«¡No vengan a Marte!»: Henry Hasse y Emil Petaja; relato y análisis


«¡No vengan a Marte!»: Henry Hasse y Emil Petaja; relato y análisis.




¡No vengan a Marte! (Don't Come to Mars!) es un relato fantástico de los escritores norteamericanos Henry Hasse (1913-1977) y Emil Petaja (1915-2000), publicado originalmente en la edición de abril de 1950 de la revista Fantastic Adventures, y luego reeditado en numerosas antologías.

¡No vengan a Marte!, sin dudas uno de los grandes relatos de Henry Hasse y Emil Petaja, narra la historia de una pareja de astronautas, cuyas mentes son estudiadas por un extraterrestre decidido a a resolver una inquietud fundamental: ¿cuál es la fuerza más poderosa del universo? ¿El instinto de supervivencia.. o aquello que los terrícolas llaman amor?

Si bien es cierto que ¡No vengan a Marte! recurre a casi todos los clichés de la ciencia ficción de aquellos años, también hay que decir que posee un encanto muy particular, sobre todo al final, donde aquella advertencia para que nadie se acerque a Marte adquiere matices mucho más inquietantes de lo que pensábamos hasta ese momento.




¡No vengan a Marte!
Don't Come to Mars!, Henry Hasse (1913-1977) y Emil Petaja (1915-2000)

Era una compleja situación, desde luego (y especialmente porque Ruth estaba al borde de la histeria). Así no era posible hacer nada. Clint Anders miró a la muchacha de pelo negro acurrucada contra él en el vehículo marciano, movido por una extraña fuente energética.

—Tranquila —susurró—. Tranquila. No siento la menor hostilidad por parte de estas criaturas. ¡Y es natural que sean curiosas!

—Pero ¿adonde nos llevan, Clint? Tengo miedo. ¡Quisiera haber muerto en el choque, junto con todos los demás!

—No digas eso, querida. Saldremos de esto.

Clint lamentaba haber abandonado los destrozados despojos del Terra, pero no quedaba otra opción.

Estas criaturas habían surgido instantáneamente de la tormenta magnética marciana, casi como si hubiesen estado esperando el choque. Clint pensó en esto, y durante el largo viaje a través del desierto les dedicó toda su atención profesional. Eran, sin duda, arácnidos. Tenían ocho patas, cuerpos de suave pelaje de tinte dorado, y cabezas bulbosas. Sus ojos inmensos eran facetados. No llevaban armas, pero condujeron a los terrestres a su vehículo tubular con una calmosa aura de insistencia. Todos los intentos de comunicación habían fracasado y Clint sentía que menospreciaban sus esfuerzos.

Contempló el infinito desierto ocre. Allí quedaba el Te-m y los cuerpos del comandante Clark, el técnico en jefe Mowbray, y los otros seis miembros de la Primera Expedición Tierra-Marte. Mowbray había muerto junto a los estabilizadores gravitatorios, trabajando frenéticamente hasta el último momento. La furia de esa tormenta magnética era algo nuevo en su experiencia. Clint y Ruth eran los únicos que se encontraban en la parte posterior, junto al tablero de comando de los cohetes posteriores, y lograron alcanzar las redes antiimpacto justamente a tiempo. Ahora Clint sentía una sensación de dolor y de irreparable pérdida. Se volvió a Ruth, le tomó la mano y dijo:

—Pienso que nada malo nos va a ocurrir. Estos seres son inteligentes. Quizá nos ayuden, una vez que logremos comunicarnos con ellos.

El vehículo, semejante a un trineo, aminoraba la marcha. Iniciaron un ascenso gradual, y de pronto, en lo alto apareció una ciudad. Extrañas estructuras cónicas de diversos colores se elevaban entre la arena. Minutos más tarde viajaban en algo parecido a un monorriel subterráneo. Oyeron el suspiro del cojín de aire que frenó la marcha del aparato, y se abrieron las puertas. Sus captores les indicaron que salieran.

Contuvieron la respiración ante el esplendor de la estancia en que penetraron. Muros de mármol rosa ascendían hasta un domo de filigrana plateada. Bajo la suave luz anaranjada, el inmenso piso brillaba como mercurio. En el centro había un estrado, con un brillante trono cubierto de cojines. Y en él estaba una figura negra y dorada dos veces más grande que las demás criaturas, y dos veces más espantosa. La figura se movió, y se inclinó hacia delante. Y en el acto un pensamiento invadió con enorme potencia la habitación.

—¡Soy Dhaarj!

Con un escalofrío, Ruth apartó la vista.

—Cuidado —le recomendó Clint, al tiempo que la rodeaba con el brazo. No había comprendido con precisión lo que la criatura deseaba transmitir, pero sintió su poder. Habían venido aquí a estudiar la vida en Marte; pero Clint sospechaba que la vida marciana les estaba estudiando a ellos.

Dhaarj, Alto Señor y Suprema Luz de Marte, ciertamente les estaba estudiando. Se sentó imperiosamente sobre su trono. Sus ocho miembros descansaban sobre ocho cojines. Su inmensa cabeza estaba extendida hacia delante, y sus ojos, fríos y negros como la profundidad del espacio, miraban intensamente a los extraños que le habían traído desde el desierto. Sus dos antenas vibraban rápidamente.

