«Liber Temporis»: cómo acelerar, detener o regresar el tiempo atrás


«Liber Temporis»: cómo acelerar, detener o regresar el tiempo atrás.




Dos hechos fácilmente verificables: en la infancia, el verano es eterno y las vacaciones duran para siempre; después de los 35 o 40 años, el verano es un suspiro, y las vacaciones, una fracción miserable del tiempo.

¿Por qué el tiempo parece correr más lento cuando somos jóvenes, y por qué parece acelerarse a medida que envejecemos?

Actualmente, como nunca antes en la historia, vivimos partiendo el tiempo en fracciones cada vez más pequeñas. Frente a esta estremecedora sucesión de instantes, muchos de ellos redundantes, un individuo subversivo puede, por ejemplo, deshacerse de todos sus relojes, pero lamentablemente no podrá escapar del que está instalado en su cabeza.

Nuestro cerebro es capaz de fraccionar el tiempo en años, días, e incluso en milisegundos; precisamente porque el tiempo es una dimensión fija; es decir, una dimensión que puede fragmentarse sucesiva y objetivamente.

Incluso sin un dispositivo externo a mano, nuestro reloj interno a menudo hace un excelente trabajo para medir el tiempo. Si le pedimos al lector que adivine la hora exacta, justo en este instante, es probable que su estimación no se encuentre demasiado lejos de la verdad. El problema, en todo caso, no es calcular el tiempo, sino el modo en el que lo percibimos.

Nuestra percepción del tiempo no siempre es precisa; de hecho, es completamente subjetiva. Dependiendo de las circunstancias, el tiempo puede parecer que se expanda o que se contraiga, es decir, que se acelere, se ralentice, o incluso que se detenga por completo.

Durante décadas, los científicos dedujeron que nuestro cerebro contaba con un dispositivo interno, un cronómetro encefálico, por llamarlo de algún modo, capaz de emitir pulsos en series regulares para medir aproximadamente el tiempo. Pero hay un problema con esta hipótesis:

Contrariamente a lo que ocurre con nuestros sentidos, como la vista o el tacto, por ejemplo, cuyos datos son procesados en áreas específicas del cerebro, nuestro sentido del tiempo no tiene un espacio propio, sino que se mueve a lo largo de toda la red neuronal.

Esto significa que nuestro sentido del tiempo gobierna sobre todos los demás.

El cerebro realmente hace un esfuerzo colosal para editar la realidad y presentarla de un modo lógico, básicamente para que podamos entender qué mierda sucede ahí afuera y cuán rápido o lento ocurren las cosas. Y si bien es cierto que el tiempo es objetivamente igual para todos, cada uno de nuestros cerebros construye su propio tiempo de acuerdo a las circunstancias de la realidad que debe procesar.

Muchos investigadores chúcaros realizan una comparación caprichosa entre la duración de un minuto agradable, como un beso, y otro desagradable, como aguardar en la puerta del baño para realizar un depósito orgánico con suma urgencia. Es fácil deducir que el minuto en el que transcurre el beso pasará rápido para el sujeto, mientras que el otro parecerá durar muchísimo más. Pero el placer o el displacer no tienen nada que ver con nuestro sentido del tiempo; sino que ambos factores influyen en cómo registramos esos eventos.

El tiempo no transcurre más rápido cuando besamos, ni más lento cuando sufrimos. Lo que ocurre es lo siguiente: cuando vivimos una situación de estrés, nuestra amígdala cerebral, conectada estrechamente con las emociones y la memoria, altera la definición de registro de ese suceso, como si pasara de grabar en VHS a Blu-Ray.

En definitiva, cuando experimentamos un momento de tensión, nuestro cerebro archiva ese acontecimiento en una resolución mucho más alta que, por ejemplo, la que utilizaría para archivar el proceso de calzarse las medias en la mañana.

Al contar con recuerdos más vívidos, es decir, con mejor resolución, estos contienen un mayor caudal de información. Es por eso que al recordarlos (o reproducirlos), incluso unos pocos segundos después de que hayan ocurrido, estos parecen haber transcurrido de forma más lenta.

Todos sabemos que una olla llena con agua tardará mucho más en hervir si uno la está mirando.

A este fenómeno se lo conoce como percepción prospectiva del tiempo: básicamente ocurre cuando estamos experimentando algo que nos permite anticipar con mucha eficacia lo que sucederá después, por ejemplo, cuando ponemos una olla llena de agua sobre el fuego.

Esta hervirá, así de simple. Sabemos que lo hará porque conocemos ese patrón de la realidad, y por eso mismo nuestro cerebro se enfocará en el último eslabón del acontecimiento, haciendo que tiempo inmediato parezca transcurrir más lento.

