«El fonógrafo portátil»: Walter Van Tilburg Clark; relato y análisis.
El fonógrafo portátil (The Portable Phonograph) es un relato fantástico del escritor norteamericano Walter Van Tilburg Clark (1909-1971), publicado originalmente en la edición de primavera de 1941 de la revista The Yale Review, y luego reeditado en dos antologías fundamentales del género: Los dioses vigilantes (The Watchful Gods) y Aventuras en el mañana (Adventures in Tomorrow).
El fonógrafo portátil, probablemente el mejor cuento de Walter Van Tilburg Clark, nos sitúa inmediatamente después del Apocalipsis, donde todo lo que queda de la cultura humana se resume en las escasas posesiones del doctor Jenkins: algo de Shakespeare, La Biblia, Moby Dick, La Divina Comedia... y un fonógrafo portátil con algunos viejos discos.
Todo parece relativamente tranquilo cuando el doctor Jenkins y un puñado de sobrevivientes terminan de disfrutar su rutinaria sesión de lectura y música. No obstante, cuando el grupo por fin se disuelve, dirigiéndose cada uno a sus respectivos refugios, el médico, único custodio de aquellos preciados tesoros, oye en el mundo vacío una tos, no muy lejana, de alguien más que se aproxima... o que regresa.
El fonógrafo portátil.
The Portable Phonograph, Walter Van Tilburg Clark (1909-1971)
El rojo crepúsculo, las nubes alargadas y negras como gigantes en el cielo, proporcionaban un adecuado marco al Sol, que se ponía tras el curvado horizonte de la pradera. No hacía viento, pero en el aire latía la muda obscuridad y el frío de la noche. Soplaba el viento en las alturas que a través del velo crepuscular las nubes se deslizaban rápidamente hacia el Sur, cambiando constantemente de forma. Una sensación de tormenta, de naturaleza imprevisible, se alzaba de la quietud de la capa de aire pegada a la tierra bajo la violencia del viento. A través de la hierba mustia y de los aislados tallos de la pradera, serpeaban los restos profundamente surcados de un estrecho camino.
En algunos trechos del sendero se veía brillar la escarcha, formando islitas aquí y allá, pero el barro, completamente helado aparecía por doquier. Mostraba todavía las huellas profundamente impresas de los grandes tanques; y un transeúnte ocasional en aquellas ondulaciones de la pradera habría tropezado, a causa de la poca luz, con grandes cavidades, parcialmente ocultas por la hierba, de rebordes carcomidos. Aquellos hoyos podrían ser obra de los meteoritos, pero no había sido así. Eran las heridas de bombas gigantescas, ya cicatrizadas por la lluvia, la maleza y el implacable tiempo.
A lo largo de la senda quedaban aún restos retorcidos de las alambradas; parte de ellas, claramente visibles, precedía a una enorme zanja con pequeñas cuevas, ahora silenciosas y vacías, excavadas a intervalos en el muro posterior. Pero no se divisaba ninguna otra estructura o restos de ella sobre el lomo de la tierra. Sólo en algunas hondonadas protegidas del viento, las obscuras sombras de unos árboles jóvenes empezaban a poblar otra vez aquella maltratada zona.
Por debajo de la bóveda formada por el viento, una formación de gansos silvestres se desplazaba en V hacia el Sur. Hasta la tierra llegaban los aleteos de las aves, las débiles y quejumbrosas notas de su incesante parloteo. Dejaron un presentimiento de nieve, como suele ocurrir cuando los gansos silvestres se dirigen al Sur. Desde muy lejos, hacia el cielo rojizo, se oían muy difícilmente los aullidos de un lobo de la pradera. Al norte del camino, a unos cien metros, se extendía paralelamente a aquél el curso de un río pequeño y muy profundo, bordeado de sauces y alisos sin hojas. El riachuelo era ya una pista de hielo. En una de sus orillas se abría una especie de celda, con una sola abertura, como la boca del túnel de una mina.
