«El hombre lobo de Ponkert»: H. Warner Munn; relato y análisis


«El hombre lobo de Ponkert»: H. Warner Munn; relato y análisis.




El hombre lobo de Ponkert (The Werewolf of Ponkert) es un relato de hombres lobo del escritor norteamericano H. Warner Munn (1903-1981), publicado originalmente en la edición de julio de 1925 de la revista Weird Tales.

El hombre lobo de Ponkert, probablemente el mejor cuento de H. Warner Munn, nos sitúa en el siglo XV, en la región de Ponkert, Hungría, y relata la historia de Wladislaw Brenryk, un comerciante atacado por una manada de hombres lobo y convertido en licántropo (ver: Razas y clanes de hombres lobo)

SPOILERS.

En marzo de 1924, cuando Weird Tales cumplió un año, H.P. Lovecraft envió una carta al correo de lectores, una sección llamada The Eyrie, donde reflexiona un poco sobre las posibilidades de la revista. Lovecraft veía un gran potencial, aunque no estaba del todo satisfecho con el rumbo que estaba tomando la publicación, en especial porque la mayoría de los autores, según él, recurrían constantemente a las mismas narrativas básicas. Para ilustrar su punto, Lovecraft preguntó: Tomemos como ejemplo las historias de hombres lobo, ¿quién escribió alguna vez una historia desde el punto de vista del lobo? (ver: El Círculo de Lovecraft y la aristocracia de «Weird Tales»)

Esa pregunta fue tomada como un desafío por el joven escritor Harold Warner Munn, quien se propuso escribir un cuento de hombres lobo partiendo de esa premisa. El resultado fue El hombre lobo de Ponkert. El relato fue un éxito impresionante, tal es así que Farnsworth Wright, editor de Weird Tales, instó a H. Warner Munn a continuar expandiendo el universo del El hombre lobo de Ponkert. Y así lo hizo en lo que luego se conocería como los Cuentos del Clan del Hombre Lobo (Tales of the Werewolf Clan).

La acción de El hombre lobo de Ponkert nos lleva a la Hungría del siglo XV, donde el comerciante Wladislaw Brenryk está de regreso a su casa en Ponkert durante una cruda noche de invierno. En el camino es atacado por lobos, pero de algún modo logra eludirlos. Durante la fuga, Wladislaw se da cuenta de que los lobos aparentemente son liderados por una figura oscura que permanece en un segundo plano. Cuando llega a casa, advierte que no puede desprenderse de la imagen de esta misteriosa figura y, por lo tanto, que su destino está sellado. Fascinado, se alista al servicio del Maestro, y Wladislaw se convierte en parte de la manada de lobos. Durante un tiempo logra mantener sus actividades nocturnas en secreto ante su esposa e hija, pero eventualmente es descubierto, justo en el proceso de transformación. Sin posibilidad de control sobre sí mismo, el desgraciado Wladislaw mata a su familia.

Hay varias cosas a tener en cuenta sobre los cuentos de hombres lobo de H. Warner Munn, y en particular sobre El hombre lobo de Ponkert. En primer lugar, hay que decir que Alejandro Dumas ya había respondido al desafío de Lovecraft unos años antes. Aparentemente, el flaco de Providence no conocía la historia de Dumas de 1857: El líder de los lobos (Le Meneur de loups), que luego se publicaría en serie en Weird Tales bajo el título The Wolf Leader entre agosto de 1931 y marzo de 1932. Por el contrario, no puede haber dudas de que H. Warner Munn conocía la novela de Dumas porque las similitudes con El hombre lobo de Ponkert son muchas, siendo las más importantes la perspectiva en primera persona del hombre lobo como protagonista y el tropo de vender su alma, que se repiten en ambos cuentos; aunque, después de todo, se podría argumentar que tales dispositivos son frecuentes en las leyendas de hombres lobo.

El hombre lobo de Ponkert de H. Warner Munn es un relato neogótico que se apoya estilísticamente en los elementos patetistas que caracterizan al género: el autoxamen, la angustia, la culpa, la tragedia, todo esto ocupa gran parte de la desafortunada historia de Wladislaw. Por otro lado, el Maestro, el líder de los hombres lobo, es la misma encarnación sombría del mal que podemos encontrar en los grandes clásicos de la literatura gótica, como Melmoth el Errabundo (Melmoth the Wanderer), de Charles Maturin, al cual El hombre lobo de Ponkert le debe casi tanto como a la novela de Alejandro Dumas.

En ese sentido, El hombre lobo de Ponkert está a la altura del perfil de los primeros números de Weird Tales, que tuvo como modelo estilístico a los clásicos góticos. Además, el cuento de H. Warner Munn encaja perfectamente con esta etapa de la revista al ser un relato confesional, narrado por Wladislaw mientras está sentado en su celda esperando ser ejecutado por las atrocidades que ha cometido. Casi al final nos enteraremos que la historia sería grabada en las páginas de un libro hechas con su piel desollada.

Una historia paralela de aparecería en Weird Tales en 1927 bajo el título: El regreso del Maestro (The Return of the Master), pero no tuvo tanto éxito como la anterior ya que esencialmente abandona el universo de Ponkert. Sin embargo, H. Warner Munn regresaría a la revista en 1928 con una secuela de El hombre lobo de Ponkert, titulada: La hija del hombre lobo (The Werewolf's Daughter). La historia transcurre unos años después, y describe el regreso del Maestro a Ponkert, donde persigue a la hija de Wladislaw [al final de El hombre lobo de Ponkert nos enteramos que Wladislaw, en efecto, mató a su esposa, pero que su pequeña hija sobrevivió], quien es acusada de bruja. Afortunadamente, una división de soldados acampa en las afueras del pueblo, y un joven soldado de buena familia puede ver que la chica es inocente y eventualmente la rescata.

En general, los Cuentos del Clan del Hombre Lobo de H. Warner Munn cumplen con las expectativas, y El hombre lobo de Ponkert, aunque está lejos de ser una historia brillante. Posee, al menos, la originalidad de plantear un relato desde la perspectiva en primera persona de un hombre lobo. Que esto haya sido tomado de Dumas no importa tanto, porque Dumas ya lo había tomado prestado de la leyenda (ver: El Hombre Lobo y la Mujer Loba: algunas diferencias de género en la ficción)

En la secuela [que esperamos traducir en algún momento] se intuye que han pasado muchas cosas con Weird Tales, y con H. Warner Munn como autor. La hija del hombre lobo es un cuento más moderno; se aleja del elemento confesional, y las fórmulas del patetismo y el melodrama características del gótico desaparecen. A favor, la historia se centra en la acción, el suspenso, y mucho menos en la introspección. De esta forma, H. Warner Munn también se adapta al desarrollo general de las narrativas de Weird Tales. Desafortunadamente, algo se ha perdido en ese proceso. El horror latente que subyace en El hombre lobo de Ponkert es reemplazado por elementos más entretenidos.




El hombre lobo de Ponkert.
The Werewolf of Ponkert, H. Warner Munn (1903-1981)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


En el pasado, cuando viajaba por Francia, invariablemente me aseguraba de no dejar nunca de parar en cierta taberna, a unas treinta millas de París. No les daré instrucciones más precisas para llegar porque fue un descubrimiento mío y, como tal, no lo compartiría con nadie. El hecho de que la posada tenga sirvientas muy bonitas no es más que incidental, la verdadera razón de mis visitas es la excelencia superlativa del vino.

Muchas noches el viejo Pierre y yo nos hemos sentado, fumado y bebido hasta altas horas de la madrugada, y muchas han sido las experiencias que hemos intercambiado de aventuras salvajes e inquietantes en varias partes del mundo. Pierre también fue un gran viajero y buscador de aventuras antes de adentrarse en el remanso de este plácido pueblo para terminar allí el resto de sus días.

Una noche (o una mañana, diría yo), Pierre se volvió indiscreto bajo la influencia de su néctar, y dejó caer unas palabras tan llenas de posibilidades que olí un misterio de inmediato; y cuando estuvo sobrio le pedí una explicación. Habiendo dicho tanto, y viendo que no podía disuadirme, sacó a relucir sus oscuras insinuaciones con respecto a un suceso horrible en los anales de su familia.

La prueba era un libro, encuadernado en cuero labrado a mano y cerrado con un broche de plata. Cuando se abrió, resultó que estaba escrito en latín, sobre lo que aparentemente era pergamino, ahora era amarillo por la edad. Constaba de sólo cuatro hojas, cada una de un pie cuadrado y pegadas o cementadas a un delgado lomo de madera. Estaban escritas en un solo lado y completamente cubiertas con este latín estrecho y malhumorado.

En el reverso del libro había dos grapas de hierro, y de cada una colgaban varios eslabones de una pesada cadena oxidada. Evidentemente, como la mayoría de los libros valiosos que estaban disponibles para el público en el pasado, se había encadenado rápidamente a algo inamovible para evitar el robo.

Desafortunadamente, no puedo leer latín, ni ningún otro idioma que no sea el francés y el inglés, aunque hablo varios. Entonces fue necesario que mi amigo me lo leyera, lo cual hizo.

