"El destino de madame Cabanel": Eliza Lynn Linton; relato y análisis




El destino de madame Cabanel (The Fate of Madame Cabanel) es un relato de vampiros de la escritora inglesa Eliza Lynn Linton (1822-1898), publicado en la antología de 1880: Dentro de un hilo de seda (Within a Silken Thread).

El destino de madame Cabanel es uno de los mejores ejemplos de la figura del vampiro dentro del romanticismo; época que transformó aquellos viejos clanes y razas de vampiros de las leyendas, en general, seres inhumanos y de hábitos macabros, en figuras elegantes, excéntricas, seductoras, que pasarían a convertirse en objeto de culto para la literatura gótica.

El destino de madame Cabanel no es estrictamente un relato de vampiros, sino más bien un repaso fantástico y antropológico que revela los mecanismos internos del mito, es decir, la forma en la que se construye uno de los iconos más célebres de nuestros tiempos: el vampiro.

En resumen, El destino de madame Cabanel es una especie de alegato contra la ignorancia de las comunidades rurales, que a su vez representan las viejas creencias en vampiros que aún continuaban presentes en el siglo XIX, a través de la historia de una mujer acusada injustamente de ser una vampiresa, más precisamente un Brucolaco.

En este contexto, El destino de madame Cabanel es, quizás, el único relato de vampiros en los que estas criaturas sobrenaturales están prolijamente ausentes.



El destino de madame Cabanel.
The Fate of Madame Cabanel, Eliza Lynn Linton (1822-1898)

Ni el progreso ni la ciencia habían llegado aún a la pequeña aldea de Pieuvrot, en la Bretaña francesa. Sus hombres y mujeres eran seres ingenuos, ignorantes y supersticiosos, y las comodidades y los avances de la técnica eran algo desconocido para ellos.

Durante la semana se dedicaban a trabajar una tierra ingrata que apenas les daba para vivir, y los domingos y fiestas de guardar iban a misa a la pequeña capilla excavada en la roca, donde aceptaban como norma de fe las palabras del cura y lo que éste callaba. En lo desconocido reconocían no la grandeza, sino la presencia del Mal.

El único vínculo entre ellos y el resto del mundo era Monsieur Jules Cabanel, terrateniente por excelencia del pueblo, al tiempo que alcalde y juez de paz. Todos los cargos públicos en uno.

Éste iba a menudo a París y regresaba con un manojo de noticias, que provocaban la envidia, la admiración o el miedo de su auditorio, dependiendo del grado de inteligencia de quien le escuchara. Monsieur Jules Cabanel no era un hombre atractivo, pero todos le tenían por buena persona. Bajito, rechoncho, con el pelo y la barba cortados a cepillo, algo obeso y aficionado a la buena vida. Habría necesitado un par de virtudes para compensar la falta evidente de atractivo personal. No era malo; sólo una persona normal y corriente.

Cumplidos ya los cincuenta, seguía soltero. Hasta el momento había conseguido escapar a las propuestas de las arpías del pueblo y mantener intactas su soltería y su independencia. Pero quizá fuera su ama de llaves, Adèle, la culpable de que él siguiera solo. Eso era al menos lo que comentaban las malas lenguas en la Veuve Prieur’s. Era una mujer un tanto orgullosa y reservada, a quien no le gustaba que se metieran en su vida. Y, aunque la gente comentaba, ella y su señor permanecían al margen de los rumores.

De repente, y de un día para otro, Jules Cabanel, tras pasar más tiempo del habitual en París, se presentó casado y con su mujer. Adèle se encontró con que tenía sólo veinticuatro horas para prepararlo todo, tarea que no dejaba de ser un tanto complicada, pero se puso a ello con su habitual determinación; arregló las habitaciones como pensaba que le gustaría a su señor e incluso añadió un toque especial, un centro de flores para la mesa del salón.

–Extrañas flores para una novia –se dijo para sí la pequeña Jeannette, una chiquilla que venía de vez en cuando a ayudar en las tareas de la casa, al ver los heliotropos (a los que llaman la flor de las viudas de Francia), las amapolas rojas, el ramo de belladona y el de acónitos.

No le parecían flores para unos recién casados. Sin embargo, las flores se quedaron donde las había colocado Adèle. Al verlas, Monsieur Cabanel ordenó que las apartaran de su vista con una clara expresión de asco, mientras su mujer, que parecía no enterarse de nada, sonreía con ese gesto de desaprobación que tiene el que asiste a una situación que le supera.

Madame Cabanel era inglesa y, por lo tanto, extranjera; joven, bonita y dulce como un ángel.

