«Tetraedros del espacio»: P. Schuyler Miller; relato y análisis.
Tetraedros del espacio (Tetrahedra of Space ) es un relato fantástico del escritor norteamericano P. Schuyler Miller (1912-1974), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1931 de la revista Wonder Stories, y luego reeditado por Isaac Asimov en la antología de 1974: Antes de la era dorada de la ciencia ficción (Before the Golden Age of Science Fiction).
Tetraedros del espacio, claramente el cuento de P. Schuyler Miller más conocido, nos sitúa en el Amazonas, donde un grupo de científicos parece haber descubierto una forma de vida alienígena proveniente de Mercurio.
Estas singulares formas de vida extraterrestre, similares a tetraedros y capaces de comunicarse telepáticamente, prosperan con relativa facilidad y pronto se propagan en todas direcciones. No obstante, el clima húmedo del Amazonas traiciona a los visitantes. Los extraterrestres son rechazados, y los científicos por fin pueden establecer una comunicación con ellos, la cual deja más dudas que certezas con respecto a los motivos de su visita a la Tierra.
Tetraedros del espacio, desde una perspectiva actual, es un relato de ciencia ficción un tanto inocente, casi ingenuo, pero el argumento no deja de ser ingenioso para la época en la que fue escrito, 1931. De hecho, muchos de sus recursos son bastante originales y con el tiempo se convertirían en verdaderos clichés de la ciencia ficción.
Tetraedros del espacio.
Tetrahedra of Space , P. Schuyler Miller (1912-1974)
Una luna jaspeada nadaba en el cielo salpicado de estrellas, arrojando un torrente de luz pálida sobre el azulado mar de vegetación que crecía y crecía hasta formar una marea imponente y lenta que rompía contra la cresta espumosa de los Andes. La sombra del avión corría abajo, metiéndose en los desfiladeros, desafiando las cumbres de aquel vasto e imperturbable mar esmeralda que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Y las estrellas —la titilante Mira, muy cerca del cenit; la gran Fomalhaut resplandeciendo sobre las montañas lejanas, y hacia el sur una multitud de exóticas desconocidas, ardiendo con un fuego que nosotros los del norte apenas conocemos— se apiñaban como enormes y brillantes luciérnagas alrededor del invisible Polo. Pero yo prestaba poca atención a la luna, las estrellas y la selva plateada, porque la noche me había pescado desprevenido y no era fácil lanzar provisiones a un pequeño claro balizado tan sólo por una incierta hoguera, perdido en algún punto de las selvas del Brasil.
¿Era Brasil? Tres grandes estados confluían en una meseta cubierta de bosques, montañas y valles herbáceos: Perú, Bolivia, Brasil. Allí, antiguas razas habían tenido su hogar, levantado templos ciclópeos en los valles escondidos, arrebatado tesoros a las montañas, entregado sus vidas a las selvas... pueblos mucho más antiguos que los dominados por los incas. Hasta entonces nadie había venido a estudiarles, pero ahora, en algún punto de la oscuridad que tenía debajo, había un valle oblongo a medio camino entre la cordillera y el bosque, y allí estarían las tiendas y las hogueras de los científicos, hombres de mi mundo.
Debo descender, trazar círculos y dejar caer la carga; luego remontarme hacia la noche plateada como una gran colilla echando lumbre, salir del mundo de la luna y las selvas, regresar con el gobierno que me envía, para sumergirme una vez más en la aburrida rutina de los vuelos de línea, olvidadas y desaparecidas para siempre la luna y la selva plateada. Pero no vislumbré hoguera alguna en la oscuridad, ni claridad de tiendas blancas bajo la luz de la luna. Tan sólo la cruz extendida del avión nadó sobre el imperturbable mar verde, oscuro y agorero, y sobre su monocolor belleza. No se necesita un gran error para perder de vista un minúsculo claro en la oscuridad. Por eso, cuando el terreno empezó a quebrarse hacia el oeste, maniobré y volví a maniobrar, regresando a mayor altura sobre los silenciosos bosques iluminados por la luna.
Pero había visto en la selva una brecha: una áspera cicatriz negra, curtida por algún gran fuego procedente de las entrañas del planeta, horrible y amenazadora bajo la suave belleza de la noche. Volvió a deslizarse debajo de mí y, mientras la sombra del avión volvía a desvanecerse sobre su áspera negrura, me pareció ver un remolino de movimientos furtivos, una alternativa momentánea de sombras entre sus tinieblas más profundas. Distraído, comprobé el rumbo del avión, para corregirlo e investigar más de cerca y, ¡de pronto el aire que me rodeaba resplandeció con un fuego carmesí oscuro que quemó mi cuerpo con furor de energía desencadenada, el zumbido de los motores rateó y se apagó, y caímos en picado hacia el mar plateado que se extendía abajo!
La hormigueante parálisis pasó lo mismo que había venido. Corregí la zambullida loca del avión estropeado, corté el contacto y me arrojé por la borda. Sentí como en sueños el tirón del paracaídas y vi cómo el avión abandonado, semejante a un enorme murciélago de la selva herido, subía y bajaba y luego descendía en un largo vuelo planeado que no se interrumpió hasta que tropezó violentamente con las copas de los árboles. Luego el pesado péndulo de mi cuerpo fue la única medida de los segundos mientras colgaba y me contorsionaba bajo el hemisferio sedoso del paracaídas. Y entonces las ramas frondosas, ya no plateadas sino semejantes a garras hambrientas y ávidas de horror negro, se alzaron y me retuvieron. Caí en una maraña de follaje y ramas quebradizas, en medio de una oscuridad caliente y dulzona donde seres furtivos huían apresuradamente hacia la noche y el silencio.
La selva es como un poderoso techo que se extiende sobre los valles de la América tropical. Las ramas del arbolado privan de sol a un mundo de oscuridad húmeda y putrefacta, donde grandes serpientes multicolores zigzaguean entre las ramas entrelazadas y las grandes trepadoras chupan la vida a los gigantes del bosque, en la batalla eterna hacia la luz. Y hay alimañas venenosas en la oscuridad —hormigas salvajes de cinco centímetros con fuego en la boca, minúsculas serpientes cuya belleza de mosaico encubre una muerte terrible—, o criaturas aéreas y gloriosas que sobrevuelan las copas de los árboles. Al amanecer, un resplandor de vida y de color ardiente se cuela por el techo de la selva: luz de orquídea, de guacamayo, de las grandes y vistosas mariposas de este mundo superior.
Debajo, la penumbra verde se aclara como pálido dosel bajo el cual minúsculos horrores acechan, trepan, vigilan, y enredaderas gigantes se retuercen y trepan cada vez más altas hacia la luz vivificadora. Y por debajo está la muerte y una húmeda podredumbre: la gruesa y mojada alfombra de humus, donde gordas larvas blancas hacen sus madrigueras de ciego terror y se arrastran gigantescos alacranes.
El sol se había puesto hacía una hora cuando caí, pero cuando volvió a salir me halló arrastrándome y deslizándome entre la maraña como si yo también formara parte de la selva, avanzando hacia el lugar donde mi memoria situaba el claro marchito y la luz. Y al espesarse las tinieblas de las ramas superiores, lo vi casualmente, desde arriba. Era un pequeño valle, como de un kilómetro y medio de largo por medio de ancho, hundido en un óvalo de azabache brillante junto a la ladera de la montaña. Aquí los Andes comenzaban su rápida ascensión desde las selvas hacia las nieves, y a mis pies había precipicios de quince metros de roca escarpada y negra hasta el lecho del valle. He dicho que estaba marchito y requemado en el corazón viviente de la selva. ¡Era eso y mucho más! Había en las pendientes rocosas una suavidad que hablaba de siglos de hambrienta vida vegetal, espiando e invadiendo grietas, desmenuzando piedras gigantescas, muriendo y dejando caer una suave y rica capa de humus sobre la áspera roca del fondo, formando como un jardincillo de vida y luz en el oscuro corazón del bosque.
¡Entonces llegó el fuego... un terrible y flagelante estallido de calor abrasador que ni siquiera el infierno podría igualar! ¡Marchitó el valle, agostó horriblemente su verde belleza, convirtiendo las flores y las hierbas en ceniza blanca y muerta, arrancando el rico mantillo de pasadas eras para desnudar la roca durmiente, fundiendo esa roca en una áspera y resplandeciente escoria negra y quemada, fría, muerta, condenada! Los escarpados riscos de sus laderas, otrora envueltos en una delicada red de zarcillos florecidos, se habían rajado bajo el terrible calor, dividiéndose en enormes placas de roca viva que cayeron en el holocausto de abajo y murieron con el valle. Los escasos arbustos que me ocultaban arriba mostraban sus hojas y ramas ennegrecidas y ampolladas, pese a que allí no había alcanzado tanto el calor. ¡Como ningún otro lugar de la tierra, aquel valle de las tierras altas estaba espantoso, terriblemente muerto, pero en su centro algo se movía!
Ansioso, temeroso, espié a través de la oscuridad. Llena y dorada, la luna se elevaba por sobre el bosque, lanzando nuevas sombras sobre el lecho del valle, iluminando nuevos rincones, revelando nuevos movimientos. Y a medida que su anaranjado mate se convertía en oro blanco que se desvaía hacia la límpida plata, aquella luz gloriosa pareció suavizar el áspero azabache del valle. ¡Y provocó una leve fosforescencia en las dos grandes esferas que reposaban como dos grandes perlas gemelas sobre la roca oscura, para crear seres de la roca y de las sombras, deslizándose como espectros entre las piedras despedazadas!
Me arrastré dificultosamente hacia un espeso matorral, al borde del barranco, acercándome a las grandes esferas y a su espantosa carga. ¡Dentro de mi cráneo el erebro me daba vueltas y latía, en mi garganta se congelaba el grito de espantada incredulidad que corrió a mis labios, y un sudor frío y pegajoso brotó de mis poros dilatados! ¡Era algo ajeno a toda lógica... a toda verosimilitud! ¡Pero... era!. ¡Logré verlos claramente, en ordenadas filas, algunos cientos de ellos dispuestos en grandes círculos concéntricos alrededor de las esferas suavemente relucientes... ásperos como la misma roca negra, duros y resplandecientes y esquinados... de la altura de un hombre o algo más, desde la cúspide hasta la base... grandes tetraedros resplandecientes... tetraedros del espacio!
Eran tetraedros y estaban vivos... ¡tan vivos como tú y yo! Se agitaban inquietos en grandes círculos, molestos por la pálida luz. En algunos lugares formaban grupitos y a veces creaban otras monstruosas figuras geométricas, pero siempre se movían con una quietud pavorosa, saltando con absoluta facilidad entre las rocas. ¡Y ahora surgía de la esfera gemela más cercana otro de su especie, pero de tamaño doble, y las paredes fosforescentes se abrieron y se cerraron a su paso como por efecto de un pensamiento mágico! ¡Avanzó un poco hasta quedar iluminado por la luna llena, y los círculos se desplazaron, tomándole como centro hasta que las esferas quedaron a un lado y el tetraedro gigante presidió a solas las huestes de sus súbditos inferiores!
Entonces se oyó su habla... ¡lo más destructor de todo! ¡La sentí dentro de mi cerebro antes de percibirla externamente, como un ritmo apagado y obsesivo, un latir insistente que golpeaba mis sienes y cubría mis ojos fríos con una cegadora niebla roja! Y supe que no era una fantasía... ¡que ciertamente las grandes cosas del valle agostado hablaban, cantaban con una lenta y vibrante melopea que me golpeaba físicamente con intensas y prolongadas ondas sonoras! ¿Habéis oído las notas más graves del órgano, cuando las ventanas e incluso las paredes tiemblan y el edificio mismo resuena, pulsa y pulsa y pulsa al ritmo hasta que lo sientes latiendo contra tu cráneo, palpitando en tu mente en un mar vasto e inquieto de sonido atronador?
¡Así era el hablar de los tetraedros, sólo que más grave, por debajo del umbral de audición... tan profundo, que todos los músculos y nervios de la piel notaban la monótona presión y transmitían gritos al cerebro enfebrecido... tan grave que parecía una gran oleada de algo más que sonido, rompiendo funestamente contra un acantilado solitario! ¡Porque carecía de modulación... sólo un lánguido y mortal pulso y pulso y pulso, acumulando latido sobre latido en mi cerebro palpitante al borde de la locura! ¡Ahora pienso que era una especie de cántico, el manifiesto de todos los tetraedros en coro, resonando, salvaje, airadamente contra el gigantesco líder, en una fúnebre queja de malestar y disgusto!
Creo que estaban inquietos, llenos de promesas y propósitos insatisfechos, deseosos de asegurar su misión o partir. ¡Creo que había sido arrojada entre ellos la semilla de la rebelión tetraédrica y que, así como los presos enojados golpean los barrotes de la prisión y gritan monótonamente, también aquellos seres de otro mundo, de otra constitución vital, machacaban sus quejas ante el poderoso líder! Entonces oí una voz más profunda y poderosa que se oponía a la pulsación, ahogándola, tronando orden y censura, haciendo callar a la multitud, hasta que el clamor se convirtió en un murmullo y cesó. ¡Pero la voz del tetraedro gigante siguió sonando, ahora modulada como las nuestras, elevándose y cayendo en enojado discurso y en órdenes, lanzando sarcasmo abrasador, intimidándolos tal vez con su gran autoridad!