En el interior de la misma se divisaba el rojo resplandor del fuego, que surgía por la abertura como un reflejo o un engaño de la imaginación. Dicha luz procedía de la combustión de cuatro bloques de turba, aún no muy antigua, que despedía muy poco calor, y un humo acre y denso. Porque los preciosos restos de madera procedente de los viejos postes de la alambrada, en torno a los vacíos refugios debían ser reservados para cuando llegara el verdadero frío, cuando el aliento de un hombre se transforma en un vapor blanquecino, cuando la humedad de su nariz casi se solidifica al salir al aire libre, cuando lá cellisca se abate durante días y días, sobre la tierra, en locos remolinos incesantes hasta que, al llegar el alba, al ponerse el cielo de color verdeazulado, el frío se hace terrible, y un hombre no puede vivir más de tres horas sin calor.
En torno a la turba humeante, cuatro hombres se hallaban sentados con las piernas cruzadas. Detrás de ellos, semioculto en las sombras, se distinguía un montón de tierra, con dos mantas sucias y viejas, que contenía el lecho del dueño de la cueva. En un nicho del muro opuesto unos cuantos utensilios de hojalata reflejaban los destellos de la hoguera. El propietario de la cueva estaba empaquetando, con un pedazo de arpillera, cuatro libros de excelente calidad, encuadernados en piel. Lo hacía lenta, amorosamente, atando al final el paquete con un cordel.
Los otros tres individuos observaban la operación, como si poseyese un gran significado. Cuando ésta terminó, el hombre tomó la palabra. Era un viejo de larga y espesa barba, de cabello gris, casi blanco. Los sombras de la cueva obscurecían sus cejas y pómulos, y sus ojos y sus mejillas estaban profundamente hundidos. Sus grandes manos, torpes por el frío e hinchadas por el reumatismo, envolvieron los libros penosa, pero gentilmente. Parecía un sacerdote prehistórico ejecutando una ceremonia ritual. Su voz mostraba una profunda y reverente desesperación, mitigada, sin embargo, por un cierto orgullo.
—Cuando comprendí lo que estaba ocurriendo, me dije: Esto es el fin. No puedo llevarme muchos; pero al menos rescataré éstos. Tal vez no fui muy práctico —continuó—. Pero no lo lamento. ¿Qué sabemos de quienes vendrán después de nosotros? Somos los dedichados restos de una raza de tecnócatas enloquecidos. Y he conservado lo que amaba; el alma de lo que era bueno para nosotros; tal vez los que vengan empezarán de otra manera, no flaquearán también cuando sean más listos e inteligentes.
Se levantó con visible dolor y colocó los empaquetados volúmenes en el nicho junto a otros utensilios. Los demás le contemplaron con el mismo respeto.
—Shakespeare, la Biblia, Moby Dick, La Divina Comedia —enumeró uno de ellos con suavidad—. Podrías haber guardado otros mucho peores, sí, mucho peores.
—Te quedará un poco de alma hasta que mueras —opinó otro, dificultosamente—. Esto es más que cierto. Mi cerebro se está espesando, lo mismo que mis manos —las extendió; eran unas manos enormes, viejas, arrugadas, con las uñas negras al resplandor del fuego.
—Yo quisiera papel para escribir —añadió—, pero no queda.
El cuarto individuo no dijo nada. Estaba sentado en la sombra, lejos del fuego, y a veces su cuerpo temblaba a consecuencia del frío. Aunque era joven todavía, estaba enfermo y tosía a menudo. La escritura implicaba un futuro mucho mejor del que osaba imaginar.
El viejo volvió a sentarse trabajosamente y alargó una mano, quejándose al hacerlo, para poner en el fuego otro bloque de turba. Con la cabeza inclinada y la vista baja, los tres hombres agradecieron su magnanimidad.
—Gracias, doctor Jenkins, por la lectura —dijo el que había nombrado los libros.
Todos parecían estar esperando algo. El doctor Jenkins lo comprendió, pero no era fácil para él. En otro momento hubiera guardado silencio, pero las frases de La Tempestad, que acababa de leer, y la religiosa atención de sus compañeros, daba un matiz inusitado a la ocasión.
—¿Queréis oír el fonógrafo portátil? —rezongó.
Los dos individuos de mediana edad continuaron mirando fijamente al fuego, incapaces de formular la enormidad de tal deseo.
El joven, sin embargo, exclamó ansiosamente, entre dos toses reprimidas:
—¡Oh, sí, por favor! —parecía tan excitado como un chiquillo.
