«La boda de John Charrington»: Edith Nesbit; relato y análisis


«La boda de John Charrington»: Edith Nesbit; relato y análisis.




La boda de John Charrington (John Charrington's Wedding) es un relato de terror de la escritora inglesa Edith Nesbit (1858-1924), publicado originalmente en la edición de septiembre de 1891 de la revista Temple Bar, y luego reeditado en la antología de 1893: Relatos sombríos (Grim Tales).

La boda de John Charrington, posiblemente uno de los mejores cuentos de Edith Nesbit, relata la historia de John Charrington y su prometida, May Forster, la chica más linda del pueblo. El amor de John por May es tan intenso que incluso llega a asegurarle que sería capaz de regresar de la muerte solo para estar con ella...

Dos días antes del casamiento, John debe viajar para visitar a su padrino, severamente enfermo. May le ruega que no lo haga. Tiene un oscuro presentimiento de que algo terrible sucederá, pero John le asegura que nada en el mundo le impedirá llegar a tiempo a la ceremonia.

Para algunos, La boda de John Charrington de Edith Nesbit podría ser un relato de vampiros, sobre todo debido al regreso sobrenatural de aquel hombre dispuesto a cumplir con la promesa que le ha hecho a su novia. Otros, en cambio, lo clasifican como un relato de fantasmas. En cualquier caso, se trata de un cuento realmente interesante y con muchos matices que subyacen debajo del argumento principal.




La boda de John Charrington.
John Charrington's Wedding, Edith Nesbit (1858-1924)

Nadie pensó que May Forster se casaría con John Charrington; pero él no opinaba lo mismo.

John Charrington tenía un modo extraño de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Le pidió que se casara con él antes de ir a Oxford. Ella se rió y le dijo que no. Volvió a pedírselo la primera vez que regresó a casa. May se rió de nuevo, movió su preciosa cabeza rubia, y volvió a contestarle que no. La tercera vez que se lo pidió, ella dijo que se estaba convirtiendo en un hábito incorregible, y se rió más que nunca de él.

John no era el único hombre que quería casarse con May. Ella era la belleza de nuestro grupo, y todos estábamos más o menos enamorados de ella. Era una especie de moda, por eso nos sentimos tan molestos como sorprendidos cuando John Charrington entró en nuestro pequeño club local (recuerdo que celebrábamos nuestras reuniones en un desván encima de un almacén) y nos invitó a su boda.

—¿A tu boda? ¿Quién es la afortunada?

John Charrington armó su pipa y la encendió antes de contestar:

—Muchachos, lamento privarlos de vuestra única diversión. Pero la señorita Forster y yo nos casaremos en septiembre.

—¿Bromeas?

—Lo ha rechazado tanto que el pobre ha perdido el juicio.

—No —exclamé, poniéndome en pie—. Dice la verdad. Que alguien me dé una pistola, o un billete en primera clase hasta la última parada de Ningunaparte. Charrington ha embrujado a la única joven bonita en un radio de veinte millas a la redonda. ¿Ha sido mesmerismo o un filtro de amor, Jack?

—Ni lo uno ni lo otro, sino una virtud que ustedes nunca tendrán: perseverancia, y el hecho de ser el hombre más afortunado del mundo.

Había algo en su voz que me hizo callar; y las bromas de los demás muchachos no lograron sacarle nada. Lo más sorprendente fue que, cuando felicitamos a la señorita Forster, ella se puso roja como un tomate y nos sonrió con aquellos graciosos orificios en las mejillas, como si realmente estuviera enamorada de él y lo hubiese estado desde el principio.

Juraría que era cierto. Las mujeres son criaturas muy extrañas.

Nos invitaron a todos a la ceremonia. En Brixham, todos los que son algo se conocen entre sí. Estoy convencido de que mis hermanas estaban más interesadas por el ajuar que la propia novia. Yo iba a ser el padrino. Se habló mucho del futuro enlace a la hora del té, y en nuestro pequeño club encima del almacén; y todo el mundo se hacía la misma pregunta: ¿lo amará ella? Yo tampoco lo sabía, al menos durante los primeros días de noviazgo, pero mis dudas se disiparon después de cierto atardecer de agosto. Regresaba a casa desde el club a través del cementerio. Nuestra iglesia se encuentra en una colina donde crece el tomillo, y el césped a su alrededor es tan suave y tupido que las pisadas resultan inaudibles.

No hice el menor ruido al saltar el pequeño muro cubierto de liquen, y continué mi camino entre las tumbas. Recuerdo que oí la voz de John Charrington y vi a May al mismo tiempo. Estaba sentada sobre una lápida muy lisa, a escasa altura, con todo el esplendor del sol poniente en su lindo rostro. Su expresión expulsaba, de una vez y para siempre, cualquier duda acerca de su amor por él; una belleza que no habría creído posible siquiera en un rostro tan hermoso como el suyo, parecía transfigurarla. John estaba a sus pies, y fue su voz la que rompió el silencio del ocaso dorado de agosto.