Como a todos los grandes jefes, sus seguidores le parecían como niños, y el duro y áspero ritmo sonoro se convirtió en un murmullo suave y halagador, de ondas susurrantes como la brisa acariciando ligeramente la fina arena de alguna lejana playa tropical, casi insidioso, si cabe decir eso de un sonido, pero sin dejar de ser dominante y definitivo en su mensaje. Se convirtió en un rumor lejano y arrullador, y se desvaneció. ¡Permanecieron inmóviles un largo instante, como esculpidos en la misma piedra, y luego se elevó entre los círculos, como una ola creciente, un estremecimiento de lenta actividad, apresurándose, animándose todos hasta ponerse en marcha! ¡Las filas se abrieron y el tetraedro gigante cruzó raudo el lecho del valle hacia las dos enormes esferas, mientras la multitud esquinada fluía en rápido y suave movimiento, siguiéndole a corta distancia! De nuevo, con la misma velocidad y misterioso silencio de las escenas soñadas, las esferas se entreabrieron y las filas de tetraedros fueron absorbidas hacia su interior!
Las perlas gemelas de luminiscencia jaspeada por el fuego descansaron entre las rocas negras: grandes orbes de pálida luz, resplandeciendo bajo la magia de la luna llena. Durante largo rato permanecí allí, oculto entre los matorrales al borde del barranco, observando el valle, confundido por la espantosa irrealidad de las cosas que acababa de ver. ¡De la oscuridad que envolvía mis espaldas surgió una mano que agarró mi hombro como una tenaza de cierro! ¡Enloquecido por el repentino terror, me liberé, golpeé ciegamente la cosa que me había tocado, que aprisionó con la fuerza de un Hércules mis brazos que se debatían ciñéndolos a mis costados... una cosa que habló, y sus palabras fueron un áspero murmullo que apenas atravesó las tinieblas!
—¡Por Dios, hombre, no se mueva! ¿Quiere que ellos le oigan?
Era un hombre, un ser humano como yo. Mi lengua yerta balbuceó la respuesta:
—¿Quién es usted? ¿Qué son esas cosas? ¿De dónde demonios han venido?
—¡No de la Tierra! De eso puede estar seguro —fue la equívoca respuesta—. Pero más tarde se lo explicaremos todo. ¡Salgamos de aquí! Soy Marston, el biólogo de la expedición del museo. Supongo que usted es el aviador. Valdez vio cómo incendiaban su aparato anoche. Sígame.
—Si, soy Hawkins. El avión estará cerca, si no ardió, con todas las provisiones. Fui atacado mientras cruzaba las montañas. Pero primero dígame... esas cosas de ahí... ¿viven?
—¿Eso le ha parecido? Supongo que a cualquiera le ocurriría lo mismo. Los indios los consideran una especie de dioses... comprenden que están más allá de toda experiencia y tradición. Pero yo soy biólogo. Sé algo acerca de las formas extrañas de la vida. Están tan vivos como nosotros... o tal vez más. Después de todo, si la vida es energía, ¿por qué no habría de hallarse en todas partes? ¿Acaso nosotros, seres débiles y minúsculos, compuestos de carbono y agua y otros elementos inestables, vamos a ser los únicos capaces de albergar vida? Pero éste no es lugar para reflexionar... ¡En marcha!
Desapareció en la oscuridad y lo seguí, lanzándome ciegamente tras el sonido de su ruidoso avance, alejándome del valle agostado y de los tetraedros, hacia cualquier seguridad que pudiera ofrecer la sombría profundidad de la húmeda selva. Estaban agachados junto a un pequeño fuego de corteza y ramas, como aquellos hombres de Cro-Magnon hace cincuenta mil años: dos esqueletos miserables, vendados con harapos sucios, cavilando en torno a la frágil llamita. Ante los crujidos de nuestra llegada se levantaron de un salto —dos acosados de la selva—, pero se tranquilizaron cuando entramos en el circulo de luz de la hoguera.
Siempre los recordaré como los vi entonces: Hornby, el arqueólogo del museo, alto y canoso, con su rostro ojeroso marcado por profundas arrugas de insomnio, miedo y asombro irracional; Valdez, el explorador enviado por el mismo gobierno que me había llamado a mí, bajo y moreno, con su sangre portuguesa mezclada con la de las tribus nómadas del interior... ¡Sus dientes resplandecían en una mueca, como los de un gran gato salvaje acosado, enloquecido y peligroso! Parecía más robusto que los otros dos, y supe que era muy capaz de valerse solo, y lo haría en caso necesario. Por primera vez vi a mi guía como algo más que una negra masa en la oscuridad.
Marston, el biólogo, parecía un viejo herrero, un hombre de formidable osamenta, con penetrantes ojos grises bajo las cejas y una espesa barba incipiente. He dicho un Hércules... ¡más bien un Atlas, sosteniendo la carga de aquel pequeño mundo salvaje, recibida de quien no deseaba compartirla ni la compartiría! Sus músculos nunca habían revestido muchas almohadillas de grasa y ahora carecían totalmente de ella, destacándose como nudosas raíces en su cuerpo fornido, haciéndole asemejarse a un ser toscamente labrado por la mano de un dios del bosque, o como si éste hubiera insuflado vida a un poderoso tronco de ciprés.
—Aquí estamos, Hawkins —rugió. Su voz fuerte incluso recordaba el habla de los tetraedros—. Tendremos que encontrar pronto el avión, o lo que quede de él. Valdez, ¿usted ha visto llamas?
—¿Llamas, señor Marston? No, señor... Como ya he dicho, sólo vi la caída del avión como un gran pájaro herido que busca refugio en la selva, y al señor... Hawkins... descendiendo con el paracaídas. No estoy seguro de poder encontrarlo ahora que se ha perdido un día y una noche, pero lo intentaré. Con la deserción de los guías no es fácil alimentar siquiera tres bocas, ¿eh, señor Marston?
—Cuatro valen tanto como tres, Valdez. Me alegro de que Hawkins esté aquí. Es sangre nueva, un cerebro fresco, ¡y tal vez con su ayuda podamos eliminar esas malditas cosas!
Luego se oyó la voz de Hornby —seca y marchita como su cuerpo encogido—, gastado como sus cansados y viejos ojos:
—Teniente Hawkins, ¿ha visto los tetraedros? ¿Entiende que son seres vivos e inteligentes? ¿Puede comprender el peligro que constituye su presencia en nuestra Tierra?
—Sí, profesor —respondí lentamente—. Los he visto y oído. Creo que no se parecen a nada que yo conozca, en la Tierra o fuera de ella, y que tienen algún propósito. Pero los vi sólo en la penumbra, y durante breves instantes. Había un gran jefe, cuyo tamaño era doble que el de los demás, y éstos parecían contrariados con su modo de dirigir las cosas.
—¿Oye, Marston? —gritó el profesor, casi con furia—. ¡Escuche!... ¡Están impacientes... actuarán tan pronto como se hayan alimentado de nuevo! ¡No podemos esperar! ¡Hemos de hacer algo, Marston! ¡Debemos actuar ahora!
—Sí, yo también los vi —explicó Marston, lentamente—. Es verdad que están preparando algo. Pero no sé qué podríamos hacer... cuatro hombres con tres rifles y un par de machetes contra cien de ellos y contra todos sus poderes, sean los que fueren. Ni siquiera sé si podríamos pinchar uno... ¡me parecieron bastante duros!
—Marston —intervine con ansiedad—, si lo que necesita son armas, en el avión hay dos ametralladoras y muchas municiones; era un avión del gobierno, recién empleado contra los rebeldes del norte. Si logramos encontrarlo, tendremos armas además de comida. Creo que, a plena luz del día, podría localizarlo desde el valle.
—Valdez... ¿ha oído? ¿Puede contribuir a la búsqueda? Usted es el único que lo vio caer, y ha salido con los indios más de una vez. ¿Qué opina?
—De acuerdo, señor Marston. Haré lo que pueda. Pero no abrigue demasiadas esperanzas... recuerde que han pasado un día y una noche, y sólo le vi un segundo. Y las armas... ¿qué podrán hacer contra esos demonios de las esferas? Somos unos estúpidos quedándonos aquí... ¡Sería mejor huir, ahora que tendremos provisiones, y avisar al mundo del peligro que le amenaza!
—No me venga con esas monsergas, Valdez. ¡Si se trata de anunciar su presencia en la Tierra, ellos lo harán más pronto de lo que nosotros podríamos hacerlo! ¡Habríamos salvado nuestros propios pellejos, pero no por mucho tiempo! ¡Además, ya sabe lo que pasa con los indios cuando se les excita! Valdez, parece mentira que diga esas tonterías. ¡Le ordeno que salga mañana con Hawkins a buscar el avión!
El profesor Hornby había hablado poco... Permaneció recostado contra un árbol, observando distraídamente las llamas. Ahora, después de las palabras de Marston, volvió a hablar.
—Marston —dijo con voz maquinal—, ¿ha visto los indios dé la selva como yo los vi? ¿Los ha visto, ha notado las miradas fijas en su espalda y ha adivinado que jugaban en la oscuridad con sus pequeñas flechas? Para ellos, los tetraedros son dioses o demonios... seres a quienes conviene adorar y aplacar con sacrificios. ¡El bosque está lleno de ellos... lo percibo... podría jurarlo! Marston, ¿qué están haciendo?
La voz sarcástica de Marston puso fin a aquellas lamentaciones.
—Seguro, profe; es cierto que están aquí... alrededor de nosotros, en la selva, como las fieras. Yo también lo noto... Nos vigilan desde la oscuridad. Pero son inofensivos... simplemente curiosos, eso es todo. Son esas cosas del más allá lo que los atrae... dioses tal vez, o demonios, como usted dijo, algo salido de los viejos tiempos y las antiguas leyendas, cuando el pueblo de los Grandes Antiguos tenía sus fortalezas y palacios aquí, a la sombra de las colinas. Para ellos son una leyenda hecha realidad y, hasta que se desengañen, supongo que nos relacionarán con las cosas que han aparecido en donde solía estar nuestro campamento... con nuestra magia blanca y nuestras muchas preguntas acerca del pueblo de los Antiguos. Todavía no nos harán daño, pero no estaría de más que nos acercásemos un poquito al valle, desde donde podremos vigilar a los seres y mantener el contacto con los indios.
Entonces Valdez expresó ácidamente su discrepancia, hablando con su melancólica suavidad habitual, disimulando su tremenda agudeza tras una deslumbradora sonrisa.
—Por supuesto, señor Marston. Usted sabe que los pobres indios conservan las supersticiones de sus antepasados, y que en épocas de peligro el pueblo de los Antiguos ofrecía sacrificios de sangre a sus dioses... ¡ofrecían la sangre de sus sacerdotes más encumbrados! Señor, ¡las viejas costumbres perduran entre los salvajes! Creo que ustedes tienen un refrán... «ojos que no ven, corazón que no siente», ¿no es así? Señor Marston, ese viejo dicho encierra una verdad.
—¿Quiere decir que podríamos escabullimos y dejar que nos olvidaran? Valdez, creo haber dicho antes que no estamos jugando a eso ninguno de nosotros... ¡entiéndalo! Nos quedaremos y lucharemos tan pronto como usted y Hawkins encuentren las armas, es decir mañana. Espero que su memoria mejore algo mientras duerme. ¡Ah, profe!... Creo que a Hawkins le gustaría saber más acerca de esas cosas de allá. Explíquele lo que hay que explicar... supongo que usted es el que lo ha entendido mejor.
Y así, agazapados junto a la llama minúscula y vacilante, escuché cómo la voz delgada y seca del viejo profesor narraba la terrible historia de la llegada de los tetraedros. Estaba profundamente grabada en su mente, y la revivía cada vez que la contaba. Ahora el sudor corría por su rostro mientras miraba las débiles llamas como hipnotizado. Marston y Valdez nos observaban desde el otro lado, lo mismo que los otros ojos, ocultos en la oscuridad, cuyo manto aterciopelado cubría todo lo que estaba más allá del pálido círculo de la hoguera.
Tres blancos y media docena de guías indios oriundos de las tribus más civilizadas del norte habían llegado al valle entre las colinas. Habían levantado campamento en aquella cuenca entre flores y matas ondulantes, con la oscura barrera de la selva alzándose a su alrededor como los muros de una prisión. Y de aquellos muros, por último, salieron los indios de los bosques —pobres criaturas salvajes dominadas por la superstición y la ignorancia, diezmados por el hambre y las enfermedades—, descendientes degenerados de quienes habían sido siervos del pueblo de los Antiguos en épocas muy remotas. Ellos atesoraban leyendas extrañas y ceremonias desfiguradas, de donde había desaparecido el significado originario. Tal vez nunca conocieron la realidad de los magníficos monumentos que habían erigido para los jefes, labrando con habilidad inmensos sillares, alzando elegantes murallas y terrazas, abriendo largos caminos en la selva y la montaña, dando la vida por la subsistencia de una raza opresora y decadente.