—Pienso que está tratando de comunicarse —susurró Clint.

Así era, en efecto. Sus miembros se enroscaban y se desenroscaban por el esfuerzo que hacía para penetrar las mentes de los dos extraños. Les dirigió un mensaje con suficiente energía para transmitir una orden a todo el planeta, pero pronto se convenció de que estas estúpidas criaturas no podían comprenderle. Abandonó el intento, y se dirigió a sus científicos. Ya la mente prodigiosa de Dhaarj estaba recibiendo todos los hechos conocidos acerca de la llegada de la nave espacial. Durante días sus astrónomos le habían informado de su posición con increíble exactitud. Pero por más que buscaron la forma, no habían tenido manera de impedir el choque. Ahora alzaba un miembro impaciente.

—¿Habéis cumplido mis órdenes? —transmitió telepáticamente—. ¿Habéis extraído los moldes de pensamiento del cerebro de los que murieron en la nave?

Inconscientemente había elevado su energía mental a la cuarta magnitud. El científico jefe, asombrado, se inclinó hasta tocar el suelo con las antenas.

—Sí, Su Eminencia. ¡Así es! Hemos seguido sus instrucciones. Es innecesario agregar que los resultados han sido excelentes.

—Yo juzgaré eso. Pero ¿qué esperáis? Quiero conocer los resultados.

Demostrando cierto nerviosismo, los científicos se unieron estrechamente, para constituir una entidad interconectada. Su flujo mental combinado transmitió a Dhaarj todo lo que habían logrado extraer de los cerebros de los terrestres muertos. Todo lo que cada uno de los terrestres había tenido en su mente, la suma total de sus imágenes y conocimientos, penetró en el vasto cerebro de Dhaarj.

Clint se inclinó, tenso, hacia delante, contemplando la escena. Trataba de percibir algún indicio de ese intercambio mental, pero sólo un débil eco interior pasó por su cerebro y desapareció. Había una sensación de expectativa. No apartó la mirada un instante de la inmensa criatura arácnida, Dhaarj. Una vez que los científicos concluyeron, Dhaarj permaneció inmóvil, asombrado. Miró a los dos terrestres. Eran seres inteligentes, sin sombra de duda. ¡Pero sus esquemas mentales! Para Dhaarj estos esquemas eran sorprendentes, insensatos, absolutamente incongruentes.

—Algún elemento se ha perdido —vibró, dirigiéndose a los científicos, que ahora estaban a prudente distancia de la gloria mortal de su trono—. No es posible que todos estos terrestres estuvieran locos. Si bien parecen conocer la lógica, aparentemente no la han tenido en cuenta. En tanto que los más rudimentarios esquemas de pensamiento dictaban un curso de acción, incomprensiblemente eligieron otro. —Miró al científico jefe—. ¿Está usted seguro de no haber confundido los esquemas de pensamiento al extraerlos?

—¡Su Ilimitabilidad! —el científico jefe se inclinó tanto que sus ocho miembros resbalaron en todas direcciones—. La extracción de las coordenadas cerebrotalámicas de los cadáveres se realizó sin la menor falla, y el resultado fue automáticamente registrado por el transtelector. Estamos absolutamente seguros de que nada puede haberse perdido.

—Quizá, si Su Magnificencia perdona mi osadía, estos seres tengan un desarrollo vital defectuoso y sean incapaces de la pura razón.

Algo semejante a una sonrisa alteró los delicados rasgos de Dhaarj mientras miraba a Clint y a Ruth.

—No pienso lo mismo —expresó con seguridad—. Estos seres de la Tierra han demostrado suficiente razón y conocimiento para construir una nave capaz de salvar el espacio interplanetario. Algo —remarcó— que ni siquiera usted mismo, y todo su equipo, han logrado jamás.

—Sólo porque carecemos de los metales necesarios, Su Luminosidad —dijo la preocupada respuesta—. De otra manera, con nuestras fórmulas y las ecuaciones multiuniversales...

—¡No interrumpa! —atronó mentalmente Dhaarj, al tiempo que él mismo lo hacía—. Repito que algo se ha perdido. O tal vez estos seres poseen algo que nunca hemos conocido. Pero lo descubriré. Descubriré qué es lo que falta, aunque deba someter a estos dos a la integración mental.

Su mente había elevado su potencial hasta la sexta magnitud lo que indicaba que la audiencia había concluido. Lentamente, los científicos empezaron a retirarse. Esto no era nuevo para ellos. Cada secreto del universo constituía un desafío para Dhaarj, y ahora, a sus duras labores científicas, se agregaban estas dos extrañas criaturas pertenecientes a una forma vital de la Tierra.

—Guardad bien a estos dos —dijo finalmente Dhaarj—. Haced un estudio completo de la nave espacial. Reparadla. ¡Mejoradla!

—Sí, Su Luminosidad —replicó el científico jefe mientras salía.

