«Una noche en la casa de Black»: Robert Somerlott; relato y análisis.
Una noche en la casa de Black (Evening at the Black House) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert Somerlott (1928-2001), publicado originalmente en la revista Cosmopolitan durante 1964, y luego reeditado en la antología de 1967: Relatos que me asustaron (Stories That Scared Even Me), colección que fue dirigida nada menos que por Alfred Hitchcock.
Una noche en la casa de Black, quizás uno de los pocos cuentos de Robert Somerlott que ha trascendido, nos sitúa en una misteriosa casa de Henry Black, donde se producen una serie de inesperados encuentros entre personas que comparten un oscuro pasado.
Sin emplear recursos banales, Una noche en la casa de Black de Robert Somerlott es un gran relato, con personajes interesantes y una historia repleta de intrigas y misterios que vale la pena descubrir.
Una noche en la casa de Black.
Evening at the Black House, Robert Somerlott (1928-2001)
Sus ojos se desorbitaron, y sus grandes manos, al tomar la botella de jerez, temblaron ligeramente, dando lugar a que se derramara parte del vino por un lado de la copa.
—¿Está usted seguro, Eric?
—Sí —contesté—. He recorrido bastante mundo para saber cuándo algo está fuera de lugar.
—Cuénteme exactamente cómo sucedió. Puede ser importante.
—Estaba oscureciendo cuando abandoné el hotel. Eché a andar, pensando con qué gusto comería las salchichas de Frieda después de haber estado comiendo tortilla y pimientos chiles durante toda una semana. No presté ninguna atención a la pareja cuando pasé por su lado, en la plaza. Había recorrido tres manzanas de casas cuando me di cuenta de que me seguían.
Las manos de Henry Black estaban controladas cuando me ofreció el jerez. Se sentó tranquilamente en el sillón de cuero colocado frente a mí, con la cara impávida; pero sus ojos, de color azul pálido, miraban con desconfianza hacia la ventana del cuarto de estar con las cortinas corridas y las persianas echadas. Inclinaba su cabeza rapada, como si escuchara algún ruido desacostumbrado procedente del exterior.
Yo no oía nada, excepto el ruido producido por la persistente lluvia y el ahogado lloriqueo de Inga, el más nervioso de todos los perros doberman. Me imaginé a los dos incansables canes errando por entre la casa y la tapia coronada de púas que la circundaba. Loki, el macho, era más fuerte. Pero Inga siempre estaba alerta, tensa por la sospecha. Meses antes, durante mis primeras noches en la casa de Henry Black, me había sentido como un explorador rodeado de caníbales. ¿Se arrojarían los perros a mi cuello si me levantaba a tomar el tenedor?
No estaban acostumbrados a los forasteros. Dentro de la casa, no se separaban de Henry. Tuvieron que pasar dos meses y realizar una docena de visitas a la casa antes que ellos me otorgaran su confianza para andar por la habitación. Ahora, patrullando por el patio, escudriñaban la oscuridad, olfateándola, recorriéndola cautelosamente.
—¿Qué aspecto tenían esos hombres? —preguntó Henry.
—El de dos borrachos —respondí—. Cuando me di cuenta de que me seguían pensé que intentaban golpearme o robarme, lo ya clásico para un turista americano. Luego presentí, no sé por qué, que no estaban vestidos como latinos. Supongo que esta idea es ridicula, pero...
—¡No, Eric, no lo es! —dijo Henry, y su repentina excitación hizo que se pusiera en pie—. Cada raza, cada nacionalidad, se mueve de diferente modo. Como ocurre con la cría de perros. Cada perro se ha de criar de una forma especial. Muchas personas son incapaces de notar la diferencia; pero usted y yo sí nos damos cuenta de ello.
—De cualquier forma, había algo raro en ellos —continué—. Decidí que si iba a sufrir algún contratiempo, sería preferible sufrirlo en el pueblo que en esta carretera desierta. Por tanto, me paré y esperé. No me adelantaron, sino que se metieron en un palio. Yo habría olvidado el asunto por completo si no los hubiese visto después junto a la verja de su casa.
—¿Qué hacían allí?
—El coche negro estaba parado en la carretera y ambos hablaban con el conductor. Me miraron un instante, y cuando se dieron cuenta de que me dirigía hacia la verja de su casa, subieron al coche. Emprendieron la marcha, carretera abajo, alejándose del pueblo. ¡Oh, sí! El coche tenía matrícula americana.