—Mi amor, creo que volvería de entre los muertos si me lo pidieras.

Me apresuré a toser para anunciarles mi presencia y, ya sin dudas, continué andando por la sombra.

La boda iba a celebrarse a principios de septiembre. Dos días antes tuve que ir urgentemente a la ciudad por un asunto de negocios. El tren venía con retraso, por supuesto, ya que se trataba de la Compañía del Sudeste y, mientras esperaba malhumorado con el reloj en la mano, alcancé a ver a John Charrington y a May Forster. Paseaban del brazo por un solitario extremo del andén, mirándose a los ojos, indiferentes a la curiosidad de los mozos de estación.

Sin dudarlo ni un instante, como es natural, desaparecí detrás del despacho de boletos. Hasta que el tren no se detuvo en la estación no me mostré de manera visible junto a la pareja, y elegí un rincón en un vagón de fumadores de primera clase. Hice como si no los hubiera visto. Me sentía orgulloso de mi discreción, pero, si John iba a viajar solo, yo deseaba su compañía. Y la tuve.

—Hola, viejo amigo —exclamó alegremente metiendo su valija en mi vagón—. ¡Qué suerte! ¡Y yo que esperaba un viaje de lo más aburrido!

—¿Hacia dónde vas? —le pregunté, mirando discretamente hacia otro lado; no necesitaba ver a May para saber que la joven había llorado.

—A casa del anciano Branbridge —respondió, cerrando la portezuela y asomándose a la ventanilla para despedirse de su novia.

—¡Ojalá no tuvieses que ir, John! —le oí decir a ella en voz baja, con enorme seriedad—. Estoy segura de que va a ocurrir algo malo.

—¿Crees que yo permitiría que ocurriese algo que nos impidiera celebrar la boda pasado mañana?

—No vayas —le suplicó May, con una vehemencia que me habría precipitado sobre el andén.

Pero ella no se dirigía a mí. Y John Charrington era diferente: rara vez cambiaba de opinión, y nunca sus decisiones. Se limitó a acariciar las pequeñas manos sin guantes que se apoyaban en la portezuela del vagón.

—Tengo que hacerlo, May. El pobre viejo ha sido bondadoso conmigo y, ahora que está en su lecho de muerte, debo acudir a su lado; pero volveré a tiempo para... —el resto de su despedida se perdió en un murmullo y en las sacudidas del tren que arrancaba.

—¿Seguro que vendrás? —preguntó ella, al ver que nos movíamos.

—Nada me lo impedirá —replicó John Charrington; y el tren salió de la estación.

La pequeña figura en el andén desapareció de nuestra vista. Él se recostó en su asiento y guardó unos momentos de silencio. Luego me explicó que su padrino, del que era el único heredero, agonizaba en Peasmarsh, a unas cincuenta millas; y que había enviado un mensaje para que lo acompañe en el trance. El pobre John se había sentido obligado a ir.

—Seguramente estaré de vuelta mañana —afirmó-, o al día siguiente, con tiempo de sobra para la boda. ¡Es una suerte que en la actualidad no haya que levantarse en medio de la noche para contraer matrimonio!

—¿Y si fallece el señor Branbridge?

—¡Vivo o muerto, tengo intención de casarme el jueves! —respondió John, encendiendo un cigarro y desplegando el Times.

Nos dijimos adiós en la estación de Peasmarsh. Él se bajó y lo vi alejarse a caballo. Yo seguí viaje hasta Londres, donde pernocté. Cuando regresé al día siguiente, una tarde muy lluviosa, por cierto, mi hermana me recibió con estas palabras:

—¿Sabes dónde está el señor Charrington?

—¡Dios lo sabe! —respondí malhumorado.

A todos los hombres, desde los tiempos de Caín, les han inquietado esa clase de inquisiciones.

—Pensé que sabrías algo de él —agregó ella—, como mañana vas a ser su padrino...

—¿Acaso no ha regresado? —pregunté, pues había confiado en encontrarlo en casa.

—No, Geoffrey —mi hermana Fanny siempre sacaba conclusiones precipitadas, especialmente si éstas eran desfavorables para sus congéneres—, no ha vuelto y, más aún, puedes estar seguro de que no lo hará. Escúchame bien, mañana no se celebrará ninguna boda.

No había nadie en el mundo que me sacara tanto de quicio como mi hermana Fanny.

—Escúchame bien —contesté con aspereza—, será mejor que dejes de comportarte como una perfecta idiota. La boda de mañana será mucho más real que ninguna de las que vayas a protagonizar tú —una predicción, dicho sea de paso, que acabaría cumpliéndose rigurosamente.