De manera que Clint y Ruth, sin salir de su asombro, fueron conducidos a otro ambiente próximo, maravillosamente confortable. Era una prisión, desde luego, pero eso no les preocupaba excesivamente. Todavía el dolorido recuerdo de sus compañeros muertos ocupaba primordialmente su atención.

—¿Por qué nos salvamos, Clint? ¿Por qué?

Él era sólo un humilde bioquímico y Ruth una estudiante de psicología. Su tarea consistía en correlacionar, en sus dos campos, toda vida que encontraran en Marte. Bueno, ¡la habían encontrado!

Para utilizar su tiempo, se entregaron a la tarea de redactar detallados informes sobre los marcianos. Ruth desarrolló una teoría completa acerca de sus esquemas de conducta, en tanto que Clint intentaba formular hipótesis sobre su biología, partiendo de la base que eran seres pertenecientes al género arachne que por un factor de la evolución se habían convertido en criaturas inmensamente inteligentes.

Mientras tanto, en el esplendor de la cámara imperial, Dhaarj estaba solo. Bañado por la calmante radiación del cielorraso, permanecía inmóvil. Meditó durante media hora. Un torrente de pensamiento atravesó su mente asombrosa. Cada detalle, por diminuto que fuera, de los esquemas de pensamiento de los terrestres muertos fue analizado con profundo cuidado. Finalmente Dhaarj se convenció de que lo que buscaba se le evadía. Únicamente estaba seguro de que algo en este esquema era extraño e incomprensible, ¡y ése era un desafío inmenso!

—Debo averiguarlo por medio de los dos que están vivos —concluyó—. Creo que comprendo ahora por qué no pude entrar en contacto con sus mentes. Intentaré de nuevo.

Emitió una orden. Una vez más Ruth y Clint fueron conducidos a su presencia, y una vez más Dhaarj les miró desde su mullido trono.

—Esto está por debajo de mi dignidad —se dijo—. Estoy obligado a reducir mi potencial a un dieciseisavo de una sola magnitud.

Pero lo hizo, y esta vez, sin la menor dificultad, un flujo ininterrumpido de pensamiento salvó el abismo entre sus distintas evoluciones. Para los terrestres, era alucinante; pero Dhaarj no les dejó demasiado tiempo para el asombro.

—Debéis decirme lo que necesito saber —empezó—. Primero, ¿por qué habéis venido? Del cerebro de vuestros compañeros hemos obtenido la historia del planeta que llamáis Tierra. Tenemos conciencia de los siglos de esfuerzo científico que precedieron esta empresa. Pero no logramos comprender la RAZÓN que se oculta detrás. Vuestro planeta es infinitamente más rico que el nuestro. Para nosotros sería un paraíso, y sin embargo lo abandonáis. Este tremendo esfuerzo, esta inversión de pensamiento y de fuerza vital, ¿todo para qué?

Dhaarj retiró una parte de su mente. Clint consideró la pregunta cuidadosamente.

—Para comprender el funcionamiento y los misterios del Universo.

—Pero, ¿por qué es tan importante para vosotros comprender estas cosas? —expresó Dhaarj, sin tomar en consideración su propia curiosidad.

—Para... —Clint vaciló nuevamente—. Para aclarar los errores acerca de la naturaleza de la vida y del universo en general. Sólo así nosotros, en tanto que individuos, podemos comprender el sentido último...

—¿El sentido último? —El pensamiento de Dhaarj fue tan agudo como un florete.

—El sentido último de lo bueno y lo malo, del bien y el mal, y quizá de la vida y la muerte y su significado.

—¿El bien y el mal? —Dhaarj repitió mentalmente. Luego pareció meditar. Lo que agregó asombró a Clint—: ¿Quieres decir, con eso, lo eficiente y lo ineficiente? ¿O quizá lo que es lógico y lo que no lo es?

—¡No! Por bueno, entiendo aquello que proporciona el mayor beneficio posible al mayor número de personas; y por malo, lo que es negativo y dañino; como por ejemplo, nuestras bajas emociones. —Clint se preguntó cómo hacer para transmitir este tipo de universales a un intelecto tan diferente.

—¿Emociones? —Dhaarj se precipitó sobre este pensamiento—. ¿Qué son? No logro intuir tu esquema mental, terrestre. No te explicas. Te escucho.

Clint comenzó a comprender las dimensiones de la tarea que enfrentaba.

—Cuando utilizo el término emociones, me refiero a sentimientos, partes de nuestra conciencial, de nuestra filosofía vital, y extensiones de nuestro ser. Como, por ejemplo, la ira, la venganza, el amor. —Hizo un gran esfuerzo para precisar cada una de estas palabras, y aguardó la reacción de Dhaarj. Vio que había logrado transmitir el sentido de venganza, que Dhaarj interpretaba ¡como eficiencia!; y el de ira, que para Dhaarj era meramente el aumento del potencial mental para neutralizar una mentalidad opuesta.