Henry se golpeó la palma de la mano con su potente puño.
—¿Alejándose hacia dónde? Esa carretera conduce a un par de cabañas de adobe y a una pequeña granja situadas a seis kilómetros de aquí. Usted debería habérmelo dicho en seguida, Eric.
Me eché a reír, tratando de aliviar la tensión que existía en la habitación.
—¿Querría usted que estropeara la cena de Frieda con la historia de dos misteriosos forasteros que me perseguían? Además, no ocurrió nada. Sólo parecían raros, y no puedo figurarme cómo me adelantaron por la carretera sin que los viera. ¡Oh demonios! Creo que sólo querían apoderarse de algunos dólares americanos, pero que después cambiaron de idea.
—Tal vez, tal vez.
Frieda entró tan repentinamente que tuve la sensación de que había permanecido escuchando en el umbral de la puerta del comedor.
—Nueces —anunció, presentando una bandeja de madera tallada—. Und quesos.
—Y quesos —le corrigió Henry.
—Ja.
La cara redonda de Frieda sonreía de satisfacción, pero en sus ojos había una mirada torcida. Sus gordezuelos dedos, cubiertos de sortijas de oro, estaban nerviosos cuando dejó la bandeja sobre la mesita de café. Las fuentes estaban llenas de golosinas.
—Cuando me decida a casarme, ¡Dios me ayude!, lo haré con una chica alemana como Frieda.
—Ja —sonrió ella—; pero más joven.
—Es una esposa excelente —dijo Henry.
Entre ellos se cruzó una larga mirada, una sonrisa medio de devoción y de afecto; pero, al mismo tiempo, hubo tristeza.
—Tú has sido un buen esposo —dijo ella.
Cada sílaba llevaba el peso de una sentencia, haciendo que sus palabras sonasen como un susurrante adiós junto a una noticia grave. Henry palmeó su mano, tocando con sus dedos los hermosos brazaletes de oro que ella llevaba con tanto orgullo. Frieda era tan llana, tan mujer de su casa, que su fascinación por los adornos de oro parecía ser como la de una niña. Gozaba de la misma forma con los brazaletes, realmente magníficos, que con los baratos y agitanados pendientes que colgaban de los lóbulos de sus orejas.
Afuera, Inga ladró. Henry cruzó la habitación en tres zancadas. Descorriendo las cortinas, abrió la ventana de par en par y apoyó la cara contra las persianas echadas. Ya había cumplido los cincuenta, pero se movía como un tigre, impregnando cada uno de sus movimientos del vigor y del balanceo de la fiera.
—¿Qué pasa? —pregunté.
La tensión de su cuerpo se relajó lentamente.
—Nada. Había oído ladrar a Inga.
—Saldré a echar una ojeada por los alrededores.
Antes de dar un paso hacia la puerta, me detuvo con una orden militar.
—¡No, Eric!
Le hice cara.
—Escuche, Henry: toda la noche se ha comportado usted como si estuviese esperando que le lanzaran una bomba por la ventana. Eso empezó mucho antes que yo le contara que había sido seguido. Durante la cena, estuvo quieto como un gato. Esto no es corriente en usted. Ahora cree que afuera hay algo. Bueno, pues saldré a averiguarlo.
—Adelante. Es mejor saberlo.
—Hola, Loki —dije dándole palmaditas.
No toqué a Inga. Juntos dimos la vuelta a la casa. El lugar era una fortaleza, con la alta cerca de alambre y una ancha franja de terreno libre entre ella y el bosque que la rodeaba. La cerca, electrificada a alta tensión, cobraba un peaje diario a los pájaros que se posaban en sus mortales filamentos. Aun en esta remota parte de México, donde los ricos coronaban siempre sus tapias con trozos de cristales y las guardaban con perros, eran excesivas y extraordinarias las precauciones tomadas por Henry Black.
Conocí a Henry cinco meses antes, poco tiempo después de mi llegada al pueblo de San Xavier. Era una figura atractiva, que atravesaba la plaza con Inga a su lado y con Hugo, un criado de cara cuadrada, a su espalda. Durante un segundo, detuvo la mirada en el cuadro que yo estaba pintando. Saludándome con una ligera inclinación de cabeza, continuó su camino. Su espalda tenía un aspecto tan militar como el revólver que colgaba de su cinto.