Pero era cierto que ellos tenían recuerdos de cosas que incluso la mente salvaje puede analizar, evocaciones de la magia y el ritual, y de la adoración de dioses feroces y poderosos. A medida que la nueva magia de aquella raza más joven, de pálido rostro, impresionaba sus mentes infantiles, narraban lo que sus padres antes que ellos habían aprendido de los abuelos al correr de los siglos. Relatos, no sólo de la vida y costumbres en aquellos días muy lejanos, sino de ciudades erigidas en medio de la selva, ciudades de roca maciza y metal brillante, «el metal del sol» que duerme formando largas y gordas serpientes entre la roca blanca de las montañas. En los viejos ojos de Hornby brilló un nuevo y joven frenesí de esperanza y alegría, y en los ojillos de Valdez otra luz codiciosa más antigua se encendió al oír hablar de las serpientes doradas. Marston lo sabía, como sabía todo lo que iba a ocurrir, pero siguió estudiando las plantas del valle y de la selva como si nada... trabajó y vigiló.
Un día —la áspera voz del profesor Hornby casi descendió hasta un susurro mientras lo explicaba— llegó el grupito de salvajes que iban a guiarles hasta las ruinas enterradas de una gran ciudad de los Antiguos. Eran cuatro hombrecillos morenos con cerbatanas y flechas mortíferas, aguardando pacientemente a que los poderosos Blancos recogieran su magia y les siguieran. Hornby se había asomado a la puerta de su tienda para conferenciar con el cacique. Mientras lo hacía, levantó la mirada hacia los Andes majestuosos de donde habían venido los Antiguos. ¡Allí, moviéndose como burbujas arrastradas por el viento, flotando sobre las copas de los árboles, aparecieron las esferas de los tetraedros!
Se posaron suavemente al otro lado del valle, descansaron sobre el espeso césped como huevos de una inmensa mariposa salida de las fábulas. Los indios huyeron aterrorizados, pero Hardy y Marston, mientras bajaban corriendo por la pendiente hacia los globos gemelos, notaron que los ojos furtivos atisbaban desde la maleza, medio temerosos, medio hostiles, esperando con paciencia infinita la nueva magia... la nueva raza de jefes. Los tres —Hornby, Marston, Valdez— se acercaron a las esferas que descansaban en el pasto ubérrimo, y el corazón de cada cual debió conocer el asombro que yo, a mi vez, había sentido. ¡Pues las esferas eran perfectas, sin ninguna abertura! ¡Semejaban orbes gemelos tallados en madreperla, iridiscentes, con delicados matices de azul y rosa sobre el blanco níveo, y al mismo tiempo irradiaban cierta fuerza, un hormigueo de energía excedente que crispaba los nervios y enervaba las mentes con inusitada intensidad!
¡Su intensidad aumentaba y fue Marston quien notó primero su insidiosa hostilidad, quien apartó su mirada de las enigmáticas esferas, viendo que las hierbas donde se habían posado se resecaban y consumían hasta convertirse en blanda ceniza gris bajo la radiación abrasadora! Él fue quien lanzó el grito de alarma; repentinamente aterrorizados huyeron ladera arriba, para detenerse luego como ovejas espantadas y huir de nuevo cuando la oleada de energía volvió a brotar de las esferas iridiscentes, a latidos cada vez más rápidos. ¡Barrieron toda la vida, y la lujuriante vegetación pronto quedó convertida en un páramo reseco! Finalmente, los hombres se detuvieron junto a las tiendas, cerca de las sombras de la selva, y vieron cómo la lenta emanación convertía la vida del valle en plúmbea ceniza de muerte.
¡Luego la vanguardia invisible subió por la ladera hasta sus pies, y el veneno sutil volvió a recorrer perversamente sus venas, y huyeron enloquecidos, precipitándose de cabeza hacia la selva. No lograron eludir por mucho tiempo el enigma que les hacía devanarse los sesos, y que había aniquilado su pequeño campamento. Marston, Homby, Valdez... retrocedieron y observaron desde la húmeda oscuridad de la selva las cosas que ocupaban el fondo de la quebrada iluminada por el sol. Entonces, Marston rompió el hechizo de terror que lo había sujetado... ¡rescató los rifles, mantas y comida de las tiendas abandonadas por el reflujo de las olas invisibles, y huyó de nuevo cuando la segunda oleada de devastación surgió de las esferas silenciosas! La hierba y las delicadas flores del valle habían perecido bajo la primera plaga, pero en algunos lugares crecían matas y arbustos, más resistentes, avanzadillas de la selva, así como formas superiores de vida: insectos, roedores, pájaros. ¡La oleada de muerte avanzó de nuevo, y otra vez más, y entonces pudieron distinguir un débil resplandor rojo que consumía sin piedad cuanto hallaba, una luminosidad atmosférica, no procedente de la vida quemada y agostada del valle!
¡Luego hubo un intervalo de calma... una paz casi semejante a la que reinaba cuando aquella pequeña mancha clara en la verde oscuridad era el hogar de unos hombres felices y atareados... semejante, pero no igual! ¡Porque ahora había un presagio en el aire, un agorero sentimiento de opresión, una tensión del éter, una coacción que embargaba el cerebro y roía con avidez la conciencia embotada! ¡En ese momento vieron que las esferas estaban iluminadas por un frío brillo verde que resplandecía vividamente, dominando incluso el resplandor del sol sobre la ceniza blanquecina! Casi se podía decir que era una incandescencia, pero no daba sensación de calor, sino sólo de una gran energía sobrenatural, que era proyectada por aquellas esferas extraterrestres hacia el valle y su cinturón vegetal. ¡Y no se equivocaban pues, de pronto, con una violencia terrible que estremeció incluso al impasible Marston, la desolación se extendió con toda su furia sobre el valle! No llegó a la selva —cuya oscuridad húmeda y fría, por cierto, parecía evitar— y gracias a esto, los tres pudieron sobrevivir a la espantosa embestida. ¡En un instante la tensión estalló en un hirviente y caótico torbellino de llamas de tono azul verdoso, fuego eléctrico semejante al rayo, pero cuya furia no tenía parangón con ningún rayo de la Tierra!
Un océano embravecido de hórridas llamaradas azotó el valle, hurgando en la tierra, en la misma roca, donde suscitaban una enojada respuesta de llamas cárdenas, rápidas y silbantes. Los fuegos barrieron el mantillo y agostaron la misma roca desnuda como un horno espantoso de furia devoradora. ¡Invadid la cuenca, golpead sus laderas, agostad la florida cortina de bejucos entrelazados, rajando tremendos peñascos que estallaban como bombas cuyos pedazos volvían a caer en el tempestuoso mar de fuego, del que se alzó una poderosa columna de llamas rugientes que se elevó cientos de metros en el aire estremecido!
Y a través de la cortina donde el fuego de los cielos y el fuego de la Tierra se unían en aquel terrible holocausto, los tres hombres vieron que los núcleos incandescentes de las esferas gemelas se abrían, que enormes formas angulosas surgían de su interior... ¡formas nunca asociadas por la mente del hombre con la noción de la vida! Sin reparar en el incendio que hervía a su alrededor, se deslizaron sobre la roca derretida del lecho del valle, de veinte en veinte o más, mostrándose bajo la luz cegadora como poderosos tetraedros, de dos metros y medio de cristal oscuro y resplandeciente. ¡Eran de un púrpura que parecía propio de la materia de que estaban constituidos, antes que una pigmentación superficial! ¡Cerca de cada cúspide, todos tenían dos ojos verdeamarillos que no miraban ni veían!
En su interior se vislumbraba un cuerpo esférico, también purpúreo, del cual salían cientos de extraños filamentos hacia las brillantes caras. ¡Eran tetraedros... tetraedros vivientes de terror glacial, que no temían a la llama ni al rayo, y sembraban la destrucción por todas partes!
Los tres hombres contemplaron con desmayo cómo se apagaban las llamas. El viento se alzó, llevándose la capa de polvo y ceniza que cubría la roca agostada. Mientras tanto, los tetraedros se ocupaban en sus asuntos, formando y deshaciendo grupos de contorno geométrico. O se transformaban de súbito en cuerpos poligonales que, a su vez, se convertían en monstruosidades monolíticas y cristalinas, y luego se fundían con sorprendente rapidez, recobrando la forma originaria. Desde un punto de vista humano, eran maniobras ociosas y absurdas, pero sin duda tenían motivo y significado ocultos, tan extrañas a la Tierra como los mismos seres. Todo indicaba las tremendas energías que dominaban... energías que nuestra mísera ciencia ni siquiera sospecha.
—No puedo explicarle el sentimiento que experimenté —prosiguió desesperadamente la voz cansada y sorda del profesor—. Se trata de una fuerza totalmente hostil a la gran civilización humana que evolucionó dolorosamente, fuerza que nos aplastará como a moscas si entramos en conflicto con los motivos de la raza tetraédrica. Son seres dotados por la naturaleza con poderes que exceden la capacidad de nuestra ciencia... incomprensibles según nuestras ideas acerca de la evolución, poco menos que inconcebibles para la imaginación y la razón. ¡He advertido el fin ineluctable de la humanidad y de todas las formas terrestres de vida, lo mismo que ha ocurrido en el valle, con una indiferencia cruel y ominosa que ha sembrado un terror paralizante en mi corazón! ¡Si el hombre debe morir, yo también moriré... moriré luchando por mi raza y mi civilización! ¡Creo que todos lo sentimos, lo supimos de corazón e hicimos un juramento de lucha a muerte sobre las rocas abrasadas de nuestro valle!
Su voz se apagó a medida que sus ojos mortecinos revivían una vez más la visión de aquella jornada terrible. Creí que había terminado, pero su voz volvió a romper el silencio:
—Tal vez pudiéramos huir incluso ahora... escondernos en alguna cueva donde no sospecharan nuestra existencia... sobrevivir durante algunos terribles meses o años mientras nuestro planeta es sometido a su tiranía descomunal. Tal vez, durante poco tiempo, podríamos salvar nuestras vidas pero... me pregunto si no es mejor morir estúpida, futilmente, pero sabiendo que hemos estado más cerca que cualquier otro hombre de lo impenetrable, de la realidad que sustenta toda la vida.
De la oscuridad, al otro lado de los rescoldos, llegó la serena voz de Marston:
—No podemos hacer otra cosa, profe. Lucharemos como luchan los hombres, y si nuestro destino es mayor y mejor que el de ellos usted ya sabe, en el fondo de su corazón, que venceremos como siempre ha vencido el hombre... y la ciencia tendrá otro problema que discutir. Mañana tendremos que hacer planes. Están inquietos... en cualquier momento pueden atacar, y conviene estar preparados y vigilantes. ¡Supongo que vamos a morir, pero lo haremos como hombres!
Eso fue todo.
Los acontecimientos de las últimas horas habían caído sobre mí con fuerza y complejidad tan abrumadoras, que la cabeza me daba vueltas. No lograba sacar una conclusión definida, una síntesis; lo que había ante mí era un confuso y fantástico panorama de hechos sobrenaturales y temores incapacitantes, que hacían atropellarse los pensamientos en una orgía de luz, sonido y sensaciones que me inundaba por completo. Incluso ahora que todo ha pasado y el tiempo ha aclarado muchas cosas, noto la misma imprecisión de los conceptos que me molestó entonces. Al día siguiente, todo cambió. Cambió de modo rápido y radical, a medida que los acontecimientos se precipitaban, rompían como oleadas gigantescas sobre nuestras conciencias abrumadas y se desvanecían ante la tumultuosa embestida de otra contradicción entre la mente y la materia.
Nos levantamos al amanecer y, después de un frugal desayuno de frutos secos rescatados del campamento antes de la destrucción del valle, Valdez y yo salimos a buscar el avión. Quise regresar al valle para recoger mis instrumentos, pero Valdez protestó, señalando que era inútilmente peligroso, y que más valía partir desde donde estábamos. Nos metimos en la húmeda espesura. Valdez guiaba; segundos después de salir del campamento, me vi totalmente perdido. Mi compañero parecía seguro de su camino, abriéndose paso entre el laberinto de matorrales como una fiera de la selva, casi como siguiendo un hilo invisible. Avanzamos durante casi una hora y de repente salimos a un claro del bosque, debido a la existencia de una angosta hondonada... ¡y comprendí con indignación lo que ocurría! ¡El sol, que estaba a nuestra derecha cuando salimos, se hallaba detrás de nosotros! ¡Nos alejábamos tanto del valle como del campamento y del avión! Salté enojado y agarré a Valdez del hombro. Él se revolvió como una serpiente golpeada, con rabia en sus ojos entrecerrados, rabia y terror de loco. ¡En su mano había un arma!
—Entonces... ¡al fin lo ha visto, señor Hawkins! —se mofó—. Le pareció que algo no marchaba por lo derecho, ¿no es así? ¡Idiota! ¿Acaso cree que voy a arriesgarme por esos imbéciles? ¿Parezco tan loco como para dar mi vida por unos idiotas como ellos? Usted... no formaba parte de nuestro grupo, pero... ahora está aquí, y en mi poder... ¡Y hará lo que le ordene, o no vivirá para contarlo! ¿Me explico?