Pero amor... Eso, Dhaarj no era capaz de comprenderlo. Por esta razón, se lanzó a tratar de hacerlo. Siguió un terrible intercambio durante el cual Clint trató de explicar claramente la emoción que sentía por la muchacha delgada y de ojos grises que tenía a su lado, Ruth unió su mente a la de Clint, mientras Dhaarj sondeaba las profundidades de sus espíritus en el intento de hallar el significado de eso que ambos consideraban esencial.

—No lo hemos logrado, terrestre —pensó Dhaarj—. Debemos terminar. No podrías soportar un aumento de mi potencial, y por lo tanto esto sería ineficiente, porque tu aniquilación me impediría saber lo que deseo. —Se interrumpió—. Ambos creéis que eso que llamáis amor es la fuerza más poderosa que existe.

No era tanto una pregunta como una afirmación, y Clint percibió algo similar a una actitud de astucia detrás de ella; pero igualmente respondió sin vacilar:

—Sí. La existencia podría cesar, y los planetas morir, y la corriente de la vida adoptar nuevas formas. Pero para nosotros, los seres de la Tierra, el amor será siempre la más grande de las fuerzas. ¡La vida misma!

—Te equivocas, terrestre.

Obstinadamente, Clint movió la cabeza. Reunió todas sus facultades y reiteró su creencia. Y a su alrededor, docenas de marcianos que se encontraban en la cámara real pudieron sentir sus vibraciones.

—Te equivocas —repitió Dhaarj, esta vez fríamente. Sus antenas estaban tirantes, y parecía estar muy erguido sobre el trono—. ¡La supervivencia, terrestre! ¡La supervivencia es la fuerza más poderosa, y la que gobierna toda existencia!

La atmósfera estaba electrizada, y así sentían los marcianos presentes este conflicto mental. Les espantaba la frágil criatura terrestre que osaba contradecir a Dhaarj de esa manera. Clint sintió la advertencia de la mano de Ruth, que parecía pedirle que desistiera. Pero brotó en él una fuente de ira, y continuó proyectando mentalmente lo que para él era una verdad irrefutable. Los miembros de Dhaarj se retorcían de impaciencia sobre los cojines.

—Persistes, pues, en la creencia de que esa ficción que llamas amor es más importante que la supervivencia. Tú, y esa delgada criatura a quien tanto cuidas —señaló—, sois los únicos sobrevivientes de la catástrofe. Pensaba someteros a la integración mental para determinar el elemento ausente —Su cuerpo se inclinó hacia delante—. Pero tengo un plan mejor. Si puedes demostrar experimentalmente el poder de eso que te parece tan importante, me habrás demostrado lo que quiero saber. Y en ese caso, ambos podréis retornar a vuestro planeta. ¡Yo me ocuparé de eso!

—¿Cómo, experimentalmente? —preguntó Clint—. ¿Cómo es posible probar algo tan intangible?

—Yo haré mi propio experimento. ¡Lo sabrás cuando comience!

Así concluyó la entrevista, cuando las defensas mentales de Dhaarj aumentaron en magnitud, y la comunicación entre ambos cesó. Regresaron a su habitación, donde descansaron de esa ordalía mental. A Clint le daba vueltas la cabeza, y se sentía como si le hubiesen exprimido el cerebro. Pero no volvieron a ser molestados. En las horas siguientes, analizaron juntos todo lo que había ocurrido, preguntándose si Dhaarj sería digno de confianza en caso de que ellos demostraran su punto de vista. ¿Qué forma podía asumir un experimento semejante? ¿Y realmente les permitiría volver a la Tierra sin hacerles daño? Clint no tenía dudas de que el Terra era objeto, en estos mismos momentos, de estudios y de reparaciones.

—No debías haber polemizado con él —dijo Ruth.

—Tampoco podía decir lo que no pensaba. Además, nos está ofreciendo una oportunidad, nuestra única oportunidad. De alguna manera, creo que va a mantener su palabra. ¡Debemos vencer!

Pero Clint se sentía muy preocupado, y se preguntaba constantemente qué imaginaría la astuta mente de Dhaarj.

A medida que pasaban las horas, sus temores, sus esperanzas, sus mil emociones, se calmaron. Esto ocurrió gradualmente, tanto que no se dieron cuenta. Fue como si se fuera estableciendo en ellos, muy despacio, el imperio de una fuerza mental que les adormecía. No lo sabían, pero el experimento acababa de comenzar. Clint se despertó primero, bañado en sudor. Recordaba haberse debatido contra algo que era más que un sueño, sino un vigoroso pensamiento que palpitaba dentro de su cerebro.

—Supervivencia —parecía decir—. La supervivencia es la fuerza principal. La supervivencia es la ley. La supervivencia es la vida.

Se levantó, sintiéndose débil. Se pasó la mano por el mentón y le asombró encontrar su barba muy crecida. ¿Cuánto había dormido? Bruscamente sintió náuseas, de hambre. Despertó a Ruth, y ella le miró con temor, mientras comenzaba a comprender. El experimento estaba en marcha. Un instante después apareció un marciano. Dijo, telepáticamente:

—Sois libres de partir. Nadie se opondrá. Vuestra nave espacial ha sido reparada y reequipada.

