gráficamente interesantes que no me sentí alarmado. No había espacio para eso. El miedo vino poco después.

—¿Entonces, usted realmente penetró en ese estado, lo suficientemente lejos como para experienciarse a sí mismo como una parte normal de él? —preguntó el doctor, acercándose, profundamente interesado.

El señor Mudge asintió con su rostro sudoroso como respuesta.

—Lo hice —murmuró—, indudablemente lo hice. Ya llegaré a eso. Comenzó primero por la noche, cuando me di cuenta que el sueño no se acompañaba de la pérdida de conciencia.

—El espíritu, por supuesto, nunca duerme. Sólo el cuerpo se vuelve inconsciente —agregó John Silence.

—Si, sabemos eso, teóricamente. Durante la noche, por supuesto, el espíritu se encuentra activo en alguna otra parte, y nosotros no conservamos recuerdos acerca del dónde ni del cómo, porque simplemente el cerebro se queda atrás y no recibe ningún registro. Pero me di cuenta que, mientras me mantenía conciente, también retenía la memoria. Había alcanzado el estado de conciencia continua, pues en las noches, con los primeros signos de somnolencia, entraba nolens volens al mundo de cuatro dimensiones.

»Durante un tiempo esto sucedía frecuentemente, y no podía controlarlo; aunque más tarde descubrí un modo de regularlo mejor. Aparentemente el sueño es innecesario para el cuerpo superior, el tetradimensional. Sí, posiblemente. Sin embargo, hubiera preferido infinitamente el sueño insulso al conocimiento. Puesto que, incapaz de controlar mis movimientos, vagaba de allá para acá, atraído, debido a mi desarrollo parcial y prematura llegada, hacia partes de este nuevo mundo que me alarmaban más y más. Era la horrible desolación y el flujo de un mundo monstruoso, tan absolutamente distinto a todo lo que conocemos y vemos, que ni siquiera puedo dar una pista de la naturaleza de las visiones y objetos y seres en él. Más que eso, no puedo ni siquiera recordarlos. No puedo imaginármelos ahora ni para mí mismo, sino que sólo puedo evocar los recuerdos de la impresión que dejaron sobre mí, el horror y el devastador terror de todo eso. Estar en varios lugares a la vez, por ejemplo.

—Perfectamente —interrumpió John Silence, dándose cuenta del aumento de excitación del otro—, comprendo. Pero ahora, por favor, cuénteme algo más de este temor que experimentaba, y cómo lo afectó.

—No es desaparecer y reaparecer per se lo que me afecta —continuó el señor Mudge—, tanto como otras cosas. Es ver a la gente y los objetos en su extraña completitud, en sus formas reales y completas, eso es lo angustiante. Me he introducido a un mundo de monstruos. Caballos, perros, gatos, a todos los quería; personas, árboles, niños; todo lo que había considerado hermoso en la vida, todo, desde el rostro humano hasta una catedral, se me aparecía en un aspecto y forma diferente a todo lo que había conocido antes. En vez de ver su forma parcial en tres dimensiones, las veía completas. Tal vez no pueda explicarle por qué esto sería terrible, pero le aseguro que así es.

»Escuchar la voz humana proveniente de esta novedosa apariencia que difícilmente reconocía como un cuerpo humano, es espantoso, simplemente espantoso. Poder ver en el interior de todo y todos es una forma de discernimiento particularmente angustiosa. Estar tan confundido geográficamente como para encontrarme en un momento en el Polo Norte, y al siguiente en Claphan Junction, o posiblemente en ambos sitios a la vez, es absurdamente terrorífico. Su imaginación le suministrará prontamente otros detalles sin multiplicar yo ahora mis experiencias. Pero usted no tiene idea lo que todo esto significa, y cómo sufro.

El señor Mudge interrumpió su jadeante recuento y se reclinó en la silla. Aún se aferraba fuertemente a los brazos como si pudieran mantenerlo en el mundo de la cordura y las tres dimensiones, y sólo una que otra vez soltaba su mano izquierda para enjuagar su rostro. Se veía muy delgado y pálido y extrañamente insubstancial, y observaba a su alrededor como si mirara a este otro espacio, sobre el cual había estado hablando.