—¡Demasiado! —grité—. ¡Usted no es digno de vivir, Valdez, y ya es hora de que alguien se lo diga en su cara servil! ¿Conque pretende escabullirse y dejar a sus camaradas a merced de los tetraedros? ¡Quiere salvar su hermoso pellejo! ¡Maldita sea, es usted el más estúpido de todos nosotros! ¿Cómo saldrá de esta selva maldita sin guías? ¿Dónde encontrará alimentos cuando se le acaben las municiones? ¿Qué cree que harán esos malditos y apestosos salvajes cuando lo encuentren aquí, huyendo de sus nuevos dioses? ¡No tiene la menor oportunidad... está loco, eso es todo! ¡Está completamente loco... es un desgraciado y miserable bicho!
—Señor Hawkins, dice usted cosas muy ofensivas —respondió fríamente, con la desagradable mueca aún fija en sus labios violáceos y delgados—. Creo que usted no me hace falta. Tal vez le interese saber que Valdez es el apellido de mi padre adoptivo, señor. ¡Mi pueblo son los mismos a quienes usted califica tan amablemente de «malditos y apestosos salvajes»! ¡Mi hogar está en estos mismos bosques que le parecen tan poco acogedores! Señor Hawkins, ¿acaso no he dicho siempre que sería capaz de encontrar su avión?
—¿Qué significa eso?
—Quiero decir, señor, que soy capaz de encontrarlo y lo he encontrado, pocos minutos después de que se estrellara. Señor Hawkins, sufriría usted una decepción si lo viese ahora. Los alimentos, las armas y las municiones de que tanto alardeó..., no han existido nunca, a no ser en un cerebro perturbado por las fiebres tropicales. ¿O acaso los indios, los «apestosos salvajes» que ahora mismo nos rodean, que están detrás de usted en la sombra, los han robado? Sería interesante averiguar la verdad de la cuestión, ¿no le parece?
Contemplé a través del dosel de ramas el sol que brillaba pacíficamente, y un odio rojo empañó mi visión. ¡Levanté ambas manos, apretando los puños, para aplastar aquel rostro que sonreía perversamente! Pero la boca del arma que estaba apoyada en mi estómago habló elocuentemente, y de súbito tuve pensamientos claros, y palabras frías y calculadas:
—¡Hasta en eso ha de mentir, Valdez! ¡Creo que lo lleva en la sangre! No me cabe duda de que usted robó los alimentos y las armas, tan esenciales para sus compañeros. Es un acto demasiado característico como para dudarlo. Pero, señor Valdez, ningún indio robaría la comida de otra persona.
¡Una furia ciega nubló sus ojillos inyectados de sangre, y apretó los delgados labios en espantosa mueca de ira! ¡Vi que la muerte me observaba desde aquellos ojos, y aprovechando el instante en que permanecía estremecido por el odio salté... arrojándole con todas mis fuerzas el grueso bejuco que colgaba de una rama, sobre mi cabeza! ¡Mientras el arma disparaba, el bejuco tenso lo golpeó en la nuca y lo derribó al negro suelo de la selva, muerto, muerto sin remisión!
Era su vida o la mía, pero no había pensado matarlo. El bejuco era pesado, colgaba suelto de la rama y le había dado un latigazo, como con un cable vigoroso, acertando exactamente en la base de su cerebro enloquecido. ¡Fue un golpe terrible, tan fuerte como un martillazo, que le partió las vértebras de la nuca como se rompe el tallo a una manzana! Di la vuelta al cuerpo. Tenía la cara desfigurada y púrpura; cuando lo levanté, su cabeza cayó hacia delante como la de una muñeca de trapo. Espantado, lo dejé caer y me alejé. En parte había sido un hombre blanco, y en todo caso un ser humano; por eso cavé en la tierra blanda una fosa no muy honda y lo enterré, no sin registrar sus ropas en busca de armas y comida. En el bolsillo del pecho encontré un tosco mapa donde aparecían el valle, el campamento y una crucecita que marcaba el lugar donde había caído el avión.
Había dibujado a lápiz una delgada línea de puntos hacia el norte, desde el campamento hasta cerca del lugar donde estaba el avión. Luego torcía hacia el oeste, hacia las montañas, cruzando un arroyo producido por el deshielo. Me hallaba en una hondonada, que según el mapa era el lecho seco de una corriente que iba hacia la salida inferior del valle. Al sur del sendero había trazado otra crucecita. Comprendí lo que significaba: ¡los alimentos y las armas del avión saqueado! Me di cuenta de que el camino estaba astutamente marcado por bejucos sueltos y ramas desviadas —un camino de menor resistencia, más que un sendero— y cinco minutos después hallé el escondrijo de Valdez, al lado de un afloramiento de cuarzo, y cargué una de las mochilas que había traído.
Cómo regresar al campamento con la noticia era ya otro problema totalmente distinto. Sabía que sería inútil querer desandar lo caminado o guiarme por el burdo mapa hacia el avión o el campamento. Podía buscar el valle directamente al sur, a lo largo de la hondonada, y estaba seguro de que cuando llegase allí podría orientarme o esperar a ser encontrado. El valle... ¡y los tetraedros! Inspirado por el instinto o la intuición, cargué al hombro una de las ametralladoras más ligeras y me até a la cintura tres cartucheras, por debajo de la camisa. Era más fácil caminar por el borde de la pequeña hondonada que por el fondo, donde la humedad hacia más espesos los matorrales. Había otro camino como el que Valdez había seguido, un sendero invisible tallado en la maleza por manos desconocidas. A derecha e izquierda la maleza estaba entretejida muy espesamente, pero paralelas a la hondonada las ramas cedían en silencio a una ligera presión de la mano y volvían a cerrarse detrás. Evidentemente, Valdez o los indios habían abierto este camino hasta el valle, pero no figuraba en el mapa de Valdez.
Por último, el sendero se apartaba del cauce hacia el este, dando a una especie de promontorio que sobresalía en el valle cerca del lugar donde se hallaban las esferas gemelas. A través de los árboles vi brillar la luz del sol, pues había una especie de claro que daba al terreno de reunión de los tetraedros. Allí estaban reunidos los indios del bosque, apiñados tras la delgada cortina de vegetación, observando en estúpida adoración a los desconocidos seres de abajo. Estaban tan extasiados, que no se dieron cuenta de mi llegada y pude evitarlos desviándome hacia el oeste. Era casi mediodía, y el ardor del sol hacía del valle una negra caldera recorrida por débiles remolinos de aire. Se elevaban de la roca desnuda en oleadas trémulas de calor, bajo las cuales la selva lejana y el suelo rocoso del valle parecían vibrar, dando un extraño aire de aquelarre a la congregación de seres sobrenaturales que tomaban el sol en el fondo del valle.
Ahora, a plena luz del día, pude verlos tal como el profesor Hornby los había descrito. Los tetraedros parecían constituidos por un mineral duro y cristalino, negro hasta resultar casi invisible, cruzado por finas vetas color púrpura intenso. Cuando se movían, el sol arrancaba resplandecientes reflejos a sus lados lustrosos, yendo a dar como rayos de una linterna en el sombrío lindero de la selva. Porque los tetraedros estaban inquietos, se movían de un lado a otro entre los peñascos, componiendo extrañas figuras, como si los seres de cristal ejecutasen una danza misteriosa. Se reunían en grupitos de seis, más o menos, que se dispersaban y volvían a congregarse, igual que hacen los humanos cuando están intranquilos, esperando con impaciencia algún acontecimiento extraordinario.
Alejado de los demás, inmóvil en una especie de claro circular entre las rocas, se hallaba el gigantesco jefe de los tetraedros. El violeta oscuro del cristal, en su caso se convertía en un hermoso tono ciruela, o púrpura mezclado con bermellón, y el negro de fondo parecía menos cerrado. Era más cálido y se parecía más a la aterciopelada calma de la noche tropical. Pero éstas son impresiones, términos comparativos que empleo para distinguirlo de sus compañeros de otro modo que no sea simplemente el tamaño. Para un observador, la diferencia era evidente, pero no es fácil describirla en palabras corrientes. Baste decir que era inconfundiblemente distinto a los demás, que parecía poseer carácter y personalidad, mientras el resto eran tan sólo pirámides de cristal, aunque terriblemente vivas.
¡Y ahora el jefe gigantesco emitía su poderosa llamada con prolongadas y lentas ondas vibrantes que parecieron empujarme hacia atrás, apretarme contra la oscuridad del bosque, alejarme de los extraños monstruos del valle! En respuesta se acercaron treinta tetraedros menores, aparentemente salidos al azar de las filas, que se mantenían a igual distancia del jefe, formando un gran círculo de diez metros de diámetro. De nuevo la sonora llamada despertó los ecos en los riscos que me rodeaban, y las hordas de tetraedros comenzaron a moverse fluidamente, caudal de resplandeciente cristal púrpura que se reunió en el anfiteatro natural, formando de tres en tres en los lugares que sus compañeros habían señalado... todos menos diez, que se enfrentaron a cada trío, formando una gigantesca rueda dentada con ejes, radios y corona de cristal viviente y sensible... ¡cristal con inteligencia!
Permanecieron allí bajo el sol abrasador, destacándose como gigantescas joyas de púrpura contra la roca color azabache. Pensé en el gran circo de piedra de Stonehenge y otros círculos monolíticos que los hombres han hallado en Inglaterra y en Europa. ¡Había un extraño parecido entre la forma de los monstruos vivientes de otro mundo y los antiguos templos de la raza prehistórica! Pero, ¿es tan descabellado suponer que los salvajes supersticiosos modelasen sus templo más importantes a imagen y semejanza de los dioses sobrenaturales a quienes rendían culto... dioses de cristal púrpura que llegaron, destruyeron y volvieron a desvanecerse en los cielos, dejando el recuerdo de su círculo inevitable, y el trueno de su lenguaje en los grandes timbales de los cultos? ¿No es posible que hubieran venido antes, para descubrir que la Tierra no servía a sus fines y continuar hacia otros mundos? Y si fue así y nos encontramos dispuestos, ¿qué les impidió retirarse con el relato de sus descubrimientos, señalando que la Tierra era inútil para sus propósitos tetraédricos? ¿Por qué regresaban una y otra vez?
Vi que los tríos que formaban la corona dentada de la gigantesca rueda de cristal avanzaban poco a poco hacia dentro, uniendo sus cúspides hasta formar un estrecho foco, y que los diez que constituían los radios de la rueda eran del mismo color vivo que su jefe. Los conjuntos de tetraedros arrojaban sombras cortas y negras alrededor de sus bases brillantes. A medida que el sol llegaba al cenit, dejando caer sus rayos abrasadores sobre el mundo sofocante, noté el inicio de un vago resplandor rosado en el foco de los grupos del círculo, un brillo como de energía, de luz, concentrada por los mismos tetraedros, aunque no surgía de ellos mismos, sino que era absorbida del torrente de luz que recibían desde lo alto. ¡Porque la luz que se reflejaba en sus caras resplandecía aún más azul, aún más fría, a medida que bebían los cálidos rayos rojos y los enfocaban hacia los hirvientes globos de energía contenida que se estaban formando sobre sus aristas!
El resplandor rosado se había convertido en un fuerte bermellón, aparentemente encerrado en las esferas definidas por los vértices de los tetraedros inclinados. ¡Treinta carbones brillantes sobre fondo negro, noventa grandes formas angulosas y negras que resplandecían con fantasmagórica luz azul bajo los rayos del sol, mientras se aproximaban lentamente al centro, a su poderoso jefe, llevándole comida, energía solar para su festín!
¡Ahora la llama escarlata de luz aprisionada ascendía rápidamente a un espantoso pináculo de color insoportable —fuego puro tomado de los cálidos rayos del sol—, pura energía para saciar a aquellos demonios tetraédricos de otro mundo! ¡Me pareció que habría de reventar las esferas que la aprisionaban y fundir toda aquella horda de cristal con su furia liberada de fuego viviente, liberándose de las fuerzas inimaginables que la mantenían contenida entre las caras ansiosas y resplandecientes, quebrando sus lazos artificiales para barrer el valle con una tempestad de fuego terrible que reduciría el horno de los tetraedros a una lastimera insignificancia! ¡Pero no ocurrió nada de eso, pues el poder que la había sustraído a los dorados rayos del sol la dominaba, sometida a la voluntad de los tetraedros, como el alfarero domina la arcilla!
El gran anillo se cerró lentamente, los tetraedros avanzaron poco a poco hacia el centro común, portando en sus focos los globos de llama terrible. Se detuvieron, preparándose largo rato. En un instante liberaron la energía acumulada de las esferas, en una poderosa explosión de fuego cegador que se convirtió en un único e inmenso manto de llamas, cubriendo la rueda gigantesca con su gloria y convergiendo luego sobre el inflamado torbellino de su centro. ¡Aquí toda la energía liberada de la llama fluía hacia el cuerpo del poderoso jefe de los tetraedros, bañándolo en una orgía de luz roja que fue absorbida por sus facetas brillantes como el agua por la arena reseca del desierto, produciendo un nuevo resplandor de vida renovada en su estructura gigante!