El viejo volvió a levantarse con suma dificultad, y se dirigió al fondo de la cueva. Regresó, dejando sobre el suelo, donde era más brillante el resplandor del fuego, un fonógrafo portátil, muy viejo y estropeado, de color negro. Le pasó una mano por encima, y luego lo abrió. El plato protegido por un fieltro verde quedó al descubierto.
—He estado utilizando espinos como agujas —explicó—; pero esta noche, ya que tenemos un músico entre nosotros —volvió la cabeza hacia el joven, casi invisible en las sombras—, usaré una aguja de acero. Sólo me quedan tres.
Los dos individuos contemplaron al viejo en muda adoración. El de las manos enormes, que deseaba escribir, movió los labios, pero el susurro no fue audible.
—¡Oh, no! —exclamó el joven, como si se sintiese herido—. ¡Los espinos son suficientes!
—No —replicó el viejo—. Estoy acostumbrado a los espinos, pero no son buenos. Para ti, mi joven y dilecto amigo, habrá buena música esta noche. Al fin y al cabo —añadió con generosidad, dando cuerda al fonógrafo portátil, que crujía por todas partes—, no pueden durar siempre.
—No, ni nosotros —afirmó el individuo con ansias de escritor—. Sí, es mejor una aguja.
—Oh, gracias —exclamó el joven—, gracias —repitió, ahogando luego una tos.
—Pero los discos son otro asunto —agregó el viejo cuando hubo terminado—. Están ya muy gastados. Y eso que solamente los toco una vez por semana. Una, una sola vez por semana, es cuanto me permito. No puedo resistir más de una semana sin oírlos.
—Claro, ¿cómo podría? —asintió el joven—. Y menos teniéndolos aquí.
—Un hombre puede soportarlo todo —aseguró el hombre que deseaba escribir, con su voz dura y belicosa.
—Por favor, música —suplicó el joven.
—Sólo uno —concedió el viejo—. A la larga, lo recordaremos mejor así.
Tenía una docena de discos con lujosos sellos de color rojo y dorado. Incluso con tan exigua luz, los demás pudieron ver que estaban ya muy gastados. El viejo leyó lentamente, los títulos y los nombres de los magníficos y ya fallecidos compositores, los intérpretes, y las orquestas. Los tres recogieron aquellos nombres en sus cerebros, con el mayor cuidado.
Era difícil elegir, entre tanta belleza, el disco que más deseaban recordar. Por fin, el aspirante a escritor, citó New York, de Gerhwin.
—¡Oh, no! —gritó el joven enfermo, pero no pudo añadir nada más sofocado por un acceso de tos; los otros le comprendieron, y el hombre de manos toscas renunció a elegir y aguardó a que hablara el músico.
Este rogó al doctor Jenkins que leyera de nuevo los títulos, muy lentamente, a fin de ir recordando las notas. Mientras se procedía a la lectura, se recostó contra el muro, entornó los ojos, tirándose de la barba con su mano afilada, y escuchó en la mente, la música y las orquestas.
—Me he olvidado —exclamó con desesperación, al concluir la lectura—. No puedo oír claramente estas composiciones. Pierdo frases musicales.
—Lo sé —asintió el doctor Jenkins—. Yo creía conocer a Shelley de memoria. Hubiera debido traer un libro de Shelley.
—Hay en él más alma de la que podemos utilizar —reconoció el hombre que deseaba escribir—. Moby Dick es mejor.
—Sí, esto podemos comprenderlo —afirmó el cuarto individuo.
El doctor asintió.
—Sin embargo —añadió el admirador de los libros—, necesitamos lo absoluto si queremos continuar enraizados en algo.
—¿En algo? Sólo en estos palos, en esta turba, y en las liebres —murmuró el viejo, con amargura.
—Shelley deseaba un final absoluto —observó el cuarto individuo—. Es demasiado. No es bueno, no lo es terrenalmente.
El músico eligió un nocturno de Debussy. Tras una breve meditación los otros dieron su aprobación a la pieza. Se incorporaron sobre las rodillas para contemplar cómo el doctor ponía el disco, con lo que todos parecían estar en actitud de orar. La turba resplandecía, dejando entrever la delgadez de sus barbudos rostros y sus profundas arrugas, revelando asimismo el estado de sus ropas.