Después de recuperarme del entumecimiento que me produjo la curiosa narración, le rogué que la volviera a leer, lentamente. Mientras leía, copié; y aquí está la historia para que la juzgues como mejor te parezca. Contada en húngaro, transcrita en latín, traducida al francés moderno y de ahí al inglés, aunque probablemente esté distorsionada. Sin duda abundan los anacronismos, pero sea como fuere, sigue siendo el único documento auténtico conocido de las experiencias de un hombre lobo, dictadas por él mismo.


***

Teniendo sólo unas pocas horas para vivir, dicto lo que sigue, esperando que alguien pueda ser advertido por mi ejemplo y sacar provecho de él. El cura me ha dicho que le cuente mi historia y él la anotará. Más tarde se volverá a escribir, pero no me importa pensar en eso ahora.

Mi nombre es Wladislaw Brenryk. Durante veinte años viví en el pueblo donde nací, un pequeño lugar en el noreste de Hungría. Mis padres eran pobres y tuve que trabajar duro; de hecho, más de lo que me gustaba, porque nací con una disposición lánguida. Así que usé mi ingenio para salvar mis manos, y fui inteligente. Nací para comerciar y regatear, y ninguno de los chicos con los que crecí hasta la edad adulta pudo vencerme en este oficio.

Pasó el tiempo y, antes de que llegara a la edad adulta, mi padre murió de pestilencia. Aunque mi madre estaba salada por la peste (porque tuvo la peste cuando era niña y se recuperó), pronto se rindió, se debilitó cada vez más y finalmente se unió a mi padre en los cielos. El sacerdote de nuestro pueblo dijo que fueron sus pulmones los que la mataron, pero supe que estaba equivocado.

Solo y triste por primera vez en mi vida, no podía soportar permanecer más tiempo entre las escenas de mi feliz niñez. Así que en una hermosa mañana de primavera partí llevando en mi espalda aquellas posesiones de las que no podía separarme, y alrededor de mi cintura un cinturón de dinero bien relleno con los resultados de mi comercio y la venta de nuestra cabaña.

Durante varios años vagué de aquí para allá, comerciando en el camino durante un tiempo, vendiendo joyas y artículos pequeños. Finalmente llegué a Ponkert y abrí una pequeña tienda en la que vendía hermosas sedas, joyas y empuñaduras de espadas. Fueron las empuñaduras las que mejor se vendieron. Estaban decoradas con filigranas doradas e incrustadas con piedras preciosas. Los jefes y los nobles adinerados venían o enviaban mensajeros por muchas millas para obtenerlas. Me gané una reputación de honestidad y trato justo, así como una notoriedad menos envidiable por ser un avaro. Es cierto que fui cuidadoso y cauteloso, pero desafío a cualquiera a que demuestre que fui parsimonioso.

Había cerrado la tienda por la noche y había enganchado los caballos para el largo viaje a casa, cuando por primera vez deseé vivir en el pueblo en lugar de estar tan lejos. Siempre había disfrutado el viaje antes; un hombre puede pensar mucho en un viaje de diez millas y eso me brindaba la oportunidad de limpiar mi mente de las preocupaciones del día, de modo que acudiera a mi querida esposa y a mi pequeña hija pensando solo en ellas.

Lo que me hizo esperar con ansiedad el largo viaje a casa fueron las muchas piezas de oro escondidas en mi billetera. Nunca me habían molestado en el camino, pero otros habían sido robados y devorados en parte, con huellas de hombres y animales en la nieve. Obviamente, pensé en ese momento, los ladrones los habían golpeado, dejándolos a los lobos.

Pero había un factor perturbador en el problema: no solo los cuerpos estaban horriblemente mutilados y las huellas de las bestias a su alrededor eran extraordinariamente grandes para las huellas de un lobo, ¡sino que los pies de los hombres estaban desprotegidos! ¡Hombres descalzos que deambulan por los bosques, en la nieve. La sola idea era improbable. Si tan solo hubiera sabido entonces lo que sé ahora, mi vida entera podría haber cambiado, pero no fue así.

Volviendo a mi historia: se sabía que tenía una gran cantidad de dinero en mi poder, porque esa tarde el jefe de una gran caravana tártara, que pasaba por allí, se había detenido en mi tienda y se llevó seis de mis mejores empuñaduras, dejando su equivalente en oro. Así que tenía suficientes motivos para preocuparme. Busqué algún tipo de arma y encontré una barra de hierro corta, que guardé debajo de la túnica del trineo; luego hablé con las yeguas y emprendimos el largo viaje a casa.

Durante mucho tiempo anduvimos sobre la nieve bien compacta. Había escarcha en el aire y las estrellas brillaban fríamente sobre el bosque oscuro, apenas iluminando el camino. Aún no había salido la luna.

Di la vuelta desde la carretera principal y tomé la carretera del río. Esto dejó atrás el bosque, pero el viaje fue mucho peor. Expuesta a los vientos, la ligera nevada de la mañana se había desviado y la calzada estaba obstruida. Pensé en dejar la carretera y tomar la suave superficie del río que brillaba intensamente a la izquierda, pero esto habría significado una milla o más para viajar, ya que el río se curvaba frente a nuestra casa, y había una barrera infranqueable de pequeños árboles y matorrales a cierta distancia.

La luna se estaba elevando sobre la colina que acababa de abandonar, y cuando los rayos me iluminaron, de repente me asaltó un ataque del más inexplicable terror. Este sentimiento peculiar me mantuvo rígido en mi asiento. Parecía como si una mano de hielo se hubiera posado de repente sobre mi espalda.

Las yeguas, era evidente, también habían sentido este extraño estremecimiento, porque imperceptiblemente aumentaron su velocidad. De hecho, no podría haber movido un músculo mientras ese hechizo estaba sobre mí.

Pronto nos sumergimos en la hondonada al pie de la colina, y el poder que me había congelado desapareció. Un extraño sentimiento de exaltación y felicidad se apoderó de mí, como si hubiera escapado de un peligro terrible e impensable.

—¡Hai! —grité, levantándome en el carro y haciendo restallar mi látigo.

Las yeguas respondieron con nobleza y comenzamos a subir la siguiente colina. Mientras lo hacíamos, un aullido diabólico descendió en el viento, pero débilmente, como si estuviera a cierta distancia. Detuve a las yeguas para escuchar mejor. Débiles y lejanos sonaron los gritos, suavizados por la distancia. Luego se hicieron más y más ruidosos a medida que las bestias se acercaban. ¡Por encima de la apareció la manada diabólica! Estaban detrás de mi rastro, y estaba muy claro que antes de que pudiera llegar a casa estarían sobre mí.

Solo había una oportunidad y la aproveché. Chasqueé a los animales y los dirigí hacia el hielo del río, donde había un camino recto y liso. Mientras las yeguas mantuvieran el paso estaría a salvo. Pero si una tropezaba… Entonces ese mismo hechizo de horror volvió a arrojarme su manto helado. Me hundí hacia atrás y nos precipitamos como un rayo río abajo.

Pequeñas bocanadas de polvo de diamante se dispararon desde el hielo hasta mi regazo, mientras los cascos herrados de acero chasqueaban. Seguimos adelante, mientras yo estaba sentado en el carro como una piedra, incapaz de mover un músculo. Corrimos cada vez más rápido entre los bancos de matorrales que bordeaban la calzada helada. Más débil se volvió el eco de los endemoniados ululadores detrás de mí, hasta que por fin cesaron por completo y las yeguas aflojaron gradualmente su furia.

Ahora viajábamos al trote. La respiración jadeante de las yeguas arrojaba vapores en el aire helado. Luego doblamos una curva y vi aguas negras y abiertas más adelante. Aquí cesó el progreso, forzosamente. No había salida, excepto dar media vuelta y subir a la orilla donde crecía menos maleza, luego hacia la llanura suave más allá y hacia casa. Así que tiré de las riendas y nos desviamos a mitad de camino. En ese momento, todo se convirtió en confusión.

Una risa de regodeo sonó malévolamente desde la orilla más alejada, y cinco grandes formas grises se lanzaron hacia mí a través del campo. Siempre he sido una criatura impulsiva, y casi instintivamente me volví, cortando a las yeguas hasta que se encabritaron y nos sumergimos directamente en la masa de cuerpos que se precipitaban. Este decidido movimiento tomó a las bestias por sorpresa. Se dispersaron y yo pasé por el medio, pero lejos estaba de escapar.

Silenciosamente, desde el refugio de una roca que sobresalía, trotaban otras dos criaturas: una bestia gigante, demacrada y gris, junto a la cual se movía una pequeña más negra. Rugiendo, el gris se arrojó sobre las yeguas, que se encabritaron y se precipitaron aterrorizadas; mientras el resto ya estaba sobre mí.

Luego se produjo un tumulto de batalla, un pandemonio de sonidos cortado por el grito de una yegua. Sentí que el carro se tambaleaba; cuerpos pesados me golpearon, dientes afilados me desgarraron; pero mantuve el equilibrio hasta que una bestia, tal era su velocidad, me golpeó y me tumbó sobre el fondo del carro.

Algo se ofreció a mi mano, algo frío y metálico. Levanté el brazo, golpeé, sentí el acero mordiendo el hueso. Me abrí paso como un loco, con la barra, y despejé un espacio. Permanecí erguido y esperé otro ataque. Pero no se produjo. La amenaza de la barra era aparentemente demasiado fuerte, y una a una las bestias pusieron en cuclillas para descansar o esperar. Las mandíbulas se abrieron de par en par y las lenguas colgaron. Jadeando, descansaron después de la larga carrera.