¡Y ahora, como en respuesta, surgió de su cúspide imponente una delicada y delgada fuente de fuego azul claro, silencioso, como la chispa generada por el hombre entre dos electrodos fuertemente cargados —el azul del fuego eléctrico—, la digestión del festín del gigante! Como esclavos que recogen las migajas de la mesa del amo, los diez tetraedros menores se acercaron. ¡A medida que su hambre espantosa manifestaba su intensidad tremenda y ansiosa, la fuente de llamas azules se dividió en diez lenguas delgadas, apenas visibles contra la roca negra, que alcanzaron las cúspides de los diez y se comunicaron a través de ellas a toda la rueda gigantesca, donde las bolas de fuego carmesí volvían a ascender hacia su estallido extático!
¡Las esferas rojas estallaron de nuevo y cubrieron la horda con un manto titánico de llamas, y una vez más el jefe gigante bebió de su gloria impetuosa! ¡Ahora la fuente azul se había convertido en un poderoso geiser de centelleante luz color zafiro, lanzada a treinta metros de altura en la atmósfera resplandeciente! ¡Atraída por la terrible avidez de las criaturas menores, se curvó en magnífica parábola por encima de la rueda de cristal y cayó sobre ellos y en ellos, renovando su sustancia y su vida! ¡Porque mientras yo miraba, cada tetraedro comenzó a hincharse visiblemente, espantosamente, adquiriendo una magnitud poco menor que la del líder gigantesco! ¡Y, mientras aumentaban su tamaño, el torrente de fuego azul se desvaneció y murió, dejándolos saciados y dispuestos para la escena final!
¡Ésta llegó con sorprendente rapidez! En un instante, los cien monstruos agrupados florecieron, estallaron, se dividieron en otros cuatro más pequeños, nacidos de cada vértice del tetraedro padre. Dejaron una forma octaédrica de cristal transparente, incolora y frágil, cuya vida había pasado a los seres recién nacidos, un esqueleto duro que se deshizo y cayó como delicado y resplandeciente polvo de cristal sobre el suelo del valle. Sólo el líder gigantesco permanecía intacto bajo los rayos oblicuos del sol. ¡El centenar se había convertido en cuatro centenares! ¡Los tetraedros se habían multiplicado! ¡Cuatrocientos seres monstruosos donde momentos antes habían existido cien! ¡Bebiendo la luz del sol de mediodía, absorbiendo su energía para ganar realidad, aquellos entes tetraédricos de un mundo extraño utilizaban su poder para excluir la más leve oposición mediante la fuerza absoluta de su número cada vez mayor! ¡Contra cien o cuatrocientos, los ejércitos y la ciencia de la humanidad podían luchar con cierta posibilidad de éxito, pero cuando cada criatura de aquella hueste invulnerable podía convertirse en cuatro con el sol de mediodía, indudablemente las esperanzas eran nulas! ¡La humanidad estaba condenada!
En el promontorio de la izquierda noté una agitación. Los indios entonaban una extraña cantinela, siguiendo el ritmo de un enorme y grave tambor. Era un monótono himno o plegaria a los dioses antiguos... dioses ahora personificados en aquellos seres. A través de la maleza que nos separaba logré ver al cacique, una cabeza más alto que los demás y con los brazos levantados, dirigiendo la ceremonia. ¡Sus voces se elevaron, y rompieron en un furibundo clamor cuando una docena de congéneres suyos salieron de la selva arrastrando el cuerpo atado de un hombre blanco... ¡de Marston!
Debía acercarme. ¡Allí, separado de ellos por una distancia de treinta metros y una doble cortina de enmarañados bejucos, no me atreví a disparar para no matar al amigo en vez de al enemigo! ¡Me precipite en la espesura, apartando los obstáculos con el cañón de la ametralladora! ¡Si no hubiesen estado distraídos con su ritual salvaje, los indios seguramente habrían oído mi llegada ruidosa, avanzando ciegamente a través de la maleza sin la menor precaución! Por casualidad o suerte la maleza era allí menos espesa, y logré salir al claro en el momento justo. ¡A pesar de su traidora hipocresía, Valdez había dicho la verdad sobre las antiguas costumbres y los sacrificios ancestrales! ¡El enorme cuerpo de Marston fue colocado sobre una losa redonda de piedra pulida en el centro del claro, y los pigmeos de la selva se apiñaban a su alrededor para sujetarlo! ¡El cacique estaba sobre el, con los brazos alzados en gesto de ofrenda, y sus rasgos estaban distorsionados por algo más que el temor a los dioses y el frenesí del sacrificio! ¡El odio y una ira terrible dominaban su rostro broncíneo, convirtiéndolo en una verdadera máscara diabólica! ¡Y en su puño esgrimía un brillante puñal de acero que media hora antes yo había visto enterrado en la tierra negra del bosque. ¡El puñal de Vádez!
¡Volvió a elevar su cántico de ofrenda y sacrificio, dominando con sus gritos el ritmo atronador del timbal, a la manera de los antiguos predecesores de los incas! ¡Volvió a alcanzar su crescendo extático de frenética adoración y odio puro... que culminó en un grito enloquecido cuando su brazo bajó hacia la garganta de su victima! ¡Mi arma le hizo eco, con un alegre tableteo que sonó como una carcajada salvaje, llenando de muerte plomiza el claro, segando vidas en un sacrificio más terrible que el imaginado por cualquier mente salvaje. ¡A través de una niebla sangrienta vi los cuerpos morenos y quebrados, retorcidos, derribados por los golpes secos de las balas que despedazaban su carne y rompían sus huesos, bañando el altar y el delgado cuerpo allí tendido con chorros de sangre humeante! ¡El deseo de sangre estaba dentro de mí cuando segué las filas aterrorizadas; entonces quedó vacía la primera cartuchera y, mientras buscaba la segunda, los escasos supervivientes agazapados huyeron entre gritos hacia la selva protectora!
¡Retornó la cordura, el horror ante la matanza que había cometido, y con ello un espantoso temor, pues en mi furia irracional tal vez había matado al amigo junto con los enemigos! ¡Salté frenético sobre las hileras despedazadas y sangrantes de la carnicería, y corrí por el ensangrentado lugar hacia donde él estaba, olvidando mi arma! Cuando llegué al primitivo altar, Marston libró su cuerpo cubierto de sangre de los cadáveres que lo cubrían. Se incorporó y gruñó con sarcasmo:
—¿Está seguro de que ha matado suficientes por hoy? ¿O acaso no sabía que estaba cargada?
—¡Hombre, Marston! —grité sin reparar en sus palabras—. ¿Se encuentra bien? ¿Está herido?
—No, no. Estoy bien. Admito que es un tirador condenadamente bueno... aunque no acertó conmigo. Pero no digo que no lo haya intentado. Ha tratado bien a los mirones inocentes; naturalmente, para todo buen ciudadano lo primero es el público.
De hecho, le había herido en el brazo —una herida leve, que no interesaba el hueso— y la sangre que lo cubría no era sólo india. Pero sus burlas me ayudaron a serenarme, evitando que fuera presa de la histeria, lo cual no habría beneficiado a nadie. Me devolvió a un estado de relativa normalidad; al menos podía hablar sin temblar como un loco. Cuando nos alejamos del escenario de la matanza, se acordó de Valdez.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Valdez se volvió atrás?
—Lo intentó —respondí sombrío—. Robó la carga del avión ocultándola junto a un sendero y... bueno, yo no quise atender a sus razones, y entonces sacó un arma y me amenazó. Le rompí la nuca... lo maté.
—No le acuso por ello. Supuse que ocurriría, e imagino que se trataba de su vida o de la de él. Pero ha suscitado mucha excitación entre los indios. ¿Sabía que era mestizo? Decía ser indio de pura raza, hijo de un cacique de la selva y una princesa descendiente del pueblo de los Antiguos, ¡pero era un mestizo y además bastardo! La menor insinuación al respecto lo enfurecía. Lo he visto aplastar sin compasión la cabeza de un hombre, un arriero portugués, que afirmó ser pariente suyo... ¡por parte materna! Valdez era un sacerdote de los indios, herencia de su padre, y supongo que ellos encontraron el cadáver. Pero Hornby no sabe nada. Yo que usted acusaría a los indios... a los muertos. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí. Ocurrió tal como usted supone. Lo golpeé en la nuca con un grueso bejuco, con demasiada fuerza. ¿Cómo fue usted capturado?
—Ya le dije que sospechaba de Valdez. Intenté seguirlo y ellos me atacaron al sur de aquí, cerca de la hondonada. Debió ocurrir poco después de que encontrasen a Valdez, pues estaban furiosos. De todos modos, creo que el profesor está a salvo. ¿Comprende que esa multiplicación significa que están preparados para apoderarse de todo, arrasando todo el planeta para convertirlo en un sitio más seguro y acogedor para tetraedros? «Doc» dice que vienen de Mercurio... que estará superpoblado debido a la facilidad de esa reproducción por escisión, y que vienen a buscar nuevo espacio vital. No sé qué probabilidades tenemos de derrotarlos, pero seguro que desde hace una hora se han reducido a la cuarta parte para nosotros. Somos vulnerables, pese a nuestras armas. ¿Tiene usted la otra ametralladora?
—Está en el escondite con la mayor parte de la comida, si los indios no lo descubrieron cuando encontraron a Valdez. Me apoderé del mapa que él usaba.
—Bien, veámoslo. Mañana usted vigilará al profesor, porque los indios están sedientos de sangre, y yo traeré el material al campamento. Como ahora sé que son hostiles, mantendré los ojos bien abiertos y le garantizo que no volverán a sorprenderme durmiendo. Vamos... busquémosle ahora, mientras los tenemos intimidados.
—Espere, Marston —respondí—. Será mejor que usted vaya a por el material. Tengo la corazonada de que lo necesitaremos muy pronto. A mí me será fácil hallar al profesor Hornby y creo que los indios no van a regresar por ahora.
—¡Tiene razón! —exclamó—. Hasta luego.
Se alejó por el camino que yo había andado.
No tuve dificultad en hallar al profesor. A decir verdad, fue él quien me encontró a mí. Estaba excitado, porque había descubierto algo que nosotros desconocíamos.
—¡Hawkins! —exclamó, tomándome con fuerza del hombro—. ¿Ha visto cómo se reproducen? Es notable..., ¡absolutamente insólito! La velocidad con que lo hacen... y oiga, Hawkins, no necesitan crecer antes de dividirse. He visto que dos de ellos lo hacían una y otra vez hasta engendrar tetraedros de ocho centímetros... ¡más de un millar! ¡Piénselo... Hawkins! Cuando quieran, podrán avasallar nuestro pequeño planeta en pocos días! ¡Estamos derrotados!
—Supongo que tiene razón, profesor —respondí—. Dígame... ¿ha visto a los indios?
—¿Los indios? Sí... Hawkins, ahora parece que algo anda mal entre ellos. Parecen haber perdido su respeto hacia los tetraedros... Estas tribus no suelen pintarse demasiado, pero los he visto con sus pinturas de guerra, y un viejo insultaba a los seres desde el lindero del bosque, con un torrente inacabable de injurias. Si los tetraedros intentan hacer algo, tal vez ahora se opongan.
—¡Marston se alegrará de oírlo! De momento creo que será mejor dirigirnos a la meseta, al otro lado de la hondonada, donde será menos probable que nos alcance su llama. Usted se quedará allí y yo regresaré para ayudar a Marston con las armas. Muy pronto las necesitaremos.
—De acuerdo, Hawkins. Su plan parece bueno, y celebro que hayan encontrado el avión. Pero, ¿dónde está Valdez? ¿Acompaña a Marston?
—No, está muerto.
—¡Muerto! ¿Quiere decir... los indios?
—Estuvieron a punto de atrapar también a Marston, pero yo iba armado. Vamos a recoger las cosas, y busquemos un sitio desde donde podamos ver lo que ocurre y estar resguardados. Sígame.
Encontramos un refugio ideal en lo alto de la ladera occidental de la hondonada, donde una pequeña estribación cubría la altura que dominaba el valle de los tetraedros. Milenios atrás, por cierto, había sido empleada como atalaya por los antiguos habitantes de la región, cuando las grandes ciudades de piedra tallada se alzaban en los valles ahora cubiertos de vegetación. Quedaba parte de las antiguas murallas, que constituía un buen baluarte contra posibles ataques, y dejé al profesor Hornby con el arma para que defendiese la posición hasta que yo encontrase a Marston.
No me resultó difícil hallarlo, y entre ambos trasladamos los pertrechos del escondrijo a la atalaya, mientras el profesor montaba guardia. En realidad, ardía de ganas de excavar el antiguo solar, que contenía cerámicas y herramientas de los antiguos habitantes. Explicó que la antigua oleada pleistocénica de inmigración desde Asia, a través de Alaska y América del Norte, se había bifurcado en Panamá para pasar hacia ambas vertientes de los Andes. Al oeste, a lo largo de la costa, florecieron las antiguas civilizaciones americanas que culminaron con los incas. Al este aparecieron los indios de la selva, pobres criaturas salvajes de las regiones tropicales, semejantes a los que ya conocíamos. En el límite entre ambas regiones, él buscaba pruebas de posibles contactos. Tal vez las halló. Jamás lo sabríamos.