Por otro lado, cuando estamos muy concentrados en algo sobre lo cual no podemos anticipar con exactitud cómo terminará; es decir, cuando el cerebro no cuenta con un patrón predecible, por ejemplo, cuando nuestro equipo de fútbol está perdiendo 1-0 y faltan 10 minutos para el final del partido; además de pedir penales inexistentes, nuestro cerebro atenderá únicamente el tiempo inmediato, motivo por el cual este parecerá transcurrir más rápido.

Otro fenómeno interesante es la llamada percepción retrospectiva del tiempo: en resumen, se produce en situaciones monótonas, sin ningún tipo de estímulo. En estos casos, el cerebro registra la realidad en baja resolución; o puede que incluso no la registre en absoluto; de manera tal que podemos experimentar dos cosas: o el tiempo transcurre más lento, o parece no transcurrir en absoluto.

En síntesis: el tiempo no pasa más rápido cuando nos divertimos, ni más lento cuando sufrimos. Es la calidad en la definición del recuerdo entre ambos ejemplos la que varía, desde baja a muy alta, de forma tal que al recordar el suceso el cerebro presenta mayor o menor nivel de detalles, y, en consecuencia, de información procesada, con lo cual el tiempo parece haber transcurrido más o menos rápido.

Ahora bien, aquellos que se hayan tomado el tiempo para llegar hasta aquí probablemente se pregunten de qué forma es posible acelerar, detener o regresar el tiempo atrás. La clave, en todo caso, está en dejar al tiempo tal como está; y en cambio desafiar la forma en la que lo percibimos.

¿Por qué cuándo somos chicos los veranos duran más?

¿Por qué cuando crecemos el tiempo parece transcurrir más rápido?

Porque existe una estrecha relación entre el conocimiento y el desconocimiento de las cosas con nuestra percepción del tiempo.

Cuando somos jóvenes, todo es nuevo; y el cerebro trabaja constantemente para aprender cómo funciona la realidad. El verdadero problema con el tiempo comienza cuando «la primera vez», para cada cosa que hagamos, queda definitivamente atrás: primer día de clases, primera salida nocturna, primera novia, primer desengaño, primer viaje solos, primer trabajo, primera casa, primer hijo...

Al estar bombardeado por nuevos estímulos, aún cuando estos estén proyectados para un futuro próximo, el cerebro registra la realidad con mayor densidad de calidad. En definitiva, nuestra percepción del tiempo es más densa, y por lo tanto el tiempo parece ir más lento.

En la edad adulta, cuando ya quedan pocas «primeras veces» por delante, y el cerebro ya conoce a la perfección los patrones de la realidad, es fácil caer en una percepción del tiempo más rutinaria y predecible. Por eso el tiempo parece transcurrir más rápido.

Lo peor de todo es que esto funciona así incluso en aquellas personas que se jactan de llevar un estilo de vida excitante.

El cerebro no gasta energía en capturar situaciones predecibles: despertarse a la misma hora, alimentarse, trabajar (habitualmente en lo mismo), ocuparse de sus vínculos sociales y/o familiares, mantener una relación de pareja, dormir. Por más entusiasmados que estemos por la nueva temporada de House of Cards, a nuestro cerebro le importa muy poco, de forma tal que la definición de registro de la realidad se vuelve cada vez más pobre con el correr de los años.

Una persona adulta, que no haya vivido grandes sobresaltos, buenos o malos, en las últimas cuatro semanas, puede revisar sus archivos mentales y descubrir que ha retenido muy poca información al respecto. Ese tiempo no solo ha pasado velozmente, sino ha desaparecido en un vasto océano de instantes superfluos. No hay nada, o muy poco, que valga la pena rescatar.

Sin embargo, no todo está perdido.

Nuestra percepción del tiempo no se anestesia con los años, aunque de hecho el cerebro hace todo lo posible para establecer rutinas y patrones que le permitan gastar menos energía y mantenerse en un entorno seguro. Por eso, después de cierta edad, te cuesta salir de noche, por eso tus placeres se acomodan dentro de una realidad sin sobresaltos.

Por suerte, cada ínfimo cambio en la vida sacude nuestros circuitos neuronales: lo nuevo, lo imprevisto, lo que nos agita en nuestra monotonía, también obliga al cerebro a deshacerse de los viejos patrones con los cuales viene interpretando la realidad desde que somos adultos. De ahí la importancia de seguir estudiando, de seguir aprendiendo cosas nuevas; y sobre todo de reprogramar constantemente lo que consideramos incuestionable. Porque si bien es imposible acelerar, detener o regresar atrás el tiempo, sí podemos aprender a vivirlo mucho mejor.




Egosofía: filosofía del Yo. I Diarios de antiayuda.


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