Observando desde el carro me pareció como si se estuvieran riendo, como ghouls, de mi horrible situación. Entonces escuché un ruido detrás de mí, un pequeño ruido, como el que el viento podría hacer al soplar una hoja muerta sobre el hielo desnudo, un sonido como de ramitas muertas crujiendo con la brisa, un leve roce de garras, un ruido de pies; y, volviéndome, miré directamente a los brillantes puntos rojos que eran los ojos del lobo negro.

Grité con voz ronca, subí la barra y la bajé con lo que me quedaba de fuerzas. Por desgracia para mí, la gran criatura gris se desvió, y la bestia negra que corría a su lado recibió el golpe en su lugar, directamente entre los ojos. Gruñó, se atragantó; un chorro de sangre salió disparado de su boca y fosas nasales. Sus párpados se abrieron y cerraron convulsivamente. Luego se derrumbó. La barra se había enterrado hasta la mitad de su cabeza.

Me giré, esperando ser abrumado por los seis que aún vivían, pero para mi gran sorpresa, la oleada de cuerpos que había visto por el rabillo del ojo cuando golpeé al lobo negro se había calmado y ahora estaban dando vueltas alrededor de su cuerpo. Mientras se movían, la yegua herida los seguía con sus ojos llenos de dolor. La otra, ilesa, luchaba por liberarse. Cuando el líder negro pasó a mi lado en la ruta circular, yo también me volví lentamente para mantenerlo siempre a la vista. El instinto me dijo que de él vendría mi mayor peligro.

Noté algo extraño: del cuello de cada una de las cinco bestias grises colgaba una correa con una bolsa de cuero, del tamaño de un gran puño. Estas bolsas colgaban planas y flácidas como si estuvieran vacías. El negro, examinándolo tan de cerca como pude, no llevaba ninguna.

Luego, unánimes, se detuvieron en seco y se hundieron en cuclillas. Lo que habían estado esperando había ocurrido por fin. Parecían haber entendido una especie de señal silenciosa. Simultáneamente levantaron la cabeza y soltaron un largo y bajo gemido, en el que parecía colgar toda la desolación y la soledad de la eternidad. A partir de entonces, nadie se movió ni emitió un sonido.

Todo estaba mortalmente callado. Incluso el viento, que había estado jugando en la maleza, ahora se había desvanecido en la nada. Sólo se oía la respiración trabajosa de las dos yeguas y el jadeo ronco de las bestias. Pequeños ojos rojos, como chispas del infierno, brillaron malévolamente a la luz de la luna.

En esta pausa inexplicable tuve tiempo de contemplar toda la belleza de la trampa. El río formaba una gran proa, y mientras yo viajaba en la curva, abandonaron el río y esperaron en los rápidos, la línea de su persecución formaba la cuerda a la proa.

Por primera vez pude examinarlos cuidadosamente y notar qué tipo de bestias eran estas que me tenían en su poder. Lejos de ser lobos, como había sido mi primer pensamiento, eran grandes animales grises, del tamaño de un gran sabueso, excepto el líder, que era negro y más del tamaño y forma de un verdadero lobo. Sin embargo, todos tenían el mismo aspecto general y las mismas características. Una frente alta e inteligente, debajo de la cual brillaban ojos rojos, como los de un cerdo, con un destello de demonio en su mirada, y cuartos traseros largos y deformes, que les hacían moverse con un conejo. Lo más aterrador de todo es que eran casi lampiños y no poseían el más mínimo rudimento de cola.

El círculo estaba tan organizado que, mientras estaba de pie, receloso de un posible ataque, pude ver a cuatro de los seis. La pequeña criatura negra estaba directamente frente a mí, con la lengua fuera, aparentemente riéndose entre dientes en anticipación. Dos estaban detrás de mí, en cualquier dirección que girara, pero la noche estaba tan tranquila que podría haberlos oído acercarse.

Mientras observaba a las criaturas, de repente me di cuenta de que ya no me miraban con furia, sino hacia algo detrás, más allá de mí, en el suelo. Me giré, temiendo una carga, pero no se había producido ningún movimiento en ninguna parte del círculo. Así que miré por el rabillo del ojo en busca de una carrera hacia mi espalda y me dispuse a resolver el misterio.

No había nada frente a mí, sobre el hielo desnudo, pero aquí y allá una línea blanca se extendía a través del río, causada por la nieve que se deslizaba hacia las grietas. Noté que al otro lado de una de estas yacía, dentro del círculo, el cadáver de la cosa que había matado con la barra. Las cuatro criaturas que ahora podía ver estaban observando esto con atención. Yo hice lo mismo, con los sentidos alerta a la traición. Miré de un extremo al otro de la cosa deformada, retorcida y rota. De alguna manera parecía más simétrica que antes; más larga en cierto modo, y de una característica más humana.

Entonces... ¡Dios! ¿Es que nunca olvidaré ese momento?

Miré su pata delantera derecha, o donde debería haber estado, y una mano blanca había ocupado su lugar.

Grité, ronca y horriblemente, agarré mi barra con firmeza, salté del carro y me precipité a la manada, que, levantada, estaba esperando recibir mi ataque.

Desde ese momento todo es borroso en mi memoria. Recuerdo una figura negra, erguida ante mí, ojos ardientes que me clavaron como una estatua de piedra, una orden de desnudarme y un dolor punzante en el hueco de mi codo, donde yace la gran vena. Luego, más vagamente, me parece recordar un momento de intensa angustia, como si todos mis huesos estuvieran siendo dislocados y reajustados, y un coro de bienvenida aullando, un rápido correr sobre el hielo en cuatro patas, y un chillido agudo, como solo un caballo aterrorizado puede dar. Entonces hay un claro recuerdo en el que estaba comiendo carne cruda de mi propia yegua, con criaturas gruñendo como yo a mi alrededor.

No tengo la menor idea de cómo llegué a casa, pero lo siguiente que recuerdo es una habitación cálida y el rostro de mi querida esposa inclinado sobre el mío. Todo después de eso, durante casi una semana, fue un delirio, alucinaciones, me dijeron, sobre lobos que no eran lobos y un demonio negro con ojos como brasas.

Cuando me recuperé, fui a la escena de mi aventura, pero el hielo se había roto en un deshielo temprano y solo el río crecido rodaba donde me habían capturado. Al principio, pensé que mis fantasías medio recordadas eran recuerdos nacidos del delirio, pero una noche a principios de la primavera, mientras yacía en la cama, medio dormido, ocurrió algo que me robó esta esperanza. ¡Escuché el largo y melancólico aullido de un lobo! Me atrajo hacia la ventana, pero nada era visible hasta donde alcanzaba la vista, así que me di la vuelta para volver a la cama. Cuando me alejé de la ventana, se oyó de nuevo, llamándome insistentemente. Me atrajo poderosamente. Silenciosamente abrí la ventana y me fundí en la oscuridad del exterior.

Anduve en silencio, descalzo, a través del bosque, arrastrado en una dirección que conducía hacia la parte más espesa del bosque. Debo haber recorrido al menos media milla bajo la influencia de una extraña euforia, como la de un amante que mantiene una cita con su amada. Entonces el grito volvió a resonar, pero con un sobresalto me di cuenta de que no había ningún sonido en el bosque salvo los habituales ruidos nocturnos. Entonces comprendí que el sonido no existía en realidad, y estaba escuchando con los oídos del espíritu. Sospeché peligro, pero era demasiado tarde para dar marcha atrás.

Una figura se puso de pie y reconocí al maestro, como se llamaba a sí mismo. Bajo un poder que no era el mío, me despojé de mis ropas, las escondí en un árbol hueco que el maestro me mostró, y caí al suelo, convertido en una bestia. El maestro había bebido mi sangre, y la vieja historia que nunca había creído del todo, en el sentido de que si un vampiro bebe la sangre de uno, él o ella tiene un poder sobre esa persona que nada puede romper, y eventualmente también será un vampiro, se estaba volviendo realidad.

Salimos corriendo hacia la noche, más tarde se nos unieron los otros cinco y nos detuvimos un rato en el bosque. Aquí el maestro se transformó a sí mismo y yo también. Nos quedamos allí y por primera vez escuché la voz del maestro.

—¡Luce bien! —dijo—. ¡Bienvenido a la manada!

(Por el tono y las acciones, juzgué que estaba hablando de memoria y usando frases hechas para la ocasión.) Aquí se escuchó un aullido.

—¡Luce bien! —repitió—. ¿Quieres ser uno de nosotros? —dijo, señalando a la manada.

Me tapé los ojos con las manos y retrocedí.

—Piensa bien —habló de nuevo, acariciando mi hombro desnudo con una garra, y hablándome al oído—. ¿Te unirás a mi banda de compañeros libres o les darás una comida esta noche?

Podía imaginar que una mueca de muerte cubrió sus rasgos ante esto, aunque mis ojos todavía estaban cegados.

—Todos tienen una opción —dijo—. No dañamos a los pobres, solo a los ricos, aunque de vez en cuando les quitamos una vaca o un caballo, porque eso es lo que nos corresponde. Pero a los ricos matamos, y sus joyas y oro fino son nuestros. Yo no tomo ninguno, todo pertenece a mis compañeros. ¿Qué dices?

