«Al otro lado del río»: P. Schuyler Miller; relato y análisis


«Al otro lado del río»: P. Schuyler Miller; relato y análisis.




Al otro lado del río (Over the River) es un relato de vampiros del escritor norteamericano P. Schuyler Miller (1912-1974), publicado originalmente en la edición de abril de 1941 de la revista Unknown Fantasy Fiction, y luego reeditado en la antología de 1947: Los durmientes y los muertos (The Sleeping and the Dead).

Al otro lado del río, uno de los mejores cuentos de P. Schuyler Miller, relata la historia de Joe Labatier, un hombre que despierta en medio del bosque, desnudo, sin recordar absolutamente nada de su pasado, y con una atroz sed de sangre.

SPOILERS.

Al otro lado del río de P. Schuyler Miller nos permite presenciar las primeras horas como vampiro de Joe Labatier, es decir, su despertar luego de abrirse paso desde una sepultura improvisada, y la forma en que la noche se abre ante él y es percibida por sus nuevos sentidos.

P. Schuyler Miller se apoya en las viejas leyendas de vampiros para dar consistencia a este despertar. Al principio, la mente de Joe Labatier está entumecida. No recuerda quién es, ni parece comprender del todo la dinámica de la naturaleza a su alrededor. Sin embargo, sus sentidos son extremadamente agudos, y le permiten percibir cosas que a los mortales nos están vedadas.

Ante sus ojos, la vida resplandece con un brillo plateado: árboles, plantas y animales tienen este destello similar a los rayos de la luna. El agua del río, sin embargo, aparece ante él como una especie de niebla negra, fría, que lo debilita —esto se relaciona con la tradición que sostiene que los vampiros no pueden cruzar los cursos de agua, referida además en el título del relato—. Al principio, el vampiro se alimenta de la luz de la luna. Luego descubre brotes y finalmente otras formas de vida más complejas: animales. Su sangre lo ayuda a calentarse nuevamente, a recuperar fuerzas y agudizar aun más sus sentidos. Tal es así que detecta, a kilómetros de distancia, la tenue luz de una lámpara en una casa. Parece recordar algo al respecto. Si tan solo pudiera entrar...

Es así que Joe Labatier despierta sin recordar nada, completamente embotado, con el cerebro vacío, tal como la leyenda describe el despertar de los Ghouls, una raza de vampiros salvajes que se alimentan de carroña (ver: Ghouls: vampiros de los cementerios). Solo es consciente de la sed, el hambre insaciable, y un sentimiento extraño, un impulso, como una delgada cuerda dorada atada en su corazón, que lo lleva a atravesar la montaña y el bosque hasta llegar a la pequeña cabaña apartada. Allí brilla una luz distinta a las demás, la luz de una mujer: su esposa.

Este poderoso enlace con su esposa (ver: El enlace del Vampiro con su víctima) lleva al vampiro a transgredir todos los elementos que lo ahuyentan y lo debilitan: el agua del río, en principio, y las cruces (ver: Por qué los vampiros no soportan los crucifijos).

Al otro lado del río, una verdadera joya de P. Schuyler Miller, nos permite conocer la perspectiva del vampiro, un recurso infrecuente en la época. De hecho, el único ejemplo que recuerdo de aquellos años es El extraño (The Outsider), de H.P. Lovecraft. En ambos casos, esa perspectiva también resulta eficaz para que podamos sentir en carne propia el estado de degradación que supone la existencia de ultratumba.




Al otro lado del río.
Over the River, P. Schuyler Miller (1912-1974)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


La forma de su cuerpo se veía marcada en el barro congelado, donde había estado boca abajo junto a un árbol caído. Sus huellas eran profundas en la nieve derretida, y sus pies habían dejado manchas oscuras y húmedas donde había escalado la roca. Había permanecido allí por mucho tiempo. El suficiente como para que el tiempo perdiera su significado.