Dos días después dieron comienzo las hostilidades. Habíamos encontrado los restos del avión, que estaba casi intacto, aunque era imposible despegar en medio de la selva. Sacamos la gasolina de los depósitos y la guardamos en grandes tinajas de barro que el profesor Homby había encontrado intactas en un nicho antiguo. Propuso luchar con fuego contra el fuego, despejando el terreno que circundaba nuestra pequeña fortaleza, de modo que pudiéramos ver lo que nos rodeaba en caso de que hubiera problemas. Marston y yo limpiamos el monte lo mejor que pudimos, e hicimos marcas profundas en los árboles más desarrollados de la ladera. Es difícil encender un fuego defensivo en la selva, pero lo conseguimos apilando maleza seca tomada al otro lado de nuestra pequeña plataforma, rociándola con gasolina y metiéndonos en una de las excavaciones del profesor mientras ardía. En un ambiente más seco, no habríamos vivido para contarlo. De hecho, despejamos el terreno unos seis metros a nuestro alrededor antes de que se apagara el fuego, dejando una maraña de restos ennegrecidos que delimitaba eficazmente los respectivos campos, además de despejar el terreno.
Quizá nuestro fuego suscitó el ataque de los tetraedros. La mañana siguiente renovaron su actividad en la rocosa hondonada. Devastaron una considerable extensión de selva antes que acabara el día. Al mediodía siguiente se dieron otro festín solar; el valle ennegrecido quedó atestado con sus formas angulosas, grandes y pequeñas, pues, tal como había visto el profesor, parecía que muchos se multiplicaban sin crecer. ¡El ejército destructor se aprestaba, y los tetraedros iniciaban la conquista de la Tierra! En vastas oleadas de espantosa capacidad destructiva, sus llameantes rayos de energía barrieron la selva y ni siquiera la húmeda oscuridad pudo resistir. Poderosos gigantes del bosque cayeron derribados por la calcinante llama amarilla, deshaciéndose en ceniza polvorienta antes de tocar el suelo. Bejucos gigantescos se retorcieron como serpientes torturadas a medida que la savia se volatilizaba por efecto del espantoso calor, y luego cayeron muertos, para descansar como largas espirales grises sobre la roca desnuda que había sido el suelo del bosque... roca que presentaba el mismo aspecto vítreo que el fondo del valle, roca fundida por un calor de intensidad desconocida en la Tierra.
Por la tarde, nuestro nido rocoso era una península solitaria, un oasis en el desierto de áspera negrura, una torre que los tetraedros, por algún motivo desconocido, no habían intentado alcanzar. Ahora podíamos comprender su plan de operaciones, y nos descorazonamos, temiendo por nuestra especie. Pues, mientras la mitad del ejército tetraédrico atendía a este holocausto de destrucción, el resto se alimentaba y reproducía bajo la plena luz del sol. Todos los días se sumaban decenas de kilómetros cuadrados a su territorio infernal, y miles de tetraedros a su ejército nefasto. ¡Ahora veíamos que utilizaban cada vez más el segundo procedimiento. ¡Engendraban un sinnúmero de minúsculas criaturas de ocho centímetros que, en pocos días, alcanzaban el tamaño adulto, y al día siguiente podían reproducirse! Era terrible, pero estábamos del todo aislados... una isla en un mar de roca negra, todavía respetada por los fuegos abrasadores. Nada podíamos hacer para salvarnos a nosotros mismos o a nuestro mundo.
Salvo la vegetación que agostaban tan metódicamente, los tetraedros de Mercurio —el profesor Hornby aseguraba que procedían de allí, y luego supimos que así era—, no se habían puesto realmente en contacto con la vida de nuestro planeta, y menos aún con su amo, el hombre. Los indios les tributaban culto desde lejos, y nosotros nos cuidamos mucho de no provocar a nuestros visitantes del espacio. Para unos y otros, la situación iba a dar un giro diametral. Como habíamos quedado aislados de la selva, ya no percibíamos la inquieta y furtiva actividad de sus habitantes. Sus dioses los habían traicionado; tal vez ahora los consideraban demonios. Su sacrificio había sido interrumpido y sus jefes implacablemente muertos por los asesinos de su hermano, el mestizo que tenía sangre blanca. La vida y la leyenda les habían engañado. ¡La culpa era de los tetraedros, y los tetraedros iban a pagarlo!
Los invasores reanudaron su programa diario de devastación mediada la mañana. Últimamente los indígenas habían adoptado hábitos nocturnos, y fue Marston quien nos despertó a medianoche para que presenciáramos el espectáculo, según dijo. En realidad, todos comprendimos que la empresa de los indios probablemente sería de vital importancia en nuestra situación. Las esferas eran demasiado pequeñas como para contener a todas las huestes tetraédricas, y éstas formaban grandes óvalos confocales alrededor de ellas para dormir, si es justo decir que aquellos entes dormían. El primer indicio del ataque fue un pequeño fuego de hojas y ramas prendido en las rocas, encima de la hondonada llena de pedruscos desprendidos de sus laderas por efecto de la terrible calcinación. Apenas era visible: tan sólo una llamita encendida por algún motivo mágico. Luego se oyó una cantinela baja y lastimera, cuya vehemencia y amargo odio entendimos en seguida. Era una maldición, destinada a expulsar a los invasores sobrenaturales del lugar donde se hallaban. ¡El profesor Homby quedó estupefacto ante la enorme antigüedad de los mitos y supersticiones en que se fundaba el cántico! ¡De súbito, éste se convirtió en un agudo aullido senil de locura total! La tensión había sido mayor de lo que el viejo sacerdote podía soportar.
¡A modo de respuesta, otros fuegos mayores surgieron sobre las laderas del valle, y a la luz que despedían vimos que los indios se acercaban desde el límite de la selva! ¡Miles de ellos, que habían recorrido incontables leguas por los senderos de la selva para la adoración, ahora se disponían a la batalla con todo el fanatismo delirante de una religión ultrajada! ¡Fue como una ola gigantesca de humanidad doliente la que descendió por las negras rocas para atacar a los tetraedros durmientes! Pero cuando el último indio abandonó la protección de la selva, vimos que la fuerza atacante era desproporcionadamente reducida en comparación con las filas de aquellos a quienes atacaban. Los mercurianos descansaban, apenas iluminados por la luna menguante, como un inmenso campamento de tiendas negras y tetraédricas, ajenos al enjambre de salvajes que, conducidos por el sacerdote enloquecido, se lanzaban sobre ellos. ¡Pero no estaban ajenos en absoluto!
Fui el primero que descubrió el débil resplandor rosado que rodeaba las filas silenciosas, semejante al que había derribado mi avión. Avisé a Marston con un susurro, y me respondió que el resplandor no existía antes... ¡que los tetraedros debían estar despiertos y en guardia! Tenía razón. El resplandor rojo se extendió rápidamente sobre el suelo del valle. Debía precederlo otra emanación invisible, pues vi que el viejo sacerdote vacilaba, golpeaba con los puños cerrados una pared inmaterial y caía luego con un grito ahogado, quedando inmóvil. ¡Ahora, en todo el valle las avanzadillas de los salvajes chocaban con esa pared de muerte invisible que avanzaba lentamente... y caían ante ella! ¡Yacían en hileras, apilándose cuerpo sobre cuerpo al no ceder la arremetida desencadenada por las hordas de pieles rojas! ¡Piedras, flechas y lanzas volaron a través de la espesa niebla roja, para rebotar inofensivamente sobre los indiferentes tetraedros! ¡Pero no tan inofensivamente como parecía, pues en algunos casos se producía un débil estallido, con una llamarada azul, cuando uno de los seres más pequeños era destruido por una piedra lanzada con acierto! ¡Eran fuertes, pero sus pieles de cristal eran delgadas y una piedra bien dirigida podía romperlas! ¡No eran invulnerables!
Los indios también se dieron cuenta de ello, pues abandonaron lanzas y flechas para desencadenar una granizada de piedras pequeñas y grandes, que cayeron sobre los tetraedros como un verdadero chaparrón, provocando importantes daños entre los que aún no habían alcanzado el tamaño adulto. Los salvajes gritaban ahora, excitados por el triunfo, y su ataque desesperado hacía mella, pero la barrera invisible seguía creciendo, sembrando la muerte en su perverso avance. La neblina rosada convertía los cuerpos caídos en una fina ceniza blanca que, a su vez, se disolvía en el rojo cada vez más intenso. ¡Los ruidosos atacantes eran cada vez menos numerosos, y no habían comprendido la futilidad de su empeño! ¡De repente, los tetraedros abandonaron la defensa pasiva para entrar en combate activo!
La causa era evidente. ¡En lo alto de la colina, cinco indios habían lanzado al precipicio un inmenso pedrusco redondo que rebotó sobre las rocas y cayó sobre un enorme tetraedro de dos metros y medio, haciendo añicos su flanco de cristal, y liberando la energía contenida en un torrente cegador de llamas azules que se extendió convirtiéndose en un charco humeante de lava derretida al rojo vivo, que brillaba diabólicamente bajo la pálida luz de la luna! ¡Fue el golpe de gracia! El ataque desesperado había pasado a ser realmente peligroso para los tetraedros, y éstos reaccionaron en seguida. En sus cúspides relampaguearon los flameantes rayos amarillos de la destrucción.
¡Finalmente, los indios se dispersaron y huyeron ante las hordas que avanzaban, pero lo hicieron demasiado tarde, pues los tetraedros ya estaban irritados y no dieron tregua! ¡Largas lenguas amarillas se extendieron, golpeando como terribles martillos a los salvajes que huían y abrasándolos en rápida agonía, derribándolos, hundiéndolos en un horror informe, entre rocas humeantes donde el mar escarlata, los sumergía y los transformaba en escoria fundida a la deriva! ¡Los indios derrotados parecían flotar en un mar amarillo, y lo que aquel mar tocaba desaparecía en un instante! ¡Ningún ser viviente podía resistir aquella espantosa cortina de fuego!
¡De repente la tragedia se volvió hacia nuestro propio cuartel, pues un grupo de indios buscó la salvación en nuestro refugio! Treparon como simios morenos por el precipicio, hacia nuestra fortaleza, y atravesaron los rescoldos de nuestro fuego defensivo. Eran hombres como nosotros, hombres cuyas vidas corrían un terrible peligro. Marston y Homby se encaramaron al parapeto, llamándolos a voces en su lengua nativa. ¡Pero el salvaje asustado no conoce amigos, y la respuesta fue una andanada de flechas que hicieron caer al profesor en mis brazos, y obligaron a Marston a requerir sus armas, entre maldiciones! ¡Con los labios torvamente apretados, Marston regó de plomo la pendiente rocosa, barriendo a los salvajes enfurecidos como yo había hecho ante el altar de los sacrificios! ¡Al vemos, la locura redobló, e interrumpieron la huida para arremeter contra nuestro bastión, alzando las voces en locos insultos!
Dejé al profesor Homby al resguardo de la muralla, saqué la otra ametralladora, abrí de un puntapié una caja de municiones y me uní a Marston para defender la fortaleza. En mi victoria individual, yo había tenido como aliados la sorpresa y la superstición, pero ahora sólo éramos dos contra el fanatismo desencadenado, y la inferioridad era grande. ¡Acudían de todas partes como saltamontes, con ojos hambrientos de sangre, rechinando los dientes con odio... fieras de la selva devoradas por el deseo de matar! Los restos del matorral quemado, que formaban un espeso cinturón alrededor del fuerte, nos salvaron al frenar el asalto enloquecido. Entonces intervinieron nuestras armas. Y no éramos sólo dos, pues oí un tiro de rifle y supe que el profesor Homby cubría la arista rocosa que se extendía hacia atrás y nos comunicaba con las colinas.
Con todo, creo que habríamos sido vencidos, a no ser por los tetraedros. Comprendieron rápidamente que el comportamiento de los indios había cambiado, y lo aprovecharon rodeando la estribación para impedir una segunda retirada. Entonces lanzaron la ardiente cortina de fuego amarillo sobre las espaldas de la aullante hueste salvaje, que cayeron como moscas. Pocos minutos después, el último indio era ceniza gris sobre la pendiente rocosa. Hubo un instante de calma. Nos detuvimos e hicimos balance: tres hombres con rifles contra miles de tetraedros provistos de rayos. Homby estaba caído contra el muro bajo, con los ojos cerrados, y su delgado cuerpo se contraía en ataques de tos que hicieron brotar la sangre por su boca. Una flecha le había atravesado los pulmones. Marston abandonó la ametralladora humeante para coger un rifle, y yo lo imité. Durante unos dos segundos, las fuerzas rivales se midieron en silencio.
Los mercurianos tomaron la iniciativa. Sus lenguas amarillas de fuego treparon lentamente por la ladera, despejándola, limpiándola... avanzando hacia nuestro pequeño refugio de la cumbre. Comenzaron a rodeamos por todos lados. Nuestros rifles respondieron, y ya no cupo dudar de su vulnerabilidad, pues donde tocaba el plomo revestido de acero, el delgado cristal se astillaba y la noche se iluminaba con el resplandor de la energía liberada, ¡la esencia de los tetraedros! ¡No podríamos salvarnos, pero venderíamos cara nuestra vida! Llegó un trueno seco desde el fondo y, bajo el débil resplandor de la niebla roja vi que el jefe gigante de los mercurianos, emplazado en la cumbre que dominaba el valle, dirigía el ataque. ¡La cortina amarilla de fuego se acercada cada vez más a nosotros, y este peligro fue la señal que activó un plan, poco definido aún, en mi confuso cerebro!