Durante las dos semanas siguientes, pasó todas las mañanas por mi lado, en su camino de ida y vuelta a la estafeta de correos, sin hablar jamás, aunque siempre mirándome con curiosidad. Al fin, su fascinación por la pintura y su amor por las flores, que era el tema que yo repetía continuamente en mis cuadros, vencieron su mudez.
Tras la primera y breve conversación, nuestra amistad creció rápidamente, puesto que era un gran aficionado a la pintura. Jugábamos al ajedrez, y nuestras partidas se desarrollaban sin incidentes. Nuestro similar punto de vista superaba los veinte años que había de diferencia en nuestras edades. Yo había visto mucho mundo durante mis treinta años. Henry y yo habíamos luchado en las guerras y conocido países exóticos, y recordábamos algunas calles tortuosas de Singapore o Barcelona.
—¡Qué consuelo hablar de nuevo con un hombre inteligente! —me dijo—. ¿Cómo fue el venir a este pueblo infernal?
—No fue accidental —contesté—. Durante tres años pedí referencias a amigos y conocidos, antes de decidirme por esta ciudad. Para mí es ideal.
No le pregunté qué razones tenía para haber elegido San Xavier como lugar de retiro. Algo en Henry impedía a uno hacer preguntas.
Una semana después conocía a Frieda.
—La encontré en Alemania —dijo él— cuando me hallaba allí con una misión militar. ¡Eric, tendría que haberla visto usted hace treinta años!
Henry siempre estaba en guardia. Pero su vigilancia había aumentado durante las últimas seis semanas. Me di cuenta de que tenía nuevas ojeras y de que en sus modales había cierta tensión. En la calle solía mirar hacia atrás por encima del hombro, y un día me di cuenta de que, deliberadamente, había cambiado la hora de llegada a la estafeta de correos.
Ahora, mientras los perros y yo doblábamos la cuarta esquina de la casa y nos encontramos de nuevo en el patio delantero, noté que él estaba a punto de derrumbarse. Pude verle a través de las persianas, observándome, intentando ver en la oscuridad.
Cuando llegué a la ventana me paré de pronto, con los hombros envarados. Loki ladró cuando lo toqué. Los perros, al notar algo extraño en mí, gruñeron de mala manera, olfateando cerca de la valla, como osaban hacer. Regresé rápidamente a la casa.
—¿Qué era? —preguntó Henry.
—Nada.
—¡No, Eric! Usted vio algo. Yo observaba a través de la persiana. Usted se asustó por algo que había en el bosque.
—Sólo una luz —dijo—. Se encendió dos veces y luego se apagó. Por un momento creí que sería una señal; pero probablemente no era más que un mexicano con una linterna abierta, que la lluvia apagó. Está lloviendo mucho.
Henry me miró dudoso. Me sentí incómodo cuando él me miraba sin hablarme.
—¿Qué pasa? —pregunté mientras me quitaba la empapada chaqueta—. ¿Por qué fue Hugo a verme esta mañana para rogarme que viniera esta noche en lugar del viernes, como tengo por costumbre? No es habitual que usted cambie de planes repentinamente.
Continuaba mirándome fijamente, mostrando en su rostro un conflicto interno.
—Soy amigo de usted —le dije—. Frieda y usted han significado mucho para mí en los pasados meses. Espero que en alguna ocasión pueda demostrarles mi agradecimiento. Si necesita usted ayuda, aquí me tiene; no soy fácil de amedrentar. Pero tengo que saber de qué se trata.
—Siéntese, Eric —me dijo, mientras se tomaba tiempo para encender un cigarrillo para él y otro para mí—. En cierta ocasión me juré que no hablaría con alma viviente. Pero ahora necesito ayuda. Tengo que proteger a Frieda de no importa qué peligro —sus ojos continuaban fijos en mi cara—. Eric, ¿juraría usted ante Dios que, le diga lo que le diga, sin importar lo que piense usted de mí después, lo guardará durante veinticuatro horas, si yo no estoy por los alrededores para hacerlo?
Dudé. Al fin, me decidí.
—Claro que sí. Usted, antes de decírmelo, sabía que yo aceptaría.
—¿Lo jura?