La luna subía sobre la montaña más cercana, llena y blanca, grabada con el patrón de ramas desnudas. Su luz cayó sobre su rostro, sobre sus ojos hundidos, brillantes, y el azul hinchado de las mejillas en las que había comenzado a crecer la barba. Brillaba en el mundo de los árboles y las rocas de los que él era parte, y le dio vida.

La noche era cálida. En el valle, la nieve había desaparecido. Las flores estaban empujaban hacia arriba a través de la tierra húmeda; las ranas boqueaban, las grandes truchas se agitaban en las profundas charcas del río. Era mayo, pero en las laderas de la montaña, hacia el norte, donde nunca salía el sol, la nieve todavía estaba cubierta de un hielo azul, y las agujas de escarcha brillaban en el barro negro del suelo del bosque.

Era mayo. Durante toda la cálida noche, escuadrones de pájaros cruzaban la cara de la luna. Durante toda la noche, sus voces descendieron como murmullos de otro mundo. Pero, para un oyente en la noche, otra voz era más clara, más fuerte, más insistente, ahora como un toque de cristal, ahora como la risa de un elfo, siempre un susurro sin aliento e interminable: la voz del agua corriendo.

No escuchó ninguna de estas cosas. Estaba parado donde había llegado por primera vez a la luz de la luna llena, su rostro alzado para recibirla, bebiendo su brillo. Se estremeció como en una corriente de las cosas que había olvidado, en otro mundo. Disolvió el dolor sordo del frío que había en su cuerpo y mente, que endureció sus extremidades hinchadas, y quedó como una pepita helada detrás de sus ojos. Se empapó de luna, y del mundo que lo rodeaba, hasta el punto de que cada rincón brillaba con su propia luz pálida, blanca y vaporosa, hasta donde podía ver.

Era un mundo extraño. No se acordaba de cómo había sido el otro mundo antes, pero esto era diferente. La luz de la luna lo inundaba con una neblina perlada a través de la cual las columnas de los árboles se elevaban como estalagmitas sombrías. La neblina no era solo de la luna; era parte de este nuevo mundo y de las cosas que había en él.

Los líquenes grises debajo de sus pies estaban delineados con ondas de luz cada vez más amplias. Y la luz pulsaba a través de la corteza áspera de los troncos y ardía como pequeñas velas en la punta de cada rama en crecimiento. Los abetos estaban cubiertos de agujas plateadas de luz. Una turbulenta niebla de resplandor se arrastraba sobre el suelo del bosque, quebrada por islas negras de roca. La luz estaba en todo en este nuevo mundo en el que estaba, excepto solo por la roca y por sí mismo.

Bebió la luz de la luna a través de cada poro, y ardió gloriosamente en ella. Fluyó por cada vena y hueso de su cuerpo, expulsando el frío húmedo que estaba en su carne, pero la luz que absorbió no volvió a brillar como lo hizo en los árboles, el musgo y los líquenes. Bajó la mirada hacia sus manos hinchadas y flexionó sus dedos azules; movió los dedos de los pies con las botas empapadas y sintió una humedad pegajosa que se aferraba a su cuerpo.

Todavía tenía frío. Mucho frío. Penetrante como si el aliento helado del invierno soplara sobre él. Se puso en cuclillas en el charco de luz y se quitó las botas, torpe y dolorosamente, luego se recostó en la piedra y miró el rostro sonriente de la luna.

El tiempo pasó, pero si fueron minutos u horas, o si todavía había cosas como minutos y horas, no podría haberlo dicho. El tiempo no tenía sentido para él en este mundo nuevo y extraño. El tiempo pasó, porque la luna estaba más alta y su luz más fuerte y cálida sobre su carne desnuda, pero no sintió su paso.

A medida que la sensación de calor crecía en él, trajo otro sentimiento, un hambre sordo que le roía los huesos, que lo inquietaba. Se acercó a un enorme haya, cuyas ramas se alzaban por encima de las copas de los otros árboles, y sintió un rápido escalofrío cuando su sombra cayó sobre él. Luego lo abrazó con los dos brazos, todo su cuerpo presionando ansiosamente contra la madera resplandeciente, y la luz que brotaba de ella lo atravesó como una llama. Pellizcó el brote largo y puntiagudo de una ramita. Yacía en su palma como una joya de fuego pálido antes de que se la llevara a la boca y sintiera su calor extenderse dentro de él.

