«La tumba de Ethelind Fionguala»: Julian Hawthorne; relato y análisis


«La tumba de Ethelind Fionguala»: Julian Hawthorne; relato y análisis.




La tumba de Ethelind Fionguala (The Grave of Ethelind Fionguala) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Julian Hawthorne (1846-1934) —hijo del célebre Nathaniel Hawthorne—, publicado originalmente en la edición de noviembre de 1883 de la revista Harper's New Monthly Magazine, en aquella ocasión con el título: El misterio de Ken (Ken's Mystery); y luego reeditado en 1887, con algunas correcciones, ya bajo el título que aquí compartimos.

La tumba de Ethelind Fionguala, sin dudas el mejor relato de Julian Hawthorne, narra la historia de Ken, un hombre que ha regresado de un viaje por Irlanda, donde se ha encontrado con la mítica Ethelind Fionguala, una mujer que fue atacada por un grupo de vampiros y que, desde entonces, ronda por los cementerios en búsqueda de la compasión de los caminantes.

Algunos sostienen que La tumba de Ethelind Fionguala se basa en la leyenda de la Llorona, o al menos en una versión irlandesa de esa historia; sin embargo, el cuento se inclina mucho más hacia las leyendas de vampiros a través de una figura misteriosa y trágica, cuyo nombre —«la de los blancos hombros»—, y sobre todo su actitud, la sitúan entre las grandes vampiresas de la literatura de aquellos años.




La tumba de Ethelind Fionguala.
The Grave of Ethelind Fionguala, Julian Hawthorne (1846-1934)

Una tarde fresca de octubre -un día antes del final de un mes inusualmente frío para esa época del año- me decidí a pasar una hora o dos con mi amigo Keningale. Él era un artista, así como músico y poeta aficionado, y poseía un encantador estudio en su casa en el que solía sentarse durante la tarde. El estudio tenía una chimenea cavernosa, diseñada imitando el estilo de las viejas chimeneas isabelinas. Allí, cuando hacía frío, Keningale acostumbraba hacer pequeños y alegres fuegos. Aquello me vendría particularmente bien, pensé, ir hasta allí y sentarnos frente al fuego con nuestras pipas y mantener una agradable charla.

No había disfrutado de una buena conversación en mucho tiempo. De hecho, no desde que Keningale (o Ken, como sus amigos lo llamaban) había retornado de Europa un año antes. Había viajado, como él afirmaba, con el propósito de estudiar, ante lo cual todos sonreímos, pues Ken era un sujeto para nada afín con esta ocupación. Era un joven de temperamento radiante, de frondosos hábitos sociales, poseedor de una mente versátil, ágil, además ingresos generosos, entre doce y quince mil dólares anuales. Podía cantar, tocar, dibujar y pintar; y algunas de sus piezas eran realmente buenas, considerando que no cursó estudios regulares sobre ninguna especialidad artística; pero de ningún modo era un trabajador.

Su aspecto era atractivo, alto y estilizado; de claros ojos azules y mirada fija. Poseía, además, una salud de hierro. Nadie se sorprendió de su viaje a Europa, y nadie esperaba que hiciese otra cosa más que divertirse; de modo que pocos anticiparon su regreso temprano a New York. Él era de esa clase de personas que encontraban en Europa a uno de los suyos. Viajó, y en el curso de unos pocos meses nos llegó el rumor de que se había comprometido con una hermosa y acaudalada neoyorkina, a la que había conocido en Londres.

Esto fue todo lo que oímos hasta hace muy poco, cuando finalmente, para el asombro de todos, retornó a la Quinta Avenida. Mayor sorpresa causó su negativa a dar respuestas satisfactorias sobre por qué se había cansado tan rápido del viejo mundo; y se negó a formular cualquier alusión sobre el tema del compromiso, mostrando que aquel asunto era un tema vedado de conversación. Algunos rumoreaban que la dama se había arrepentido ya que, habiendo tenido en el pasado muchas oportunidades, nunca se había casado, pero al poco tiempo, para agregar mayor confusión al tema, ella también arribó a la ciudad.

Pronto se hizo evidente que Ken ya no era aquel tipo alegre y desinteresado que solía ser. Por el contrario, ahora se mostraba afectado, malhumorado, antisocial, taciturno, incluso en compañía de sus amigos más íntimos. Evidentemente algo le había sucedido, ¿pero qué? ¿Había asesinado a alguien, se había unido a los Nihilistas , o bien en su infructuoso romance yacía el núcleo de la cuestión?

Muchos aseguraban que las nubes eran pasajeras, y que pronto pasarían. Sin embargo, hasta el momento en el que escribo no sólo no han pasado, sino que sus sombras han crecido, amenazando con volverse permanentes. Me lo crucé dos o tres veces en el club, alguna que otra vez en la ópera y en la calle, pero no había tenido la oportunidad de reflotar nuestra relación. En los viejos días mantuvimos cierta amistad, y pensé que no se negaría a renovar aquella intimidad. Pero los rumores, y lo que yo mismo había visto y oído sobre los inquietantes cambios de su personalidad, llenaron de suspenso y curiosidad el placer con el que aguardaba las perspectivas de esa tarde.

Su casa estaba en las afueras, a dos o tres millas de la zona habitada de New York. Mientras caminaba a paso vivo a través del claro aire del crepúsculo, repasé mentalmente todo lo que sabía de Ken y su carácter. Después de todo, ¿lo oscuro no estuvo siempre en su naturaleza, en lo profundo, suspendido por las actividades de su vida cotidiana?. Me hice esta pregunta al llegar a su puerta, y fue con cierto alivio que segundos después recibí un cordial apretón de manos, y luego su bienvenida, que evidentemente era enunciada con plena sinceridad. Me condujo al estudio sosteniendo mi bastón y sombrero. Entonces colocó una mano sobre mi hombro.

—Me alegra verte —dijo con un tono de singular solemnidad— Y escucharte, particularmente esta noche.

—¿Por qué esta noche en especial?

—Ah, eso no importa. Es lo mismo. Pero no me has anticipado tu visita. ¡La improvisación lo es todo!, parafraseando al poeta. Ahora, con tu ayuda, tomaré una copa de whisky y quizás encenderé mi pipa. Habría sido una noche sombría de haber estado solo con mis pensamientos.