“La belleza del diablo”, decían los pieuvrotinos con una sonrisa burlona y no sin cierto estremecimiento. Y es que ellos, aquella tez oscura, su aspecto desnutrido y macilento, no podían entender las formas redondeadas, la esbelta silueta y el buen color de la mujer inglesa. Aquella belleza les parecía más propia del diablo que un don de Dios. El rechazo con el que la trataron desde el principio se fue enconando al ver que, aunque la joven asistía a misa con una puntualidad digna de elogio, no se sabía las oraciones y se persignaba al revés. ¡La mismísima belleza del diablo, no cabía duda!

–¡Puf! –dijo Martin Briolic, el viejo sepulturero del pequeño cementerio–. Con esos labios rojos, esas mejillas sonrosadas y esos hombros rellenitos, me recuerda a una vampira. Parece como si bebiera sangre.

Éstas fueron las palabras que pronunció una tarde en la Veuve Prieur’s, y las dijo sin el menor atisbo de duda. No hay que olvidar, por cierto, que Martin Briolic era tenido por el hombre más sabio del pueblo, a quien no superaba ni el mismísimo señor cura, que era sabio a su manera, ni el propio Monsieur Cabanel. Lo sabía todo acerca del tiempo y las estrellas, todo sobre las hierbas silvestres que crecían en la llanura y los animales que se alimentaban de ellas. Además, era adivino, pues con un simple palito era capaz de encontrar manantiales de agua escondidos en lo profundo de la tierra; si querías saber dónde estaba estaban escondidos los regalos de Nochebuena, bastaban con que te atrevieras a entrar cuando él  te dijera por la grieta de la montaña y que salieras antes de que fuera demasiado tarde. Había visto bailar a las hadas a la luz de la luna, y a los duendecillos, los infins, saltar de acá para allá en los confines del bosque. En más de una ocasión había dicho que entre los hombres despiadados de La Créche-en-bois, el pueblo rival, había un fantasma, y nadie lo había puesto en duda. Tenía además, otros poderes, más místicos. Por tanto, lo que dijo aquella tarde debía de tener algún fundamento.

Fanny Campbell, o como se le conocía ahora, Madame Cabanel, siempre había pasado desapercibida en Inglaterra y en todos los lugares por lo que había pasado, salvo en aquel pueblo medio muerto, ignorante y chismoso de Pieuvrot. Su pasado no escondía ningún secreto, y la suya era una historia normal y corriente. Se había quedado huérfana y se había hecho ama de llaves; era muy joven y muy pobre cuando los señores de la casa se enfadaron con ella y la dejaron en París sin trabajo, sola y sin apenas dinero. Poco después se casó con Jules Cabanel, quizá lo mejor que podía haber hecho.

Nadie antes la había amado, y en aquel momento de miseria y desdicha, se enamoró del primer hombre que fue amable con ella, aunque su pretendiente más parecía su padre que su marido. Lo que tenía claro es que iba a dar aquel importante paso con alegría, sin sentirse mártir ni víctima de las circunstancias.

Pero nadie le había dicho nada de Adèle, la hermosa ama de llaves, ni del pequeño sobrino de ésta, a quien el señor había permitido quedarse a vivir en la Maison Cabanel y había dispuesto que aprendiera de mano del sacerdote. Quizá si lo hubiera sabido, se lo habría pensado dos veces antes de compartir el mismo techo con una mujer que había puesto acónitos, heliotropos y flores venenosas en su ramo de novia.

Si alguien tuviera que elegir un rasgo que definiera la personalidad de Madame Cabanel, éste sería sin duda alguna la dulzura. Una dulzura que se adivinaba en los rasgos redondeados, suaves y un tanto indolentes de su rostro, en el azul tenue de sus ojos, en aquella sonrisa apacible que irritaba a los franceses, de carácter más petulante, y sobre todo a Adèle. El ama de llaves solía decir con total desprecio que no había nada que enfadara ni que ofendiera a su señora, y no ahorraba esfuerzos en hacerle ver lo que sentía hacia ella. Por su parte, Madame Cabanel aceptaba los desmanes y los continuos desplantes de Adèle con toda la amabilidad del mundo; es más, en todo momento se mostraba agradecida de que Adèle se hubiera hecho cargo de todo lo relativo de la casa.