Comió brotes cada vez que pudo encontrarlos, quitándolos de las ramitas con dedos torpes, frotándoos con ansia en el musgo. Los trituró entre sus dientes y se los tragó, y el fuego que brillaba en ellos se extendió por su carne fría y la calentó un poco. Arrancó trozos de liquen de la roca, pero eran duros y leñosos y no podía tragárselos. Rompió ramitas de abeto, con agujas y con la luz de la vida, pero la resina que contenían le quemó los labios y la lengua.

Se sentó, encorvado contra una roca, mirando ciegamente las crecientes profundidades del bosque. Las cosas que había tragado habían ayudado un poco a aliviar el frío que había en sus huesos, pero no mitigaban el hambre ni la sed que lo torturaban. Tenían vida, y la calidez de la vida, pero no lo que él necesitaba, lo que de alguna manera debía tener.

Al borde de su campo de visión, algo se movió. Se movió sin ruido a través de las copas de los árboles en llamas, como una nube luminosa. Se acomodó en una rama sobre su cabeza, torció el cuello hacia atrás y lo miró con ojos huecos y ardientes. La niebla de luz blanca era muy brillante a su alrededor. Podía sentir su calor, incluso a esta distancia. Y había algo más. El hambre se apoderó de él, más feroz que nunca, y la sed le encogió el esófago.

El búho lo había visto y decidió que era otro muñón podrido. Se sentó encorvado contra el tronco del gran abeto, mirando y escuchando a su presa. Fue recompensado por un pequeño sonido o un aroma flotante, y extendió sus alas silenciosas para flotar como un fantasma en la noche. No vio la cosa deformada, había pensado en un conejo o un roedor. Se puso de pie y lo siguió.

Un puercoespín, en lo alto de un abedul, vio pasar al búho y lo ignoró. Un cuervo dormido se despertó de repente, aterrorizado. Pero el gran pájaro pasó de largo, con la intención de otra presa.

Había claros en el bosque, incluso a esta altura, donde se habían cortado árboles y crecían zarzas. Toda clase de pequeñas criaturas vivían allí. El búho lo sabía.

Llegó al borde del claro a tiempo para ver el golpe del búho y escuchar el grito del conejo herido. A sus ojos era como si un rayo de fuego brillante se hubiera lanzado a través de la noche para golpear una segunda bola de fuego en el suelo. Caminando hacia adelante, entre las zarzas, se arrojó sobre los dos animales antes de que el búho pudiera volver al aire.

El enorme pájaro lo atacó salvajemente con pico y garras, abriendo la carne hinchada de su cara en grandes y curvas hendiduras; pero é le mordió profundamente el pecho, a través de plumas y piel, rasgando su carne con los dientes y dejando que el calor y un chorro de sangre se derramasen por sus labios agrietados, aliviando su garganta. Sus dedos rasgaban el cuerpo, rompiéndolo en pedazos que pudiese meter en su boca. Escupió plumas y huesos, y la sed se fue, y el dolor en sus entumecidos huesos se había lavado. Le pareció que sus dedos brillaban un poco con la misma luz pálida que emanaba de las otras cosas del bosque.

Cazó toda esa noche, a través del claro y el bosque cercano, y encontró y comió dos ratones de madera y un puñado de larvas y otros insectos. Descubrió que las cuerdas enroscadas de los helechos estaban llenos de vida y eran más sabrosos que los brotes o los líquenes. A medida que el frío lo dejaba, podía moverse con mayor libertad, pensar con más claridad, pero la sed estaba creciendo de nuevo.