—Sí —contesté—. Pero con una condición: sea lo que fuere, dígame toda la verdad. De otro modo, no cuente conmigo.
—Siempre jugador de ajedrez —dijo—. Conforme. Es un juramento entre amigos. Primero, dígame algunas cosas. ¿Qué se ha figurado de mí?
—De acuerdo —respondí—. No me deteste si estoy equivocado. Para empezar, le diré que usted no es realmente americano. A pesar de su acento casi perfecto, comete usted algunos errores. Después, está la forma en que se sienta a la mesa; el modo como alarga usted la mano cuando mueve una pieza del ajedrez. ¿Acierto?
—Por completo —dijo—. Es usted perspicaz, y creo que en usted existe una vena de crueldad. Tal vez por eso confié en usted.
—Sé que se esconde usted de algo —continué—. Esta casa está preparada para un asedio. Sin embargo, no es usted un facineroso ni creo que lo haya sido nunca.
Frieda se hallaba en el arco de separación entre el comedor y el cuarto de estar.
—Entra, Liebden —dijo él. Frieda se arrodilló junto a un sillón—. Usted es correcto en todo, Eric. Ahora me toca a mí hablar.
—Nein, nein —murmuró Freida aterrorizada—. Nadie...
—Necesitamos ayuda, Frieda —le interrumpió con el mismo tono cortante con que se dirigía a la perra Inga.
Frieda sorbió y permaneció en silencio.
—Mi nombre es Heinrich Schwartz —dijo—. Estoy en México de forma ilegal, pasando como americano retirado, lo cual no es difícil para mí. Cuando niño viví ocho años en la ciudad de Milwaukee. Más tarde me llevaron como americano a una academia militar alemana.
Afuera arreciaba la lluvia. Podía oír el viento, que empezó a soplar, cuando Black abandonó su sillón y cruzó lentamente la habitación, restregándose las manos.
—Fui comandante en el ejército alemán. Joven para los cargos que ellos me dieron, pero yo procedía de una familia muy importante. ¡No éramos fanáticos! No importa lo que digan, ¡no lo éramos! Es cierto que estuvimos relacionados con el Partido. Frieda tuvo importantes contactos. ¿Quién no los tuvo? Pero yo era militar, condecorado tres veces: una vez, en Polonia; dos veces, en África.
Hugo entró, trayendo una caja de madera que yo tomé como estuche de pistolas. Henry no pareció advertirle.
—En Baviera fui a la escuela, donde, aprendimos a personificar a americanos para crear desórdenes y cometer sabotajes. Luego una herida de metralla, que me hicieron en África, comenzó a molestarme de nuevo. Me retiraron del servicio activo y me pusieron al frente de un depósito de transportes cerca de la frontera belga. Hugo era entonces mi ordenanza y aún lo es.
El criado inclinó la cabeza sin hablar.
—Parte de mi trabajo consistía en el transporte de los judíos fugitivos apresados en Holanda. Pero ésa fue una parte pequeña de mi labor, pues sólo proporcionaba guardias y facilitaba la conducción al interior. No eran muchos. Menos de cien por semana. Era un fastidio. No presté nunca mucha atención al trabajo, pues era rutinario, pesado. Pero, por lo menos, Frieda podía estar conmigo allí.
Hizo una pausa y continuó:
—Luego todo empezó a tambalearse. Yo tenía catorce prisioneros en mi poder cuando los americanos estaban a punto de atraparnos. No existían ya medios de transporte —golpeó con el puño la mesita de café—. ¿Qué iba yo a hacer? ¿Dejar en libertad a los prisioneros para que sabotearan lo que quedaba de nuestro ejército? —y su voz se alzó en un grito—: ¡Yo tenía órdenes concretas! Yo era un soldado. Hugo y yo los sacamos —sus ojos se dirigieron hacia la ventana—. Igual que hoy, aquella noche llovía a cántaros.
Intenté ver los cuadros que estaban ante los ojos de mis tres compañeros. ¿Veían ellos una procesión de cautivos, con caras hambrientas, en los que la piel apenas cubría el esqueleto? Me representé a Henry y a Hugo, en pie, junto al furgón herméticamente cerrado, esperando a que se formase la última fila. ¿Oía, ahora, Frieda en su mente, los metódicos y espaciados disparos de las Lugers? ¿O el sollozo de las víctimas? ¡No! Ella estaba escuchando un peligro más cercano. Algo que sucedía afuera, en la noche.