Permanecieron arrodillados, mientras el viejo doctor colocaba solícitamente la aguja sobre el disco. El músico se retiró entonces, hasta la pared, con las rodillas en alto y enterró el rostro entre las manos. Al oírse las primeras notas, los oyentes se sobresaltaron. Se contemplaron mutuamente. Incluso el músico levantó la cabeza con estupefacción, pero volvió a inclinarla, con lentitud, como si padeciese un dolor insoportable en extremo. Todos escuchaban profundamente, sin hacer ningún movimiento. Las notas, húmedas, verdeazuladas, iban surgiendo del viejo aparato, como deleitosas presencias individuales en la cueva.
Luego se convirtieron en una súbita marea de insoportable y bellísima disonancia y los cuatro oyentes continuaron gozando plenamente del flujo y reflujo de aquella marea, las disonancias, las resoluciones, los diminuendos, y los pequeños silencios entre los acordes. Cada sonido era penetrante y muy dulce. Y en todos los presentes, excepto en el joven músico, surgían recuerdos trágicos. El músico sólo oía las notas. Al final, en los últimos y susurrados acordes, moviéndose con lentitud, para que los otros no pudieran oírle ni mirarle, echó la cabeza hacia atrás en agonía, como arrastrada por una mano asida a su cabello, y se llevó una mano a la boca.
Permaneció así, mientras los demás guardaban silencio, hasta que por fin comenzaron a respirar con normalidad. Las piernas del músico temblaban violentamente.
El doctor Jenkins levantó la aguja, con viveza, para que no se gastase, para no romper, el encanto de las últimas notas con el chirrido del disco. Una vez inmóvil el plato, dejó cortésmente abierto el fonógrafo portátil, junto al fuego, bien a la vista.
Los otros, sin embargo, comprendieron. El músico se levantó por fin, con brusquedad, y se dirigió a la puerta sin decir nada. Los otros se detuvieron en el umbral y le dieron las gracias al viejo doctor en voz baja. El doctor inclinó la cabeza en un mudo saludo.
—Volved dentro de una semana —les invitó—. Escucharemos New York.
Cuando todos hubieron salido en dirección al desolado camino, se quedó en el umbral, escudriñando el paisaje mientras escuchaba. Al principio, no oyó más que el resonante murmullo del viento en lo alto, y luego, muy lejos, en la pradera barrida por el huracán, los lamentos del lobo. Por entre las nubes divisó cuatro estrellas. Le impresionó observar que una de ellas se apagase en aquel momento oculta por una nube. En aquel momento percibió también el sonido de una tos, rápidamente reprimida. No estaba cerca, sin embargo. Creyó que sonaba por entre los pálidos alisos, y le pareció ver una sombra que allí se movía.
Con nerviosas manos abatió el pedazo de lona que hacía las veces de puerta, y la clavó en tierra. Luego, rápida y calladamente, echando furtivas ojeadas al exterior, de vez en cuando, metió los discos en una caja, la cerró, y llevó el fonógrafo portátil a su jergón. Allí, deteniéndose con frecuencia para mirar la lona y escuchar, apartó tierra del muro, dejando al descubierto un pedazo de madera.
Detrás había un nicho, en cuyo interior escondió el fonógrafo portátil. Tras un instante de reflexión, cogió el paquete de libros, para meterlo también allí.
Acto seguido, volvió a tapar el nicho cuidadosamente con la tierra y la madera. Luego cambió las mantas, y el saco lleno de hierba que le servía de almohada, a fin de tenderse frente a la entrada.
Por último, colocando dos bloques más de turba en el fuego, permaneció largo tiempo contemplando la lona de la puerta, hasta que se convenció de que sus movimientos se debían exclusivamente a las ráfagas del viento que soplaban en el exterior. Rezó y se metió bajo las mantas, cerrando sus enrojecidos ojos. Al otro lado de la cama, junto a la pared, pudo palpar con la mano un consolador pedazo de tubería de plomo.
Walter Van Tilburg Clark (1909-1971)
Relatos góticos. I Relatos de terror.
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El análisis y resumen del cuento de Walter Van Tilburg Clark: El fonógrafo portátil (The Portable Phonograph), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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