De los recuerdos perdidos de ese mundo, el murmullo del agua corrió hacia él. El agua debería calmar la sed. Podía oírlo debajo de él en la ladera de la montaña, a través de la niebla, chapoteando sobre piedras desnudas, gorgoteando a través de túneles en las raíces y el musgo. La escuchó a lo lejos, muy por debajo en el valle, rugiendo contra los cantos rodados y saltando sobre salientes. Mientras escuchaba, un escalofrío se apoderó de él, como si una sombra estuviera pasando, pero la sensación lo abandonó. Lenta y dolorosamente, comenzó a descender por la ladera de la montaña.

El agua estalló en la base de una pared de roca, descansó en un estanque profundo y claro debajo del acantilado y luego se deslizó a través del musgo, girando y girando, deslizándose sobre piedras planas, sumergiéndose en grietas y surgiendo en pequeñas fuentes brillantes y desapareciendo nuevamente bajo enredos de raíces enmarañadas y troncos de árboles caídos, creciendo y corriendo cada vez más rápido hasta que saltó sobre el último acantilado y cayó en una salpicadura de gotas centelleantes en el valle.

Lo vio y se detuvo.

Un vapor negro yacía sobre él como una alfombra. Vio un sendero negro que serpenteaba a través de la niebla luminosa que colgaba sobre el suelo del bosque. Donde el riachuelo permanecía tranquilo, era delgado, y la luz de la luna atravesaba y brillaba en el agua clara, pero donde la pequeña corriente se apresuraba sobre raíces y piedras, la niebla negra yacía densa e impenetrable, opaca y sin vida.

Se lamió los labios inquietos con una lengua hinchada y avanzó cautelosamente. El escalofrío lo había invadido de nuevo, adormeciendo sus nervios, embotando su laborioso cerebro. El agua apagó la sed; todavía recordaba eso de alguna manera, y esta cosa brillante y que cantaba era agua. En la base del acantilado, donde el agua brotaba bajo la roca, la niebla negra era más delgada. Se arrodilló y sumergió sus manos ahuecadas en el agua.

Cuando la niebla negra se cerró sobre él, todo sentimiento desapareció de sus manos. El frío terrible, adormecedor, se abrió camino como ácido en su carne y huesos. La niebla estaba drenando el calor, la vida, fuera de él, a través de sus manos y brazos, absorbiéndole todo lo que había bebido con la sangre del búho y absorbido en los rayos blancos de la luna. Se puso de pie, luego se derrumbó al lado del arroyo.

Permaneció allí, indefenso, durante mucho tiempo. Poco a poco la luz de la luna lo revivió. Poco a poco, el entumecimiento salió de sus músculos y pudo mover las piernas. Se puso de pie, apoyándose contra el acantilado. Miró con ojos ardientes el agua y sintió la sed aferrándose al esófago y el hambre carcomiendo sus entrañas. El agua era la muerte para él. La niebla negra que yacía sobre el agua corriente era mortal, drenando la fuerza vital de lo que fuera que la tocara. ¡Era la muerte! Pero la sangre, ¡la sangre fresca, ardiente y resplandeciente era vida!

Algo se sacudió a la sombra del acantilado. Sus ojos lo encontraron: un bulto de espinas ardientes, saltando por un sendero gastado que conducía sobre las rocas a la pequeña charca, un puercoespín vino a beber. Sintió la vida en él, el hambre le retorció el vientre, pero la barrera negra del agua corriente estaba entre él y la criatura.

Se arrastró hasta el borde de la charca y bebió, el brillo de su cuerpo erizado brillaba a través de la niebla negra sobre el agua. Cruzó el pequeño riachuelo donde era más angosto, debajo de la charca, y subió por el camino hacia él, sin miedo.

Lo mató.

Su cara y su cuerpo estaban cubiertos de espinas antes de que el animal estuviese muerto, pero rasgó su cuerpo con sus dos manos entumecidas y dejó que su sangre caliente bajara por la garganta y le devolviera el calor y la vida que la niebla negra le había quitado. Lo único que necesitaba era sangre, lo había aprendido, y dejó el cadáver flácido del puercoespín junto al camino y se volvió hacia el bosque.