—¿Sombría? ¡En semejante santuario de abundancia! —exclamé, mirando hacia la brillante chimenea, las bajas y elegantes sillas, y toda la suntuosidad de la habitación—. Hasta un condenado a muerte se sentiría a gusto aquí.

—Tal vez; pero no es mi caso. ¿Acaso has olvidado lo que sucede esta noche del año? Es víspera de noviembre, cuando, según la tradición, los muertos se levantan de sus tumbas y caminan entre nosotros, y las hadas, duendes, y todos las criaturas espirituales encuentran un poder y libertad que les está negado el resto del año. Se nota que nunca has estado en Irlanda.

—No estaba al tanto de que tú hayas estado.

—Si, estuve en Irlanda —hizo una pausa y cayó en un ensueño, del cual, no obstante, pronto despertó con cierto esfuerzo. Luego fue hasta un gabinete en la esquina del cuarto, y trajo el licor y el tabaco prometidos.

Aproveché el momento para pasear la mirada por el estudio, tomando nota mental de las bellezas y curiosidades que contenía. Muchas cosas estaban cuidadosamente seleccionadas para causar admiración, pues Ken era un gran coleccionista. Su buen gusto era indudable, y poseía los fondos para sostenerlo. Pero de todos los objetos maravillosos que observé, nada me interesó más que algunos estudios sobre una cabeza femenina, rudamente pintados al óleo.

A juzgar por la insólita secuencia de posiciones en que las encontré, no estaban sujetos por el artista a ninguna clase de exhibición o crítica. Había tres o cuatro, todos sobre el mismo rostro pero en diferentes poses y con diferentes accesorios. En uno la cabeza estaba envuelta por una oscura capucha, ensombreciéndola y ocultando parcialmente sus facciones. Otra parecía observar el marco enrejado de una ventana, iluminada por una débil luz de luna. En otra se la veía espléndidamente ataviada con un traje estival, con joyas colgando de su cabello y un enorme brillante sobre su pecho níveo. Las expresiones eran tan variadas como sus posturas: ahora mostraba una mirada recatada, ahora una observancia sutil y atractiva; ahora llameaba con una pasión ardiente, y luego cambiaba en una mirada élfica de burlesca evasiva.

Pero todos aquellos semblantes poseían una fascinación singular; y no sólo por la belleza de las imágenes, que ya de por sí eran notables, sino por la abrumadora sensación de personalidad que emanaban.

—¿Has encontrado esta modelo en el extranjero? —pregunté por fin— Evidentemente te ha inspirado, y no te culpo.

Ken, que había estado mezclando un trago, no había advertido mis movimientos alrededor del estudio. Luego de mirarme durante un rato, dijo:

—No quería que fueran vistos. No me satisfacen y, de hecho, pienso destruirlos; pero no podría descansar hasta realizar algunas tentativas de mejorarlos. ¿Qué me has preguntado? ¿En el extranjero? No, fueron pintados aquí durante las últimas seis semanas.

—Si te satisfacen o no es irrelevante. Son por mucho lo mejor que he visto de tu trabajo.

—En fin, deja eso y dime qué te parece mi brebaje. En mi opinión, está en su punto justo, y es la razón por la que estás aquí esta noche. No puedo beber solo, y esos retratos no son compañía, aunque ella, tal vez, pueda saltar del lienzo esta misma noche y sentarse en aquella silla —al verme confundido, agregó con una risa inquieta—. Es víspera de noviembre, ya sabes, cuándo todo puede suceder. Bien, brindo por nosotros.

Ambos bebimos un largo trago de aquel intoxicante y aromático licor, y luego nos sentamos con nuestras copas, satisfechos. La mezcla era excelente. Ken abrió una caja de cigarros, y nos reacomodamos frente al fuego.

—Ahora todo lo que necesitamos —dije, tras un breve silencio— es un poco de música. ¿Todavía tienes el banjo que te obsequié antes del viaje?

Tardó tanto en responder que por un momento pensé que no me había oído.

—Lo conservo, pero no volveré a tocar —dijo por fin.

—¿Se rompió, verdad? Quizás pueda repararse. Es un excelente instrumento.

—No está roto, pero es pasada la medianoche. Ya lo verás por ti mismo.

Mientras hablaba se puso de pie y fue hasta la otra punta del estudio. Abrió una caja negra de madera envuelta en un trozo de seda amarilla. Me la alcanzó y cuando la desenvolví observé algo que en algún momento había sido un banjo. Mostraba extraños signos de antigüedad: la madera había sido roída por los gusanos, el resto estaba carcomido por el moho, desgajándose aquí y allí, el aro, que era de plata sólida, estaba tan ennegrecido que parecía de hierro, las cuerdas habían desaparecido y los ajustes estaban desencajados. El conjunto daba la impresión de haber sido estibado justo antes de la gran inundación, y luego olvidado en la proa del arca de Noé.

—Es ciertamente una curiosa reliquia —dije—. ¿Dónde lo has encontrado? No tenía idea de que existían banjos en épocas tan remotas. Debe tener al menos doscientos años de antigüedad, tal vez más.

Ken sonrió tristemente.

—Tienes razón —aceptó—. Al menos doscientos años, pero se parece mucho al que me has regalado hace un año.

—Apenas —dije, devolviéndole la sonrisa.

—Pero doscientos años han pasado desde entonces. Si, es absurdo e imposible, lo sé, pero nada es más cierto. Ese banjo, que fue hecho el año pasado, existíó en el siglo XVI, y se ha estado pudriendo desde entonces. Espera. Otórgame un momento y te convenceré. Has mandado a grabar nuestros nombres en la plata, junto con la fecha, ¿verdad?

—Si, junto con una marca de mi propio diseño —agregué.

—Bien —dijo Ken, que comenzó a frotar la plata con el trozo de seda amarilla—. Ahora mira.

Tomé el decrépito instrumento de sus manos y examiné el lugar que me había indicado, seguro de encontrar nuestros nombres y la fecha precisa que había encargado hacía algo más de un año, junto con la marca que yo mismo había grabado. Después de convencerme de que no había error posible, dejé el banjo sobre mi falda, y miré a mi amigo con aturdimiento. Él estaba sentado, fumando con una especie de calma severa, y con los ojos fijos sobre los leños ardientes.

