«El hombre al que le gustaba Dickens»: Evelyn Waugh; relato y análisis.


«El hombre al que le gustaba Dickens»: Evelyn Waugh; relato y análisis.




El hombre al que le gustaba Dickens (The Man Who Liked Dickens) es un relato fantástico del escritor norteamericano Evelyn Waugh (1903-1966), publicado en 1933.

Evelyn Waugh suele demostrar una versatilidad asombrosa, casi siempre a través de la ironía y el humor sarcástico. Sin embargo El hombre al que le gustaba Dickens explora otra faceta, más oscura y desconocida, el horror.

Aquí se narra la historia de un explorador inglés perdido en una aldea del Amazonas. El pueblo está gobernado por el descendiente de un escocés y una muchacha autóctona que protege al inglés durante su convalecencia. Este escocés posee una colección bastante peculiar en un ambiente «salvaje», la obra completa de Charles Dickens. Él mismo no sabe leer, pero recuerda que su padre solía leérselo en voz alta cuando era niño.

A medida que el explorador se va recuperando nota además que el medio escocés no tiene ninguna intención de dejarlo marchar. Se ha convertido en su lector oficial.

Desde luego que El hombre al que le gustaba Dickens no es un relato de terror sobrenatural, sino una pieza de crueldad y mordacidad claramente naturales. Entre otras ironías, Evelyn Waugh nos presenta dos contrastes magníficos: un inglés que busca inseminar su cosmovisión en una aldea del Amazonas, y un hombre capaz de emocionarse y llorar al escuchar las historias de Charles Dickens pero que es perfectamente insensible al dolor ajeno cuando este se manifiesta en el plano real.

Evelyn Waugh y El hombre al que le gustaba Dickens desarrollan un estilo poco común para la época. Más allá del fuerte humor negro implicito en el relato, su final posee cualidades extravagantes, abiertas, que obligan al lector a un último esfuerzo de su imaginación.




El hombre al que le gustaba Dickens.
The Man Who Liked Dickens, Evelyn Waugh (1903-1966)

Salvo unas pocas familias de indios shiriana, nadie sabía de la existencia del señor McMaster, pese a que hacía casi sesenta años que vivía en el Amazonas. Tenía su casa en una pequeña sabana —esas extensiones de arena y hierba que ocasionalmente afloran en esos parajes— de unos cuatro kilómetros de punta a punta y rodeada de selva por los cuatro costados.

El arroyo que la regaba no aparecía en ningún mapa; discurría entre rápidos, siempre peligroso y la mayor parte del año intransitable, hasta desembocar en la parte alta del río Uraricoera, cuyo curso, por más que claramente dibujado en cualquier atlas escolar, sigue siendo objeto de especulación. Ninguno de los habitantes del distrito, a excepción del señor McMaster, había oído hablar jamás de Colombia, Venezuela, Brasil o Bolivia, países todos ellos que en un momento u otro reivindicaron su posesión.

La casa del señor McMaster era más grande que la de sus vecinos, pero similar en todo lo demás: un techo de paja de palmera, paredes de barro y cañas hasta la altura del pecho y un suelo de barro. Era propietario de una docena de reses raquíticas que pastaban en la sabana, una plantación de mandioca, unos cuantos mangos y plataneros, un perro y, cosa insólita en el vecindario, una escopeta de retrocarga de un solo cañón. Los pocos productos que utilizaba del mundo exterior le llegaban a través de una larga serie de comerciantes, tras pasar de mano en mano en trueques realizados en una docena de lenguas diferentes desde el extremo de uno de los hilos más largos de la telaraña mercantil que se extiende desde Manaos hasta la inalterable y remota selva.

Un día, mientras el señor McMaster llenaba unos cartuchos, un shiriana fue a verle con la noticia de que un hombre blanco se aproximaba por la selva, solo y muy enfermo. McMaster cerró el cartucho, lo introdujo en la escopeta, se guardó en el bolsillo los que estaban listos y partió en la dirección indicada.

El hombre había salido ya de la espesura cuando McMaster dio con él: estaba sentado en el suelo y su aspecto, efectivamente, no inspiraba nada bueno. No llevaba sombrero ni botas y su ropa estaba tan desgarrada que sólo la humedad del cuerpo la mantenía adherida al mismo; tenía los pies llenos de cortes y desmesuradamente hinchados, y la piel que llevaba al descubierto estaba mancillada por picaduras de insecto y mordeduras de murciélago, y en sus ojos se adivinaba la fiebre. Parecía estar delirando, pero dejó de hablar para sí cuando el señor McMaster llegó a su altura y le habló en inglés.