El agua estaba en todas partes, aquí en las laderas más bajas de la montaña. Sus rastros negros ribetearon el brillante suelo del bosque a cada lado. Hizo una pared de frío sobre el lugar donde se encontraba, por lo que tuvo que volver a subir a la cima de la cresta y rodear las fuentes.

El sol salió, trayendo una luz dorada y mordaz que encogió su pálida carne, y provocó la sed insoportable en su garganta, llevándolo al refugio de una cueva. La sangre apagaba esa sed horrible y creciente, y expulsaba el frío que se arrastraba implacablemente sobre él, pero era difícil encontrar sangre. Otras cosas matarían el frío —los brotes y las cosas que crecen—, pero no podrían calmar la sed ni aplacar el hambre salvaje en él.

Llegó otra noche, por fin, y se quedó de pie bajo la brillante luz de la luna cada vez más alta en un espolón desnudo que dominaba el valle. Todo el mundo yacía ante él, bañado en plata y forrado de negro. Podía ver montaña tras montaña, surcadas por la luz de los árboles en crecimiento, cubiertas por la niebla brillante, sus calvas coronas negras perfiladas contra las nubes iluminadas por la luna. Podía ver los torrentes de las montañas que se deslizaban por sus flancos, como hilos de tinta, uniéndose, ensanchándose, bajando para unirse al río que rugía hoscamente bajo su mortaja negra en el valle a sus pies.

El valle estaba lleno de vida. Estaba vivo con cosas que crecían, y la niebla blanca que se alzaba de ellas los cubría con un caldo de luz a través del cual el río y sus afluentes cortaban líneas negras y frías. Había otras luces: constelaciones amarillas de luz de lámpara esparcidas por los prados plateados. Muchas de ellas se agruparon en la desembocadura del valle, donde las montañas se separaban, pero había cada vez menos a medida que seguían la barrera negra del río, y en la cabecera del valle debajo de él, una chispa brillante ardía sola.

Estaba de pie con la luz de la luna lavando su cuerpo desnudo, blanco como la muerte, mirando esa mancha de luz dorada. Había algo que debía saber al respecto, algo que estaba oculto en ese otro mundo en el que había estado. Había algo que lo atraía hacia él, como un hilo invisible, extendido a través del espacio de la noche blanca, atándolo a él.

Al día siguiente yacía enterrado bajo un tronco podrido, a mitad de la montaña. La noche siguiente, poco después de la salida de la luna, se encontró con una cierva, con la espalda rota, inmovilizada debajo de un árbol caído. Le desgarró el cuello y bebió la sangre humeante que vertía calor y vida a través de su cuerpo, despertándolo, llenándolo de vigor. El frío se había ido, y ahora estaba seguro de que sus dedos brillaban con una luz propia. ¡Ahora estaba realmente vivo!

Siguió la cresta, y antes del amanecer llegó al borde del río. La negrura era un muro impenetrable que ocultaba la otra orilla. A través de él podía escuchar el agua corriendo sobre la grava, el gorgoteo de remolinos y el murmullo de los rápidos. El sonido lo atormentaba y le devolvió la sed, pero él retrocedió hacia el bosque, porque el cielo ya brillaba en el este.

Cuando salió la luna, durante la cuarta noche, no había encontrado nada para comer. Su luz lo sacó del bosque nuevamente, a la orilla del río, donde se ensanchaba en un estanque tranquilo. La niebla negra era delgada sobre la superficie vidriosa del agua, y a través de ella vio la luz amarilla de la lámpara de la casa que lo había arrastrado por la montaña.

Estaba parado hasta la cintura en la maleza que bordeaba el estanque, mirando esos dos rectángulos amarillos. De vuelta en el vacío de su mente, un recuerdo luchaba por aparecer. Pero pertenecía al otro mundo, el mundo que había dejado atrás, y se desvaneció.