—Estoy desconcertado, lo confieso —dije—. ¿Cuál es la broma? ¿Qué método has descubierto para producir esta descomposición, que invariablemente pertenece al tiempo, en un desafortunado banjo que tiene apenas dieciocho meses? ¿Y por qué? He oído sobre cierto elixir que combate los efectos del envejecimiento, pero el tuyo parece funcionar al revés. ¡Hasta parece haber viajado doscientos años en el futuro!. En serio, Ken, devela el misterio. ¿Cómo diablos lo has hecho?

—Sobre este asunto sé lo mismo que tu —respondió—. O el resto del mundo está loco o bien ha sucedido un milagro bastante extraño. ¿Cómo puedo explicarlo? Es una leyenda común, o una experiencia común, si lo prefieres, la posibilidad de vivir muchos años encerrados en un momento. Claro que se trata de una experiencia mental, no física, y que aplica sólo a las cuestiones humanas, emocionales, no a los objetos de madera y metal. Imaginas que se trata de un truco o una ilusión. Si lo es, desconozco su mecanismo. No hay combinación química, al menos ninguna que yo conozca, que modifique de este modo la condición de una pieza de madera sólida en tan poco tiempo. Y no fue hecho en unos pocos años o meses. Hace un año ese banjo sonaba como al salir de las manos del artesano, y veinticuatro horas después mutó hasta el estado que ahora observas.

La gravedad y la seriedad con la que Ken hizo esta declaración asombrosa claramente eran verdaderas. Él creía cada palabra, y yo no supe qué pensar. Por supuesto, mi amigo padecía alguna clase de demencia, aunque no se advertían los rasgos clásicos de la manía. No obstante, ahí estaba el banjo, cuyo silencioso testimonio no dejaba lugar a dudas de que algo extraño le había ocurrido. Cuánto más meditaba sobre el asunto más inconcebible me parecía. Doscientos años en veinticuatro horas. Este era el enunciado de la ecuación propuesta. Ken y el banjo lo afirmaban, y toda la ciencia del mundo respondía que aquello era imposible.

¿Cuál era la explicación? ¿Pero qué es el tiempo? ¿Qué es la vida? Comencé a dudar sobre la realidad de las todas las cosas. Este era el misterio tan comentado que mi amigo había traído de su viaje, y que había modificado en extremo su personalidad. Lo cuál era comprensible.

—¿Puedes contarme toda la historia? —pregunté en tono de exigencia.

Ken bebió un largo trago y frotó sus grandes manos sobre la hirsuta barba castaña.

—Jamás se la he contado a alguien —dijo—. Y nunca pensé hacerlo, pero intentaré darte una idea sobre el tema. Me conoces mejor que nadie, de modo que entenderás mejor que cualquier otro y, tal vez, al final me alivie un poco de esta opresión que me atormenta.

Sin mayores exordios, Ken relató la siguiente historia. Durante el transcurso observé que era un narrador excelente. Manejaba la voz y sus tonos con maestría, generando tensión y alivio sólo con la precisa modulación de cada sílaba. Sus facciones eran igualmente susceptibles a los vaivenes del relato, y sus ojos lograban acariciar todos los matices de la emoción. Su aspecto triste era sumamente serio y afectado, y cuando alcanzó algunos pasajes de la historia su mirada se tornó dudosa, melancólica, como sometida a un fuerte arrebato imaginativo. Pero el interés que me suscitó la historia fue tal que no me detuve a reparar en estos adornos accidentales, aunque indudablemente ejercieron su cuota de influencia sobre mi juicio.


Dejé New York en un vapor de la línea Inman, como seguramente recuerdas —comenzó Ken— que me depositó en Havre. Hice el recorrido habitual por el continente, y terminé en Londres, en julio, es decir, en plena temporada alta. Tenía buenos contactos y además conocí a muchas personalidades famosas. Entre ellos a una joven compatriota, que me interesó particularmente. Al dejar Londres nos comprometimos y nos separamos momentáneamente, pues a ella le faltaba terminar su recorrido por el continente, mientras que yo pretendía visitar el norte de Inglaterra y también Irlanda. Desembarqué en Dublín el primero de octubre y, vagabundeando por el país, terminé en el Condado de Cork dos semanas después.

Aquella región posee algunos de los mejores paisajes que he visto, y parecía ser desconocido por los turistas, incluso más que otros sitios infinitamente menos pintorescos. Era una zona solitaria. Durante mi viaje no conocí a ningún forastero como yo mismo, y apenas me crucé con un puñado de nativos. Es increíble que aquel escenario estuviese desierto, ya que normalmente después de caminar algunas millas irlandesas uno siempre se topa con alguna aldea.

Mi viaje no fue la excepción, sólo que eran aldeas de casas derruidas, con los techos hundidos y las ventanas rotas. Los pocos campesinos que me crucé fueron amables y hospitalarios, especialmente cuando oían que pertenecía al cielo terrenal donde habían emigrado muchos de sus amigos y familiares . Al principio daban la impresión de ser tímidos, rústicos, pero luego observas por qué son una de las razas más incomprensibles del orbe. Son supersticiosos, crédulos, atentos a las maravillas de magos, hadas y augurios, similares a los que predicó San Patricio. Por otro lado, existe en ellos una faceta incongruente, escéptica, astuta, sensible. En ninguno de mis viajes conocí gente cuya compañía haya disfrutado tanto, y que al mismo tiempo me haya inspirado tal curiosidad y repugnancia.

Al final terminé en las costas del mar, sobre la cuál nada diré, salvo que está al sur de Ballymacheen. He conocido Venecia y Nápoles, he transitado a lo largo de Cornice Road, he pasado un mes en nuestro Mount Desert, y te digo que ninguno de estos lugares es tan hermoso, tan resplandeciente, tan profundo y radiante como aquel pueblo y su muelle, rodeado por las altas colinas que crecen alrededor, y por acantilados negros plantando sus pies de hierro y roca en el mar azul, casi transparente.

