El secreto de la felicidad en el amor.


El secreto de la felicidad en el amor.




—Definitivamente encontré el secreto de la felicidad en el amor, profesor Lugano.

—No me diga. ¿Se refiere a la filosofía de Epicuro?

—No. Se trata más bien de una práctica que todos pueden llevar a cabo sin riesgo para la cordura burguesa.

—Cuénteme: ¿en qué consiste ese secreto?

—Seguramente conocerá la frase: el amor es ciego.

—Estoy familiarizado con esa falacia.

—Pues bien, el secreto de la felicidad en el amor consiste en promover esa ceguera, en estimularla, en acentuarla más y más, en volverla irreversible.

—Oftalmológicamente hablando, lo que usted propone es una aberración.

—Puede ser, pero el método funciona a la perfección. Considere lo siguiente, profesor. Siendo ciegos a las imperfecciones y deficiencias del otro, somos incapaces de hallar un punto de apoyo para la incertidumbre; en consecuencia, la felicidad en el amor está asegurada.

—Una teoría muy interesante, e igualmente desacertada.

—Permítame redondear la idea antes de desecharla. Todos nos volvemos un poco cortos de vista en los primeros meses y hasta años de una relación. Esa ceguera es natural, y hasta saludable. Lo ideal sería prolongarla indefinidamente para que ese estado de lasciva beatitud se mantenga inalterable.

—Mire, lo que usted propone no es el secreto de la felicidad en el amor, sino la eliminación de todos los síntomas que atenúan la pasión. Su hipótesis no solo es anticuada, sino que contraviene todo lo que sabemos sobre la ceguera amorosa. El amor puede durar tres minutos, una mirada, para ser eterno y completo en su propia caducidad.

—¿Usted sostiene que el tema ya ha sido abordado anteriormente?

—Por una de las mentes más lúcidas.

—¿Podría citarla? Quiero decir, no estará de más estudiarla para pulir un poco mis observaciones.

—No es necesario que la cite. Si quiere puedo invocarla para usted.

—Algo me habían contado sobre esto. ¡Por favor, adelante!

Experto prestidigitador de la Bibliomancia, el profesor Lugano apagó todas las luces, colocó un viejo libro maldito sobre la mesa, y realizó una oscura invocación que la prudencia exige omitir. De las páginas amarillentas se levantó un vapor, tenue al principio, que poco a poco se fue condensando en rápidos torbellinos de ocres, hasta formar la silueta de una mujer madura, de ojos exquisitos, profundos, exigentes, que nos observó a todos como aguardando una pregunta.

No necesitó que aquel comensal repitiera su hipótesis. Con una voz árida, de mujer que ha conocido todos los laberintos de la noche, el espectro de Simone de Beauvoir pronunció la siguiente fórmula:

Usted es un promotor de la estulticia. La ceguera no tiene nada que ver con el amor. Para serles sincera, caballeros, el secreto de la felicidad en el amor consiste menos en ser ciego que en cerrar los ojos cuando hace falta.




La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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