—¡No! —grité tan fuerte como pude, y lo miré desafiante a la cara.

Por encima de su hombro noté que la manada se estaba moviendo gradualmente, sigilosamente, con miradas lascivas y ansiosas. El maestro se rió mientras yo palidecía.

—¿Dónde está ahora tu valentía? Haz tu elección. Muere aquí y ahora, o haz la promesa de obedecer mis órdenes, sin importar cuáles sean, y sé mi esclavo voluntario. Te haré rico más allá de tus sueños más descabellados, tu pueblo vestirá de marta y armiño, y el rey mismo se enorgullecerá de reconocerte como amigo. Ven, ¿qué dices?

—¿Por qué yo? Nunca te he hecho daño, ni te conozco. Debe haber cientos más fuertes que yo, y más dispuestos, al alcance de la mano. ¿Por qué no usar los que tienes o traer a alguien más?

—Debe haber siete en la manada —respondió—. Mataste a uno, por lo tanto, debes ocupar su lugar. No es más que justicia.

—¡Justicia! —me reí en su cara—. ¡Justicia que un hombre que lucha por su vida también perezca si, matando a uno de sus enemigos, él mismo todavía vive!

Mi risa lo enfureció.

—¡Basta! —gritó con impaciencia—. ¡Vamos, decide! ¡Acude a ellos o promete obedecer! Muerte o vida. ¡Decide!

¡Qué terrible elección me ofrecieron! Una muerte horrible bajo colmillos de bestias que nunca debieron haber existido, sin que nadie supiera nunca que había resistido la tentación de la vida ofrecida, o una existencia aún más terrible como una de estas cosas antinaturales, mitad hombre, mitad bestia demoníaca. Pero si elegía la muerte, tendría una esperanza muy problemática de una vida futura en los cielos, y quedarían solas mi esposa y mi hija.

Si escogiera la vida, debería tener una gran aventura para sazonar mi prosaica existencia. Debería tener una riqueza con la que pudiera comprar un título. Además, algo podría suceder para salvarme del destino que de otra manera inevitablemente me alcanzaría en algún momento. ¿Te sorprende por qué elegí convertirme? ¿No harías lo mismo en mi situación?

—Te seguiré. ¡Lo prometo!

¡Pero, Dios! ¡Si tan solo hubiera elegido la muerte!

Las cosas que vi, escuché e hice esa noche dejaron una mancha en mi alma que la eternidad nunca borrará. Pero finalmente nos separamos, cada uno regresando a su casa, y el maestro donde nadie sabe.

Retomé mi forma junto al árbol y, mientras lo hacía, recordé los eventos que habían tenido lugar esa noche. Caí boca abajo sobre la hierba, gritando, maldiciendo y sollozando, al pensar en mi destino. ¡Estaba condenado para siempre!

Aunque me he llamado a mí mismo un Wampyr, no lo era en el verdadero sentido de la palabra. Tampoco el resto de mis compañeros, excepto el maestro, pues aunque comíamos carne humana, bebíamos sangre y partíamos huesos para extraer hasta la última partícula de alimento, no era necesario para nuestra existencia. También comíamos abundantemente comida humana, en forma de hombre, pero cada vez la encontrábamos más insatisfactoria y llegamos a poseer un apetito caníbal que solo la carne y la sangre conquistarían.

Poco a poco fuimos dejando incluso esto por una dieta que consistía únicamente en sangre. Esto, en mi firme creencia, era aquello de lo que vivía el maestro. Toda su apariencia confirmaba esto. Tenía una edad increíble y creo que era un inmortal. De hecho, todavía puede estar vivo.

Su rostro era como un trozo de pergamino arrugado por el tiempo, negro como el carbón por la edad. Sus ojos brillaban con juventud, pareciendo tener una existencia propia casi separada. Gradualmente, las expresiones de nuestros rostros también fueron cambiando, y nos estábamos convirtiendo en verdaderos Wampyr cuando la catástrofe cayó sobre nosotros.

No me detendré mucho en el año en que fui esclavo del amo, porque nuestros actos oscuros y sangrientos son demasiado numerosos para mencionarlos en detalle. Algunas noches deambulamos en búsqueda infructuosa y regresamos con las manos vacías, pero generalmente dejamos atrás la muerte y la destrucción. Nos encantaba matar caballos y ganado. En estas ocasiones nos volvíamos locos de sangre. Por estas muertes no me condeno a mí mismo, en la medida en que ninguna alma humana fue destruida en estas matanzas para convertirse en Wampyrs después de la muerte. Pero cuando pienso en aquellos que están arruinados para siempre por mi culpa, me estremezco.

En una ocasión, habíamos salido sobre la pista de un trineo cargado de viajeros adinerados de países extranjeros; un anciano y sus dos nietos de entre tres y cinco años. Lo seguimos durante varios kilómetros para encontrar el trineo tirado de costado, los caballos desaparecidos y los tres viajeros rígidos sobre la nieve oscura y manchada, que estaba batida por muchas huellas de caballos y hombres. Enfurecidos, no por el asesinato (porque nosotros mismos no teníamos la intención de hacerlo), sino por la pérdida de nuestro botín anticipado, tomamos el camino que conducía hacia las montañas. Cinco hombres a caballo componían el grupo. Espolearon a sus caballos al máximo cuando cantábamos la Canción del Hambre, aullando mientras corríamos, pero eran demasiado lentos para nosotros. Uno por uno, los derribamos, matamos a los asesinos y despojamos a los ladrones, lo cual fue una broma lúgubre y espantosa.

Pero pocas veces podía consolarme así. Muchos eran los indefensos que eliminamos de la existencia, y nos volvimos más horribles. Día a día nos íbamos endureciendo y acostumbrándonos a nuestra suerte, y rara vez mi alma enfermaba como en mi primera metamorfosis. En uno de esos momentos, entré sigilosamente en la iglesia del pueblo. Era tarde por la noche y, excepto yo, el edificio estaba vacío.

Me arrodillé ante el altar y desahogué mi alma. Confesé todo, me humillé y me hundí en el suelo. Durante horas, al parecer, oré y supliqué que se me diera una señal, una pequeña esperanza, de que no sería condenado para siempre. No hubo ninguna. Maldije, grité y recé; por un tiempo debí haber estado loco.

Finalmente me fui. En la puerta de la iglesia, descubrí mi cabeza y miré hacia el cielo a través del cual se movían nubes que oscurecían las estrellas. Me levanté de puntillas, agité el puño ante las nubes veloces, maldije a Dios mismo y esperé el rayo, pero no llegó ninguno. Sólo empezó a caer una ligera lluvia. Llegué a casa, empapado hasta los huesos, con una carga más pesada en el corazón que cuando me fui. Sin embargo, incluso entonces, tan misteriosos son los caminos de la Providencia inescrutable, que mi salvación se acercaba de una manera horrible. Porque esa noche tuve un pensamiento que resultaría en la aniquilación para todos nosotros.

En ocasiones, cuando caminaba por las calles del pueblo, me había encontrado con personas que parecían mirarme furtivamente. Por ellas había comenzado a sospechar quiénes eran los otros miembros de la manada. Cada vez más audaz, me había acercado a algunos de ellos, para encontrarme en lo cierto. Uno por uno, los sondeé, pero descubrí que sólo Simon, el herrero, compartía mis propios sentimientos con respecto a nuestro espantoso asunto. Todos los demás se regocijaban en la alegre caza y, estábamos seguros, no podían ser persuadidos.

Pero gradualmente, a medida que nos volvíamos más duros y faltos de principios, más insensibles al sufrimiento que causábamos, nos habíamos vuelto aún más codiciosos y rapaces. Aquí Simon y yo encontramos una escapatoria para atacar.

Como he dicho antes, el amo nunca se llevó el dinero, las joyas u otros objetos de valor que encontramos en los cuerpos o entre las posesiones de aquellos a quienes matamos. De modo que dejé caer una palabra aquí, una pista allí, una vaga pregunta a medias dirigida a un individuo solo, mientras Simon hacía lo mismo. La esencia de todas esas sutilezas era: ¿Qué se lleva el maestro?

Esta era una pregunta muy pertinente, porque era obvio para todos que el maestro no era líder en vano. Obtenía algo de cada cadáver cuando iba hacia él, solo, y nos sentamos en el círculo, esperando ansiosos su señal. Para mí estaba claro que esto no era más que la sangre vital de los desafortunados, la cual mantenía vivo al maestro. Simón y yo no dijimos nada de esto, formando gradualmente las opiniones de los demás en el sentido de que las almas inmortales eran absorbidas por el maestro, dándole vida eterna.

Este asombroso pensamiento abrió grandes posibilidades en la mente de la mayoría. Cada vez estaban más insatisfechos, con menos paciencia se contuvieron de saltar antes de su turno en nuestras incursiones. Para trabajar en sus mentes, como gusanos en la carroña, o chispas humeantes en la tela que pronto estallarán en llamas, les preguntábamos: ¿Por qué no ser inmortales también?

Así se fomentaron la disensión y la rebelión, y así fue la causa involuntaria de mi mayor ruina y, curiosamente, mi redención.