Es un lugar antiguo y su historia ha sobrevivido a las olas del tiempo. En una época llegó a tener dos mil o tres mil habitantes. Hoy alcanza escasamente los seiscientos. La mitad de las casas están en ruinas o han desaparecido, y muchas de las restantes están abandonadas. Toda la gente es pobre, y la mayoría vive en la miseria. Tal es así que no es raro que se paseen sin calzado, con las cabezas descubiertas, aunque las mujeres normalmente andan envueltas en modestas capas azules o negras, también algunos hombres se visten con estos inusuales harapos, que sólo un irlandés sabe como ajustar.

Los únicos con ropajes dignos son los monjes, los sacerdotes y los soldados del fuerte. Pues hay un fuerte construido sobre las ruinas de un castillo que, posiblemente, pertenece al reinado de Eduardo, el Príncipe Negro , o incluso anterior, en cuyas aspilleras musgosas han ubicado un par de cañones, que ocasionalmente son disparados contra los acantilados o la bahía, a modo de práctica. La guarnición consiste en una docena de hombres y cuatro oficiales y suboficiales. Supongo que serán relevados de tanto en tanto, pero aquellos que conocí parecían ser a esa altura parte del paisaje.

Me presenté en una maravillosa y antigua posada, la única del lugar, y comí en su pequeño salón, observado por un retrato de Jorge I que colgaba sobre la chimenea. En la segunda tarde, después de cenar, un hombre joven se acercó al salón —que era casi de propiedad pública— y ordenó pan, queso, y cerveza local. Entablamos una amena charla. Resultó ser un oficial del fuerte, el teniente O'Connor, y un excelente espécimen de la milicia irlandesa. Tras haberme contado todo lo que sabía sobre la aldea, los alrededores y sus amistades, me intimó cordialmente a que le narre alguna historia sobre mi. Nos hicimos grandes amigos y vaciamos media pinta de whisky de Kinahan. Emitió largas alabanzas en honor de nuestros compatriotas, nuestro país y nuestro tabaco. Cuando le llegó el momento de retirarse, lo acompañé, pues una luna espléndida se recortaba en el cielo nocturno, y lo despedí en las puertas del fuerte, habiéndole prometido que regresaría al día siguiente para conocer a los demás muchachos.

—Ajusta la vista al volver, querido amigo —dijo, mientras encaraba la puerta—; pues aquel cementerio es un lugar que hace temblar. Allí, como en cualquier parte de este sitio remoto, puedes cruzarte con la dama negra.

El cementerio era un tramo estéril sobre la ladera de una colina, justo al lado del fuerte, y poseía unas treinta o cuarenta rudas lápidas. A decir verdad, había pocas lápidas erguidas, y la mayoría se proyectaban sobre la tierra irregular. Hasta entonces no había escuchado nada sobre aquella dama negra, y no me quedé para hacerlo. Nunca estuve sujeto a temores fantasmagóricos, pero el sendero invitaba a experimentarlos, sin mencionar la subida casual a un puente en ruinas que cruzaba un arroyo profundo y engañoso. Regresé a la posada sin mayores aventuras.

Al día siguiente cumplí mi promesa y fui hasta el fuerte. No encontré razones para lamentarlo, pues mi camaradería fue largamente recíproca; quizás debido a que había llevado el banjo conmigo, que pronto me convirtió en toda una novedad. Los personajes más destacables, además de mi amigo el teniente, eran el comandante Malloy, un viejo y astuto veterano que estaba a cargo, y el doctor Durdeen, un hombre simpático y curioso, con un corpus de anécdotas y leyendas realmente inagotable.

Pasamos un rato muy agradable, que sería sucedido por varios más. Los jirones de octubre se escabulleron rápidamente, y casi tuve que recordarles que yo era un viajero y no un residente de Europa. El comandante, el cirujano y el teniente protestaron amablemente ante lo inminente de mi partida, y al no poder convencerme de que me quedara organizaron una cena de despedida durante Haloween.

Me hubiese encantado que asistieses a esa tertulia. Fue la esencia de la camaradería irlandesa. El doctor Durdeen estaba en excelente forma; el comandante parecía un personaje de las novelas de Lever, y el teniente desbordaba de buen humor y alegría, lanzando sentimentales rapsodias a las muchachas del vecindario. Por mi parte toqué el banjo como nunca antes y muchos se unieron en coro, con unas voces que raramente se oyen fuera de Irlanda. Entre las historias que el doctor Durdeen nos regaló hubo una sobre el Kern de Querin y su esposa, Ethelind Fionguala —que significa, dicen, la de blancos hombros—. Parece que esta dama estuvo prometida con uno de los O’Connor (aquí el teniente frunció los labios), pero fue secuestrada durante la noche de bodas por un grupo de vampiros que, en aquella época, según afirma la tradición, eran un verdadero problema en Irlanda.

La transportaron —pues estaba inconsciente— hacia un festín donde ella sería el plato principal. El joven Kern de Querin, que tenía fama de gran tirador, los alcanzó y vació su arma sobre ellos. Los vampiros huyeron y el joven cargó a la dama, que estaba como anestesiada, hasta su casa.

—Por el mismo camino que usted, señor Keningale, toma habitualmente para volver a la posada —observó el doctor, golpeando la culata de su pipa—, y que se cruza con una vieja y abandonada casona, aquella que tiene una arcada oscura y una ventana grande en la esquina, casi colgando sobre la calle, se podría decir.

—Deje la casa, doctor Durdeen, amigo —lo interrumpió el teniente—. Seguramente imagina que estamos ansiosos por saber qué le sucedió a la dulce Fionguala. Dios fue bueno con ella.

—Paciencia, señor O'Connor; eso puedo contarlo yo mismo —exclamó el mayor, sirviéndose otro whisky—. Este es un asunto para resolverlo mediante principios generales, como afirmaba el coronel O'Halloran en aquella ocasión en la que le preguntaron qué hubiese hecho de poseer el libro de Wellington y que los prusianos se hubiesen estancado en Waterloo. Paciencia —repitió— Yo te lo diré.

—Adelante, entonces, comandante. Hemos interrumpido al buen doctor, y el señor Keningale escucha con el vaso vacío. ¡El Señor nos ampare! ¡Hasta la botella está vacía!

