«La cripta de la catedral»: John Wyndham; relato y análisis.


«La cripta de la catedral»: John Wyndham; relato y análisis.




La cripta de la catedral (The Cathedral Crypt) es un relato de terror del escritor inglés John Wyndham (1903-1969), publicado originalmente por entregas en las ediciones de marzo y abril de 1935 de la revista Marvel Tales of Science and Fantasy; y luego reeditado en la antología de 1969: La gente indescriptible (The Unspeakable People).

La cripta de la catedral, unos los grandes cuentos de John Wyndham, corresponde a la vieja tradición del cuento inglés de terror, ubicado casi siempre en la cercanía de iglesias, abadías, cementerios y camposantos. Como parte de esa larga y venerable tradición, el relato de John Wyndham se ha convertido en uno de sus mejores homenajes.




La cripta de la catedral.
The Cathedral Crypt, John Wyndham (1903-1969)

-El pasado parece aquí tan cerca… -observó Clarissa, pensando en voz alta-. Como si no se hubiese esfumado en la historia.

Raymond asintió. No habló, pero la joven sintió que la comprendía y que, como ella misma, sentía la carga de la antigüedad aplastando la ciudad española.

-La mayoría de nuestras ciudades cambian constantemente –continuó la muchacha, de forma semiinconsciente y elaborada-, alejando de sí el pasado en beneficio del progreso. Y existen algunas, como Roma, verdaderas ciudades eternas que prosiguen majestuosamente su ruta, absorbiendo los cambios cuando se producen. Pero esta ciudad no es de esta clase. Aquí el pasado parece…, parece arrogante, como si batallase contra el presente. Está decidida a conquistar todas las fuerzas modernas. Mira esto, por ejemplo.
El coche, nuevo y reluciente, se hallaba delante de la portalada de la catedral. Un sacerdote lo bendecía con la mano en alto, mientras murmuraba unas plegarias para el bienestar y la salvaguardia de sus ocupantes.

-Lo está encomendando a la custodia de Dios y de san Cristóbal, el patrono de los automovilistas –le explicó Raymond-. En nuestra patria se dice que los coches vacían las iglesias; aquí incluso llevan los coches a los templos. Tienes razón, querida: el pasado no quiere ceder sin ofrecer resistencia.

El automóvil, obtenido el beneplácito celestial, siguió su camino y con él desapareció todo vestigio del siglo XX. El sol de la tarde iluminaba una escena completamente medieval. Inundaba la parte occidental de la catedral, tornándola de gris en rosa, convirtiéndola en algo más que en piedra sobre piedra, en algo que vivía descansando eternamente. La frágil belleza de las cosas vívidas residía en aquellos alanceamientos góticos que parecían elevarse hasta el cielo. Aquellos encajes y filigranas, aquella magnifica aspiración no podía absorber el arte y la existencia del hombre y, sin embargo, seguía siendo mera piedra. Algo del alma de sus arquitectos viviría eternamente entre aquellas torres.

-Es hermosísima. -susurró Clarissa-. Me hace sentirme pequeña…, casi asustada.

Sobre el oscuro portal se extendía una hilera de santos de piedra a lo largo de toda la fachada. Más arriba, un ventanal puntiagudo miraba como el ojo ciego de un cíclope. Aún más arriba las gárgolas
ascendían hacia el sol, manteniendo su incesante custodia sobre los demonios. La catedral era una fantasía de la fe; el espíritu, tanto como las manos, había ayudado a su construcción: un sueño de piedra sobre unos cimientos de almas.

-Sí…, es muy hermosa –corroboró Raymond.

Avanzó hacia las abiertas puertas. Clarissa, colgada de su brazo, dio un paso atrás sin saber por qué. La belleza puede ser pavorosa…, ¿pero puede por sí sola producir una profunda sensación de terror?

-¿Entramos? –preguntó.

Su esposo captó su tono y la miró con leve sorpresa. Raymond se doblegaba a cualquiera de los deseos de su mujer. Para él, el mundo no contenía nada más querido que Clarissa, y aún lo era más al cabo de tres semanas de matrimonio.

-¿No quieres? ¿Estás cansada?

Clarissa trató de rechazar sus temores; en realidad, no eran dignos de ella. Además, se veía claro que Ryamond deseaba entrar.

-No. Claro que debemos visitarla. Dicen que el interior es todavía más fascinante que la fachada.

Pero mientras penetraban en el interior del templo, sumido en una grata penumbra, la inquietud de la joven volvió a presentarse. Unos temores etéreos parecían rodearla y penetrarla, reales aunque impalpables. Se apretó contra Raymond y su firme realidad, tratando de compartir su admiración por los cuadros, las capillas y las imágenes. Juntos contemplaron el enorme y brillante crucifijo que parecía estar suspendido del distante techo, pero la mente de Clarissa no estaba atenta a los comentarios de su joven marido. Pensaba en lo sosegado y solitario de aquel gran monumento. De vez en cuando, veía moverse una o dos formas tan silenciosamente como fantasmas, unos puntitos de luz brillaban lejos, en los oscuros rincones, como estrellas temblorosas en la negrura del espacio. Flotaba por doquier una sensación de paz, pero no la paz de la tranquilidad…
Atravesaron la catedral hacia las capillas laterales donde Raymond se interesó prolijamente en la decoración y los ornamentos. Transcurrió algún tiempo antes de que levantase la mirada y observaba la palidez de su esposa.

