¡No puedo creer que no te acuerdes de mí!


¡No puedo creer que no te acuerdes de mí!




—Soy Juan —insistió, como si eso significara algo—. No puedo creer que no te acuerdes de mí.

Ella sonrió.

Casi siempre sonreía cuando se sentía incómoda.

—No te ofendas, pero sería bueno que empieces a creerlo porque no me acuerdo de vos. Para nada.

Él sacudió la cabeza. Buscaba palabras, evidencias. Es muy difícil probar estas cosas.

—A ver —dijo él—, vos te llamás Mariana, ¿no?

—Sí, claro. ¿Y?

—Y tus padres se llaman Matías y Julieta —siguió él.

—Ahá.

—Cursaste la primaria en la escuela 18, ahí en Chacarita. Trabajás de camarera en un bar, el Teufel.

Ella asintió con la cabeza.

—Tenías una perrita, Chicha, que la atropelló un colectivo. Tenés una foto de ella como fondo de pantalla de tu teléfono. Te gustan las películas viejas; si son época, mejor. Hace poco compraste la colección completa de Galeano, pero no leíste ni una página. Todavía extrañás a tu ex. En el muslo derecho tenés un lunar igual al de tu abuela.

Ella levantó las cejas, apenas: un gesto imperceptible, salvo para Juan.

—Ahora decime cómo puedo saber todas esas cosas si no te conociera. De hecho, todo eso prueba que te conozco —agregó él.

—No —dijo ella—, eso prueba que sabés cosas sobre mí, no que me conocés.

—¿Y cuál sería la diferencia? Quiero decir, para saber esas cosas tengo que conocerte, ¿no?

—No necesariamente. Podés saber muchas cosas sobre una persona sin llegar a conocerla —argumentó ella—. Pero acá el tema es mucho más simple: realmente no me importa si crees que me conocés o no. ¡YO NO TE CONOZCO A VOS!

—¡Cómo podés decir semejante barbaridad, Mariana! Desde hace tres años que voy todos los días, absolutamente todos, al bar donde trabajás. Hablamos un millón de veces.

—¿Entendés castellano? ¡NO TE CONOZCO!

—Me estás haciendo enojar inútilmente, Mariana.

—A ver si lo entendés: no me interesa lo que sientas. No sé quién sos. Ahora, si me disculpás podrías…

—Esperá —dijo él, estirando la mano.

—¡Soltame, enfermo!

—Mariana, te lo pido por favor. Hace tres años que nos conocemos. Nos vemos todas las tardes, en el bar. No una, no dos, no tres, todas las putas tardes. ¿Cómo mierda puede ser que no me conozcas?

—¡NO TE C...

—¡Basta! Me cansaste. Necesitabas pruebas y te las dí. ¿Querés fotos? Esperá, dejame buscar —dijo él, pasando el dedo frenéticamente por la pantalla del teléfono—. ¿Ves? Esta la saqué en el bar. Y esta. Y esta otra. ¿Suficiente? Espero que sí porque ya cansé. No te voy a permitir que sigas riéndote de mí. Claro que te conozco. Claro que me conocés. Y no, no te pienso desatar.




Egosofía. I Diarios de antiayuda.


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1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Que peligroso que resultó. Lugano y Safo tendrán que rescatarla?



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