En la excitación posterior a este descubrimiento, el hilo de la historia se perdió; y antes de que el mayor pueda retomarlo la noche había avanzado tanto que me sentí obligado a retirarme. Me costó bastante hacerlos comprender, y muchísimo lograr ejecutar mi decisión. Era ya medianoche cuando me encontré con el aire fresco del exterior, con los saludos de mis camaradas todavía retumbándome en los oídos.

A pesar de que había sido una noche etílica estaba en buenas condiciones, de modo que atribuí mi tropezón más a lo irregular del camino que a los efectos del licor. Mientras me levantaba me pareció oír una risa. Pensé que podía tratarse del teniente, ya que este me había escoltado hasta la entrada, alegrándose de mi desgracia. Pero una rápida mirada en derredor desechó esta idea. Las puertas estaban cerradas. La risa, sin embargo, provenía de algún lugar cercano, y tenía un tono ambiguo; es decir, era imposible determinar si era masculina o femenina. Claramente había sido engañado. Nadie estaba cerca. Seguramente mi imaginación me había jugado una mala pasada.

La otra alternativa era pensar que había algo más que poesía en la tradición de que Haloween es el carnaval de los muertos desencarnados. En aquel momento no se me ocurrió pensar que los tropezones son considerados de mal augurio en Irlanda, un presagio nefasto; y que la risa que se escuchó justo después de mi caída tal vez auguraba resultados similares. Apuré el paso inmediatamente.

El sendero era singularmente difícil de seguir, o tal vez el sendero que perseguía no era el correcto. La verdad es que no lo reconocí. Hubiese jurado que jamás lo había visto. La luna estaba alta pero su brillo estaba amortajado por las nubes. En esa luz incierta no podía orientarme con ningún rasgo familiar de la región. Oscuras y silenciosas colinas se levantaban alrededor. El camino, al menos en ese tramo, descendía como si condujese a las vísceras de la Tierra. El lugar palpitaba con extraños ecos, y por un momento creí que caminaba entre balbuceos entrecortados y murmullos misteriosos, mientras una risa evanescente reverberaba entre los pasos de la colina.

Corrientes de aire frío se lanzaban por los desfiladeros y unas oscuras grietas casi tocaron mi rostro con dedos aéreos. Una sensación de ansiedad e inseguridad comenzó a tomar posesión de mi, aunque no había una causa definida para ello, salvo mi deseo ferviente de llegar a casa. Con el perverso instinto de aquellos que se encuentran perdidos, avancé. Pero me obligaba a mirar sobre mi hombro de tanto en tanto, ya que me sentía observado. La luz trémula de la luna, que naufragaba a la deriva entre las nubes, se hundió en las sombras del valles desnudo, adquiriendo ante mis ojos atemorizados la silueta vaga de gigantescas formas humanas.

Cuánto tiempo estuve apresurándome hacia adelante, no lo sé. Pero de repente me encontré acercándome al cementerio. Estaba situado sobre una ladera, sin ninguna cerca, alambrada, ni nada que evitase el ingreso de los caminantes extraviados. Había algo en el aspecto general del lugar que me hizo sentir que ya lo había visto. Quizás efectivamente lo había visto al dirigirme hacia el fuerte; pero no podía ser, aquel cementerio quedaba a pocas yardas del fuerte, mientras que este estaba indudablemente a varias millas. Al acercarme observé que las lápidas no parecían tan antiguas ni derruidas como las otras. Pero lo que realmente atrajo mi atención fue una figura que se inclinaba sobre una enorme losa cerca del camino.

Era una silueta femenina envuelta en penumbras. Una inspección más detenida —pues estaba a pocas yardas de ella— reveló que vestía un Calla, o capa encapuchada, un ropaje habitual en las mujeres irlandesas, de origen claramente español.

Estaba casi paralizado ante la aparición. Me parecía imposible que alguien pudiese vagar en medio de la noche por aquel lugar desolado y siniestro. Involuntariamente me detuve y la enfrenté, mirándola con intensidad. Pero la dubitativa luz de la luna caía detrás de ella, y la profunda sombra de la capucha ocultaba sus facciones, haciendo imposible discernir otra cosa que el resplandor inquietante de dos ojos.

—Parece estar como en casa —dije por fin—. ¿Podría decirme dónde estoy?

En ese momento, la misteriosa mujer comenzó a reír, pero de un modo agradable y musical; y descubrí que aquel tono era el causante de mis palpitaciones anteriores y no mis torpeza pedestre; pues era la misma risa (o mi imaginación me persuadió de ello) que había oído agitándose entre las colinas hacía una hora o dos. Eliminando el escenario tétrico puede decirse que se trataba la risa de una mujer joven, presumiblemente hermosa; pero que de algún modo tenía un aire salvaje, burlesco, que el oído reconocía difícilmente como parte del espectro de la risa humana. Pero estas impresiones fueron causadas, seguramente, por las circunstancias insólitas en las que me veía envuelto.

—Seguro, señor —dijo ella—. Está usted en la tumba de Ethelind Fionguala.

Al hablar se puso de pie, y señaló una inscripción sobre la losa. Me incliné y, sin mucha dificultad, pude decifrar el nombre y la fecha que indicaban que el ocupante de aquella tumba estaba allí desde hacía un par de siglos.

—¿Quién es usted? —fue mi siguiente pregunta.

—Me llamo Elsie —respondió—. ¿Pero adónde se dirige usted en vísperas de noviembre?

Mencioné mi destino, y le pregunté si me podía indicar el camino más rápido.

—Por supuesto. Justo me dirigía hacia allí —respondió Elsie—. Si me hace el honor, me gustaría escuchar alguna melodía de ese hermoso instrumento. El camino es largo.

Ella señaló el banjo, que yo cargaba envuelto bajo el brazo. Cómo supo que se trataba de un instrumento, no puedo imaginarlo. Posiblemente, pensé, me había visto tocando durante mis paseos por los alrededores del pueblo. No ofrecí ninguna oposición al pedido. Más aún, le prometí una recompensa considerable por su ayuda. Volvió a reírse, haciendo un gesto peculiar con su mano sobre la cabeza. Destapé mi banjo, doblé los dedos sobre las cuerdas, y ejecuté una fantástica melodía para bailar, que me pareció acorde a una larga caminata. Elsie iba adelante. Sus pies casi marchaban en el aire. De hecho, su paso era tan ligero, tan elástico y ondulado, que ella parecía flotar como un espíritu. La extrema blancura de sus pies atraía mis ojos, y me sorprendí al notar que no estaban desnudos, sino que llevaba unas sandalias delicadas y blancas, atadas con hilos de oro.