El reflejo de las luces yacía en el agua quieta del estanque. La niebla no era más que una gasa negra dibujada a través de la luz de la lámpara, que la opacaba. El agua yacía como una lámina de vidrio negro, dura y pulida, con los fantasmas de los pinos en su otra orilla creciendo en sus silenciosas profundidades. Las estrellas se reflejaban allí en pequeños puntos de parpadeo, así como el círculo menguante de la luna.

No oyó el portazo, allí entre los pinos. Un nuevo sentimiento estaba creciendo en él. Fue extraño No era sed, no hambre. Lo sumergió en su todopoderosa compulsión. Apretó sus músculos y lo sacó de su control, forzándolo paso a paso a través de las espadañas hasta la orilla. Había algo que debía hacer. Alguna cosa.

Ella salió de las sombras y se paró a la luz de la luna en la otra orilla, mirando hacia el cielo. Se bañó en ese torrente plateado, dejó que lavara su delgado cuerpo blanco, su brillante cabello negro, acariciando cada línea y curva de su figura. Su propia luz se aferraba a ella como un aura plateada, suave y cálida, que brotaba de su piel blanca y se aferraba amorosamente a ella, ocultando su belleza con luz. Esa belleza lo sacó de las sombras, del bosque, hacia la luz de la luna.

Ella no lo vio al principio. La noche era cálida. Estaba parada en una roca a la orilla del agua, con los brazos levantados y las manos entrelazadas en su cabello negro. Todo su joven cuerpo estaba tenso, dando la bienvenida a la luz de la luna y al toque de la brisa nocturna. La luna parecía estar flotando en el agua, más allá de su alcance. Se ató el cabello en un moño detrás de la cabeza y bajó rápidamente al agua. Observó cómo las ondas se ensanchaban y se propagaban a través del estanque vidrioso.

Entonces ella lo vio.

Se quedó allí, con el rostro medio en sombras, encorvado y desnudo. Sus brazos eran esqueléticos y sus costillas sobresalían debajo de la piel que colgaba en pliegues blancos, flácidos. Sus ojos eran pozos negros y un rastrojo de barba le cubría las mejillas caídas. La marca de las garras del búho estaba en su rostro, así como las laceraciones producidas por las espinas del puercoespín. Su carne era blanca como la luz de la luna, pero teñida de algún modo con la mancha oscura de la muerte.

Ella lo vio y lo conoció.

Su mano fue a la pequeña cruz que brillaba como un carbón de fuego escondido en el hueco de su garganta. Su voz se elevó y se atragantó:

—¡Joe! ¡Joe!

Él la vio y la recordó.

El hilo que había sentido en la montaña había sido su presencia, atrayéndolo hacia ella, más fuerte que la sed o el hambre, más fuerte que la muerte, más fuerte incluso que la niebla negra sobre el río. Ahora estaba entre ellos, apretando, arrastrándolo paso a paso hacia el agua silenciosa.

Las ondas se rompieron contra sus piernas y sintió la niebla negra que se elevaba de ellas, sintió el entumecimiento arrastrándose en sus pies, en sus piernas, en su cuerpo. Había pasado un día desde que había matado al ciervo y sus fuerzas eran escasas. No pudo seguir. Se quedó hasta las rodillas en el agua, mirándola a través del pequeño espacio que los separaba. Intentó hablar, llamarla por su nombre, pero había olvidado las palabras.

Entonces ella gritó y corrió: una corriente de fuego blanco a través de las sombras, y él escuchó la puerta de la casa cerrarse tras ella y vio que las persianas bajaban, una tras otra, sobre la luz amarilla de la lámpara. Se quedó allí, mirándola, hasta que el frío se arrastró y comenzó a asfixiarlo, y él se volvió y tropezó dolorosamente en tierra.

La luna lo encontró en lo alto de la montaña, por encima de las fuentes que lo rodeaban, abriéndose camino hacia el final del valle. No podía cruzar el agua corriente, pero podía rodearla. Mató a un conejo y su sangre lo ayudó a continuar, con el frío que se filtraba por sus huesos y el hambre y la sed desgarrándolo. El nuevo hambre, el anhelo que lo atrajo hacia la chica del valle, era más fuerte que ellos.