La falta de responsabilidad y el poder disfrutar de una vida tan distinta a los años que había pasado de apuros económicos y continuas preocupaciones hicieron que Madame Cabanel pareciera ahora mucho más hermosa. Los labios cada más rojos, las mejillas más sonrosadas y los hombros más rellenitos que nunca. Pero mientras ella ganaba en belleza, el resto del pueblo enfermaba; ni los más ancianos recordaban un año peor ni con tantas muertes. El señor tampoco se encontraba bien, y el pequeño Adolphe estaba gravemente enfermo.

Que la gente enferme no es raro en los pueblos insalubres de Francia e Inglaterra, como tampoco lo es el que los niños franceses estén siempre enfermos.

Sin embargo, Adèle pensaba que todo aquello se salía de lo normal y, en contra de su actitud siempre remisa a hacer el más mínimo comentario sobre lo que ocurría, empezó a hablar con todo aquel con el que se encontraba de la extraña debilidad que se había abatido sobre Pieuvrot y la Maison Cabanel, de lo raro que parecía aquello y lo desesperada que estaba al no saber qué le pasaba a su sobrinito ni qué podía darle para que se pusiera mejor. Todo aquello era muy extraño, solía decir, y las cosas en Pieuvrot iban de mal en peor.

Jeannette la había visto mirar a la dama inglesa, había descubierto su mirada terrible cuando, tras ver lo saludable y hermosa que estaba la extranjera, se volvía hacia el niño, cada vez más delgado, pálido y macilento. Una mirada que hacía estremecerse de pánico.

Una noche, como si ya no pudiera soportar durante más tiempo aquella situación, Adèle fue a casa del viejo Martin Briolic paa preguntarle qué ocurra y qué podía hacer.

No se precipite, espere un instante, Madame Adèle –le dijo Martin, mientras barajaba sus grasientas cartas del Tarot y hacía tríos sobre la mesa–. Es más complicado de lo que parece. Nosotros sólo niño que se ha puesto enfermo. Y puede que sea así, pero también puede que sea obra de alguien. Dios envía la enfermedad sobre nosotros, y yo estoy contento. Vivo de ello. Pero al pequeño Adolphe no le ha tocado el Dios de la bondad. Yo veo la mano de una mujer malvada en todo esto. ¡Maldita sea!

Martin volvió a barajar las cartas y las dejó a un lado, como distraído. Le temblaban las manos y pronunciaba palabras que Adèle no conseguía entender.

–¡San José y todo los santos, protegednos! –gritaba–. La extranjera, la mujer inglesa… a la que llaman Madame Cabanel… ¡No, ése no es su verdadero nombre! ¡Dios mío!

–¡Tranquilo, padre Martin! ¿Qué es lo que quiere decir? –gritó Adèle, mientras le cogía por el brazo.

Había algo salvaje en la mirada de aquella mujer; las aletas de la nariz se le dilataban al hablar, y sus labios, delgados y sinuosos, se contraían por encima de unos dientes cuadrados y pequeños.

–Explíqueme qué es lo que quiere decir, padre.

–Brujería –susurró en voz baja el padre Martin.

–¡Me lo imaginaba! –gritó Adèle–. ¡Lo sabía! ¡Ay, mi pequeño Adolphe! ¡Maldito sea el día en que mi señor trajo a casa a ese diablo disfrazado de mujer!

–Esos labios rojos no pueden ser naturales, Madame Adèle –gritó Martin sin dejar de asentir con la cabeza–. ¡Mírelos…! ¡Es sangre lo que les hace brillar! Lo dije desde el primer día en que la vi, y las cartas también lo dijeron. La misma tarde que el señor la trajo a casa las cartas dijeron sangre y la mala mujer, y yo pensé: “Bien, Martin, vas por buen camino, vas por buen camino, chaval”. Y, Madame Adèle, estaba en lo cierto. ¡Brujería! Justo lo que dicen las cartas, Madame Adèle. Una vampira. No la pierda de vista. Comprobará que las cartas decían la verdad.

–Pero, ¿cuándo podremos verlo? –le preguntó Adèle? –repitió como si pensara cada una de las palabras que estaba diciendo–. ¿Conoce el viejo pozo que hay en el bosque, de donde entran y salen los duendes y donde las hadas retuercen el cuello de aquellos con quienes se encuentran en la oscuridad de la noche? Quizá las hadas acaben con la mujer inglesa de Monsieur Cabanle. ¡Quién sabe!

–Sí, quizá –dijo Adèle un tanto desanimada.

–¡Ánimo, valiente! –dijo Martin–. Seguro que nos ayudan.