—Elsie —dije, alargando mis pasos para alcanzarla—, ¿dónde vives? ¿Puedes decirme a qué te dedicas en el pueblo?

—Seguro. Vivo sola —respondió—. Pero si quiere saber en dónde deber venir y verlo usted mismo.

—¿Siempre caminas de noche por las colinas con esa clase de zapatos?

—¿Por qué no habría de hacerlo? —respondió, volviéndose— ¿De dónde ha sacado usted ese anillo de oro?

El anillo, que no tenía gran valor, había saltado a mis ojos en una vieja tienda de curiosidades en Cork. Era un diseño antiguo que pertenecía (según declaró el vendedor) a la época de los primeros reyes y reinas de Irlanda.

—¿Te gusta? —pregunté.

—¿Sería usted tan amable de hacerle un obsequio a Elsie? —dijo con un movimiento sinuoso, girando apenas la cabeza.

—Tal vez lo haga, Elsie, pero con una condición. Soy un artista. Hago retratos. Si me prometes venir a mi estudio para que te retrate, te daré el anillo y algunas monedas.

—¿Me dará el anillo ahora?

—Claro, si prometes venir.

—¿Y tocará música para mi?

—Tanto como lo desees.

—Pero quizás yo no sea lo suficientemente hermosa para usted —dijo, con el brillo de sus ojos atravesando la oscuridad de la capucha.

—Correré el riesgo —respondí, sonriendo—. Aunque no me molestaría echarte una mirada ahora mismo para poder recordarte.

Dicho esto, levante las manos para retirar su capucha, pero ella me eludió, no sé cómo, y rió por tercera vez con la misma cadencia burlesca.

—Primero el anillo, entonces podrá verme.

—Estira tu mano, entonces —dije, quitándome el anillo del dedo—. Cuando me conozcas mejor, Elsie, no serás tan desconfiada.

Ella estiró una mano delgada, frágil, hacia la punta de mi dedo índice, donde había colocado el anillo. A medida que lo hacía la capucha se agitó en el aire, permitiéndome la visión fugaz de un hombro blanco y un vestido, que en esa luz engañosa parecía estar trabajado en un material sumamente costoso. También advertí, o imaginé, el brillo helado de unas piedras preciosas.

—¡Cuidado, fíjate dónde pisas! —exclamó Elsie, con un súbito tono cortante.

Miré alrededor y noté por primera vez que estábamos parados en medio del puente en ruinas que atravesaba el arroyo. Uno de los parapetos estaba caído. De no ser por la advertencia habría caído, o al menos habría tropezado sobre el aire vacío. Retomé la marcha con extremo cuidado, ya que la estructura era poco confiable. Y cuándo me volví para ayudar a cruzar a la muchacha, esta había desaparecido.

¿Dónde podía estar? La llamé pero sin obtener respuesta. Observé hacia todos lados: no había rastros de ella. Salvo que hubiese caído por el abismo a mis pies no había lugar en dónde ocultarse (ninguno que yo pudiese ver). Se había desvanecido, y apenas entendí que su desaparición había sido premeditada, llegué a la conclusión de que era inútil seguir buscándola. Si volvía a verla sería sólo cuando ella lo desee, no al revés. Me había engañado ingeniosamente, pero la aventura quizás valía la pérdida de un anillo.

Al reanudar el camino, y para gran alivio de mis nervios, comencé a orientarme sin problemas. Conocía el puente y el arroyo, y calculaba que desde allí había no más de una milla hasta la aldea. El sendero, ahora familiar, se extendía claramente ante mí. La luna finalmente había dispersado las nubes, y brillaba con un destello exquisito.

Más allá de cualquier defecto, Elsie había sido una guía de confianza. Me había arrancado de las profundidades de la tierra de los elfos y depositado nuevamente en el mundo material. Fue una aventura singular, ciertamente; y reflexioné sobre ella con una sensación misteriosa de placer, al tiempo que caminaba tarareando y llenándome del aire fresco. Entonces sentí algo. ¿De quién eran los pasos ligeros que me seguían? ¿Elsie? Pero no, ella no estaba ahí. Sin embargo, la misma percepción, o alucinación, se repitió varias veces hasta que alcancé las afueras de la aldea: un caminar ligero, aéreo, andando detrás, y a veces, junto a mí. Aquello no me intimidó, por el contrario, me sentí halagado por la fantasmal escolta, y me rendí ante las aristas románticas de aquel ensueño.

Después de pasar por una o dos casas desvencijadas, entré en una calle estrecha y confusa que atraviesa la aldea. A poco de andar comenzó a ensancharse, como si el urbanista hubiese querido que el viajero contemple una antigua y notable casa que se erguía sobre el lado norte. Estaba construida en piedra, y en un noble estilo arquitectónico, que de algún modo me recordaba a ciertos palacios de la vieja nobleza italiana que había visto en el continente. Posiblemente, pensé, había sido construida por algún arquitecto exiliado de Italia o España durante el siglo XVI o XVII.

El moldeado de las ventanas y la arcada principal estaba lujosamente tallado. Sobre el frente del edificio se veía el bajorrelieve de un bellísimo escudo de armas, aunque no pude precisar su significado. La luna, cayendo de lleno sobre este pintoresco detalle, aumentó sus encantos, y al mismo tiempo, lo hizo parecer como una visión que desaparecería en cualquier momento en caso de que cese la luz. Seguramente ya había visto aquella construcción, sin embargo no lo recordaba. Sin duda la había visto sin ver, como se suele decir.

Apoyado contra una pared del otro lado de la calle contemplé la casa durante un largo rato. La ventana en una de las esquinas era verdaderamente hermosa. Debajo de ella, el suelo recibía la sombra pesada y oblicua del marco, ornamentado ricamente. ¡Cuán a menudo aquellos postigos habrían sido abiertos por una delicada mano, revelando el semblante encantador de una dama ante el amante que aguarda bajo la pálida luna! ¡Y qué breves habrían sido aquellos días! La dama y su amante yacen muertos desde hace tiempo. La vieja casa se alza deshabitada. ¿Quién puede decir desde hace cuánto tiempo? Sólo los insectos y los murciélagos la acompañan. ¿En dónde descansan ahora sus constructores? ¿Y quiénes eran? Probablemente hasta sus nombres fueron olvidados.