Sin embargo, aunque yo respondiera con brusquedad, muy seguro de mis palabras, no me sentí tan bien aquella noche cuando me dijeron en casa de John que aún no había vuelto. Me alejé de allí bajo la lluvia, lleno de pesimismo. La mañana siguiente amaneció con un cielo azul y un sol radiante; un día perfecto de suave viento y hermosas nubes. Me levanté con el vago sentimiento de haberme acostado muy inquieto, y con muy pocas ganas de enfrentarme a la realidad.

Con el agua para el afeitado me trajeron una nota de John que me tranquilizó, y me encaminé feliz a casa de los Forster. May estaba en el jardín. Vi su traje azul a través de las flores cuando las puertas de la verja se cerraron a mis espaldas. Así que, en lugar de dirigirme a la casa, bajé por el sendero cubierto de césped.

—También te ha escrito —exclamó, sin saludarme antes, cuando llegué a su lado.

—Efectivamente. Tengo que reunirme con él a las tres en la estación, y los dos iremos directamente a la iglesia.

Su semblante estaba pálido, pero el brillo de sus ojos y el delicado temblor de sus labios hablaban de una renovada felicidad.

—El señor Branbridge le pidió que se quedará una noche más y John fue incapaz de negarse —continuó May—. ¡Es tan buena persona!

Llegué a la estación a las dos y media. Me sentía bastante irritado con John. Era una falta de respeto hacia la bella joven que tanto lo amaba llegar sobre la hora, cubierto del polvo de los rieles, y tomar esa mano delicada por la que algunos de nosotros habríamos dado los mejores años de nuestra vida.

Pero cuando el tren de las tres se detuvo y volvió a ponerse en marcha sin que ningún pasajero se bajara en nuestra pequeña estación, sentí algo más que indignación contra él. El siguiente tren no llegaría hasta treinta y cinco minutos después; calculé. Si nos apresurábamos podríamos llegar justo a tiempo a la ceremonia; pero ¡qué necio había sido John al perder el primer tren! ¿Qué otro hombre habría hecho algo semejante?

Los treinta y cinco minutos se me hicieron eternos mientras vagaba por la estación leyendo el cartel de anuncios y los horarios, así como el reglamento de la compañía ferroviaria, cada vez más indignado con John Charrington. Aquella confianza en si mismo lo estaba perjudicando. Odio esperar. A todo el mundo le pasa lo mismo, pero creo que yo lo odio más intensamente que nadie. El tren de las tres treinta y cinco llegó con retraso, naturalmente. Mordí mi pipa con fuerza y di una patada en el suelo con impaciencia mientras esperaba el cambio de señales. Oí un chasquido y la señal bajó. Cinco minutos después entré furiosamente en el carruaje que había traído para llevar a John.

—¡A la iglesia! —exclamé, mientras alguien cerraba la puerta—. El señor Charrington no ha llegado en este tren.

El enojo se convirtió entonces en preocupación. ¿Qué podía haberle ocurrido? ¿Se habría sentido súbitamente indispuesto? No recordaba haberlo visto un solo día enfermo en toda su vida. Además, de haber sido así, habría enviado un telegrama. Tenía que haber sufrido un espantoso accidente. Jamás se me pasó por la cabeza, ni por un instante, que hubiera engañado a May.

Sí, algo terrible le había sucedido, y era mi deber, como padrino, comunicárselo a su novia. Les aseguro que casi llegué a desear que el carruaje volcase y destrozara mi cabeza para que otra persona tuviera que informarla en mi lugar, pues yo... pero eso no tiene nada que ver con esta historia.

Eran las cuatro menos cinco cuando nos detuvimos ante la verja del cementerio. Dos hileras de curiosos se alineaban expectantes a ambos lados del camino, entre la entrada al camposanto y la puerta de la iglesia. Salté del carruaje y pasé entre ellos. Nuestro jardinero estaba muy bien ubicado cerca de la puerta. Me paré junto a él.

—Todavía están esperando a los novios, ¿verdad, Byles? —pregunté para ganar tiempo, pues sabía que a ello se debía la atención de la muchedumbre.

—¿Esperando, señor? No, la ceremonia ya debe haber terminado.

—¿Terminado? ¿Entonces el señor Charrington ha venido?

—Justo a tiempo, señor; algo ha debido impedirle encontrarse con usted. Y sabe —añadió en voz baja—, jamás había visto así al señor John; en mi opinión, ha estado bebiendo más de la cuenta. Su ropa estaba sucia y su rostro, blanco como la nieve. No me ha gustado nada su aspecto, y la gente está haciendo toda clase de conjeturas. Verá, sospecho que al señor John le ha ocurrido algo muy grave y ha bebido. Parecía un fantasma, y ha entrado en la iglesia con la vista extraviada, sin dirigir una sola mirada o una sola palabra a ninguno de nosotros, ¡él, que ha sido siempre un caballero tan atento!