Más tarde descubrí que uno le había dicho al maestro lo que Simon y yo habíamos comenzado, y era el único miembro femenino de nuestra manada. Pero ya había percibido, con sus astutos sentidos, los signos casi imperceptibles de rebelión contra su poder absoluto. Determinado a aplastar esto desde el principio, decidió hacer un ejemplo de alguien que uniera al resto más estrechamente a él por medio de un nuevo miedo.

No tengo la menor idea de por qué me eligió a mí en lugar de a Simon, a menos que fuera más inteligente que los ignorantes que formaban el resto de la manada. Pero así fue, fui elegido para ser la víctima, y esta es la forma en que se dispuso a unirme para siempre a él.

Ahora, mi esposa era una buena mujer, y estoy seguro de que ella me amaba tanto como yo la amaba, pero este mismo amor nos arruinó. Todas las personas tienen una debilidad de una forma u otra, y ella no era una excepción a la regla. Estaba celosa, locamente. Mis frecuentes ausencias, que creía habían pasado desapercibidas, ya que había tenido cuidado de no hacer el menor ruido al abrir la ventana y salir de la casa, se habían observado durante semanas.

El amo solicitó la ayuda de la anciana Madre Molla, a quien consideraban una bruja que había vendido su alma al diablo. Nunca pude descubrir cómo entró en la casa, porque la excusa original se olvidó más tarde o simplemente no se dijo. Pero llegó un día a la casa, probablemente consiguiendo una entrada con algún endeble pretexto de mendigar ropa desechada o de pedir prestado algún utensilio de cocina. Antes de irse, mencionó casualmente que me había visto temprano en la mañana, antes del amanecer, pasando por su cabaña. Solo había dos casas en esa parte del bosque. La de la Madre Molla y la del carbonero, que se llamaba Fiermann. Todo habría ido bien, pero la vieja bruja insinuó que Fiermann tenía una hija joven y bonita y que él mismo estaba en la ciudad muy a menudo durante la noche. Y así se plantaron las semillas de la sospecha en la mente de mi esposa.

Dijo que ordenó salir a la bruja y la ayudó a cruzar el umbral con un pie en la espalda, y cuando la vieja bruja se levantó del barro gritó:

—Puedes verlo por ti misma, media hora antes de la medianoche —y se alejó cojeando riéndose para sí misma.

La travesura estaba hecha. Al principio, mi esposa resolvió no pensar en nada sobre el asunto, pero este se apoderó de su mente y le carcomió el corazón. Así que, para aliviar sus sospechas, hizo un nudo en la partición; y esa noche, cuando me acosté, ella esperó y miró. Me vio tirar la ropa hacia atrás y salir de la cama, completamente vestido, luego caminar silenciosamente por el piso y abrir la ventana lenta y cuidadosamente, desapareciendo en la noche iluminada por la luna. Al principio, me dijo más tarde, estaba horrorizada y desconsolada al pensar que yo era infiel; luego decidió irse o suicidarse, para no ser más un obstáculo para mí. Pero finalmente sus emociones cambiaron y se desvanecieron hasta que solo quedó el odio. Decidió observar y esperar a ver qué podía ocurrir. Noche tras noche esperaba, a veces infructuosamente, porque no todas las noches la llamada silenciosa nos convocaba a la cita. Pero cuando en un período de tres semanas yo había escapado sigilosamente ocho veces y ella se había convencido de que Fiermann también había estado ausente, sus sospechas se confirmaron. Así que decidió confrontarme con los hechos y decirme que eligiera entre las dos.

Todo este tiempo la mente del maestro estuvo trabajando sobre la de ella a tal efecto, que aunque pensó que estaba eligiendo su propio curso de acción, en realidad estaba siguiendo los planes que el maestro había hecho para ella.

Entonces, de nuevo, llegó el aullido, que solo yo podía oír, y creí detectar en él una nota de ira por mi retraso. Lo había estado esperando durante varios días, y me había quedado vestido todas las noches hasta la medianoche para estar listo para la llamada.

Me acerqué con cuidado a la ventana y solté el pestillo, lo mantuve presionado y luego lo levanté. ¿Que era esto? ¡Estaba pegado! Tiré más fuerte sin mejores resultados.

La puerta, pensé. Era peligroso, pero se podía hacer. De todos modos, cualquier cosa era preferible a enloquecer dentro de la casa. Así que me volví y una astilla de luz amarilla me golpeó. Alguien estaba al otro lado de la puerta con una vela encendida, y la puerta se estaba abriendo lentamente. Al instante supe que me habían descubierto. Salté hacia la cama, con la intención de simular el sueño hasta que ella se hubiera ido, pero la puerta se abrió con estrépito y mi esposa se quedó en el umbral con una mirada de desprecio en el rostro. Era demasiado tarde para tener esperanzas de escapar.

—Bien, ¿qué es esto? —pregunté gentilmente.

—¿Qué estabas haciendo en la ventana? —dijo ella.

—Hace tanto calor aquí que iba a dejar entrar un poco de aire —respondí.

—¿Para dejar entrar el aire o salir tú mismo? —aunque hablaba en voz baja, sonaba como un trueno para mí.

—¡Silencio! —rugí con tal vehemencia que la ventana traqueteó.

—¡Seré escuchada! —exclamó —. Clavé la ventana y no pasarás por esta puerta.

¡Cerró la puerta de un portazo y se paró intrépidamente ante ella! Mi corazón se compadeció de en este momento. Esa pequeña figura bendecida y brillante, parada allí con tanta valentía, me hizo olvidar por qué tenía que irme. Di un paso hacia ella, y ese largo y misterioso aullido, que solo hizo eco en mi cerebro, sonó mucho más airado, ¡y más cercano!

Me quedé quieto. Mi rostro debe haber sido una máscara de horror y angustia, porque ella me miró con asombro, que se suavizó en lástima.

—¿Qué pasa, querido? —susurró—. ¿No me lo dirás, cariño?

Entonces sentí que comenzaban los dolores del cambio y supe que la transformación vendría rápidamente. Tomé un taburete pesado y lo arrojé por la ventana. Si iba a escapar, no desperdiciaría ni un segundo. Con una rapidez que nunca había soñado que poseyera, ella corrió hacia mí mientras yo me acurrucaba en la ventana con las manos a los lados y una rodilla en el alféizar. Me agarró del pelo y me arrastró hacia atrás, llorando mientras decía:

—¡No! ¡No! ¡No! No irás. ¡Eres mío! ¡Esa puta de Stanoska esperará mucho esta noche!

Luego tiró con tanta fuerza que caí de espaldas. ¡Todo estaba perdido! ¡Era demasiado tarde, porque ya no tenía deseos de irme! Aunque todavía mantenía la apariencia exterior de un hombre, pensaba como una bestia.

A menudo he pensado que el cambio tuvo lugar primero en el cerebro y luego en el cuerpo. Grité demoníacamente, y otro grito surgió fuera de la casa, sonando fuerte a través de la ventana rota. Ella palideció ante el sonido y se encogió contra la mesa, aterrorizada por mi apariencia salvaje y sin duda extraña. Me puse de pie de un salto, rasgando locamente mi ropa.

Cuando me desnudé por completo, volví a aullar con fuerza y caí en cuatro patas, una criatura deforme que nunca debería haber existido. ¡Me había convertido en una bestia salvaje! Pero no fui yo quien se escabulló, barriendo el suelo, con el pelo enrojecido por el odio, hacia la figura horrorizada junto a la mesa; ¡No fui yo —lo juro ante el Dios que pronto me juzgará— quien se agachó y saltó, desgarrando con afilados y blancos colmillos esa hermosa garganta blanca que tantas veces había acariciado!

Al oír un sonido afuera, me volví, a horcajadas sobre mi víctima y listo para luchar por mi muerte.

Con las patas delanteras en el alféizar de la ventana, a través del cristal roto se asomaba la cabeza de un lobo. Miró hacia la puerta de la habitación contigua donde yacía nuestra niña, dormida en su cuna, y luego volvió sus ojos hacia mí en una orden muda.

Fui yo, el espíritu del hombre, quien por un momento gobernó la monstruosa forma en la que mi cuerpo había sido transmutado. ¡Fui el hombre, yo mismo, quien curvó esos delgados labios bestiales en una silenciosa y amenazadora sonrisa, quien acechó hacia adelante, con las piernas rígidas, el pelo erizado y ansioso por vengarse!

Tan rápido como había aparecido la cabeza, se retiró y de repente volvió, curiosamente cambiando de forma. Sus contornos se volvieron menos decididos, todo parecía nadar ante mis ojos. Me sentí mareado. La cabeza del lobo se transformó en esa máscara de pergamino inescrutable del maestro. Esos ojos juveniles me miraron siniestramente, con una llama humeante detrás de ellos.

Me sentí débil; de nuevo la bestia estaba en ascenso y me olvidé de mi herencia humana. Perdido estaba todo recuerdo de amor o venganza. Yo, el hombre lobo, me escabullí por la puerta, hacia la cuna, me quedé con regocijo anticipando por un momento mientras la sangre goteaba de mis mandíbulas entreabiertas en el camisón limpio de mi pequeña niña. Luego apreté mis mandíbulas contra su vestido, y sin hacer caso de sus débiles luchas, o sus gritos, me levanté con un largo y limpio salto a través de la ventana rota, llevando mi contribución al festín macabro.