El único lugar de Pieuvrot realmente bonito era el cementerio. Además de un bosque que invitaba a la melancolía, había una enorme explanada por la que se podían dar eternos paseos en los largos días de verano. Éste era el único sitio donde una mujer joven podía sentirse a gusto pues, el resto, pequeñas parcelas cultivadas que los campesinos habían arrebatado a la propia tierra yerma y de las que sacaban míseras cosechas, no presentaba el menor atractivo. Era por esto por lo que Madama Cabanel, aburrida de no hacer nada y acostumbrada, como buena inglesa, a los paseos al aire libre, encontraba el pequeño cementerio un buen lugar de distracción. En realidad, no significaba nada para ella; no conocía a ninguno de los difuntos que dormían el sueño los justos en sus estrechos ataúdes ni sentía nada por ellos. Le encantaban los arriates de flores y las guirnaldas de siemprevivas, y cosas así. No quedaba demasiado lejos de su casa, y la vista que se tenía desde allí del oscuro bosque con las montañas detrás era realmente deliciosa.

Los pieuvrotinos no entendían nada. Les resultaba incomprensible que alguien que estuviera en sus cabales se dedicara a ir un día sí y otro también al cementerio, y no sólo el día del entierro; que en vez de llevar flores a un ser querido, se dedicara a pasear entre las tumbas y se sentara allí, cuando estaba cansada, a contemplar la explanada y las montañas, que se erguían por detrás,

–Pasea entre las tumbas como si fuera una… –empezó a decir un Lesouëf y, a continuación se calló para buscar la palabra adecuada.

Esta conversación tenía lugar en la Veuve Prieur’s, donde se reunían por la noche los del pueblo para comentar los pequeños acontecimientos del día, y donde, desde que ella llegara, hacía ahora tres meses, el tema principal de conversación era Madame Cabanel, sus modales, que no se supiera las oraciones del misal y su forma de comportarse, siempre tan misteriosa. Y unos a otros se preguntaban cómo podía soportar aquello Madame Adèle, qué sería del pequeño Adolphe cuando naciera el heredero… Algunos aseguraban que el señor debía tenerlos bien puestos para tener a dos fieras como aquellas bajo el mismo tejado. ¿Y qué pasaría al final? Nada bueno, seguro.

–¿Pasea entre las tumbas como si fuera un qué? Dime Jean Lesouëf –le preguntó Martin Briolic. Y tras eso, se levantó y, en voz baja, pero clara, fue él quien respondió: –Yo te voy a decir cómo, Lesouëf. ¡Como una vampira! Madame Cabanel, con sus labios rojos y sus mejillas rojas, mientras el pequeño sobrino de Adèle se muerte delante de sus propios ojos. Madame Cabanel, con sus labios rojos y sus mejillas rojas, se sienta durante horas entre las tumbas. ¿Lo entendéis ahora, amigos míos? Para mí está más claro que el agua.

–Usted ha dicho las palabras, padre Martin. ¡Como una vampira! –repitió Lesouëf mientras se estremecía.

–¡Como una vampira! –gritaron todos a un tiempo.

–Yo he sido el primero en llamarla vampira –dijo Martin Briolic–. Acordaos que yo fui el primero en decirlo.

–¡Claro! Ha sido usted quien lo ha dicho –respondieron–, y tiene razón.

El rechazo con el que se había encontrado la joven inglesa desde que llegó a Pieuvrot se hizo mucha más patente a partir de ese momento. La semilla que Martin y Adèle se habían empeñado tan diligentemente en sembrar por fin había echado raíces. Los pieuvrotinos estaban dispuestos a acusar de ateísmo e inmoralidad a todo aquel que no aceptara su decisión, a quienes dijeran que la hermosa Madame Cabanel no era más que una joven hermosa y sana, y que nada tenía que ver con vampiros que se dedicaran a chupar la sangre de un niño o a vivir entre las tumbas para conseguir nuevas víctimas.

El pequeño Adolphe estaba cada vez más pálido y delgado. El terrible sol de verano caía sobre la gente del pueblo, que se refugiaba en sus sucisas chozas de adobe rodeadas por marismas.

La salud de Monsieur Jules Cabanel seguía el mismo camino que la del resto. El médico, que vivía en Créche-en-boix, movió la cabeza al ver la situación y dijo que era grave. Cuando Adèle le insistía una y otra vez que le contara lo que les ocurría al niño y a su señor, el doctor evitaba responder o le decía alguna palabra extraña que ella ni entendía ni era capaz de repetir. Y la verdad es que el médico era una persona bastante desconfiada y recelosa, un visionario al que le gustaba plantear teorías para después demostrar que eran ciertas. Y, así, pensaba que Fanny había comentado en secreto a su marido y al niño, y aunque en ningún momento le había podido darle ninguna respuesta definitiva que la tranquilizara.