—Después, me condujeron a Nuremberg, donde sufrí juicio —continuó Henry torpemente—. No pudieron probarme nada. Corría el rumor de que se habían escapado dos niños de aquel último grupo. Por tanto, me metieron en la cárcel por espacio de varios meses, mientras buscaban a los fantásticos testigos. No dieron con ellos. Hasta metieron a la pobre Frieda en el asunto, acusándola de ser una hechicera que robaba a los cadáveres. Mein Gott! ¡Horrible! No pudieron probar nada, pero yo permanecí cinco años en la cárcel de Loondsbery.
Hizo una pausa.
—Una semana después de soltarme volamos a este país. Sabíamos que si nos encontraban se vengarían de nosotros. Al fin, nos echaron la vista encima. Mire.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre con matasello de la ciudad de México. Dentro se hallaba la hoja de un almanaque, que tenía la fecha de hoy. El dibujo era tosco, casi infantil. Tres cuerpos, uno de ellos con falda, colgados grotescamente de un árbol. La hoja estaba cruzada con una frase en alemán que decía: Esta noche, comandante.
—Anteriormente, llegaron otras cosas —continuó—. Todo empezó hace seis meses. Primero, llegó un paquete que contenía un brazalete de oro, como los que lleva Frieda. Los malvados habían enrollado en él una víbora de goma. Esa vez, la nota decía: Pronto, comandante; pero no demasiado.
Frieda respiraba pesadamente.
—Luego, la pistola de juguete —gritó la mujer—. Pintada de rojo, como si fuese sangre. Otra vez un libro.
—Sí —dijo Henrich—, un libro sobre uno de los líderes del Partido. En su interior escribieron: Este mes se reunirá usted con él.
Contemplé a los tres, situados al otro extremo de la habitación.
—Por eso me pidió usted que viniera esta noche —dije—. Usted cree que ellos no le harán nada si hay un extranjero en la casa…
—No lo sé, Eric —contestó—. A usted no le harán daño, desde luego. Usted es americano y podría ocasionarles serias complicaciones. Tienen mucho cuidado con eso.
Una profunda arruga surcó su cara.
—Esos avisos vinieron a torturarnos. Es, en cierto modo, un asunto personal. ¡Diabólico! —exclamó, poniéndome una mano en el hombro—. Hugo y yo podemos cuidarnos de nosotros mismos; tenemos pistolas y gran cantidad de municiones. Pero hay que trasladar a Frieda a la ciudad de México. Usted juró que lo haría.
No me era posible mirar a sus ojos.
—Lo prometí —respondí— y lo cumpliré. Y si algo ocurre aquí esta noche, yo los ayudaré. No tiene importancia lo que yo piense de su relato; pero no me marcharé de su lado mientras existan unos cobardes ocultos en la oscuridad dispuestos a disparar contra usted.
—Gracias, Eric.
Su voz casi se quebró. Frieda se acercó a mí. Poniéndose de puntillas, me besó en la mejilla.
Cuando el viento empujó la lluvia contra las persianas se oyeron disparos afuera. Inga y Loki ladraban desaforadamente.
Sacamos pistolas de la caja que Henry había abierto. Agarré una Luger y la cargué, preparado para entrar en acción.
—¡Frieda! —la mujer prestó atención a la orden de Henry—. ¡Las luces! Aus!
Con movimiento militar conseguido a fuerza de ejercicio, Frieda ocupó el puesto asignado junto a los conmutadores de la luz. Bajó los dos primeros, sumiendo a la casa en la oscuridad, pero el patio estaba iluminado cuanto era posible bajo la persistente lluvia.
Más disparos.
Parecían estar más cerca.
—Permanezca junto a la puerta —dije a Henry—. Hugo y yo saldremos por detrás y daremos la vuelta cruzando el cañaveral.
—Ya.
El terror que se notaba en el monosílabo me dijo que Henry estaba temblando en la oscuridad.
Nos deslizamos por la puerta de la cocina. Hugo se dirigió a la izquierda para cortar la corriente de la verja trasera. Los perros se reunieron con nosotros instantáneamente, pero Hugo consiguió que permanecieran en silencio con una suave voz de mando. Cuando una brisa mojada golpeó nuestra casa, oímos de nuevo el ruido metálico.