Luego, a mi torturada memoria, llega uno de esos curiosos espacios en blanco que a veces me afligían. Recuerdo vagamente los gruñidos de los animales que luchan y, más vagamente aún, los sonidos de los disparos, pero debe ser el delirio de mis heridas lo que habla, porque a esa hora de la noche no podía ser posible que alguien estuviera vagando armado.

Pronto se acabó. Yo, el último de nuestra línea, emprendí la horrible cacería, alegre y regocijado.

Valle abajo rugió la manada del infierno, y a la cabeza el amo. La espuma de mis mandíbulas ensangrentadas manchaba la nieve de rosa mientras galopábamos y subíamos la colina como una ola rompiendo en la playa. Íbamos corriendo a toda velocidad con el maestro todavía adelante y el resto de la manada a cierta distancia detrás, cuando de repente dio media vuelta y, al apearse, nos enfrentó.

El que estaba directamente frente a mí, y detrás del maestro, clavó los pies en el suelo y se deslizó para evitar la colisión. Iba tan rápido que no podía detenerme terminé sobre mi compañero. Al instante siguiente, estábamos en el fondo de un montón que luchaba y arañaba. Por un momento nos molimos a golpes, luchamos, mientras el maestro se sentaba en cuclillas y sacaba la lengua de las demacradas y sonrientes mandíbulas, jadeando en bocanadas blancas y húmedas.

Luego nos dispersamos como si nos hubieran hecho pedazos, y también nos acomodamos en una posición de descanso, una manada de merodeadores de aspecto muy tímido. En ese momento sentí que se producía dentro de mí la sensación desgarradora que siempre precedía a la transformación. Mis huesos encajaron en posiciones ligeramente diferentes; empecé a recordar que era humano y me quedé erguido, un hombre de nuevo.

Todos mis compañeros se habían transformado igualmente y estaban parados donde se habían detenido.

¡Qué contraste! Seis hombres, hombres blancos, cada uno un gigante en fuerza, atados hasta la muerte a algo que no puedo llamar hombre. Una criatura negra de sólo cuatro pies de altura, que físicamente el más débil de nosotros podría haber aplastado con una mano. Pero seis hombres obedecieron servilmente a todas sus órdenes y se movieron con un miedo mortal hacia él. ¡Qué lástima! Solo dos de nosotros todavía éramos lo suficientemente humanos como para entender que estábamos condenados para siempre y no teníamos forma de escapar. Mirar sus rostros lo dejaba claro.

Yo también estaba cambiando. Pero ahora el maestro avanzaba. Una fuerza irresistible me empujó hacia él y, mientras me movía, los demás se acercaron a mí, de modo que él y yo nos paramos en el centro de un pequeño círculo.

Luego levantó la mano, la pata o la garra (no puedo decir cuál, porque se parecía a las tres) y habló con voz estridente:

—Compañeros, camaradas —me miró de reojo y yo me encendí de rabia, pero no dije nada—. Los he reunido aquí conmigo esta noche para darles una advertencia. Déjenme hacer lo que crea conveniente y todo estará bien, pero si tratan por un instante de cambiar mi curso de acción o de atacarme, lo lamentarán.

Luego perdió el control de sí mismo.

—¡Tontos! —chilló— ¡Malditos campesinos ignorantes, ustedes que pensaban que podían matarme, a quien ni siquiera los elementos pueden dañar! Idiotas, que intentaron conspirar contra la inteligencia acumulada de mil años, ¡escúchenme!

Atónitos por este repentino estallido, nos tambaleamos bajo la revelación que vino a continuación.

—Desde el primer momento —gritó—, vi a través de vuestra estúpida intriga contra mí. Supe cada movimiento que han hecho, cada palabra que pronunciaron en la aparente privacidad de vuestras chozas. Esto no es nada nuevo para mí. Ochenta y cuatro veces lo han intentado, y ochenta y cuatro veces he enfrentado el problema de la misma manera.

Se giró rápidamente y me lanzó una garra gris a la cara. Aparté los ojos de los suyos y salté a su garganta. De nuevo se puso de pie, frotándose la garganta, y de nuevo graznó, sin mirarme, ya que tres de mis compañeros me detuvieron.

—Todos ustedes tienen hijos, esposas o padres que dependen de ustedes y están indefensos. Me encargué de eso antes de elegirte, teniendo esto mismo en mente. En cualquier momento puedo convertir a cualquiera de ustedes en una bestia por el poder de mi voluntad, dondequiera que esté. Mañana, si todavía me resistes, haré que todos maten a sus seres queridos.

Desde el círculo se levantaron gritos:

—¡No! ¡No! ¡No hagas eso!

Luego me miró. Tomando mi barbilla, obligó a mis ojos a encontrar los suyos y gruñó:

—¿Y tú? ¿Qué dices ahora?

No pude resistir esos ojos ardientes.

—Amo —murmuré—, soy su esclavo.

—Entonces vuelve a tu guarida —gritó, dándome un empujón que me hizo caer en la nieve—, y espera allí hasta que te llame de nuevo.

La manada cambió de hombres a bestias de nuevo y corrió hacia el bosque, y aunque traté de seguirlos, no pude moverme hasta que el sonido de sus gritos se desvaneció en la distancia. Finalmente me levanté y volví a mi triste hogar.

Pasaré brevemente por alto lo que siguió. No creo que pudiera repetir mis pensamientos mientras caminaba a durante la noche. El amanecer estaba llegando cuando vi las cuatro paredes que recientemente había llamado hogar. Entré tambaleándome y me hundí en una silla, demasiado apático para encender un fuego.

Después de un rato, me vestí mecánicamente, encendí un fuego en la chimenea y pensé en esconder el cuerpo que yacía en la otra habitación, hasta que pudiera huir. Se me ocurrió un plan tras otro, pero pronto todos fueron abandonados por inútiles. Cansado, hundí la cabeza en mis brazos, mientras estaba sentado junto a la mesa, y debí haberme quedado dormido.

De repente me desperté de la apatía sorda en la que había caído por un pequeño y tímido golpe en la puerta. Mi primer pensamiento fue que me habían descubierto. Un ataque de temblor se apoderó de mí, que pasó rápidamente, pero me dejó demasiado débil para levantarme.

De nuevo sonó el golpe, seguido por el chirrido de la grava helada mientras unos pasos pasaban vacilantes por el camino. De repente, un plan se había formulado en mi pobre cerebro distraído. Reforcé mi voluntad de actuar decididamente, corrí hacia la puerta y la abrí de par en par. No había nadie a la vista.

Desconcertado, miré a mi alrededor, sospechando hechicería, y entre dos de los árboles que bordeaban el camino divisé una figura que se dirigía lentamente hacia el pueblo.

—¡Hola! —grité—. ¿Qué quieres? ¡Vuelve!

Cuando la figura se volvió y se acercó, reconocí a la criatura que viajaba cojeando de aldea en aldea durante los meses de verano, trabajando cuando la necesidad lo obligaba a hacerlo, pero más a menudo mendigando comida y refugio de personas más afortunadas.

—¿Por qué llamas a mi puerta? —pregunté tan amablemente como pude.

—Vine anoche —dijo—, y la señora que vive aquí me dijo que estaba sola y que no me dejaría entrar, pero que si más venía cuando su marido hubiese regresado, me daría algo de ropa vieja. Así que me acosté con las vacas y ahora he vuelto.

Me obligué a hablar tranquilamente.

—Eres un buen muchacho, y si haces algo por mí, me ocuparé de que recibas ropa nueva y mucho dinero. Aquí está la prueba de que tengo buenas intenciones —y arrojé una amplia pieza de oro a sus pies.

Algo de la agonía de mi espíritu debió reflejarse en mi rostro, porque él se encogió, toda su alegría se desvaneció y titubeó con temor:

—¿Qué quiere que haga, maestro?

Su aspecto lamentable me golpeó el corazón, y las palabras que había estado a punto de pronunciar murieron en la punta de mi lengua. Nunca revelaré a nadie cuál había sido mi intención, pero algo más noble y puro de lo que jamás había conocido animó mi alma. Me incorporé en toda mi estatura, miré desafiante al miserable tembloroso y grité:

—Ve a Ponkert. Despierta a la gente y saca a los soldados del cuartel. Soy un hombre lobo y acabo de matar a mi familia.

Sus ojos parecían partir de su cabeza, sus miembros paralizados y sin nervios lo llevaban tembloroso por el camino, mientras me miraba por encima del hombro como si esperara verme convertirme en un lobo y perseguirlo vorazmente. Al final del camino pensó en huir, arrojó la moneda de oro y echó a correr hacia el pueblo.

Podría haber pasado un minuto o un año sentado a la mesa, con la cabeza enterrada en mis brazos. Solo sé que me despertó un rugido sordo de muchas voces afuera. Abrí la puerta, salí y esperé una muerte instantánea.

Una multitud de unas cincuenta personas subió por la carretera y me vio parado allí, esperando pasivamente, amontonados, ansiosos, pero a ninguno le importaba estar al frente y ser el primero en conocer al temido hombre lobo. Finalmente salió un curtidor, vestido sólo con su delantal de cuero y llevando una enorme lanza en la mano derecha.

—Vengan —gritó—. ¿Quién me sigue si yo lidero?

En ese momento sonó el golpeteo de los cascos, lejos de la carretera.

—El que viene debe apresurarse —pensé—, si quiere ver el espectáculo.