Por su parte, Monsieur Cabanel era un hombre despreocupado y crédulo; una persona a la que le gustaba vivir tranquilamente y a la que no le preocupaba demasiado hacer daño a los demás; era egoísta, pero no cruel. Buscaba siempre su propio bien. Además, amaba a su mujer como jamás había amado a ninguna otra. Sobrio y normal como él era, la amaba con toda la pasión y la fuerza que su carácter le permitía; y si no era muy apasionado, su amor sí era sincero. Pero la sinceridad de aquel amor fue puesta a prueba cuando, el doctor unas veces y Adèle otras, le insinuaban que tuviera cuidado con las influencias malignas, con lo que comía, bebía, y cómo y quién se lo preparaba. Adèle, además, le soltaba indirectas sobre la perfidia de las mujeres inglesas y lo mucho que el mal tenía que ver con las mujeres hermosas. Si continuaba amando a su joven esposa, aquel veneno acabaría por causar efecto, un efecto que sólo se había visto frenado por su constancia y fidelidad.

Una tarde, Adèle, desesperada, se arrodilló a sus pies (la señora había salido a dar su paseo habitual) y dijo entre gritos:

–¿Por qué me dejaste por ella? Yo, que siempre te he amado, que siempre te he sido fiel. Mírala: camina entre las tumbas, le chupa la sangre a nuestro hijo… El diablo la hizo bella, pero no te ama.

De repente, él sintió como si le sacudiera una descarga eléctrica.

–¡Qué locura he cometido! –dijo, mientras apoyaba la cabeza en el regazo de Adèle y se echaba a llorar.

A Adèle el corazón le dio un vuelco. ¿Volvería a ser ella la señora? ¿Conseguiría deshacerse de su rival?

Y desde aquella misma tarde Monsieur Cabanel se comportó de forma muy distinta y con su joven esposa. Sin embargo, ella era demasiado confiada como para darse cuenta de lo que ocurría y, si en algún momento pensaba que algo raro pasaba, el amor que sentía por su marido era tan frágil (más que amor podríamos llamarlo simpatía) que no llegaba a preocuparla, y aceptaba la frialdad y brusquedad con que la trataba su esposo con el mismo buen talante con el que aceptaba todo. Seguro que lo mejor hubiera sido que, entre gritos, se hubiera peleado con Monsieur Cabanle. Así, al menos, habrían llegado a entenderse. A los franceses les encanta el jaleo que se arma alrededor de una pelea y una buena reconciliación.

Como buena persona que era, Madame Cabanel se acercaba una y otra vez al pueblo a ayudar a los enfermos. Pero ni uno de ellos, ni siquiera el más pobre (al contrario, el más pobre, el último) la recibían con buenas maneras ni aceptaban su ayuda. Si hacía el más mínimo intento por tocar a uno de los niños que se estaban muriendo, la madre, horrorizada, lo apartaba en seguida de su vista; si trataba de hablar con una de las personas mayores, también enferma, siempre había unos ojos tristes que la miraban aterrorizados y una voz que, cansada, murmuraba ciertas palabras en un dialecto que ella desconocía. Pero  siempre a sus espaldas resonaba la misma palabra: ¡Brujería!

–¡Cómo odian a los ingleses! –solía pensar en el camino de vuelta.

Y quizá aquello la entristeciera un poco, pero era demasiado tranquila como para permitir que le perturbara o desanimara.

En casa ocurría lo mismo. Si quería hacerle la más mínima caricia al niño, Adèle se lo impedía enfurecida. Una vez, se lo quitó de los brazos entre gritos:

–Bruja. ¿Cómo te atreves delante de mis propios ojos?

Y en otra ocasión, preocupada por el estado de su marido, sugirió hacerle una taza de caldo a la inglesa; el médico la miró como si fuera a atravesarla con la mirada. A Adèle se le cayó una cacerola que tenía en la mano y le dijo con insolencia, aunque con lágrimas en los ojos:

–¿No tiene ya bastante, madame? Si no está contenta todavía, máteme a mí.

Pero Fanni no dijo nada. Aquel médico había sido un grosero mirándola de aquella forma y Adele estaba muy enfadada.

¡Qué mal carácter tenía aquella mujer! ¡Qué distinta a las amas de llaves inglesas!