¡Levanté el rifle y disparé... no sobre las primeras líneas, sino más atrás, al corazón de la horda, acercando poco a poco la mira hacia el gigante, liquidando a un monstruo tras otro, cada vez más cerca del lugar donde aquél estaba! ¡Entonces comenzó a retroceder, a retirarse ante el mar de llamas que lo rodeó cuando cayeron sus guerreros de cristal! Envalentonado, liquidé a los que se le acercaban, rodeándolo de muerte, amenazándolo, pero sin tocarlo a él. De algún modo, Marston me había entendido; entre ambos logramos contener el frente de llamas, que se apagó cuando los tetraedros descubrieron quién era el blanco de nuestros disparos. Comprendimos que era mejor perdonarle la vida, y nuestra intuición no fue equivocada. Dudó un segundo, luego emitió su voz retumbante y las filas de tetraedros se retiraron poco a poco, dándonos tregua.
Así permanecimos, virtualmente prisioneros, durante ocho días. Al tercero, el profesor Hornby murió; para él fue una suerte, pues sufría terribles dolores. Era el único que comprendía realmente a los tetraedros, y nunca supe cómo había deducido que provenían de Mercurio, hipótesis que Marston lograría confirmar luego. Los datos arqueológicos reunidos por la expedición se perdieron con su muerte y la de Valdez, y nosotros no pudimos traer muestras. Los tetraedros nos dieron respiro, poniéndonos un cerco de niebla roja que se extendía por la ladera y rodeaba el paso hacia las montañas de la selva. Mientras tanto, seguían destruyendo la vegetación mediante la cortina de fuego, kilómetro tras kilómetro, día tras día.
A través de los prismáticos, los vimos avanzar poco a poco, y fuimos testigos de su sorpresa, bien humana, cuando quemaron la vegetación que cubría las grandes ruinas de la ciudad que nuestra expedición había venido a buscar. Por primera vez se tropezaban con las obras del Hombre, lo cual provocó una gran conmoción entre ellos. Dirigidos por el gigante púrpura, se acercaron y recorrieron el laberinto en ruinas, estudiando los nichos y rincones, aprendiendo. Aquí tenían una prueba de que la Tierra albergaba una civilización... de que podían encontrar enemigos peligrosos. Creo que hasta entonces no habían comprendido que nuestra modesta defensa no era sino un ejemplo de lo que esa civilización era capaz de hacer.
El mismo día, más tarde, hallaron los restos del avión y esta vez la consternación fue aún mayor. Ahí tenían una máquina, producto de esa misma civilización a la que temían. Además, era de construcción reciente mientras la ciudad era antigua. ¿Acaso esto significaba que estaban siendo vigilados, que las invisibles criaturas de la desconocida raza civilizada acechaban en la oscuridad de la selva con sus máquinas de guerra y destrucción... ¿esperando? Entonces, por primera vez desde su descenso a la Tierra, los tetraedros se enfrentaron con el terrible vacío de lo absolutamente desconocido, y creo que empezaron a sentir el miedo. El valle seguía siendo el centro de su actividad. Cada día los veíamos reproducirse a medida que se elevaba el sol. Veíamos el crecimiento de las hordas que dominarían nuestra especie y nuestro planeta, y lo convertirían en algo muerto y negro, como aquella pequeña hondonada de la vertiente oriental de los Andes.
Constantemente nos rodeaba un doble círculo de tetraedros, y el mar rojo de energía circundaba nuestra prisión. El gigante solía venir a observamos, inmóvil, contemplando con ojos invisibles nuestra fortaleza y nuestras personas. Su lenguaje rítmico empezaba a sernos familiar, y pensé que no sería difícil entenderlo si tuviéramos la clave de su significado. Marston parecía fascinado por los seres y sus costumbres. Exactamente al borde de la niebla roja había un manantial de donde tomábamos el agua. Allí solía sentarse horas y horas, acercándose mucho a los seres para verlos y oírlos. Lo veía mecerse al ritmo del lenguaje atronador, observaba que sus labios se movían en muda respuesta, y me pregunté si estaría enloqueciendo.
Desde que Marston comentó por primera vez la teoría del profesor Hornby, según la cual los seres eran mercurianos, intentaba descubrir la manera de comprobarlo. Puesto que ahora nos hallábamos en tregua con los tetraedros, me pregunte si no podría lograr que ellos respondieran. Recordé textos que había leído sobre la posible comunicación interplanetaria... sobre telepatía, asociaciones de palabras y lenguajes de signos. Todo me había parecido descabellado, inservible, pero finalmente decidí intentar algo. La atalaya estaba hecha de piedra bastante blanda y, gracias a la caja de herramientas del avión, recuperada por Valdez, contaba con un martillo y un cincel. Con estas herramientas y mi escasa memoria, decidí hacer un croquis a escala de los planetas interiores, basándome un poco en la teoría del profesor. Grabé círculos para designar las órbitas de los cuatro planetas menores —Mercurio, Venus, la Tierra y Marte— y un profundo hoyo central.
En él coloqué una gran pepita de oro hallada en las ruinas de la fortaleza, simbolizando el Sol. En la órbita de Mercurio puse un pequeñísimo guijarro negro, en la de Venus uno blanco grande, y en la de la Tierra una bola de jade también encontrada en las ruinas. La Tierra tenía una pequeñísima luna blanca en su órbita satélite. Marte era un pedazo de hierro oxidado, y como lunas tenía dos granos de arena. Era a escala aproximada y no había lugar para más. Ya estaba preparado para intentar comunicarme con los tetraedros, pero quería tener algo más que un solo diagrama. Por tanto, grabé un mapa de la Tierra con océanos en hueco y cordilleras en relieve. Esto me costó mucho tiempo y trabajo, pero Marston no se daba cuenta de nada, ni se lo dije, pues mi plan parecía bastante inútil y no deseaba exponerme a sus burlas.
Así las cosas, una tormenta tropical cayó sobre nosotros. No es difícil explicar su causa. Cuando los fuegos calcinantes agostaron la selva, la humedad se evaporó. Hasta nuestro pequeño manantial, a medida que el arroyo bajaba hacia la niebla carmesí, se evaporaba designando así la frontera apenas visible entre la vida y la muerte. Además, durante el largo verano el sol había destilado, literalmente, la humedad de toda la cuenca del Amazonas. El aire estaba prácticamente saturado de vapor de agua, aunque normalmente habría faltado un mes para la estación de las lluvias. Las perturbaciones eléctricas provocadas por la continua barrera de fuego se sumaron a esos fenómenos. ¡Todo estaba dispuesto para una tormenta, y ésta se produjo! Fue como un segundo Diluvio. Durante la noche los cielos se abrieron y el agua cayó torrencialmente, empapando la roca, formando charcos en cualquier rincón, calándonos hasta los huesos. Llegó el día, pero no hubo sol que sirviera de alimento a los tetraedros. Ni ellos pensaban en alimentarse, pues un peligro muy concreto los amenazaba. ¡Para los tetraedros, el agua representaba la muerte!
Como queda descrito, sus fuegos habían desprendido enormes pedruscos de las laderas del valle donde acampaban. Las piedras taponaban el desfiladero. Y ahora que las laderas de las montañas, desnudas de tierra y vegetación, vertían agua en la vaguada, la corriente quedó estancada ante el dique de piedras... creció contra él y lo rebasó, pero no sin convertir el valle en un lago. Un lago donde únicamente flotaban las dos esferas iridiscentes, pues los millares de tetraedros habían desaparecido para siempre... ¡disueltos!
¡El agua era la muerte para ellos... la disolución! Sólo estaban a salvo en el interior de las esferas, y ya no cabía en ellas ni uno más. El resto de los monstruos tetraédricos perecieron miserablemente durante la noche, antes de poder concentrar sus energías para protegerse con un manto ígneo, que habría eliminado el agua en forma de vapor. En las esferas gemelas había venido un centenar. Cien mil habían nacido después, y ahora apenas quedarían cien. ¡Teníamos la victoria al alcance de la mano! Pudiendo escapar, nos quedamos, lo mismo que al principio. La huida era una dilación. Nada más. Un milagro podía salvarnos, y supongo que creíamos en milagros. De modo que procuramos resguardarnos del diluvio en las ruinas de la atalaya y observamos las dos esferas a través de la cortina de lluvia. Habían salido del agua y estaban en el desfiladero, coronando el dique.
Nuestra «ducha» duró tres días. Luego salió el sol y las montañas empezaron a secarse. Tan sólo quedaba el lago recién formado para recordarnos las lluvias, un lago manchado de violeta oscuro por los cuerpos de los tetraedros de cristal que se disolvían poco a poco. Los de las dos esferas esperaron un día, y luego salieron para observar los restos de su campamento el líder gigante y apenas un centenar de sus subordinados. Entonces supe que había algo de cálculo en la locura de Marston. Los tetraedros reanudaron el sitio en la base de nuestro refugio, aunque la cortina de fuego carmesí ya no era tan alta ni tan intensa. El jefe se mantenía fuera del circulo, meditando, observando... pensando tal vez en la relación entre nosotros y la tempestad que había reducido a la nada sus proyectos. Entonces Marston se acomodó bajo el brazo un gran tambor indio que yo me había llevado del altar sacrificial, un tambor de ceremonia hecho de piel humana bien curtida, y bajó por la ladera para enfrentarse con los tetraedros. Monté mis armas y esperé acontecimientos.
Todavía me parece verlos: ¡grandes jefes de dos razas totalmente distintas, nacidos en dos planetas distantes como mínimo noventa y seis millones y medio de kilómetros, intrínsecamente opuestos y enemigos, inmóviles sobre la roca negra, observándose! El gran tetraedro retumbó y la cortina de fuego se hizo más brillante, tratando de escalar la pendiente. Era una baladronada. Marston no hizo ningún caso. Entonces levantó el gran tambor. Lo había cuidado como si fuese un hijo durante las lluvias, tapándolo como pudo, probando la tensión de su descomunal parche, secándolo cuidadosamente al calor del sol y con fuego durante todo el día anterior. En ese momento comprendí el motivo.
Poco a poco, empleando la palma de la mano y los dedos en rápida sucesión, empezó a tocar. No era el latido rítmico de los nativos, ni el mensaje sincopado de los tambores de señales. Rápido, cada vez más rápido, el gran tambor del sacrificio resonó hasta que los golpes se convirtieron en un redoble bajo y continuo, insondable, aumentando de volumen hasta un trueno rodante, creciendo y modificándose en delicadas inflexiones. ¡Su muñeca debía ser maravillosamente fuerte y hábil para poder dominar de aquel modo el sonido! El tamborileo produjo grandes ondas palpitantes, y durante su tronar todo el mundo permaneció inmóvil: Marston y yo en la ladera, los tetraedros abajo y el gigante púrpura detrás, junto a la orilla del lago. Siguió y siguió, atronando mi cerebro con sus golpes sordos e insistentes, como el oleaje de un mar muerto sobre las playas de un mundo muerto, dominándome, llenándome, hablándome con la voz de la tormenta... ¡hablando... eso era! ¡Marston hablaba con los tetraedros, usando la voz del gigantesco tambor!
¡Durante los largos días de ocio en la atalaya, había escuchado, aprendido, clasificado en su cerebro científico el significado de las órdenes que el gran jefe de los tetraedros mercurianos impartía a sus huestes de cristal; había aprendido sus inflexiones, las había almacenado en su mente! Poseía un vocabulario elemental, sonidos que se referían al gran comandante, la horda, los tetraedros como especie, verbos simples como ir, y venir, aumentar o reducir la cortina de fuego; los nombres de los seres humanos, de su planeta y el nuestro. Una multitud de sustantivos y verbos, que incluso ahora me parece imposible pudieran ser recogidos por un hombre del murmullo de una raza extraña, asociando las acciones con las palabras. ¡Pero Marston había aprendido, y respondía con la voz hosca del gigantesco tambor, respondía con palabras torpes, imprecisas, mal elegidas, vacilantemente expresadas, pero palabras que el tetraedro comprendía! Pues la niebla roja disminuyó y desapareció. Las filas de cristal se abrieron y a través de ellas el gigantesco jefe se acercó a donde Marston estaba sentado con el tambor. Se detuvo y habló con palabras muy semejantes a las que Marston había empleado, palabras sencillas como las que aprenden los niños, dichas sin ilación.
—Vosotros... ¿qué?
El tambor:
—Nosotros... tetraedros. Tierra.
Traduzco aproximadamente lo que decían. Las palabras no eran tan literales como yo las ponga para adaptarlas a nuestra lengua imperfecta; más que palabras, eran ideas. ¡Pero lograron transmitir el mensaje! El gigante se sorprendió. ¿Cómo podíamos nosotros, monstruos deformes y fofos, ser dueños de un planeta y semejantes a ellos? Se mostró incrédulo:
—¿Vosotros tetraedros?
El tambor murmuró una afirmación, como dando cuenta de una orden cumplida. La idea fue captada, pero el gigante púrpura no pareció quedar convencido.
