¿Por qué los hombres no saben bailar?
Esa noche nos llegaron rumores acerca de extraños bailes organizados en los sótanos del bar.
Resolvimos investigar el asunto desde una óptica antropológica, aunque todo estábamos esperanzados de participar de alguna bacanal que nos permita, siquiera por unas horas, dejar de ser nosotros mismos.
Arrastramos al profesor Lugano hacia las escaleras, en principio reacio a integrarse a la comitiva, pero bajo la promesa del alcohol y los excesos logramos persuadirlo.
Llegamos al primer sótano. Tres puertas nos cerraban el paso. Lugano afirmó que por la puerta de la izquierda se accedía a las dependencias adyacentes del infierno, donde los réprobos se entretienen aguardando el Juicio Final en una interminable partida de tute.
—Hay que elegir una puerta o regresar como miserables cobardes —dijo alguien.
El profesor Lugano adelantó un farol y trató de descifrar las misteriosas runas que adornaban los marcos.
—La entrada está prohibida —declaró en tono confidencial—. Quien traspase estas puertas entrará en un reino desconocido.
Nos apretamos bajo esa luz incierta.
—¿Eso dicen las runas, profesor?
—No, pero ya sabemos como son estas cosas.
—Entonces probemos alguna puerta.
—Aguarden —dijo el profesor, ligeramente irritado—. Si nos equivocamos podríamos perdernos en los laberintos interiores. Hay que elegir cuidadosamente o morir como un puñado de cretinos.
—Decida usted, profesor.
—Muy bien, pero necesito la ayuda de un voluntario. ¿Cuál de ustedes posee el mejor olfato?
Alguien levantó la mano.
—Venga, colóquese aquí, equidistante de cada puerta. Perfecto. Ahora huela. Sí, hombre: oyó bien. ¿Cuál de todas desprende olor a mierda?
El que había levantado la mano olisqueó el aire saturado y señaló la puerta de la derecha.
—¿Entraremos allí, profesor? ¿Dónde huele a bosta?
—Precisamente. Donde huele a mierda huele a humanidad. Allí encontraremos el baile.
Entramos a un amplio salón iluminado con la discreción típica de las reuniones grupales donde el baile eventualmente cede terreno al desenfreno.
En el centro vimos a un grupo de mujeres, cuya hermosura era favorecida por la penumbra, bailando animadamente entre ellas. Otros hombres las miraban desde afuera de la pista: fumando, embriagándose, riendo, golpeándose.
Cada tanto alguno de ellos se atrevía a ingresar caminando en el círculo de bailarinas. Hombres de probado atractivo fueron rechazados entre burlas y gestos de indiferencia.
—¿Quién va primero? —preguntó el profesor.
—No creo que eso sea aconsejable —razonó alguien—. Estas mujeres claramente no quieren bailar con ningún hombre.
—Se equivoca. Todas las mujeres quieren bailar, solo que hasta ahora ninguno de esos caballeros lo ha entendido. Observen.
Con cierta alarma vimos que el profesor Lugano, acaso avivado por un vermouth tardío, se acercó bailando descuidadamente hacia las mujeres. En rigor a la verdad, sus movimientos eran francamente deplorables. El ritmo estaba ausente, así como la gracia, la elegancia, el recato y hasta la coordinación.
Visto de lejos, parecía un maniquí operado por hilos invisibles.
Sin embargo ocurrió algo asombroso. Las mujeres no lo rechazaron. En cambio, lo animaron a bailar y a reír y a ejecutar peligrosas cabriolas en el aire.
Semejante espectáculo dantesco nos convenció, y nos lanzamos a la pista.
Bailamos durante largas horas, salpicadas por breves episodios de hidratación. Algunos consiguieron un beso, otros un sonrisa de indulgencia, otros una promesa. Todos nos llevamos algo de aquellas bailarinas, a pesar de que nuestros movimientos se parecían mucho a los de un grupo de simios inarticulados.
Nos retiramos al amanecer.
Ya en el bar, vimos que el profesor Lugano se retiraba con una adorable muchacha de ojos rasgados.
Lo alcanzamos antes de ganar la puerta.
—¿Qué ocurrió allá abajo, profesor?
—Ocurrió algo que pocos hombres conocen, salvo excepciones. A las mujeres les gusta escuchar, desde luego, pero sobre todo les gusta comunicarse; y el baile, en cualquiera de sus formas, aún ejecutado por sujetos nefastos como nosotros, con un deplorable sentido del ritmo y la elegancia, es una de las formas más complejas de comunicación.
—Tal vez por eso los hombres no saben bailar.
—Se equivoca. No es que los hombres no sepan bailar; sino que no se atreven, que no es lo mismo. Bailar es un lenguaje que expresa algo, incluso una torpeza. Los hombres no se atreven a bailar porque temen lo que puedan decir sin hablar. En definitiva, la palabra está sobrevaluada. Nadie ha podido demostrar que decir te amo sea más elocuente que un baile silencioso en la penumbra.
La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.
El artículo: Por qué los hombres no saben bailar fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
Es tan lindo y dulce que parece poco Luganezco!!!!!!
tu dama de luz!
Hurras para el profesor Lugano :)
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