Cuando Monsieur Cabanel se enteró de lo ocurrido, llamó a Fanny y le dijo con más dulzura con la que solía dirigirse a ella en los últimos tiempos:

–Tú no quieres hacerme daño, ¿verdad, mi mujercita? Me han dicho que te has portado muy mal.

–¿Mal? ¿Qué es lo que he hecho mal? –le preguntó Fanny con los ojos azules muy abiertos–. ¿Qué mal podría yo causar a mi mejor y único amigo?

–¿Acaso soy yo ese amigo, tu amor, tu esposo? ¿Me quieres? –dijo Monsieur Cabanel.

–Amado Jules, ¿a quién podría querer, si no? –respondió mientras le besaba.

Y él exclamó:

–“Dios te bendiga”.

Al día siguiente, Monsieur Cabanel tuvo que salir por un asunto de negocios. Dijo que estaría fuera un par de días, pero que intentaría volver lo antes posible. Y su mujer se quedó allí, sola, acechada por sus enemigos y sin su presencia, la única protección con que contaba.

Adèle no estaba en casa. Era una de esas calurosas noches de verano, y el pequeño Adolphe tenía mucha fiebre y estaba inquieto. A medida que fue avanzando la noche, se fue poniendo pero y, aunque Jeannette, la niñera, tenía órdenes estrictas de no dejar que la señora lo cogiera, la chiquilla se asustó al ver el estado del niño. Por ello, cuando Madame Cabanel le ofreció ayuda, Jeannette se sintió aliviada ante tan tremenda responsabilidad y permitió que cogiera al pequeño entre sus brazos.
Sentó al niño en su regazo, lo arrulló y le cantó una nana. A Madame Cabanel le pareció que aquello apaciguaba su dolor y que se quedaba medio dormido. Pero la crisis hizo que el niño se mordiera sin querer la lengua y el labio, y que le comenzara a salir sangre de la boca. Era un niño guapo, y la enfermedad y la fiebre acentuaban su belleza. Fanny se inclinó sobre él y le dijo un besito en la cara. La sangre que cubría los labios del pequeño machó los de ella.

Mientras ella permanecía así, inclinada sobre el niño y con esa ternura que anunciaba su propia maternidad, entraron en la habitación Adèle, el viejo Martin y otra gente del pueblo.

–¡Mírenla! –gritó Adèle mientras cogía a Fanny por el brazo y la obligaba a levantar la cabeza–. ¡Miren lo que está haciendo! Amigos, miren a mi niño. Ha muerto, ha muerto entre sus brazos. Y miren su sangre en los labios de ella. ¿Acaso necesitan más pruebas? Ella es una vampira. ¿Pueden negar lo que ven?

–¡No, no! –vociferaron los del pueblo entre gritos–. Es una vampira, una criatura maldita. ¡Con ella al pozo! Debe morir como ella ha hecho morir a los demás.

–¡Matémosla como ha matado a mi pequeño! –dijo Adèle.

Y todos los que habían perdido a un familiar o a un hijo durante la epidemia repitieron sus palabras.

–¡Matémosla como ha matado a los míos!

–¿Qué significa todo esto? –exclamó Madame Cabanel mientras se ponía en pie y se encaraba con todos ellos con valentía propia de una mujer inglesa–. ¿Qué os he hecho yo para que os presentéis así en mi casa cuando no está mi marido y os comportéis como bestias?

–¿Qué nos ha hecho? –gritó el viejo Martin, y se acercó a ella–. ¡Eres una bruja y has hechizado al bueno de nuestro amo! ¡Eres una vampira y te has alimentado de nuestra sangre! ¿Acaso no es esto una prueba de ello? ¡Mírate, maldita bruja! ¡Mira a tu víctima, tú lo has matado!

Fanny se rió con desprecio.

–Creo que no voy a hacer caso a toda esta locura. ¿Sois personas adultas o niños?

–Somos hombres hechos y derechos –le contestó Legros el molinero–. Y como hombres, nuestro deber es proteger a los nuestros. No estábamos seguros. Pero, ¿quién tenías más motivos que yo para estar aquí, que he perdido a tres de mis hijos? Ahora estamos convencidos.

–¡Yo lo único que he hecho es cuidar a un niño enfermo e intentar calmar su aflicción! –dijo Madame Cabanel muy alterada.

–¡Basta ya! –gritó Adèle, y la tiro del brazo que no había soltado desde el principio–. ¡Al pozo con ella, si no queréis que mueran vuestros hijos como ha muerto el mío… y los del bueno de Legros!

La gente se estremeció al escuchar aquellas palabras y lanzaron un grito desgarrador.

–¡Al pozo con ella! –gritaron–. ¡Que los demonios se encarguen de ella!