La alegría de Ruth no tenía límites, pero Clint frunció el ceño, y le pidió silencio mientras emitía.

—Está bien. Pero no hemos comido y tenemos hambre.

El potencial del guardián aumentó, abrumándole.

—Debéis partir ahora mismo. O quedaros, si lo deseáis. No habrá comida.

—Bueno. Por favor, llevadnos a la nave.

—No habéis comprendido. Para nosotros, es como si ya no existierais.

El impacto de sus palabras llegó por fin hasta Clint. Debían buscar y encontrar su nave espacial, solos en un mundo desconocido. El desierto era inmenso, y probablemente estaba lleno de peligros. ¡Y ni siquiera sabía en qué dirección habían entrado a la ciudad! Emitió un pensamiento furioso. ¡Dadnos armas al menos! El guardián se apartó con un último pensamiento: Supervivencia, terrestre. La supervivencia es la ley principal.

—De modo que ése es el juego —Clint se volvió hacia Ruth mientras la irritación crecía en él—. Tenemos las cartas en contra, pero les ganaremos.

Registraron el lugar, en busca de algo que pudiese servir de arma. ¡No había absolutamente nada! Aparentemente, Dhaarj se había ocupado de eso. Pero sí encontraron una fuente brillante, y se detuvieron a beber antes de salir de la ciudad. No encontraron hostilidad, y nadie les molestó, pero podían sentir la vigilancia. Había fuertes barreras mentales levantadas contra sus pensamientos. Toda la población marciana conocía la orgullosa actitud de Clint ante Dhaarj, y sabía que estaban siendo sometidos a una prueba.

Quedarse allí era inútil. Su única posibilidad de salvación consistía en localizar el Terra. Por fin llegaron a la salida de la ciudad. Ante ellos se extendía el desierto, rojo oscuro, ondulado, y sin límites. Se detuvieron desconcertados, y miraron en torno. Clint descubrió la clave que necesitaban. Señaló una cadena de elevaciones bajas muy lejos, a la izquierda.

—Esas montañas —dijo—. ¡Estaban a la derecha cuando entramos en la ciudad!

Se lanzaron a la extensión desconocida. El desierto era seco y polvoriento, y su marcha lenta. Durante largo tiempo no hablaron. Hablar era un esfuerzo, y permitía que el polvo rojizo penetrara en la boca. Era mediodía, y el sol empezaba a arder. En la cámara imperial, Dhaarj contemplaba el drama de los dos seres extraños, cuyos movimientos se registraban en la enorme pantalla del telector. De una forma científica, desapegada, casi estaba furioso con ellos.

—Como pensaba —se dijo—, utilizan las pautas de conducta más elementales. Sucumbirán mucho antes de lo que suponía.

Recordaba cómo, mucho tiempo antes, una de sus caravanas se había extraviado durante días en el desierto, y la escena de salvajismo que sobrecogió a la partida de rescate. Introspectivamente, Dhaarj sonrió. Cuando finalmente encuentren alimento —se dijo—, se harán trizas mutuamente. Sus dientes y sus uñas enrojecerán. No hay otra ley que la supervivencia.

Dhaarj se inclinó y aumentó su potencial de pensamiento. En ese mismo instante, detectó cierta preocupación en la criatura masculina. Preocupación por la otra criatura. Esto sorprendió a Dhaarj, y eso no estaba bien. Decidió seguir esperando. Clint estaba realmente preocupado por Ruth. Parecía soportar bien la marcha, pero ésta era muy difícil. El resplandor rojizo quemaba los pulmones. El hambre crecía, pero no era nada en comparación con la ardiente sed que comenzaban a sentir.

—Descansa —dijo Clint con los labios hinchados. Ruth se dejó caer, agradecida. Clint miró las elevaciones a la izquierda—. Debemos llegar hasta allí. Quizás encontremos agua.

—Puede ser peligroso. ¿No habrá...?

—¿Animales? Mejor. ¡Eso significaría comida! —La carencia de armas había dejado de preocuparle.

Prosiguieron. Llegó la noche, clara, y alivió en cierta medida el calor, pero trajo otras cosas en cambio. Hordas de pequeños insectos alados, más molestos que el polvo caliente del día. Les picaban la cara y el cuello, y provocaban una especie de fiebre local. Alzaron los cuellos de sus túnicas. Pronto apareció Deimos, que parecía flotar sobre un océano de zafiro líquido. Luego Fobos, la luna más pequeña de Marte, se lanzó en su persecución. Extrañas sombras nocturnas bailaban delante de sus pies, y les mareaban. En una ocasión oyeron, muy cerca, un ruido de suaves pasos, y vieron una confusa sombra animal entre las sombras.

—Espérame —dijo Clint, y sin pensar en el peligro se lanzó hacia esa sombra. Pero no logró moverse con suficiente rapidez y la bestia desapareció—. ¡Quizá fuera comestible! —se lamentó.

