Por qué el verdadero liderazgo se demuestra en los semáforos


Por qué el verdadero liderazgo se demuestra en los semáforos.




La actitud, pero sobre todo la fibra moral y ética de la que está hecho el individuo: su templanza, sus flaquezas, sus miserias, se demuestran en los semáforos mejor que en ninguna otra parte. O al menos esto era lo que enseñaba Humberto Masticardi.

Las personas respetuosas de las normas, decía, aguardarán en el sitio asignado hasta que el semáforo se ponga en verde.

Las que oscilan en una actitud rebelde, pero no criminal, quizás desciendan del cordón con el semáforo todavía en rojo, buscando el momento preciso para ventajear un cruce ilegal. Al cruzar ese Rubicón, estos sujetos a menudo miran hacia atrás con cierto desdén por el peatón respetuoso.

Finalmente están las personas subversivas que, lejos de sentirse intimidadas por el semáforo, avanzarán con una obstinada resolución, casi suicida, poniendo incluso el cuerpo como elemento de intimidación para los vehículos y haciendo gestos ampulosos a los conductores.

Estos temas fueron abordados desde una perspectiva antropológica por Humberto Masticardi, aquel hábil bilocador y asiduo concurrente de las tertulias del profesor Lugano.

Masticardi solía dar sus charlas sobre liderazgo en el viejo salón de conferencias de la Sociedad de Fomento de Chacarita, actualmente usurpado por vendedores de sahumerios.

—El liderazgo no es algo que pueda explicarse. El liderazgo se demuestra —dijo Masticardi a su audiencia en pleno desalojo—. Síganme.

Condujo a su grupo a la esquina de Forest y Federico Lacroze.

—Observen detenidamente —dijo, situado justo debajo del semáforo—. Si tenemos suerte podremos ver el ejemplo más claro de liderazgo en las grandes urbes.

Con sabiduría permitió que su público observara el ir y venir de la gente al cruzar la calle.

—Aquí podemos ver —dijo por fin— las diferentes actitudes del ser humano frente a la vida y a sus pares. Las tres primeras: los respetuosos, los vacilantes y los temerarios, no nos interesan. Es la cuarta, realmente excepcional, la que aquí vinimos a estudiar.

—¿Cuál? —preguntó alguien.

—La cuarta está conformada por los líderes natos, aquellos que con el semáforo en rojo logran arrastrar a los demás hacia la calle, generando un efecto bandada, o cardúmen, si ustedes prefieren. Estos líderes generan grupos con objetivos claros, sin decir una palabra; en este caso, cruzar la calle. Y lo hacen mediante una especie de acuerdo colectivo: avanzan con tal confianza sobre la senda peatonal que el resto simplemente lo sigue bajo esa consigna que, humildemente, yo llamo: o cruzamos todos o nos hacemos mierda.

El público de Masticardi aplaudió su poder de síntesis.

—Y ahora —continuó—, voy a darles una demostración práctica de liderazgo. En efecto, yo mismo seré quien arrastre a las masas proletarias que aguardan con la paciencia de un vacuno hindú hacia las desconocidas márgenes al otro lado del asfalto. Observen.

Masticardi se ubicó justo sobre el cordón de la vereda. Los pantalones de pana, con una caída precisa, lo hacían verse como una antiguo y venerable maniquí. Los mocasines brillaron en el aire de la tarde. Los anteojos, encajados en un marco que bien podría haber sido de sílice, reflejaron el rojo carmesí del semáforo.

Cuando la esquina se cargó de peatones que aguardaban, Masticardi avanzó un paso sobre el asfalto.

Luego otro.

Y otro más.

Movidos por un magnetismo irresistible, el resto avanzó detrás de él como una manada que súbitamente es liberada del corral, o como las ratas encantadas por la música del flautista. Pero cuando Masticardi llegó al medio de la avenida, vaciló. Algo cambió en su porte. El mesmerismo de su paso fue sustituido por la duda.

Y los vehículos se acercaban, mano a Cabildo.

Parte del grupo experimental, aún influenciado por los residuos del liderazgo puro que Masticardi desprendía al principio, aceleró el paso, y llegó a destino sin demasiados sobresaltos.

Los más rezagados no corrieron con la misma suerte.

Mediante este ejercicio, que algunos suponen exagerado, Masticardi demostró que, a veces, el líder nato es también un cobarde, mientras retrocedía lentamente hacia la acera.




Crónicas del profesor Lugano. I Egosofía.


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