-¿Qué te pasa? ¿Estás enferma, querida?
-No –le tranquilizó ella-. No, me encuentro bien.

Era cierto. No le ocurría nada, aparte de aquel arrollador deseo de volver a la familiaridad del ruido, la agitación y la gente.

-Bien, tendremos que marcharnos –dijo Raymond-. Deben estar a punto de cerrar.

Volvieron al pasillo central, en dirección a la salida. El sol se estaba ya poniendo y su luz era muy tenue. Las luces del interior del templo también eran escasas y débiles, pálidos cirios y una o dos lámparas votivas. El ventanal central no era más que una sombra; la forma del portal era invisible. Descuidadamente, Raymond apretó el paso. Clarissa se aferró más fuertemente de su brazo.

-Seguramente no habrán… -empezó a balbucir el joven, pero dejó sin acabar la frase cuando vieron que la doble puerta estaba cerrada.
-No habrán reparado en nosotros, cuando nos hallábamos en una de las capillas –exclamó Raymond con más animación de la que sentía-. Bien, tendremos que llamar.

Pero el ruido de sus puños al aporrear las macizas puertas resultó infantilmente fútil. Aquellos golpes, pese a su fuerza, apenas podían oírse a través de los sólidos maderos. Gritaron los dos a la vez. Sus voces se perdieron en resonancias bajo las bóvedas. El sonido, yendo de pared a pared volvió a ellos, distorsionado, fantasmal.

-No… -le imploró Clarissa-, no grites más. Me asustas.

Raymond calló al momento, pero no quiso admitir en voz alta que también él se asustaba del eco como si estuvieran perturbando cosas que deseaban dormir.

-Tal vez haya otra salida por alguna parte –sugirió con poca esperanza.

Sus tacones resonaron también fuertemente sobre las losas, en su búsqueda. Clarissa ahogó un poderoso impulso de andar de puntillas. Todas las puertas que probaron parecían estar aseguradas con pesados cerrojos, los últimos siempre más resistentes y firmes que los anteriores. Pudieron abrir algunas puertas, pero ninguna conducía al exterior.

-Encerrados –reconoció Raymond enojado cuando volvieron a hallarse delante de la puerta principal-. Todas las salidas están bloqueadas. Temo que nos hemos quedado prisioneros.
Sin convicción, aporreó de nuevo la puerta.

-Pero no podemos quedarnos aquí…

La voz de Clarissa sonó implorante, como una niña que suplica no quedarse sola en la oscuridad. Raymond rodeó su cintura con el brazo y ella se aplastó materialmente contra él.

-Pues es lo que tendremos que hacer. No hay forma de impedirlo. Al fin y al cabo, podría haber ocurrido algo peor. Estamos juntos y completamente a salvo.

-Sí, pero… ¡Oh, bueno, supongo que soy una tonta por estar asustada!
-No tienes nada que temer, cariño. Mira, podemos volver a aquella capilla y ponernos lo más cómodos que podamos, olvidando que existe la vida exterior. Hay cojines en unos sitiales que utilizaremos como almohadas. Como he dicho, hubiera podido ser peor.

Raymond se despertó de repente gracias a un leve movimiento de Clarissa que estaba reclinada contra su brazo.

-¿Qué pasa? –murmuró adormilado.
-¡Chist! Escucha…

La joven escrutó el rostro de su marido cuando éste obedeció, temiendo en parte que él no oyese el ruido, pero esperando, sin embargo, que le demostrase que se trataba de una alucinación auditiva. Raymond se incorporó sobresaltado.
-Sí, lo oigo. ¿Qué diablos…? –consultó su reloj. Era la una y media-. ¿Qué pueden estar haciendo a esta hora?
Escucharon unos instantes en completo silencio. El confuso rumor, procedente de afuera, se aclaró en un canto de absoluta solemnidad. No podían entender las palabras, pero sí la armonía que se elevaba y disminuía como el rumor del lento y embravecido oleaje.
Raymond medio se levantó. Clarissa le asió del brazo, implorante la voz.

-No, no…, no vayas… Es… -calló. Ninguna palabra podía expresar sus sensaciones. También él intuía una especie de aviso. Volvió a dejarse caer sobre el asiento.

Las voces se aproximaban lentamente. El canto proseguía. Ocasionalmente, se elevaba hasta un sonoro acorde para volver al ininterrumpido tono monocorde.