—¡Vosotros... débiles! (el sentido de la palabra que empleó era «fácilmente vulnerables», como la vegetación). Vosotros morir... fácil en este caso empleó un término con el que había designado a los tetraedros destruidos durante la batalla con los indios). ¡Nosotros... tetraedros... nuestro planeta... y Tierra!
No había objeción a esto. Ellos podían dominar ambos planetas sin dificultad. Marston recurrió a mí.
—Hawkins, traiga esas piedras que ha cincelado y una botella de agua. ¡Espere! Dos botellas y un arma.
De modo que me había visto trabajar y adivinó mi plan. Bien, su idea había sido más útil, y no sería yo quien lo negase. Regresé a buscar las cantimploras y el arma. Según sus instrucciones, coloque la cantimplora sobre una roca de la ladera. Tomó la otra, y todo el tiempo su tambor tranquilizó al gigante y su horda.
—Hawkins, ocúpese de las piedras mientras yo hablo. Traduciré y usted actuará de acuerdo con esto.
—Habló el tambor—: Sol... Sol... Sol... —lo señaló—. Vuestro Sol... nuestro Sol.
El tetraedro asintió. Eran oriundos de nuestro sistema solar. Marston señaló mi esquema. El Sol, la Tierra y su órbita.
—Sol. Sol. Tierra. Tierra.
Hice girar lentamente la piedra de jade en su órbita y el guijarro-Luna en la suya. También moví los demás planetas, mostrando los colores y el tamaño relativo. Marston volvió a tocar el tambor y, a medida que yo hacía señas, formuló sus preguntas.
—¿Vosotros planetas... vuestro planeta? Vuestro planeta... ¿cuál? ¿Éste?
El gigante negó. No era de Marte.
—¿Éste?
¡Nada menos que Venus! Venus debía ser demasiado húmedo para resultar confortable. Luego, ansiosamente:
—¿Éste?
¡Afirmación! ¡El profesor tenía razón! ¡Venían de Mercurio! Pero Marston quiso cerciorarse. Hallando una mancha blanca de cuarzo en la piedra negra que representaba a Mercurio, la dirigió hacia el dorado Sol, manteniéndola así mientras trazaba lentamente su órbita. La afirmación fue definitiva. Eran de Mercurio, uno de cuyos hemisferios mira siempre al Sol. Hasta aquí, lodo iba bien. Marston cogió la otra placa que yo había preparado, el mapa en relieve de la Tierra.
—Tierra... Tierra.
Sí, el mercuriano la reconoció. Así la había visto desde el espacio. Con un pedazo de cuarzo, Marston marcó el lugar de América del Sur donde nos encontrábamos y apuntó al suelo, al lago, a la selva.
—Esto... esto —dijo.
Otra afirmación. Sabían muy bien dónde estaban. Otro tema quedaba zanjado. Tocó la cadencia monótona de tranquilidad. y luego anunció con breves y hábiles palabras:
—Vosotros... tetraedros. Mercurio (¡seguro que lo eran!). ¡Nosotros... tetraedros... Tierra! (¡no tan bien!)—repitió—. Vosotros... Mercurio. Nosotros... Tierra. ¡Nosotros... tetraedros!
¡Hubo señales evidentes de disconformidad! Marston los tranquilizó de nuevo, agregó una brusca llamada de atención, levantó el arma, disparó dos veces, la arrojó al suelo y volvió a hacer un redoble de buenas intenciones y seguridad. Había dado en el blanco. La cantimplora se agujereó por arriba y por abajo y salió un hilillo de agua. que resbalaba por la roca vítrea hacia nosotros. Formó un pequeño charco a sus pies, y la doble fila de tetraedros se abrió para dejar pasar el hilo de agua. Volvió a formar otro pequeño charco cerca de la base del líder gigantesco. ¡Él no estaba dispuesto a soportar fanfarronadas! ¡Lanzó un fogonazo de energía cegadora, el charco se hizo vapor y la roca se puso al rojo blanco! Marston había aprendido otra palabra.
—¡Agua... morir! ¡Nosotros... tetraedros... Mercurio y Tierra! ¡Malo!
Marston lo intentó otra vez.
—Vosotros... tetraedros... Mercurio. ¡Agua... tetraedro... Tierra!
¡Una idea alarmante! ¡El agua, dueña de la Tierra!
—¡Agua... no... morir! —Decidida negación con el tambor. Hizo una seña. El vapor se condensaba y brillaba sobre la roca lisa en forma de minúsculas gotitas. ¡No era posible matar el agua! ¡Siempre resucitaba!— ¡Nosotros... tetraedros... agua!
Lo demostró. Se mojó los dedos en el charco que tenía a los pies; luego recogió un poco con la mano y se mojó el pelo. Emití un poderoso gruñido para llamar la atención, destapé la otra cantimplora y eché un largo y visible chorro para beber. Marston tomó la cantimplora, hizo lo mismo y luego me envió a buscar más agua, un cubo lleno.
—¡Agua... tetraedro... Tierra! —repitió.
Lo demostró moviendo el agua del cubo con mucha alharaca. Luego vertió un poco sobre mi mapa en relieve de la Tierra, llenando los huecos de los mares. Lo subrayó con una lúgubre nota del tambor.
—Agua... tetraedro... Tierra. Agua. ¡Agua! —Tuvo otra corazonada y desplazó a Venus por su órbita—. ¿Qué? —preguntó el tambor. Recibió una áspera respuesta. Hundió a Venus en el agua. Venus estaba representada por una piedra pómez y flotó—. ¿Agua... tetraedro... Venus?
Indiscutiblemente. El gigante púrpura estaba seguro. Marston hizo lo mismo con Mercurio. Mercurio se hundió. Se hundió una y otra vez. A Mercurio el agua no le gustaba.
—Vosotros... tetraedros... Mercurio. Agua. No... tetraedro... Mercurio —una pausa. Luego lenta, agoreramente—. ¡Agua... tetraedro... vosotros!
Marston tenía razón. El agua había podido con ellos. Tuve una buena idea y Marston se trasladó hasta el borde del lago, pasando como triunfador entre la fila doble de tetraedros. Al llegar junto al lago —el gigante estaba cerca, y su ejército muy alejado, atrás—, me desnudé y me zambullí. Toqué fondo ¡y salí con un pedazo de cristal púrpura medio disuelto! Marston lo frotó alegremente.
—¡Agua... tetraedro... vosotros!
Tuvieron que admitirlo. Luego Marston intentó inventar una palabra... señaló hacia el cielo y marcó un ritmo en el tambor.
—Arriba... arriba. Agua... arriba.
El gigante comprendió y citó el término correcto. Marston consiguió inventar otro —un «gracias» afable y murmurante— en el tambor. Volví a meter la mano en el lago, llené un cubo de agua, empapé a Marston, y luego avancé con otro cubo hacia el gran tetraedro. Retrocedió. Entonces bebí, gesto infantil pero convincente. En ese momento, la idea de que el agua era veneno puro para los tetraedros y un segundo hogar para nosotros, estaba absolutamente clara. ¡Quedaba por transmitir la principal pieza de información! Marston tocó el tambor para llamar la atención e imponer tranquilidad. El gran jefe se deslizó, evitando cuidadosamente los charcos. Vi que flotaba a unos ocho centímetros del suelo. Bajo la menor gravedad de Mercurio, tal vez sería capaz de volar.
Indiqué otra vez mi pequeño sistema solar, mientras Marston repetía que la Tierra estaba compuesta principalmente de agua, y por tanto, no era lugar indicado para los tetraedros. El agua podían «matarla», pero volvería a caer en forma de lluvia. Insistió sobre la idea de la lluvia hasta estar seguro de que se había hecho entender, y así conoció varias expresiones mercurianas de disgusto y desagrado. Encontró una palabra para hablar de «lluvia»; en realidad la inventó, pues en mercuriano no debía existir. Improvisó una combinación entre «agua» y «arriba», sumamente clara, con un complicado redoble enfático para caracterizarla. La etimología de la palabra fue muy clara para todos los interesados. Ahora ya sabían qué era la lluvia. Hice un agujero en la órbita de Mercurio, y puse tapones de arcilla en la de la Tierra, en puntos diametralmente opuestos. Marston hizo una demostración. Vertió agua sobre Mercurio. Éste desapareció.
—Mercurio... no... lluvia. ¡No!
Todos los tetraedros se habían acercado, y hubo un murmullo general de asentimiento. Venus, por otro lado, simbolizado por una profunda muesca, contenía mucha agua.
—Venus... lluvia. Agua... tetraedro... Venus.
También lo comprendieron. El clima de Venus es ideal para patos y sapos, no para tetraedros. Marston acudió a otro planeta, y sentí cierta tensión. ¡Ellos sabían a dónde apuntaba! Iba a describir las condiciones climatológicas de la Tierra. La mitad de la órbita de la Tierra estaba llena de agua hasta el borde, y la otra mitad bastante húmeda. Movió lentamente la Tierra por su trayectoria, mostrando que seis meses eran húmedos y los otros seis no tan húmedos. Lo recalcó con el tambor:
—Agua... tetraedro... Tierra. Nosotros... tetraedro... agua. Agua... tetraedro... vosotros. Agua... Venus. Agua... Tierra.
Ahora, la última carta. Puso a Mercurio en su órbita, situó a Venus casi en el extremo opuesto y se detuvo. El gigante asintió. Aquella era la situación actual de los planetas. Dejó la Tierra y se ocupó de Marte. Lo hizo girar por su órbita y lo detuvo. Afirmación. De momento, todo bien. Entonces comprendí su intención, porque cuando colocó la Tierra en su sitio, prácticamente en la misma línea, entre Marte y Mercurio, ¡quedó en la mitad seca de la órbita! Los cien tetraedros retrocedieron casi un metro en señal de contrariedad. ¡La lluvia que había ahogado prácticamente a todo el ejército era un ejemplo de nuestra estación seca! ¡Por deducción, nuestra verdadera estación lluviosa debía ser el infierno para todos los tetraedros mercurianos!
Marston era un diplomático demasiado bueno para darles esta explicación sin proponer una alternativa. Poco a poco vertió agua sobre Marte. Marte iba provisto de un hueco en el fondo, pues se secó en seguida. En consecuencia, Marte era muy agradable. Pero la Tierra era repulsiva y húmeda, tan desagradable como Venus o peor. A juzgar por la información que Marston comunicó a los tetraedros, éramos una especie de peces superinteligentes. Levantó el tambor para pronunciar una última palabra:
—Tierra... lluvia. Marte... no... lluvia. Nosotros... Tierra. Vosotros... no... Tierra. Vosotros... ¿Marte? —repitió la pregunta—: ¿Marte? ¿¿¿Marte???
Ejecutó un interminable signo de interrogación, calló, bebió un largo trago de agua de la cantimplora y se zambulló vestido en el lago. Lo seguí y nadamos juntos hasta la otra orilla, poniendo de manifiesto nuestra maestría en el agua. Luego esperamos el resultado. Si todo salía bien, estupendo... De no ser así... al menos se interponía entre nosotros y ellos el lago.
¡Pero salió bien! Durante un rato, el poderoso tetraedro color púrpura real de cinco metros, y sus súbditos púrpura de dos metros y medio, permanecieron inmóviles, en silencio, meditando. Luego se oyó una breve orden. Los cien regresaron ordenadamente a las esferas y entraron. El gran jefe quedó solo. Vaciló un instante y luego avanzó hasta la orilla del lago. ¡De su cúspide gigantesca salieron rayos blancos que convirtieron las aguas purpúreas en grandes nubes de vapor, levantando una densa muralla de niebla entre nosotros! ¡A través del silbido del vapor llegó su voz atronadora, en un último comentario sobre la invasión de su raza tetraédrica! Marston tradujo en voz baja:
—Agua... tetraedro... Tierra. Vosotros... tetraedro... agua. ¡Nosotros... matar... agua! Vosotros... Tierra. Nosotros... Marte. ¡Marte! —y una larga y quebrada afirmación, un «¡Sí!» infinitamente subrayado.
Agua y Tierra parecían sinónimos, y nosotros nos hallábamos absolutamente cómodos en medio de tan peligroso elemento. Ellos, los tetraedros de Mercurio, podían «matarla», algo que nosotros, según deducían, no podíamos hacer. No admitirían haber sido derrotados por el Hombre o el agua, pero el sistema solar era grande. ¡Podíamos quedarnos con nuestra Tierra empapada! ¡Ellos se iban a Marte! Más allá de las nubes de «agua muerta» se alzaron dos enormes y gloriosas perlas, maravillosamente iridiscentes bajo los rayos del sol poniente... Subieron y subieron, haciéndose cada vez más pequeñas, hasta desaparecer en el cielo sobre los Andes. Irónicamente, empezaba a llover.
P. Schuyler Miller (1912-1974)
Relatos góticos. I Relatos de P. Schuyler Miller.
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El análisis y resumen del cuento de P. Schuyler Miller: Tetraedros del espacio (Tetrahedra of Space), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
Espectacular el cuento! Y espectacular el sitio! Voy a dedicarle mucho tiempo para leer todo lo que pueda!
Me ha encantado. Lo había leído hace más de 40 años, en la antología de Asimov, pero recordaba pocas cosas
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