Pruebas que tu alma deberá superar en el MÁS ALLÁ


Pruebas que tu alma deberá superar en el MÁS ALLÁ.




Muchas personas religiosas, e incluso aquellas que, como nosotros, cultivan un perfil filosófico más espiritual, ajeno a los dogmas pero cercano a los misterios de la vida y el universo, no tenemos ni la más remota idea de lo que encontraremos en el más allá.

En todo caso, lo que sabemos se reduce a una serie de deducciones más o menos simplistas.

La primera nos induce a suponer que, tras la muerte, el alma se dirige hacia un estado superior de conciencia, ¿pero cómo?

¿Cuál es el camino?

¿Y si nos esperan pruebas del otro lado?

¿Y si no contamos con las respuestas adecuadas? ¿Qué será de nosotros entonces?

¿Qué excusas deberemos darle a Caronte para que nos permita cruzar el río?

Así como a nosotros nos resulta difícil imaginar qué nos espera en el más allá, o por tal caso, si efectivamente hay un más allá, los antiguos egipcios poseían una gran cantidad de información al respecto; tal vez demasiada.

Mientras los difuntos de nuestra época deambulan por las riberas de la eternidad sin tener muy en claro qué hacer, o hacia dónde ir, los óbitos del Antiguo Egipto estaban sumamente preparados para superar las duras pruebas que impiden el acceso de los indignos a la vida eterna.

El libro de los muertos, fuente principal de las creencias de ultratumba del Antiguo Egipto, sostiene que el destino final del alma es el Campo de los Bienaventurados, pero para llegar a esta tierra ignota primero se debe atravesar el Amenti, especie de inframundo en donde se evalúa el nivel de conocimientos y de sabiduría del alma.

Para asegurarse un pasaje seguro al más allá, el alma debe pronunciar los nombres místicos de los dioses de los cielos del norte y del sur, pero también el nombre de los dioses del horizonte, del arcoiris, de las gotas de rocío, y un largo etcétera.

Si bien resulta casi inconcebible manejar una cifra tan vasta de nombres, el hecho de ser un alma también tenía sus ventajas. Por ejemplo, la palabra es un hecho en el más allá. La diferencia entre el acto de hablar y el de crear, de existir, de ser, es nula. De forma tal que basta decir la palabra bote para que un bote se materialice y nos agilice el traslado.

Estos beneficios también tienen sus desventajas; y algunas verdaderamente fatales.

Es justo suponer que ningún egipcio dijo en el más allá la palabra automóvil, o bicicleta, habida cuenta de que esos artilugios eran desconocidos; de manera tal que lo más frecuente era decir bote para referirse a un medio de transporte confiable. Ahora bien, la mención de esa palabra materializaba al bote, es cierto, pero solo en apariencia. Para que el bote realmente funcionara se debían pronunciar el nombre de todas piezas que lo integran y cómo estas eran fabricadas.

La misma dinámica se daba con todos los objetos útiles para el difunto.

Si uno pretendía andar vestido en el más allá, no solo debía decir ropa, sino de qué manera se trenzaban los hilos en el orden apropiado, como se los teñía, etc.

Lo peor era que todas las partes de cada objeto citado a menudo desafiaban al difunto, preguntándole de qué materiales estaba hecho, lo cual entorpecía enormemente el proceso de desplazamiento. Si uno quería un remo, por ejemplo, debía ser capaz de explicar detalladamente cuál era su proceso de fabricación.

Una vez superada esta prueba se accedía a una especie de salón intermedio, llamado Sekhet-Aarru, donde el alma era alimentada con pan y vino. Pero las dificultades del viaje al más allá no terminaban ahí.

El alma era conducida al Salón de las Dos Verdades, es decir, de la Verdad y de la Justicia, donde Osiris gobierna sobre un jurado compuesto por 42 jueces, los cuales se encargan de tomar algo así como una declaración testimonial al fallecido.

Cada uno de los 42 jueces evaluaba que el difunto no hubiese cometido alguno de los 42 pecados capitales: como matar, robar, acostarse con la esposa de un primo segundo, en fin, cuestiones que no han variado demasiado.

Ante cada respuesta del difunto, su corazón era pesado en una balanza con propiedades asombrosas; un polígrafo, básicamente, capaz de detectar cualquier mentira u omisión.

Si el difunto lograba superar este desafío, el propio Anubis se presentaba ante él para formularle algunas preguntas de orden filosófico. A cada respuesta correcta se le permitía dar un paso hacia adelante. Si las respuestas eran erróneas se lo hacía retroceder una cantidad equivalente de pasos.

Una vez satisfecho, Anubis invitaba amablemente al alma a visitar la recámara real de Osiris. Allí, nuevamente, se lo alimentaba, pero esta vez con una especie de vapor.

A continuación, el alma debía recitar el nombre de todos los vigilantes del templo de Osiris, así también como el de los heraldos de sus siete mansiones.

Recién entonces, cuando el difunto había evidenciado ser digno de vivir en el más allá, las puertas del Campo de los Bienaventurados por fin se abrían ante él, y era recibido por Horus.

Pero lo más extraño de todo era que, al final de todas esas preguntas, de todas esas pruebas de conocimiento y sabiduría, justo antes de que el alma, sedienta de respuestas, se abalanzara sobre Horus con interrogantes trascendentales acerca de la vida, la muerte y el universo, era el propio dios, en tono fatigado, quien le confesaba al difunto que no hay respuesta más importante que la pregunta que la suscita.




Mitología comparada. I Fenómenos paranormales.


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