Los dos jóvenes fueron avanzando hasta que sólo un banco de alto respaldo les ocultó de la nave central. Se acurrucaron, atisbando en la penumbra.

Pasó la lenta procesión. Primero, los acólitos con incensarios balanceantes, detrás el portador de una cruz, luego una figura solitaria vistiendo un ropón y caminando delante de una docena de monjes de hábitos pardos, que salmodiaban, sus semblantes apenas iluminados por las luces de los cirios que sostenían. Después, las hermanas de una Orden de hábitos negros, brillantes sus caras, blancas como el papel, como surgiendo de la oscuridad. Otros dos monjes, sujetando con unas cuerdas a una monja solitaria…

Era joven, no sin edad como las demás, pero la hermosura de su rostro estaba bañada en angustia. Relucientes lágrimas de temor y desdicha resbalaban de sus pupilas, cayendo sobre sus ropas. No podía secárselas ni ocultar su rostro ya que tenía los brazos fuertemente atados a la espalda. De cuando en cuando, su voz se elevaba en un clamor asustado por encima de los cánticos. Era un débil grito que se ahogaba en su garganta. Lanzaba miradas a diestro y siniestro y movía la cabeza para mirar a su espalda con inútil desesperación. Dos veces trató de retroceder, tirando sus brazos de las cuerdas. Los dos monjes que la conducían, resistieron sus esfuerzos obligándola a continuar avanzando. Cayó una vez de rodillas, moviendo los labios y contemplando la inmensa cruz que colgaba del techo. Imploraba piedad y perdón, pero las cuerdas la arrastraban implacablemente.

Clarissa se volvió horrorizada hacia su marido. Vio que también él había comprendido y sabía que rito iba a cumplirse. Murmuró algo en voz demasiado baja para que ella lo oyese.

La lenta procesión con su sucesión de cirios se acercó al altar. Todos fueron realizando una genuflexión antes de torcer a la izquierda. La desesperación pareció haber alejado hasta la última brizna de esperanza de la joven monja cuando pasó, cayendo. Raymond estiró el cuello para ver desaparecer la procesión por una puertecita lateral. Luego se volvió a su esposa y le cogió una mano. Ninguno de ambos habló.

Clarissa estaba demasiado emocionada para hablar. Una monja que había quebrantado sus votos. Sí, sabía qué castigo le aguardaba. La pondrían… Se estremeció y asió con más fuerza la mano de Raymond. No podían…, no podían hacerlo. Ahora no. Tal vez cientos de años atrás, sí..., ¡pero no ahora! Mas el recuerdo de sus propias palabras volvió a su mente:

“El pasado parece aquí tan cerca…”

Volvió a estremecerse.

Unos rumores se filtraron por la puertecita hasta la catedral.

Un débil y breve jadeo. Algo entre un estertor y un chillido; una voz que habló luego con sonoro, majestuoso acento:

- In nómine patris, et filii et spiritus sancti…

Un chasquido ahogado. El sonido de la llana sobre la piedra. Clarissa se desmayó.


- Se han ido –le estaba diciendo Raymond-. ¡Vamos, de prisa!
- ¿Qué…? –Clarissa todavía estaba aturdida, demudada.
- Ven conmigo. Todavía podemos salvarla. Allí debe de haber un poco de aire.

Estaba apremiando a Clarissa por la muñeca, arrastrándola fuera de la capilla, hacía la pequeña puerta.

- Pero si vuelven…
- Te repito que se han ido. Les he oído asegurar los cerrojos del portal.
- Pero… -Clarissa estaba aterrada. Si los monjes descubrían que ellos habían sido testigos… ¿Qué pasaría?
- ¡De prisa, o será tarde!

Raymond cogió un cirio de altar y empujó la puerta. Por su tamaño era muy pesada y se abrió lentamente. Raymond descendió apresuradamente los escalones de piedra con Clarissa pegada a sus talones. La cripta era pequeña. Un cirio era suficiente para iluminarla por completo. Los muros laterales eran lisos, pero ellos incidieron sus miradas en el que tenía enfrente. Mostraba la forma de dos nichos llenos, otros tres vacíos, esperando, y un leve parche de piedras recientes y cemento blanco.

Raymond dejó su cirio en el suelo y corrió hacia la reciente obra, buscando al mismo tiempo una navaja en su bolsillo. Clarissa pasó sus uñas por el cemento aún húmedo.

-Afortunadamente, podremos hacer palanca en esta piedra –murmuró Raymond, en medio de sus esfuerzos.

Apretó con los dedos en el borde. La piedra se aflojó y al segundo intento cayó a sus pies con un sordo rumor.

Pero hubo otro rumor en la cripta. Ambos jóvenes se volvieron en redondo para contemplar los inexpresivos ojos de seis monjes.

Por la mañana, sólo quedaba un nicho vacío, esperando.

John Wyndham (1903-1969)




Relatos de John Wyndham. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del cuento de John Wyndham: La cripta de la catedral (The Cathedral Crypt) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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