La cegadora lluvia y el espeso bosque de cañas precoces y palmeras batallaron contra nosotros cuando intentamos movernos cautelosamente sobre las salientes raíces y las ramas caídas. En esta estación, casi todas las noches, a la misma hora, llueve en San Xavier con acompañamiento de viento huracanado. Evidentemente, esto formaba parte del plan: dar el golpe durante lo más intenso de la lluvia. Nada se había dejado al azar. A cincuenta metros de la casa encontramos la fuente del ruido: un sencillo artefacto, atado al tronco de un árbol, funcionaba al impulso del viento un mazo de madera golpeando contra una plancha de metal. Maldiciendo, Hugo lo arrancó del árbol.
—Una broma —dijo— para obligarnos a venir aquí. Volvamos de prisa.
Echamos a correr hacia la casa, con más precaución todavía que a la venida, porque ninguno de nosotros sabíamos con qué tropezaríamos. Casi estábamos ya en la puerta de atrás cuando Hugo pareció sentir algo. Se paró bruscamente. De repente, me di cuenta de lo que había visto.
—¡Hugo! —grité cuando se tiró al suelo.
Demasiado tarde. Un disparo rasgó la oscuridad. Ni un solo grito salió de la garganta del criado muerto.
Agachándome, corrí y crucé la verja, apartando a los gruñones perros, ahora más furiosos por el disparo. Durante un segundo terrible creí que Inga, en su confusión, me atacaría; pero me dejó pasar. Abriendo de golpe la puerta de la cocina, me introduje en la oscuridad del interior.
—¡Henry! —grité—. ¡Cazaron a Hugo! ¡Está muerto!
—Mein Gott! ¿En dónde están ahora?
—Me parece que vienen rodeando por delante. No puedo decirle cuántos son: tal vez tres; quizá cuatro.
A la débil luz que dejaban pasar las tablillas de las persianas vi a Frieda todavía en su sitio, junto a los conmutadores. El revólver de Henry colgaba de su mano mientras miraba al patio. Con rápido ademán, le golpeé la mano y aparté a Frieda. La luz inundó la habitación.
—No hay más que uno, comandante —dije—. Y no está afuera. Está aquí. Fue estúpido por su parte dejar que aquellos niños se escaparan.
El terror de sus caras fue tal y como yo lo supuse. Valía la pena haber esperado tantos años, haber aguardado estos últimos meses, cuando, al fin, los encontré.
Permanecí quieto un instante, gozando de la escena, dejando que se grabara cada detalle en mi memoria. Tendría que recordar cada expresión, cada mirada de súplica, para contárselo a mi hermana, que me estaba esperando en la ciudad de México.
—Llueve esta noche, comandante —dije en alemán—. Exactamente como entonces.
Primero maté a Frieda, así él vivió para verla morir. Luego, disparé a Heinrich en la cabeza cuando se agachó para tomar la pistola que estaba en el suelo.
Lo poquísimo que tenía que hacer en la casa, colocarle a Heinrich la pistola mortal, quitar de en medio las otras pistolas y hacer desaparecer mi copa de jerez, me llevó poco tiempo. Además, nadie echaría de menos al trío hasta dentro de un par de días por lo menos. Entonces, mi hermana y yo habríamos regresado felices a Nueva York.
Antes de marcharme quité el brazalete de oro de la muñeca de Frieda. En su interior encontré las iniciales de mi madre, como ya sabía que las encontraría. Recordaba con toda claridad aquel brazalete. Había sido lo último que quedaba de nuestra fortuna y habíamos pensado que algún día serviría para rehacer nuestras vidas.
Recuerdo cómo Frieda, mientras yo permanecía tumbado en el suelo fingiendo estar muerto, registró el cuerpo empapado en sangre y sin vida de mi madre, sacándolo de donde lo llevaba escondido.
El tiempo que tardé en hacer estas cosas dio lugar a que los perros se apaciguasen, y cuando me dirigí a la verja del cercado me acogieron casi cordialmente.
—Shalom, Loki —dije—. Shalom, Inga.
Robert Somerlott (1928-2001)
Relatos góticos. I Relatos fantásticos.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Robert Somerlott: Una noche en la casa de Black (Evening at the Black House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
0 comentarios:
Publicar un comentario