De repente, Adèle ató con una cuerda aquellos brazos pálidos cuya fuerza y belleza tanta veces hicieron enloquecer de celos. La joven lanzó un grito, y antes de que pudiera hacer nafa, Legros le había tapado ya la boca con su fuerte mano. Aunque ni éste ni ninguno de los presentes se había parado a pensar que no iban a matar a un monstruo, sino a una persona, parecía como si sus gritos les hubieran hecho perder la razón, unos gritos que resonaban tan humanos como el de la propia Madame Cabanel. En silencio y con un aire amenazador, aquel cortejo fúnebre inició el camino hacia el bosque con su presa aún viva. Andaban sin hablar entre ellos, como seres desvalidos entre los que hubiera un cadáver. A excepción hecha de Adèle y el viejo Martin, lo único que les movía a seguir adelante era el miedo. Ellos eran ejecutores, no víctimas, ejecutores de una ley que imaginaban más justa que la propia Constitución. Pero uno a uno fueron cayendo, hasta que sólo quedaron seis. Legros era uno de ellos, y Lesoüef, que había perdido a su única hija, era otro.

El pozo no estaba a más de un kilómetro de la Maison Cabanel, pero se encontraba en un paraje inhóspito y apartado adonde ni el hombre más valiente se hubiera atrevido a ir solo una vez caída la noche, ni siquiera en compañía del señor cura.

–Pero somos muchos –dijo el viejo Martin Briolic–. Media docena de hombretones, guiados por una mujer como Adèle, no tienen que tenerle miedo ni a duendes ni a las hadas blancas.

Tan deprisa como les permitía la carga que llevaban y en completo silencio, el cortejo avanzaba por entre el páramo; uno o dos portaban toscas antorchas, porque la noche era oscura y el camino también tenía sus peligros. Cada vez estaban más cerca de su fatal destino y cada vez se hacía mayor el peso de la víctima. Hacía mucho que ésta había dejado de moverse y, ahora, yacía como si estuviera muerta en los brazos de sus porteadores. Pero nadie hacía ningún comentario, ni sobre esto ni sobre ningún otro tema. No intercambiaron ni la más mínima palabra y, más de uno, incluso entre los que se habían quedado atrás, empezó a pensar si habían obrado bien y si no hubiera sido mejor haberlo dejado en manos de la justicia. Sólo Adèle y Martin continuaban con voluntad firme; Legros no tenía dudas, pero se sentía afligido ante el paso que se veía avocado a dar.

En cuanto Adèle, los celos por su rival, la angustia con madre y el miedo que provocaba su superstición, todo esto pesaba en ella de tal forma que no habría hecho nada por disminuir la pena de su víctima ni por intentar ver en ella a una simple mujer y no a un vampiro.

El camino se hacía cada vez más angosto, y la distancia que les separaba del lugar de la ejecución, cada más más corta. Por fin, llegaron al pozo al que iban a tirar al terrible monstruo, al vampiro (pobre e inocente Fanny Cabanel). Mientras la soltaban, la luz de las antorchas iluminó su rostro.

–¡Dios mío! –gritó Legros, y se quitó la gorra–. ¡Está muerta!

–Los vampiros nunca mueren –dijo Adèle–. Parece que está muerta, pero no lo está. Pregúntenle al padre Martin.

–Un vampiro no puede morir a no ser que el espíritu del maligno se lleve su alma o, antes de enterrar su cuerpo, se le clave una estaca –dijo Martin Briolic con tono sentencioso.

–No Me gusta nada esto –dijo Legros, y otros hicieron el mismo comentario.

Le quitaron la mordaza que le habían puesto. A la luz de las antorchas, vieron sus ojos azules entreabiertos, la palidez de la muerte en su rostro, y aquello devolvió a los hombres algo de su humanidad, como si un viento hubiera cruzado entre ellos.

De repente, oyeron el ruido de unos caballos que cruzaban a galope la llanura. Contadora dos, cuatro, hasta seis caballos. De ellos, ahora sólo quedaban cuatro hombres sin armas, más el padre Martin y Adèle. Pensaron en la venganza y el poder de los demonios del bosque, y el valor y la calma que habían mantenido hasta entonces se desvaneció. Legros corrió desesperado hacia la espesura del bosque, seguido por Lesouëf, y los otros dos hombres huyeron hacia la llanura. Los jinetes estaban cada vez más cerca. Adèle mantuvo la antorcha levantada sobre su cabeza; quería que la vieran a ella. Amenazante, y el cadáver de su víctima. No iba a esconderse; ella había hecho su parte del trabajo y estaba orgullosa.