Era todo lo que importaba ahora.

La luna todavía estaba en el cielo cuando se paró debajo de los pinos ante la puerta cerrada de la casa. La mitad de la noche se había ido, y las nubes se estaban acumulando. En el este, el trueno murmuró, rodando entre las montañas hasta que se apagó bajo el sonido del río.

El vínculo entre ellos era como una cuerda de hierro que lo empujaba. La puerta estaba cerrada y las cortinas se dibujaban sobre las ventanas a ambos lados, pero la luz amarilla de la lámpara se filtraba a través de las grietas en sus paneles desgastados. Levantó una mano para tocarla y retrocedió al ver los patrones de tablas cruzadas que se lo impedían a él y a los de su especie.

Gimió, como la cierva que había matado. La cruz tejió una red de acero a través de la puerta que no pudo romper. Dio un paso atrás, y entonces la puerta se abrió.

Ella estaba allí.

Estaba de espaldas a la luz y solo podía ver la silueta delgada de su cuerpo, con la cruz de fuego dorado en su garganta y el aura de niebla plateada que se aferraba a ella, tan cálida y brillante que estaba seguro de que debía ahogar el luz de la luna. Incluso a través del vestido, lucía el fuego de su joven vitalidad. Se quedó bañándose en él, anhelando, mientras el hambre, la sed y el anhelo doloroso brotaban en él a través del frío amargo.

Transcurrió un minuto quizás, o solo segundos hasta que ella habló. Su voz era débil.

El patrón de la cruz en la puerta no pudo detenerlo después de ella le dio la bienvenida. Sintió que la barrera se disolvía cuando entró. Las nubes se habían alejado y la luna se hizo un punto brillante a través de la puerta abierta. Él se quedó allí, mirándola, viendo la habitación familiar con su piso de tablas fregadas, sus paredes enyesadas, su estufa limpia y negra, viéndolas como si fueran la primera vez. No despertaron ningún recuerdo en él. Pero ella sí.

Él vio sus ojos oscuros ennegrecidos por el horror cuando ella lo vio por primera vez a la luz de la lámpara. Bajó la mirada hacia sus manos, la carne blanca, su cuerpo desnudo y descolorido, manchado de barro y sangre. Él gimió, dio un paso tambaleante hacia ella, pero su mano se acercó al pequeño crucifijo en su garganta y se deslizó rápidamente alrededor de la mesa, colocándola entre ellos.

Se quedó mirando la cruz. El fuego dorado que ardía en él los separaba tanto como la fría niebla negra del agua corriente lo había hecho. Al otro lado de la mesa podía sentir su puro resplandor, caliente como la luz del sol. Lo marchitaría. Lo dejaría hecho cenizas. Se quejó de nuevo, en agonía, como un perro azotado. La añoranza por ella era un tormento absoluto, ahogando todo lo demás, pero no podía obligarlo a acercarse.

La chica siguió su mirada. El crucifijo había sido su regalo, antes, en ese otro mundo. Ella lo sabía, aunque él no. Lentamente, ella desabrochó la cinta que la sostenía y la dejó caer en su mano extendida.

La cruz ardió en su carne como un carbón al rojo vivo. Retiró su mano pero el metal ardiente se aferró. Sintió que el calor le subía por el brazo y lo arrojó salvajemente por la habitación. Agarró la mesa con ambas manos y la apartó de su camino. Entonces ella estaba frente a él, su espalda contra la pared, su rostro como una máscara de horror.

La escuchó gritar.

El terrible anhelo había sumergido el hambre, la sed y el frío que habían sido sus únicas fuerzas impulsoras antes de encontrarla. Ahora, mientras estaban frente a frente, otras fuerzas tomaron posesión de su mente entumecida. Él sintió el cuerpo cálido y delgado de su presa retorciéndose bajo sus dedos. Sintió la fragancia que surgió de ella. Él vio sus ojos, enturbiados por el miedo, mirando los suyos.