John Silence también se sentía animado. Había escuchado cada palabra y había tomado muchas notas. La presencia de este hombre producía un efecto vivificante sobre él. Parecía como si el señor Mudge aún llevara consigo algo de aquella intensa condición del espacio superior que había estado describiendo. De cualquier forma, el doctor Silence había avanzado por sí mismo lo suficientemente lejos para darse cuenta que las visiones de esta extraordinaria y pequeña persona, tenían una base de verdad en su origen.

Luego de una pausa que se prolongó por minutos, cruzó la habitación y abrió un cajón de su librero, sacando un pequeño libro de cubierta roja. Tenía un candado, y sacó una llave de su bolsillo y procedió a abrir las cubiertas. El brillo en los ojos del señor Mudge no lo dejó ni por un solo segundo.

—Señor Mudge —dijo por fin—, casi me parece una lástima curarlo. Usted está camino a descubrir grandes cosas. Aunque pudiera perder la vida en este proceso, me refiero a la vida acá, en el mundo de las tres dimensiones, no perdería, por lo mismo, nada de gran valor. Perdone mi aparente rudeza, lo sé, pero podría ganar algo que es infinitamente superior. Su sufrimiento, por supuesto, se encuentra en el hecho de que usted alterna entre dos mundos y no está nunca completamente en uno u otro. Además, me atrevo a imaginar, aunque no puedo estar seguro de esto a través de ningún experimento personal, que usted incluso ha penetrado aquí y allá a un espacio de más de cuatro dimensiones, y de esta forma, ha experimentado el terror al que se refiere.

El sudoroso hijo del barquero de Essex y de una mujer de Normandía inclinó su cabeza varias veces asintiendo, pero no pronunció ninguna palabra como respuesta.

—Alguna extraña predisposición psíquica, que data sin duda de alguna de sus vidas pasadas, ha favorecido el desarrollo de su condición; y el hecho de que usted no haya tenido un entrenamiento normal en la escuela o la universidad, que no esté guiado por el pobre intelecto, falsamente llamado conocimiento, ha causado su excesivamente rápido movimiento a lo largo de las líneas directas de la experiencia interna. Nada del conocimiento que ha presagiado ha venido a usted a través de los sentidos, por cierto.

El señor Mudge, sentado en su silla inamovible, comenzó a estremecerse débilmente. Nuevamente pareció como si una brisa pasara sobre su superficie y como si de nuevo lo pusiera curiosamente en movimiento, como una pradera.

—Usted habla solamente para ganar tiempo —dijo con voz presurosa y titubeante—. Este pensamiento en voz alta nos demora. Vislumbro hacia dónde se dirige, por favor, apresúrese, porque algo va a suceder. Nuevamente una banda se aproxima por la calle, y si interpretan a Wagner saldré disparado en un destello.

—Precisamente. Seré rápido. Me dirigía al punto de cómo llevar a cabo su cura. Esta es la manera: simplemente debe aprender a bloquear las entradas, prevenir que los centros actúen.

—¡Es verdad, absolutamente verdad! —exclamó el hombrecito, evadiendo las profundidades de la silla—. ¿Pero cómo, en nombre del espacio, cómo puede eso lograrse?

—Mediante la concentración. Todos estos centros se encuentran dentro de usted, a pesar de que sean causas exteriores como el color, la música y otros elementos, los que lo guían hacia ellos. No puede esperar destruir estos elementos externos, sin embargo, una vez que las entradas están bloqueadas, le guiarán sólo hacia murallas de ladrillo y canales clausurados. No será capaz de encontrar el camino nuevamente.

—¡Rápido, rápido! —gritaba la figura que se sacudía sobre la silla—. ¿Cómo se lleva a cabo esta concentración?

—Este librito —continuó calmadamente el doctor Silence—, le explicará la manera —Dio unos golpecitos sobre la cubierta—. Ahora, déjeme leerle algunas simples instrucciones y usted nunca más volverá a entrar al estado de espacio superior. Los accesos estarán bloqueados efectivamente.

El señor Mudge se irguió de golpe en su silla para escuchar, y John Silence aclaró su garganta y comenzó a leer lentamente, en un tono de voz muy claro. Mas antes de que hubiera pronunciado una docena de palabras, algo pasó. El sonido de la música de la calle penetró en la habitación a través de los ventiladores, ya que una banda había comenzado a tocar en en callejón de los establos, en la parte trasera de la casa. Era la Marcha del Tannhäuser.