Regresó. Lo que sentía ahora no era meramente hambre. El temor le apretaba el estómago como una viscosa serpiente. Sabía que el calor y la sed y el hambre de un nuevo día terminaría con ellos. Alzó la vista al cielo y encontró la Tierra. La visión del vacío le llenó los ojos. También el infinito parecía hambriento, y dispuesto a devorarles. Siguieron sin pausa su camino, y horas después vieron aparecer una alta forma que no formaba parte de las extrañas sombras.

Luego advirtió unas grandes vainas que crecían más arriba. Logró desprender una, que cayó sobre su cabeza, una masa blanda, derramando semillas que ardían en donde tocaban. El resto cayó al suelo, y Ruth se arrojó a recogerlo.

—¡Es venenoso! —le gritó Clint—. Debí imaginarme que no encontraríamos aquí nada comestible.

Descendió de prisa, a tiempo de arrancar la vaina de las manos de Ruth.

—Eres cruel —lloró ella—. ¿Por qué no me dejas probarla?

—¡Porque te morirías!

—Me quiero morir.

—¡No, Ruth! —Clint hervía de furia. La tomó del hombro y la sacudió. La visión de Dhaarj, pomposo y arrogante, sentado en su trono, pasó por su mente—. No morirás. Vamos a llegar, ¿me comprendes? ¡Te aseguro que vamos a llegar!

Como para contradecirle, un animal aulló y se lanzó contra ellos. Clint apenas tuvo tiempo de arrojar a Ruth al suelo, mientras una vaga sombra gris surgía de la espesura, y comenzaba un salto de muchos metros. Clint también se echó a tierra. Vio grandes alas desplegadas, y una garra afilada cortó su túnica del hombro a la cintura. La bestia se posó algo más allá, y giró y acometió nuevamente. Clint golpeó con la espina, que dio inútilmente contra una piel escamosa. El cuerpo de la criatura le empujó con violencia varios metros.

La espina era resbalosa y difícil de usar. Pero asimismo la retuvo, y se apoyó contra el árbol, a cuya protección Ruth estaba acurrucada. La bestia volvió a girar. Clint vio unos enormes ojos que brillaban en una cabeza semejante a la de un reptil. Las alas se arquearon sinuosamente.

—¡No te alces! —le gritó a Ruth.

Un nuevo ataque. Clint alcanzó a ver la parte inferior del cuerpo, amarillenta. Plantó el extremo grueso de la espina contra el árbol, y movió en el aire la punta: la bestia, en pleno vuelo, se clavó en ella. Clint sintió que se astillaba, y luego apartó a Ruth del bulto que se sacudía en el suelo. Durante varios minutos se oyeron feroces gritos, y por fin la criatura se alejó hacia el desierto, con la punta de la espina colgando, clavada en el cuello.

—Allá se va nuestra comida —dijo amargamente Clint. Ruth se puso de pie.

—¿Habrías sido capaz de comer eso?

—No sé. Y tú querías comer eso —respondió, indicando el fruto venenoso.

—Lo siento. Sigamos.

—Sí podemos llegar hasta esa elevación, podremos ver un poco más lejos, y quizá descubrir el Terra.

Armados con otras dos espinas gigantes, continuaron su camino. El suelo era ahora árido y rocoso. Encontraron más árboles retorcidos, pero ninguna otra vegetación. Varias veces las bestias de cabeza de reptil se acercaron, y los dos terrestres se agazaparon contra las rocas con sus armas preparadas. Desde lo alto, se veía una nueva extensión desierta, pero las extrañas sombras les impedían ver bien.

—Quizá sean causadas por corrientes magnéticas. En ese caso, no podemos quedarnos aquí toda la noche.

Continuaron avanzando por el desierto. Su única posibilidad de sobrevivir era encontrar el Terra. Ahora lo sabían, y Dhaarj lo había sabido desde el comienzo. Ruth seguía confiadamente la dirección señalada por Clint. De vez en cuando, le tendía una mano para impedir que trastabillara, pero pronto dejó de hacerlo. También él trastabillaba, y caía sobre sus rodillas, y se sentía demasiado fatigado para levantarse. ¿Para qué seguir?, se empezó a preguntar. Habían perdido. Sin siquiera un suspiro de desesperación, se dejó caer donde estaba, acariciando la arena fresca, y dejó que su fatiga y el sueño se apoderaran de él.

Bajo la radiación de su cámara imperial, Dhaarj hizo un gesto de impaciencia. ¡Estas balbuceantes criaturas terrestres que se atrevían a hablar de supervivencia! Apagó el transtelector, se acomodó en sus cojines, mordisqueó una delicada fruta, y pidió telepáticamente a sus servidores que prepararan sus abluciones nocturnas. La mente de Clint, intoxicada por la fatiga, tardó en responder. Estaba acostado boca abajo, lo sabía. Y debía ponerse en pie. Si no lo hacía, moriría. Gimiendo, se incorporó. El sol azotó sus ojos. Enceguecido, sacudió la cabeza y desafió con cada fibra de su ser la monótona insistencia mental que repetía en su cerebro:

Supervivencia... Ésa es la fuerza. El hambre y la sed tienen que ver con la supervivencia... deben ser apaciguados.