Mientras miraba fijamente hacia arriba, una conjetura se presentó, y pronto maduró hasta convertirse en una certeza. ¿No era ésta la casa que el doctor Dudeen había descrito horas antes, al ser inquirido sobre la morada de la misteriosa novia del Kern de Querin? Allí estaba la ventana en la esquina y la seductora arcada. Si, más allá de toda duda esa era la casa. Emití una casi inaudible exclamación de renovado interés. Mis especulaciones pronto tomaron un rumbo aún más imaginativo, aunque también más definido.

¿Cuál fue el destino de aquella adorable dama, traída por los fuertes brazos del Kern? ¿Se casaron? ¿Fueron eternamente felices, o su final estuvo marcado por la tragedia? Recordé haber leído que las víctimas de los vampiros generalmente se transforman. Entonces mis pensamientos retrocedieron hasta la tumba. Sin dudas, aquella era tierra sin consagrar. ¿Por qué entonces la habían enterrado allí? ¡Ethelind de los blancos hombros! ¿Por qué no habré vivido en aquellos tiempos, o por qué aquellos tiempos no revivían para mí?

Entonces buscaría esta calle a la medianoche, me pararía junto a su ventana, y ligeramente tocaría las cuerdas de mi bandore hasta que los postigos se abran y su rostro aparezca. ¡Qué dulce visión sería! Pero, ¿por qué era esto imposible? Apenas se trataban de unos pocos siglos. ¿No podría la imaginación vencer a las ataduras del tiempo?

Afortunadamente llevaba mi banjo, descendiente legítimo del bandore. La memoria de Fionguala tendría su serenata de amor.

Habiendo templado el instrumento, me lancé a tocar una vieja balada española, cuya letra había encontrado en una biblioteca mohosa durante mis viajes, y a la cual le había compuesto una melodía. Canté, casi susurré, ya que los ecos de la calle desierta reverberaban entre los adoquines, pero sobre todo porque mi canción sólo buscaba los oídos de ella. Las palabras se iluminaron con el fuego de la vieja galantería hispánica, y las evoqué con toda la pasión de los amantes. Fionguala, la de blancos hombros, escucharía, despertando de un sueño inmemorial y llegando hasta la ventana para observar a su amante. ¡Escucha! ¡Mira! ¿Qué brillo es aquel que parece flotar de habitación en habitación dentro de la casa abandonada? ¿Las ilusiones de la pálida luna juegan con mis ojos, o es qué realmente la ventana se está abriendo?

No es ninguna ilusión, pensé, no hay ningún fallo de los sentidos. Es simplemente una mujer, una hermosa joven, ricamente ataviada, inclinándose hacia abajo desde su ventana, llamándome quedamente.

Demasiado asombrado como para ser consciente de lo extraordinario del suceso, avancé hasta ubicarme directamente debajo de la ventana, y el rostro de la mujer, al inclinarse hacia mí, estaba a menos de cuatro metros. Ella sonrió y besó la yema de sus dedos. Algo blanco cayó y flotó en el aire hasta caer a mis pies. Un instante después, ella se retiró, y oí cómo se cerraban los postigos. Recogí lo que había dejado caer: un delicado pañuelo atado a una llave, minuciosamente trabajada en bronce. Evidentemente, era una invitación. Desaté la llave del pañuelo, que a su vez desencadenó un aroma débil y delicioso, como la fragancia de un jardín antiguo; y me dirigí a la puerta. No dudé, y apenas me sentí levemente extraño al cruzar la arcada.

Todo era como lo había deseado, y como debería ser. La edad media nacía una vez más, y sólo para mí. Casi podía sentir una capa aterciopelada sobre mi hombro y una espada larga pendiendo de mi cinturón. Una vez frente a la puerta, introduje la llave, la giré, y escuché el quejido del cerrojo. Un momento después la puerta estaba abierta. Crucé el umbral y la puerta se cerró detrás. Permanecí sólo en la oscuridad.

¡Pero no por mucho tiempo! Al extender mi mano, ya que debía andar a tientas en la penumbra, mis dedos rozaron algo: otra mano, suave, delgada, fría, insinuándose gentilmente e invitándome a que avance. Y lo hice, temeroso. La oscuridad era impenetrable, sin embargo, podía oír el roce ligero de un vestido guiando mis pasos, y la misma fragancia narcótica que antes había percibido en el pañuelo, enriqueciendo el aire que respiraba, mientras cerraba mis dedos sobre aquella pequeña mano que me relajaba, y al mismo tiempo me estremecía. De este modo, andando furtivamente, atravesamos un largo e irregular pasadizo, o al menos eso parecía, y luego ascendimos por una escalera. Luego cruzamos otro corredor, hasta que finalmente nos detuvimos. Una puerta abierta emitía un suave charco de luz. Entré, todavía aferrado a la mano. La oscuridad y la incertidumbre llegaban a su fin.

La habitación era de dimensiones intimidantes, y estaba amueblada y decorada con un estilo de antiguo esplendor. Las paredes estaban cubiertos por finos tapices y junto a ellos colgaban racimos de velas quemadas en candelabros de plata pulida, que se reflejaban y multiplicaban en los altos espejos colocados en las cuatro esquinas del cuarto. La luz golpeaba pesadamente sobre techo de roble oscuro, laboriosamente tallado. Las cortinas y la pañería de las sillas eran de un ortodoxo arte de damasco. En un extremo de la habitación había un sillón otomano, y frente a él una mesa, sobre la cuál flotaba la vajilla platinada y una suntuosa comida y vino en copas de cristal.

Al lado había una chimenea enorme y profunda, con espacio suficiente como para quemar un árbol entero. Ningún fuego, sin embargo, ardía allí; sólo un montón de rescoldos muertos. La habitación, con toda su magnificencia, estaba fría, helada como una tumba, o como la mano de mi señora. Al pensar en esto, un espasmo de hielo se arrastró hasta mi corazón.