Puede parecer muy extraño que una banda alemana aparezca dos veces dentro del lapso de una hora, en los mismos callejones y tocara Wagner, sin embargo, ese era el caso. El señor Racine Mudge la oyó. Lanzó un grito agudo y chirriante y nerviosamente enroscó sus brazos alrededor de la silla. Una mirada que daba pena y que no estaba lejos de las lágrimas se extendió sobre su pálido rostro. Grises sombras lo siguieron, el gris del miedo. Comenzó a luchar convulsionadamente.

—¡Sujéteme firme! ¡Atrápeme! Por el amor de Dios, ¡manténgame aquí! Ya estoy en camino. ¡Oh, es espantoso! —gritó en tonos de angustia, su voz tan delgada como un junco.

El doctor Silence se precipitó hacia adelante para atraparlo, sin embargo, en un destello, antes de que pudiera cubrir el espacio entre ellos, el señor Racine Mudge, gritando y luchando, pareció dispararse hacia lo invisible. Desapareció como una flecha lanzada por un arco a una velocidad infinita, y su voz ya no resonaba en el aire externo, sino que de alguna curiosa manera, parecía hacerse audible a través de las profundidades del ser del propio doctor. Era casi como un débil cántico en su cabeza, como la voz de un sueño, una voz de visiones e irrealidad.

—¡Alcohol, alcohol! —gritaba débilmente, a la distancia— ¡deme alcohol! Es la manera más rápida. ¡Alcohol, antes de que esté fuera de alcance!

El doctor, acostumbrado a las decisiones rápidas y acciones aún más rápidas, recordó que había una botella de brandy sobre la mesa, y en menos de un segundo la había tomado y la sostenía hacia el espacio sobre la silla, recientemente ocupado por un visible Mudge. Pero, frente a sus propios ojos, y mucho antes de que pudiera abrir la tapa metálica, vio que el contenido del frasco cerrado se hundía y disminuía como si alguien estuviera bebiendo su licor con violencia y avidez.

—¡Gracias! ¡Suficiente! ¡Espanta las vibraciones! —clamó la vocecita en su interior, mientras retiraba el frasco y lo restablecía sobre la mesa.

Comprendió que la actual condición de un lado de la botella estaba abierta al espacio y que él podía beber sin remover la tapa. Difícilmente hubiera podido obtener una prueba más interesante acerca de lo que había estado escuchando, descrito en tal detalle. Pero al momento siguiente, casi al mismo tiempo, la banda alemana se detuvo a la mitad de su tonada. ¡Y ahí estaba el señor Mudge, de regreso nuevamente en su silla, resollando y jadeando!

—¡Rápido! —chilló— ¡Detenga a la banda! ¡Envíelos lejos! ¡Sujéteme! ¡Bloquee las entradas! ¡Bloquee las entradas! ¡Deme el libro rojo!

La música había comenzado nuevamente. Sólo había sido una interrupción momentánea. La Marcha del Tannhäuser había comenzado nuevamente, esta vez a un ritmo tremendo que la hacía sonar como un rápido paso doble, como si los instrumentos tocaran contra el tiempo. Sin embargo, la breve interrupción dio al doctor Silence un momento para reunir sus pensamientos disgregados, y antes que la banda hubiera llegado a la mitad del compás, se había precipitado sobre la silla y sujetaba al señor Racine Mudge, la pequeña víctima del espacio superior, en un abrazo de hierro. Sus brazos rodearon su diminuta persona, tomando al mismo tiempo una buena parte de la silla. Si bien no era un hombre grande, pareció sofocar por completo a Mudge.

Sin embargo, incluso mientras actuaba de esta manera, sintiendo la agitación bajo suyo, comenzó a deshacerse y a deslizarse como el aire o el agua. De algún modo, la madera del brazo de la silla se desenredaba de entre sus propios brazos y los del señor Mudge. Se llevó a cabo el fenómeno conocido como el paso de la materia a través de la materia. El hombrecito parecía estar realmente fundido con el ser del otro. El doctor Silence sólo pudo ver la cara por debajo suyo. Se arrugó y se volvió gris como debido a un gran esfuerzo interno. Oyó la delgada y fina voz clamando en su oído: ¡Bloquee las entradas, bloquee las entradas!