Nunca había oído decir tantas palabras seguidas a Byles.

La multitud murmuraba y se preparaba para arrojar arroz a los novios. Los campaneros, con sus manos en las cuerdas, se preparaban para iniciar el alegre repicar cuando los recién casados salieran de la iglesia.

Un murmullo en el interior anunció su salida, y los novios aparecieron en la puerta. Byles estaba en lo cierto. John Charrington parecía otro hombre. Tenía el traje sucio y el cabello desordenado; y una mancha morada en la frente, como si se hubiera metido en alguna pelea. Estaba pálido como un cadáver; aunque su palidez no era mayor que la de la novia, que parecía tallada en marfil: el vestido, el velo, las flores de azahar, el rostro, toda ella.

Los campaneros, seis, se inclinaron a su paso; y mientras los oídos esperaban el alegre repicar nupcial ellos iniciaron el lánguido tañido del toque de difuntos.

Todos nos estremecimos de horror ante esa insensata broma. Pero los campaneros soltaron las cuerdas y huyeron como espantados. La novia temblaba, y parecía a punto de romper en llanto; pero el novio bajó con ella por el camino donde la gente los esperaba con puñados de arroz en sus manos. Nadie los arrojó, ni se oyeron las campanas de boda. Fue inútil tratar de convencer a los campaneros para que enmendaran su error. Sin dejar de proferir juramentos, balbucearon que no regresarían bajo ningún concepto o amenaza.

En medio de un silencio sepulcral, los novios entraron en el carruaje y la portezuela se cerró tras ellos. Fue entonces cuando las lenguas de todos se soltaron. Una verdadera Torre de Babel de indignación, asombro e hipótesis, tanto por parte de los espectadores y curiosos como de los invitados.

—Si yo hubiera visto antes el estado en el que llegó —me dijo el viejo Forster cuando subíamos a nuestro carro—, lo habría arrojado al suelo de la iglesia para impedir que se casara con mi hija.

Luego asomó la cabeza por la ventanilla.

—¡Corra como el diablo, buen hombre! —gritó al cochero—. No se preocupe por los caballos.

El hombre obedeció y pronto nos adelantamos el carruaje de la novia. Yo me abstuve de mirarlo, pero el viejo Forster volvió la cabeza y lanzó un juramento. Llegamos a la casa antes que los recién casados. Nos quedamos en el umbral, bajo el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, y no había transcurrido ni un minuto cuando oímos el chirrido de las ruedas sobre la grava.

El carruaje se detuvo junto a los escalones de entrada, y el viejo Forster y yo los bajamos de un salto.

—¡Dios mío! ¡No hay nadie en su interior! Y, sin embargo...

Me apresuré a abrir la puerta, y contemplé el siguiente espectáculo: No había ni rastro de John Charrington; y de May, su mujer, sólo se veía un montón de raso blanco acurrucado y temblando sobre el asiento.

—He venido directamente de la iglesia, señor —declaró el cochero, mientras el padre de May la sacudía de los hombros—; y puedo jurarle que nadie ha salido del coche durante el viaje.

La llevamos dentro de la casa con su vestido de novia y le quitamos el velo. ¿Seré capaz de olvidar algún día su rostro? Pálido, extremadamente pálido, endurecido por la angustia y el horror, con una expresión de espanto que, desde entonces, no he vuelto a ver salvo en pesadillas. Su pelo, rubio y resplandeciente, se había vuelto blanco como la nieve.

Mientras su padre y yo la contemplábamos, a punto de enloquecer ante aquel misterio, un muchacho subió por el sendero; un muchacho con un telegrama en la mano.

Me entregaron un sobre naranja. Lo rompí para leer su contenido.


El señor Charrington se cayó del caballo a la una y media, camino a la estación. Murió en el acto.


No obstante, había contraído matrimonio con May Forster en nuestra parroquia a las tres y media, ante la mitad de los feligreses. Entonces recordé: ¡Me casaré contigo, vivo o muerto!

¿Qué había ocurrido en el carruaje mientras se dirigían a la casa? Nadie lo sabe, ni lo sabrá nunca. ¡Oh, May, amor mío! Antes de que transcurriera una semana, la depositaron junto a su marido en nuestro pequeño cementerio, en la colina donde crece el tomillo, en el mismo cementerio donde los dos celebraban sus citas de amor.

Así fue la boda de John Charrington.

Edith Nesbit (1858-1924)




Relatos góticos. I Relatos de Edith Nesbit.


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El análisis y resumen del cuento de Edith Nesbit: La boda de John Charrington (John Charrington's Wedding), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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