¡Pero qué hermosa era mi señora! Apenas pude vislumbrar las maravillas del cuarto, pues mis ojos y mis pensamientos se volcaban hacia ella. Estaba vestida de blanco, como una novia. Los diamantes resplandecían entre las trenzas de su oscuro cabello y también sobre su pecho marmóreo. Su adorable rostro y sus finos labios eran pálidos, y más pálidos parecían en contraste con el brillo oscuro de sus ojos. Me observó con una sonrisa extraña, evasiva; no obstante, había algo familiar en su porte, algo que reconocí, como la melodía de una vieja canción que súbitamente retorna en un sitio desconocido. Algo en mí, pensé entonces, la reconocía. Ella era la mujer con la que había soñado, la que había contemplado en visiones, y cuya voz y facciones me habían atormentado desde la infancia.

Si alguna vez nos habíamos conocido —del modo en como los humanos suelen conocerse—, no lo sabía. Tal vez la había estado buscando ciegamente por el mundo, mientras ella me esperaba en aquel espléndido cuarto, sentada junto a las brasas muertas hasta que todo el calor de su cuerpo finalmente se consumió, sólo para renacer con el ardor que mi pasión ahora volvía suministrarle.

—Pensé que me habías olvidado —dijo ella, asintiendo, como en respuesta a mis pensamientos—. La noche muere. ¡Nuestra única noche del año! ¡Cómo se regocijó mi corazón al oír tu amada voz cantando aquella melodía tan familiar! Bésame, mis labios están fríos.

Y fríos en verdad estaban, fríos como los labios de los muertos. Pero la calidez de los míos pareció revivirlos. Ahora mostraban un leve color, y sobre sus mejillas apareció una delicada sombra rosada. Aspiró el aire como alguien que se repone de un largo letargo. ¿Era mi propia vida lo que la alimentaba? Ella señaló la mesa, con su vino y sus viandas. Yo estaba dispuesto a entregarlo todo.

—Come y bebe —dijo ella—. Has viajado mucho y necesitas alimentarte.

—¿Comerás y beberás conmigo? —pregunté, tomando una copa.

—Tú eres el único alimento que necesito —respondió— El vino es débil y frío. Dadme un vino tan rojo y tibio como tu sangre y yo vaciaré todos los cálices.

Al oír estas palabras, sin saber por qué, un estremecimiento casi imperceptible me atravesó. Ella parecía adquirir más fuerza y vitalidad con cada instante, al mismo tiempo que el frío de la enorme habitación me penetraba más y más.

Pareció que ella se multiplicaba en un fantástico flujo de espíritus. Palmeaba sus manos y bailaba a mi alrededor como una niña. ¿Pero quién era ella? ¿Se burlaba de mi al decir que yo era el único alimento que necesitaba? Finalmente se detuvo frente a mi, cruzando sus manos sobre el pecho, y entonces advertí —sobre el índice de la mano derecha— el destello de un viejo anillo.

—¿De dónde has sacado ese anillo? —inquirí.

Ella sacudió su cabeza y rió.

—¿Has sido fiel? —preguntó—. Este es mi anillo, el anillo que nos une, el anillo que me has regalado al enamorarte. Este es el anillo del Kern, el anillo encantado, y yo soy tu Ethelind, tu Ethelind Fionguala.

—Así sea —dije, dejando de lado las dudas y el temor, y cediendo completamente ante el abismo inescrutable de sus ojos—. Tú eres mía y yo soy tuyo. Seamos felices mientras la noche viva.

—Tú eres mío y yo soy tuya —repitió ella, con una sonrisa élfica en los labios—. Ven y siéntate junto a mí, y canta la dulce canción de nuestros viejos días. ¡Ah, ahora podría vivir cien años!

Nos sentamos en el sillón otomano, y mientras ella se retorcía lujuriosamente sobre los cojines, tomé mi banjo y canté. La melodía y la canción resonaron a través del cuarto alto, volviendo a nuestros oídos con ecos palpitantes. Ante mi veía el rostro y la silueta de Ethelind Fionguala en su enjoyado vestido nupcial, quemándome con sus ojos.

Su palidez retrocedió. Su piel era ahora tibia y rubicunda, y la vida fluía en ella como una llama. Era yo quien estaba frío y exánime. Sin embargo, con el último aliento de vida canté para ella una canción que no puede morir. Pero al final mis ojos se debilitaron, el cuarto parecía hundirse en penumbras, la figura de Ethelind Fionguala brillaba y se apagaba alternativamente, como los últimos chisporroteos de una fogata. Me incliné hacia ella, y sentí que me perdía en un pozo de inconsciencia, con mi cabeza descansando sobre su blanco hombro.



Aquí Keningale detuvo momentáneamente su historia. Lanzó un leño sobre el fuego, y entonces continuó:

—Desperté. No sé cuánto tiempo después. Estaba en la enorme y vacía habitación de un edificio en ruinas. Fragmentos putrefactos de tapicería se desprendían de las paredes, las telas de araña colgaban como cortinas sobre las ventanas, despojadas de vidrio. Los ásperos tablones de los marcos se habían consumido, y entre las grietas de los postigos carcomidos se filtraban ráfagas de aire helado y algunos haces de luz mortecina. Un murciélago, perturbado por la luz, o por mis movimientos, se soltó de los jirones de un tapiz y dio algunas vueltas vertiginosas alrededor de mi cabeza, descansando luego en la esquina más oscura. Al levantarme del inestable montón de basura donde había yacido, algo que había estado entre mis rodillas cayó al suelo dando un fuerte golpe. Lo recogí. Era mi banjo... Bien, eso es todo lo que puedo contar. Mi salud estuvo seriamente comprometida. Casi toda mi sangre pareció haber sido extraída de mis venas. Estaba pálido, ojeroso… ¡y helado!

Keningale murmuró las últimas palabras, acercándose al fuego y extendiendo sus manos para alcanzar un poco de calor.

—Jamás lo olvidaré. Aquella noche me acompañará en la tumba.


Julian Hawthorne (1846-1934)




Relatos góticos. I Relatos de Julian Hawthorne.


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El análisis y resumen del cuento de Julian Hawthorne: La tumba de Ethelind Fionguala (The Grave of Ethelind Fionguala), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Ella no es temida, sino añorada. Algo que suele darse con las vampiras.
Memorable historia.



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