John Silence se paró para observar. Racine Mudge, su rostro distorsionado más allá de todo reconocimiento, estaba haciendo un maravilloso movimiento hacia adentro, como si se contrajera sobre sí mismo. Se volvió como un embudo, como agua en un remolineante torbellino, y luego pareció quebrarse como se quiebra un reflejo y se divide, en la distorsión de un espejo convexo. No se movió ni hacia adelante ni hacia atrás, ni hacia la izquierda ni a la derecha, ni arriba ni abajo. Pero se fue. Se fue completamente. Simplemente se esfumó de la vista, como un proyectil desvaneciéndose.

¡Todo menos una pierna!

El doctor Silence sólo tuvo el tiempo y la presencia de mente para sujetar el tobillo izquierdo y la bota del desaparecido, y a esto se aferró durante algunos segundos como a la torva muerte. Sin embargo, todo el tiempo supo que era algo estúpido e inútil. El pie estaba en su control por un momento, y al siguiente parecía —esta era la única manera que podía describirlo— estar dentro de su propia piel y huesos, y al mismo tiempo fuera de su mano y en todo su alrededor. De alguna manera sorprendente, parecía estar mezclada con su propia carne y sangre. Luego se había ido, y él se encontraba asiendo fuertemente sólo una corriente de aire tibio.

—¡Ido! ¡Ido! ¡Ido! —gritaba una débil y susurrante voz en algún lugar dentro de su propia conciencia—. ¡Perdido! ¡Perdido! ¡Perdido! —repetía, haciéndose cada vez más débil hasta que finalmente se desvaneció en la nada, y los últimos signos del señor Racine Mudge se desvanecieron con ella.

John Silence cerró su libro rojo y lo repuso en el gabinete, y cuando Barker acudió al campanilleo, le preguntó si el señor Mudge había dejado una tarjeta sobre la mesa. Aparentemente lo había hecho, y cuando el sirviente regresó con ella el doctor Silence leyó la dirección y tomó nota de ella. Era en el norte de Londres.

—El señor Mudge se ha ido —le dijo tranquilamente a Barker, notando su expresión de alarma.

—No se ha llevado su sombrero, señor.

—El señor Mudge no necesita un sombrero donde se encuentra ahora —continuó el doctor, agachándose para atizar el fuego—. Pero podría regresar por él.

—¿Y el paraguas, señor?

—¿Paraguas?

—Si me lo permite, señor, él no salió por mi camino —tartamudeó el sorprendido sirviente.

—El señor Mudge tiene sus propias maneras de ir y venir. Si llega a regresar por la puerta en cualquier momento, recuerda traérmelo inmediatamente, y se amable y gentil con él y no le hagas preguntas. Además, Barker, recuerda pensar agradablemente, compasivamente, afectuosamente en él mientras se encuentra ausente. El señor Mudge es un caballero que sufre mucho.

Barker hizo una reverencia y salió de la habitación de espaldas, jadeando y palpando dentro de su cuello con tres dedos de una mano, muy calientes.

Fue dos días después cuando trajo un telegrama al estudio. El doctor Silence lo abrió y leyó lo siguiente:

»Bombay. Recién deslizado fuera nuevamente. A salvo. Entradas bloqueadas. Mil gracias. Dirección Cooks, Londres. MUDGE.

El doctor Silence levantó la mirada y vio a Barker mirándolo perplejamente. Se le ocurrió que de alguna manera conocía el contenido del telegrama.

—Haga un paquete con las cosas del señor Mudge —dijo brevemente—, y envíalas a Thomas Cook e Hijos, Ludgate Circus. Y envíalas allí en exactamente un mes a partir de hoy, marcada "Para ser reclamada".

—Sí, señor —dijo Baker, abandonado la sala con un suspiro profundo y echando una rápida mirada al papelero, donde su amo había tirado el papel color rosa.

Algernon Blackwood (1869-1951)




Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.


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El análisis y resumen del cuento de Algernon Blackwood: Una víctima del espacio superior (A Victim of Higher Space), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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