El curtidor arengaba inútilmente a la multitud en constante crecimiento, ninguno deseaba ser el primero. No pude evitar regocijarme. Setenta y cinco o cien contra uno, y nadie se atrevía a acercarse.

Por fin, el curtidor se movió lentamente hacia mí, de vez en cuando echando un vistazo hacia atrás para asegurarse de tener un camino libre de retirada si era necesario. Creo que, en ese momento, si hubiera saltado hacia ellos, todo el rebaño habría huido gritando por el camino; pero no hice nada por el estilo. No me moví, ni siquiera opuse resistencia cuando el curtidor me agarró por el hombro, su lanza lista para el golpe mortal. La vida ya no me interesaba.

Al darse cuenta de que estaba de pie pasivamente, el curtidor me soltó, agarró la lanza con ambas manos y la elevó por encima de mí. Sus poderosos músculos sobresalían como cuerdas en sus brazos y pecho desnudos. Toda la asamblea contuvo la respiración. Entonces apareció un enorme caballo negro montado por un hombre corpulento, con el uniforme de los soldados del rey.

Bajó la espada de lleno sobre la cabeza del curtidor. Cayó como un novillo, mientras la lanza se hundía en el suelo hasta la mitad de su longitud.

—Este hombre es mío —gritó—. Debe ir conmigo para ser juzgado y sentenciado por el rey.

La multitud murmuró airadamente, pero se dispersó ante la avalancha de media compañía de soldados que había seguido a su capitán.


—Entonces, señores —estaba concluyendo mi narración en el cuartel de la prisión en Ponkert—, ustedes ven a qué fines me han traído las maquinaciones de esta criatura. Yo mismo no pido la vida, porque me alegraré de morir, y es justo que deba hacerlo; pero dame venganza, y arderé felizmente en el infierno por la eternidad.

Por un tiempo pensé que el oficial me la negaría, porque rumió mucho antes de hablar.

—¿Puedes —dijo—, atrapar a esta horrible banda, si yo y mis hombres te damos ayuda?

Salté de mi silla y grité:

—¡Dame una docena de hombres, armados, y ninguno de esos demonios estará vivo mañana por la mañana!

Llevado por mi entusiasmo, gritó:

—Tendrás cincuenta y yo mismo los guiaré. Todos deben morir. ¡Todos!

Asentí con la cabeza y lo miré directamente a los ojos.

—Entiendo —dije—. Luego haz conmigo lo que quieras. No resistiré, porque estoy muy cansado y estaré feliz de descansar. ¡Pero hasta entonces, soy tu hombre!

—Eres valiente —dijo simplemente—, y desearía no tener que hacer lo que debo hacer. ¿Me tomarás de la mano antes de irnos? —preguntó casi tímidamente.

No dije nada, pero nuestras manos se unieron en un fuerte apretón, y cuando él se dio la vuelta pensé que veía humedad en su mejilla. Era un buen hombre y desearía haberlo conocido antes. Quizás podríamos haber sido amigos.

A cierta distancia de Ponkert hay un bosque, tan denso que incluso al mediodía solo existe un tenue crepúsculo. Muchas veces era el lugar de reunión de la manada. Entonces, sabiendo esto, hice mis planes.

Rasgué mi ropa y la manché de sangre, me puse una venda ensangrentada alrededor de la cabeza y los soldados me ataron las manos firmemente detrás de mí, poniendo también una cuerda alrededor de mi cuello. Partimos al anochecer, unos ochenta en total, incluidos los rústicos que iban detrás, cargando armas improvisadas y perros de labranza, torpes, pero mortales.

Atravesamos el corazón del bosque. De vez en cuando, el soldado que sostenía el otro extremo de la cuerda se sacudía ferozmente, casi haciéndome tropezar, y en una de estas ocasiones escuché un gruñido hosco y sofocado desde un matorral. Al parecer, nadie más lo escuchó. Levanté la cabeza con cautela y vi una forma deslizarse silenciosamente entre las sombras. El plan había tenido éxito.

Luego salimos a la luz del sol una vez más. Entre el bosque y las colinas corría el río. Con vistas a esto, se veía un gran castillo que en otro tiempo había dominado el río y las rutas comerciales que cruzaban la llanura del otro lado. Pero esto fue hace mucho tiempo, tanto que los constructores del castillo habían fallecido, sus hijos, y también los suyos, si es que alguna vez los hubo, dejando solo el castillo para demostrar que alguna vez habían vivido.

A medida que pasaban los años, varios grupos de bandidos habían sostenido la gran estructura de piedra y se habían librado guerras alrededor y dentro. Lentamente, el tiempo y los elementos habían trabajado sin control hasta que la torre central se derrumbó y se llevó el resto del castillo con ella.

Aún quedaba el fuerte muro de piedra que alguna vez había rodeado la estructura, pero ahora formaba un gran cuadrado, de diez metros de altura, alrededor de una montaña informe de mampostería en el centro. Debajo de este imponente monumento yacía el último que había vivido allí, y algunos dicen que sus fantasmas todavía rondan las ruinas. A cada lado de la plaza, en las paredes, había una puerta de hierro. Estas estaban todavía bien conservadas, pero muy oxidadas, tanto de hecho que era imposible abrirlas, y nos vimos obligados a encontrar otro modo de entrar.

Finalmente descubrimos un gran árbol, que, arrancado de raíz por un fuerte viento, había caído con su copa contra la pared, formando un puente por una suave pendiente. Para acceder al patio era necesario seguir la muralla hasta donde daba a la llanura. Aquí, una gran sección había caído hacia adentro, dejando la pared a seis metros de altura en ese punto. Por allí bajamos, usando la cuerda que tanto me había atormentado, y preparamos nuestra trampa.

Era muy simple: yo era el cebo y sabíamos que cuando llegara el momento seguirían mi rastro a menos que se advirtiera al maestro. Entonces podríamos matarlos porque éramos más de diez a uno, aunque muchos de los granjeros se habían negado a entrar en el castillo encantado y regresaron.

Por fin se hizo cerca de la medianoche, y débilmente, muy lejos, escuché los aullidos en el bosque.

—El tiempo está cerca —le susurré al capitán mientras estábamos en el recinto—. Los escucho reunirse.

—Estén preparados —les advirtió a los hombres—. Escóndanse en las rocas.

Esperamos, ansiosos, aunque ahora no se veía nadie excepto el capitán y dos o tres soldados, de pie junto a la pila de mampostería. Mientras esperaba cerca de una gran pila de bloques de piedra, escuché a alguien gritar con fuerza:

—¡Ahora!

Las luces de disparo bailaron ante mis ojos. Caí de bruces. Me habían golpeado por detrás.

Cuando recobré la conciencia, las estrellas aún brillaban intensamente en lo alto. Mi único pensamiento era escapar de estas criaturas de dos patas que me tenían prisionero. ¡De nuevo, yo era la bestia!

Por primera vez, no había tenido conocimiento de la transición cuando tuvo lugar. Rápidamente me di cuenta de que me llamaban con insistencia. Por el rabillo del ojo vi a un hombre de pie a mi lado, pero a poca distancia. ¡Quizás podría escapar!

Mis músculos se tensaron. Saltaría la pared, huiría por mi vida, lo haría… y luego un tremendo peso cayó sobre mis cuartos traseros, rompiéndome ambas piernas.

¡El dolor era insoportable! Solté un grito de agonía que fue respondido por aullidos de aliento y rabia mezclados más allá de la pared. Luego descendieron de la pared saltando, uno a la vez, cinco grandes bestias grises. Habían seguido mi rastro y habían venido, según pensaban, a salvarme, sin soñar que los llevaba a una trampa.

Los soldados habían sido más sabios que yo, porque habían previsto lo que yo no había visto: que si mi historia era cierta, inevitablemente, cuando mi naturaleza cambiara, los traicionaría. Entre el hombre y la bestia salvaje no puede haber compromiso, así que me aturdieron, y luego derribaron una piedra pesada, inmovilizándome contra el suelo. En lugar de advertir a la manada como indudablemente lo habría hecho si hubiera sabido antes que estaban presentes, grité pidiendo ayuda, porque el repentino dolor alejó cualquier otra emoción de mi mente.

Ahora todo era confusión. Aullido de bestia y grito de hombre, mezclados en coro con el choque de acero y colmillos. De vez en cuando, pero con poca frecuencia, un disparo acentuaba el alboroto, pero estas nuevas armas son demasiado lentas para ser de uso práctico, por lo que fue un conflicto mano a mano y cara a cara.

Los lobos atacaron ferozmente. Entrando y saliendo, con movimientos relámpago, podían arrancarle la garganta a un hombre y desaparecer antes de que pudiera defenderse. La confusión era tan grande, que un hombre podía matar a su camarada por accidente. Vi que esto sucedió dos veces.

Ahora sólo cuatro eran visibles, saltando de un lado a otro, luchando por sus vidas como ratas acorraladas, y poco a poco abriéndose paso hacia la pared de donde habían venido. Vi a la desaparecida, la vieja Madre Molla, desgarrando con afilados colmillos blancos algo que yacía medio escondido debajo de ella. Un soldado se escabulló silenciosamente detrás de ella y, con una poderosa demostración de fuerza, le atravesó completamente el cuerpo con una pica. Pero otros ojos además de los míos habían visto el cobarde golpe. Al instante siguiente, cayó y quedó enterrado en el centro de la manada que gruñía. Durante varios segundos quedaron en un apretado nudo de cuerpos, y mientras permanecían así, los soldados entraron de un salto, picas y garrotes subiendo y bajando. Antes de que Madre Molla llegara a la esquina hacia la que se arrastraba lentamente, tosiendo su vida en burbujas de sangre, el resto de la manada la había vengado y muerto.