Los poderes de Dhaarj habían vuelto a funcionar. Ruth se movió y le miró con ojos asombrados y enrojecidos. También ella recibió el mensaje.

—No te asustes —dijo Clint—. Es simplemente la prueba a que nos está sometiendo. ¿Recuerdas? Dhaarj, que se refiere a nuestras emociones. ¡Pero le venceremos!

—No puedo... No puedo pensar con claridad.

Se asustó. La muchacha estaba en peores condiciones de lo que imaginaba. Sintió un vago resentimiento mientras se ponía en pie, tambaleante. Oyó que la muchacha continuaba gimiendo, esperando que él la ayudara. El sol estaba ya alto y el aire era seco y caliente. Y ya el insistente refrán, la supervivencia es lo principal era innecesario. No pensaba en otra cosa que en la supervivencia. Como desde gran distancia, oyó una voz:

—Clint... Me siento espantosamente débil. Con la mirada borrosa, vio que Ruth se desplomaba. Déjala allí, terrestre, y sigue TÚ. Los débiles deben morir, y los fuertes sobrevivir. Déjala allí, y sobrevive...

—¡Maldito sea! —gritó en voz alta Clint.

Eso se dirigía parcialmente a Dhaarj, y también, en parte, a la muchacha. Ignoró la reiterada advertencia. Se agachó, y obligó a Ruth a erguirse a pesar de sus gemidos. Y entonces... ¡vio la nave espacial! ¡Terra!

Más allá, muy lejos, sobre la arena, la gran nave se elevó, aumentó su velocidad, y flotó hacia la izquierda, donde volvió a posarse, fuera de la vista. Clint balbuceó incoherencias. Reunió sus fuerzas, y mitad corrió, mitad trastabilló hacia la nave. Entonces se acordó de Ruth.

—Déjala, terrestre. Déjala, y podrás llegar a tu nave.

Clint no prestó atención. Una vez más alzó a Ruth y la ayudó a continuar. Una hora más tarde, volvieron a avistar el Ierra, liso y resplandeciente al pie de una duna lejana.

—Venceremos —dijo, a través del delirio.

Y mientras avanzaba, con Ruth apoyada contra él como un peso muerto, la nave espacial volvió a alzarse, en otra dirección. Clint estuvo en ese momento al borde del derrumbe. Miró a la muchacha, y pensó que habría llegado de no ser por ella. La piedad que sentía hacia ella desaparecía. Quizá Dhaarj tenía razón. Si no fuera por esa débil criatura... La urgió a un nuevo esfuerzo, pero ella casi no podía comprender. Clint estuvo a punto de abandonarla, y admitir que Dhaarj decía la verdad, y que sólo la supervivencia contaba. ¡Casi! Pero de una profunda fuente interior de obstinación manaba una idea semiolvidada. Ambos debían vencer. ¡Ambos!

Débilmente, en un torbellino febril, con una sensación de náusea y hambre que se expandía al universo entero, Clint prosiguió el avance.

—Ya es hora de acabar con esto —decidió entonces Dhaarj—. El verdadero experimento debe comenzar. ¿Qué es esta ficción que llaman amor? ¡Ya lo veremos! No vuelvan a mover la nave —ordenó a sus técnicos, a gran distancia, en el desierto—. Pasen a la fase final.

Y luego llamó a sus científicos, para que también ellos pudieran ver el resultado en la pantalla imperial del transtelector.

Ya la mente de Clint no podía distinguir entre lo real y lo imaginario. La idea del Terra, y de Dhaarj, y de una especie de experimento se había disipado. Sólo sabía que durante cierto tiempo no se había movido, y que el hambre y la sed eran como dos serpientes que se retorcían en su interior, y le devoraban con sus colmillos. Un nuevo pensamiento apareció. Era terriblemente irritante y no le permitía descansar.

—Comida —decía el pensamiento—. Comida y bebida. Estás innecesariamente hambriento. Hay comida y bebida cerca, muy cerca, ¡pero debes correr! ¡De prisa!

Rodó por la arena, y alcanzó a ver un casco resplandeciente a cincuenta metros escasos.

—Comida. Puedes comer. Pero debes apresurarte antes de que la otra...

Era cierto. Comida y bebida. Vio un plato y una jarra, sobre la arena, debajo del gran casco. Y vio también por qué debía apresurarse. Algo más adelante estaba ella. ¡La otra! También ella procuraba llegar. Sintió rabia. Reptó frenéticamente. Sentía una tremenda angustia que le daba fuerzas. No sería despojado. La comida y la bebida eran para él. La mujer se dio vuelta una vez, y le vio a través de sus ojos enrojecidos, y luego siguió arrastrándose. Algo como un aullido brotó de la garganta de Clint. Él era más fuerte. Llegaría antes. Más rápido, se ordenó.

Veía ya los tentadores trozos de comida, escasamente suficientes para uno. Sollozó de ansiedad y siguió gateando. Con astucia animal calculó la distancia. No oía ningún sonido proveniente de la mujer. Pensó que ella se debilitaba rápidamente. En su trono, Dhaarj contemplaba la escena con profundo interés, los ojos brillantes y sus facultades perceptivas aguzadas.