En ese momento estalló la tormenta. La puerta todavía estaba abierta, y cuando se volvió parecía estar cerrada por una cortina de agua que caía. La niebla negra se arremolinaba entre las gotas de lluvia, borrando el mundo. Extendió una mano exploradora, marcada con la silueta carbonizada de la cruz, y la retiró al sentir el frío de la niebla.

Escuchó voces solo un momento antes de que se pararan allí: tres hombres, goteando, apiñados en la puerta, mirando la cosa en el suelo, y a él. Por un momento recordó: Louis, su hermano, y Jean y el viejo Paul. Los perros estaban con ellos, pero retrocedieron, lloriqueando, asustados.

Louis lo conocía, como su hermana, como los demás. Su susurro tenía tanto odio como miedo. Estaba en todas sus caras. Sabían la maldición que pesaba sobre Joe Labatie. Habían sabido lo que significaba cuando no bajó de la montaña la noche de la primera tormenta. Pero solo Louis, de todos ellos, había visto caer el árbol y sujetarlo. Louis fue quien hizo la marca de la cruz en la nieve que flotaba sobre él y lo dejó allí. Louis Larue, quien no vería la maldición Labatie caer sobre su hermana o sus hijos después de ella.

Fue la pistola del viejo Paul la que bramó. Vieron la lágrima que atravesó ese cuerpo blanco como la muerte, vieron el fluido oscuro que goteaba de la horrible herida, vieron la cosa muerta que era Joe Labatie, con los ojos de su cráneo ardiendo, mientras todavía se acercaba a ellos.

Y ellos corrieron.

Louis se mantuvo firme, pero lo que se precipitó sobre él fue como un oso enardecido. Lo golpeó y lo arrojó al suelo. Sus dedos resbaladizos le mordieron los hombros; su horrible rostro colgaba cerca del suyo. Pero el crucifijo en su garganta lo salvó, como podría haberla salvado ella, y la cosa retrocedió y se lanzó a la tormenta.

La lluvia era como hielo en su cuerpo desnudo mientras huía, drenando su fuerza. La niebla negra llenó el bosque, borrando la luz plateada de sus seres vivos. Se cerró sobre su cuerpo y se hundió en él, absorbiendo la vida antinatural que había bebido. Sintió que el gran frío volvía a crecer en él. La luna se había ido y él estaba ciego, frío, entumecido. Se estrelló contra un árbol, y luego otro, y luego sus piernas debilitadas se doblaron debajo de él y cayó boca abajo en la orilla del río.

Se tumbó en el agua corriente, envuelto en la niebla negra, sintiendo que los otros se acercaban. Escuchó sus pasos en la grava y sintió sus manos sobre él, arrastrándolo fuera del agua, dándole la vuelta. Los vio: tres pilares de luz blanca, el fuego amarillo de sus crucifijos en sus gargantas, la niebla negra ondeando alrededor de sus cuerpos mientras lo miraban fijamente. Sintió la bota de Louis mientras se balanceaba brutalmente en su costado y sintió que los huesos se partían y la carne se desgarraba, pero no había dolor, solo frío.

Sabía que estaban ocupados en algo, pero el frío se deslizaba por su cerebro, detrás de sus ojos, mientras la lluvia lo envolvía en su neblina mortal. Quizás cuando la luna volviera a salir, su luz lo reviviría. Tal vez mataría de nuevo y sentiría la sangre caliente en su garganta. Apenas podía ver ahora, aunque sus ojos estaban abiertos. Podía ver que el viejo Paul tenía una larga estaca de madera en sus manos. Vio a Louis tomarla y levantarla con ambas manos sobre su cabeza. Vio los dientes de Louis brillar, blancos, en una sonrisa salvaje.

P. Schuyler Miller (1912-1974)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de P. Schuyler Miller.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de P. Schuyler Miller: Al otro lado del río (Over the River), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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