Fue en este momento crítico cuando una cabeza se asomó por encima de la pared y dos ojos rojos brillantes observaron la escena. No puedo explicar por qué el maestro había retrasado así su llegada. Pero cualesquiera que fueran sus motivos, no era un cobarde, porque el primer indicio que los hombres tuvieron de su presencia fue la visión del lobo negro saltando y aterrizando sobre el montón de cadáveres que habían representado a sus antiguos vasallos.

De un salto se encontró en medio de los soldados, luchando con colmillos y garras. Se dispersaron como ovejas, pero regresaron, formando ahora un círculo apretado a su alrededor, bloqueando toda salida. Ahora su única oportunidad de vida era moverse tan rápido que haga inseguro dispararle por temor a herir a uno de los hombres.

Ahora vio claramente que todo estaba perdido, y evidentemente percibió que la huida era su única esperanza. Me dio una mirada de aliento mientras yo yacía allí delirando y echando espuma, mordiendo y rompiéndome los dientes contra la fría e inflexible roca que me sujetaba; y corrió locamente por el interior del círculo, buscando un punto débil en él. Así que los hombres lo presionaron, golpeándolo de vez en cuando al pasar, pero sin hacerle daño realmente.

Con la lengua roja y caliente colgando de sus mandíbulas babeantes, corrió alrededor del cordón circundante de enemigos. Saltó a medio paso directamente hacia un patán ignorante que empuñaba un tridente de heno. El pobre tonto golpeó con torpeza, en lugar de esquivar, error que fue su último, porque falló. Al instante, el maestro le había arrancado la garganta con un solo chasquido y se dirigía hacia la muralla del castillo.

El camino estaba despejado; bocanadas de nieve se levantaron detrás, delante de él y a ambos lados, pero ninguno de los proyectiles lo alcanzó. Al llegar a la pared, dejó el suelo en el salto más magnífico que jamás haya visto, ya sea de hombre o de bestia. Luego, mientras las balas iluminaban la antigua mampostería que lo rodeaba, se revolvió salvajemente con las patas traseras para incorporarse, y pronto cruzó el muro y desapareció.

Corrieron hacia las puertas oxidadas, pero su misma prisa derrotó sus esfuerzos, y cuando llegaron al campo abierto, la llanura estaba vacía de vida. Pero sobre la colina hacia el este flotaba un aullido burlón. Desde ese día hasta ahora, nunca se le ha visto en Ponkert. ¡Así terminó el reinado del Wampyr!

Así ha terminado mi terrible experiencia. El maestro fue expulsado, y el miedo que dominaba la aldea ha terminado. Yo, de toda la manada que devastó la tierra durante muchas millas, soy el único que queda con vida. En algún lugar quizás el maestro todavía deambule silenciosamente, sigilosamente, en la fresca oscuridad de nuestras noches.

Cuando su poder se convirtió en polvo en el patio de ese antiguo castillo, y se vio obligado a huir para salvar su vida, su última mirada me insinuó que regresaría y me rescataría de mis captores. Debe haber habido alguna chispa de humanidad en ese corazón salvaje, algo que no le permitiría dejar a quienes le habían jurado lealtad; por ser testigo de ese magnífico salto desde la pared del patio hasta el mismísimo centro de sus enemigos, para salvar al único miembro superviviente de su banda. ¡Regresó!

Mientras yacía en el calabozo del cuartel, recuperándome de mis huesos rotos y otras heridas (porque debo estar en buena salud antes de que se me permita expiar mi crimen), una noche, aproximadamente una semana después de la pelea, escuché el viejo y familiar aullido.

Reconocí la llamada del maestro y respondí. Pensé en todas las cosas que me gustaría decirle y no pude. Repasé mentalmente toda la serie de acciones de las que había escapado: su horrible esclavitud.

Después de unos segundos de silencio, justo afuera de la pared se escuchó el aullido escalofriante de un lobo. Se elevó más y más alto, un largo sollozo, un ululante sonido creciente que decreció hasta convertirse en un hilo cuyo murmullo gutural se ahogaba en el apresurado pisoteo de los pesados pies en lo alto y el estruendo de la descarga de pólvora. Destello tras destello desgarró la noche aterciopelada, mezclándose con los gritos de los soldados. En algún momento del tumulto el maestro le dio la espalda a Ponkert por última vez.

Totalmente solo en el mundo, sin amigos, renuncio mañana a esta forma mortal que ha conocido cambios tan extraños. Me marcho sin ningún tipo de tristeza, porque no tengo nada por qué vivir, y cuanto antes me vaya, más rápido expiaré mis pecados y por fin llegaré a donde se me espera. Porque no puedo creer que sufriré en tormento para siempre.

Sin embargo, incluso renunciaría a esa dicha para volver a ser una bestia, de modo que pudiera sentir mis colmillos hundirse en la garganta negra del maestro, y sentir la sangre brotar caliente en mi boca. ¡Oh, el desgarro, cortar esa carne y tenerlo completamente en mi poder! ¡Sentir sus huesos crujir bajo mis poderosas mandíbulas!

Sin embargo, a veces pienso que tal vez él también, como yo, fue tentado a caer. Quizás él tampoco tenía la culpa, pero, al igual que yo, estaba débil y condenado desde el principio.

Me dicen que cada dolor que sufra ahora acortará mi castigo en el futuro. Cuáles serán mis dolores en la tierra, no lo sé. Puedo romperme en la rueda o estirarme sobre el potro, pero estoy resignado y fortalecido contra mi destino. Solo hay una cosa de la que estoy seguro: seré desollado vivo, y mi historia será escrita en mi piel para que sea conocida.

Nunca antes había oído que se hicieran estas cosas, pero no tengo ninguna duda de que me las harán a mí. Sin embargo, no me importa. Tanto he sufrido en el corazón que ningún malestar corporal puede superar a otros tormentos. Estoy resignado. Que quien lea esto reciba advertencia. Adiós a todos los que conozco y he conocido. Adiós.


***

Cuando terminé de leer el manuscrito me senté a pensar. De modo que este libro fue escrito sobre piel humana, que cuando fue ocupada había encerrado al antepasado de Pierre.

—Pensé —le dije al anciano—, que habías dicho que la persona descrita en la narración era tu abuelo. Pero aquí se relata que su única hija fue asesinada por él mismo. ¿Cómo explicas eso?

—Recordarás quizás que contó cómo, después de la huida desde la cabaña, siguió un vacío en su memoria, salvo el vago recuerdo de disparos. Ahora bien, es probable que esos disparos lo hayan asustado, abandonado a su presa todavía viva. Tal es la leyenda que acompaña al libro durante siglos. También se dice que este libro nunca ha estado fuera de la posesión de los descendientes de los húngaros. Por lo tanto, al observar que ahora poseo el libro, que me fue dado por mi padre, como lo fue por su padre, asumo que por mis venas corre la sangre diluida del hombre lobo.

—Puede que todo esto sea cierto —dije—. Seguramente en las semanas de su encarcelamiento debieron informarle que su pequeña no había sido devorada; sin embargo, habla constantemente a lo largo del relato como si no supiera nada sobre el rescate.

—Ah —respondió—, eso también me dejó perplejo cuando lo leí por primera vez de esto. Pero creo sinceramente que esta información se ocultó a propósito para agregar tortura mental a su castigo físico.

Después de que me fui, me felicité por ser tan afortunado de existir en el prosaico siglo XX, y no en los años llenos de supersticiones que apenas acabamos de dejar. Porque incluso las supersticiones deben tener un principio, y quién sabe cuánta verdad puede haber, después de todo, en esta extraña historia.

Nunca volví a la posada después de eso. A menudo quise hacerlo, pero otros asuntos eran más importantes y la dilación finalmente hizo que el viaje fuera inútil.

Pierre está muerto ahora, sin dejar parientes ni amigos más que yo. Ahora poseo el libro y está ante mí, mientras escribo la historia que contiene para que el mundo la lea y se burle de ella con desprecio.

H. Warner Munn (1903-1981)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de hombres lobo.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de H. Warner Munn: El hombre lobo de Ponkert (The Werewolf of Ponkert), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Es un magistral relato, con temas no muy comunes en historias de hombres lobos. Con el horror del personaje a lo que se ha convertido, a la ferocidad de sus actos. Y una intriga del grupo contra el líder, con una cruel represalia, al provocar los celos de la esposa.
Que provoca la venganza del personaje.
Y un tormento adicional, de no saber que la hija sobrevivió.
Creo que me gustará leer la secuela.

Poky999 dijo...

Sinceramente, no es por menoscabar el relato pero encuentro demasiada intertextualidad con la Bella y la Bestia.
Al atacar a su esposa y la noche cincurdante, me parece fenomenal incluirlo en el relato.
Por cierto, te recomiendo ver Lakabragoatklaw, realiza análisis de estética.

William dijo...

Así es amigo de acuerdo contigo. Estaría bueno saber que pasó con la hija o una secuela. Saludos



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