Los jinetes se abalanzaron sobre ellos. Venían Jules Cabanel el primero, seguido por el médico y cuatro guardas forestales.

–¡Malditos asesinos! –fue todo lo que dijo Monsieur Cabanel mientras se tiraba del caballo y se acercaba el lívido rostro de su mujer hacia sus labios.

–Mi señor –dijo Adèle–, merecía morir. Ella es una vampira y ha matado a nuestro hijo.

–¡Estás loca! –gritó Jules Cabanle al tiempo que se apartaba de ella–. ¡Oh, mi amada esposa, tú, que jamás hiciste daño a hombre ni animal alguno, y ahora mueres en manos de estos, que son peores que las bestias!

–Ella estaba matándote –respondió Adèle–. Pregúntale, si no, al doctor. ¿Qué tenía señor, Monsieur?

–Yo no tengo nada que ver con esta infamia –dijo el médico levantando la vista de la joven–. Fuera lo que fuera lo que le pasara a tu señor, ella no debería estar aquí. Tú te has convertido en su juez y en su verdugo, Adèle, y tendrás que responder de todo ello ante la ley.

–Mi señor, ¿usted opina lo mismo? –le pregunto Adèle.

–Sí, opino igual –respondió Monsieur Cabanel–. Tendrás que responder ante la ley de la vida inocente con la que has acabado, tú y todos los locos y asesinos que se han unido a ti.

–¿Y nadie va a vengar la muerte de nuestro hijo?

–¿Acaso deseas vengarte de Dios, mujer? –sentenció con tono grave Monsieur Cabanel.

–¿Y todos los años que nos hemos amado, mi señor?

–Eso ya no es más que un recuerdo –dijo Monsieur Cabanel, y se volvió hacia su mujer muerta.

–Eso quiere decir que no me amas –grito Adèle–. ¡Ay, mi pequeño Adolphe, menos mal que no estás aquí!

–¡No lo haga, Madame Adèle! –grito Martin.

Pero antes de que pudiera sujetarla, Adèle pegó un chillido y se precipitó en el pozo donde había querido arrojar a Madame Cabanel. Los allí presentes oyeron cómo su cuerpo chocaba con el agua en un ruido sordo, como si cayera a gran distancia.

–No tenéis pruebas contra mí, Jean –dijo el viejo Martin al guarda que le sujetaba–. Yo ni la amordacé ni la traje hasta aquí. Sólo soy el sepulturero de Pieuvrot, pero creo que lo pasaríais bastante mal cuando murierais, si yo no  estuviera. Pobres criaturas. Soy yo quien va a tener el honor de cavar la tumba de madame, eso no lo dudes. Y, Jean –le dijo entre susurros–, estos ricos podrán decir lo que quiera, pero ella es una vampira y hay que tapar bien su tumba. ¿Quién lo puede saber mejor que yo? Si no la sujetamos bien, se levantará y nos chupará la sangre. Los vampiros actúan así.

–¡Silencio! –ordenó el guarda! ¡Los asesinos, a prisión! Ya hemos hablado demasiado.

–¡A prisión con los mártires y los salvadores de la patria! –exclamó el viejo Martin–. ¡Así como agradecen lo que hemos hecho por ellos!

Con estas ideas vivió y murió en la prisión de Toulon; hasta el último momento no dejo de repetir el gran servicio que había hecho a la humanidad salvándola de un monstruo que no hubiera dejado a un solo hombre con vida en Pieuvrot para perpetuar la especie. Pero ni Legro ni tampoco Lesouëf, su camarada, estaban seguros de haber obrado bien aquella noche de verano en el bosque. Aunque siempre defendieron que no debían haberles condenado, porque nunca obraron de mala fe, con el tiempo empezaron a desconfiar de las palabras del viejo Martin Briolic y de su buen juicio, y a pesar que debían haber dejado que la justicia actuara por su cuenta. Ellos ya tenían bastante con moler la harina del pueblo, arreglar zuecos y llevar una vida tranquila siguiendo las enseñanzas del señor cura y atendiendo a sus mujeres.

Eliza Lynn Linton (1822-1898)




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El análisis y resumen del relato de vampiros de Eliza Lynn Linton: El destino de madame Cabanel (The Fate of Madame Cabanel) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Que gran historia, que evidencia lo peligroso de la superstición que le costó la vida de una mujer bella e inofensiva.
Trágica pero bien contada historia.

warlord dijo...

si ha sido un gran relato



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