—Esperemos —se dijo—. Esperemos hasta que lleguen a la comida. ¡Entonces veremos qué significa esa ilusión comparada con la supervivencia!

Clint la había alcanzado. Estaba a centímetros de su meta. Clint profirió un sonido animal, mientras ella reunía su fuerza para un último movimiento desesperado. Sus manos se extendieron simultáneamente en busca de alimento. La pequeña jarra se volcó en la arena. Un dorado panecillo se desmigajó entre sus dedos frenéticos. El olor pareció acrecentar la locura del hombre. No había suficiente para los dos. ¡Debía matarla! Extendió la mano hacia su garganta, la sintió suave...

—Clint —dijo ella, gimiendo—. Clint —Como si fuera la única cosa que pudiera recordar.

La mano de él vaciló. Ella se movió, y pronunció otra palabra.

—Tierra...

Él sintió que esa palabra vibraba en sus dedos, hasta que estalló en su consciencia. La locura se disipaba, sentía algo vago, extraño. Vio luego que ella trataba de sentarse y de decirle algo.

—Clint... trataba de recordar...

Esto pareció un esfuerzo excesivo para ella, que volvió a caer. Pero fue suficiente. La fuerza y la cordura regresaban a Clint. Las lágrimas. Tomó la jarra: quedaba algo de agua. Se la hizo beber a Ruth, muy lentamente. Luego le dio en la boca trocitos de pan, esperando hasta que lograba tragarlos con dificultad. Había olvidado por completo su propia hambre.

—Tú también debes comer —le dijo la muchacha. Él movió obstinadamente la cabeza.

—Yo fui débil, y olvidé. Tú recordaste. Tú venciste.

Sólo cuando vio que los ojos de Ruth recuperaban su brillo probó algunos bocados. Se levantó lentamente, y alzó la cara y los puños al cielo de Marte.

—¡No tenemos miedo! —exclamó, dirigiéndose a Dhaarj—. No tenemos miedo de ti, ni de tu planeta, ni de vuestra potencia mental. ¡No tenemos miedo de lo que podéis hacernos! No tenemos miedo de vuestra raza sin emociones. Porque somos entidades completas, y vosotros no. Y esto no podéis comprenderlo.

Juntos, mientras las fuerzas regresaban, se acercaron a la puerta de la nave espacial. Dhaarj estaba sorprendido. Sus ocho miembros estaban todavía tensos de puro asombro. Una arruga surcaba su inmensa frente, pero no era nada en comparación con la extrañeza que se reflejaba en sus brillantes ojos negros. Durante largo tiempo el marciano permaneció sentado y sin moverse, sin que uno solo de sus científicos osara pronunciar una palabra. Por fin Dhaarj se irguió lenta y ponderadamente de los grandes cojines opalescentes. Los otros le miraron incrédulamente.

—Pues bien —atronó mentalmente—. ¡Todos habéis visto! ¿Qué estáis esperando ahora? ¡Debéis ir inmediatamente hasta la nave espacial, ver si está debidamente acondicionada y provista, y dirigirla a la Tierra por control automático! Esto es lo que les he prometido a los seres de la Tierra, y lo tendrán.

—Sí, Su Ilustrísima —exclamó el científico jefe, y envió a sus asistentes a cumplir la orden.

Dhaarj estaba plantado sobre cuatro de sus patas. Sus antenas vibraban de excitación.

—Esta cosa que llaman amor —murmuró mentalmente—. Una fuerza superior, incluso superior a la supervivencia. ¡Aún no comprendo!

Miró a sus acompañantes, los más brillantes científicos de su remo.

—Su Luminosidad —empezó el científico jefe—. Si puedo ser tan osado...

—¡Silencio! —exclamó Dhaarj en el sexto potencial—. Sé lo que piensas. Que ahora poseemos el viaje espacial. Que podemos utilizar su secreto. Pero no lo haremos, porque hay un problema previo, y mayor.

El científico jefe parpadeó. Sabía lo que iba a oír. Sus ocho miembros resbalaron ignominiosamente mientras intentaba avanzar hacia la puerta. Dhaarj se equilibró sobre cuatro de sus patas, y con las otras cuatro, señaló imperativamente.

—Os ordeno estudiar el amor. Ése es el problema. Lo analizaréis, experimentaréis con él, lo reduciréis a sus aspectos esenciales. Descubriréis cuáles son sus elementos componentes. Y después me informaréis. ¡Exijo que este estudio no se interrumpa durante los próximos mil años!

Henry Hasse (1913-1977)
Emil Petaja (1915-2000)




Relatos góticos. I Relatos de terror.


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El análisis y resumen del cuento de Henry Hasse y Emil Petaja: ¡No vengan a Marte! (Don't Come to Mars!), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Es claramente un cuento de ciencia ficción.
Con un interesante final.

Jes-kun dijo...

El poder del amor... Mmm, es un discurso parecido al que se expone en Interestelar.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Toda una investigación que van a tener que hacer los científicos.
Todo un desafío.



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