—Estoy cansado —dijo el hombre; y luego—: No puedo continuar. Me llamo Henry y estoy muy cansado. Anderson murió. Eso fue hace mucho. Supongo que le pareceré muy raro.
—Lo que me parece, amigo mío, es que está muy enfermo.
—Sólo cansado. Debe de hacer meses que no como nada.

El señor McMaster le ayudó a ponerse en pie y, sosteniéndolo por un brazo, lo condujo hacia la casa entre montículos de hierba.

—Es un trecho muy corto. Cuando lleguemos, le daré algo para que se sienta mejor.
—Es usted muy amable, gracias. —Y añadió—: Oiga, veo que habla inglés. Yo también soy inglés. Me apellido Henry.
—Bien, señor Henry, pues ya no tiene que preocuparse más. Está enfermo y ha tenido un arduo viaje. Yo cuidaré de usted.

Siguieron adelante, muy despacio, hasta llegar a la casa.

—Túmbese en esa hamaca; mientras yo iré a buscar algo para usted.

El señor McMaster entró en la parte de atrás de la casa y sacó un bote de debajo de una pila de pieles animales. Dentro había una mezcla de corteza y hojas secas. Cogió un puñado y salió adonde estaba la lumbre. De regreso ayudó a Henry a beber la pócima de hierbas dentro de una calabaza hueca colocándole una mano en la nuca para levantarle la cabeza. El hombre sorbió, y el amargor le hizo estremecerse un poco.

Cuando se la hubo terminado, el señor McMaster tiró al suelo los posos. Henry volvió a recostarse, sollozando por lo bajo, y, unos minutos después, cayó sumido en un sueño profundo.

«Infortunada.» Ése fue el epíteto que aplicó la prensa a la expedición Anderson a la región brasileña del Parima y curso superior del Uraricoera. Cada etapa de la aventura, desde los preliminares en Londres hasta su trágico final en el Amazonas, se había visto marcada por la desgracia. Fue como consecuencia de uno de los primeros contratiempos que Paul Henry se vio involucrado en la expedición.

Él no tenía madera de explorador: era un joven sereno y bien parecido, de gustos exigentes y envidiables posesiones, y, sin ser un intelectual, sabía apreciar la buena arquitectura y el ballet, había viajado por las zonas más accesibles del planeta, era coleccionista, pero no un connoisseur, caía bien a las anfitrionas y sus tías lo adoraban. Estaba casado con una mujer de extraordinaria belleza y encanto personal, y fue precisamente ella quien trastornó la apacible existencia de Henry al confesar su amor hacia otro hombre por segunda vez en los ocho años que llevaban casados. La primera había sido un fugaz encaprichamiento con un tenista profesional; la segunda, ya más seria, con un capitán de la guardia Coldstream.

Lo primero que se le ocurrió a Henry bajo el efecto de la sorpresa de esta revelación fue salir a cenar solo. Pertenecía a cuatro clubes, pero en tres de ellos corría el riesgo de toparse con el amante de su esposa. Así, eligió uno al que raramente iba y que solía estar concurrido por un grupito de editores, abogados y hombres del mundo académico a la espera de ser elegidos para el Ateneo.

Terminada la cena, entabló conversación con el profesor Anderson y supo así de la expedición que éste planeaba hacer a Brasil. La adversidad que a la sazón estaba retardando las cosas era que el secretario les había escamoteado dos tercios del capital destinado a la expedición. Los protagonistas estaban a punto —el profesor Anderson, el antropólogo Simmons, el biólogo Necher, el agrimensor Brough, un mecánico y un radiotelegrafista— y ya tenían el material científico metido en cajas y listo para ser embarcado, y los papeles necesarios sellados y firmados por las autoridades competentes, pero, continuó explicando Anderson, a menos que consiguieran mil doscientas libras, tendrían que abandonar la empresa.

Como se ha dado a entender, Henry vivía holgadamente; la expedición duraría entre nueve meses y un año; si renunciaba a su casa de campo (dedujo que su mujer preferiría quedarse en Londres para estar cerca de su amigo), tendría para cubrir la cantidad requerida y más. Pensó incluso que la expedición y el viaje en sí, con su promesa de exotismo, podían despertar las simpatías de su mujer. Y así, por las buenas, junto a la lumbre del club, decidió apuntarse a la expedición Anderson. Aquella noche, al llegar a casa, le dijo a su esposa:

—He decidido lo que voy a hacer.
—¿Sí, cariño?
—¿Estás segura de que ya no me amas?
—Pero, cariño, ¡tú sabes que te adoro!
—Ya, pero ¿estás segura de que quieres más a ese guardia, Tony no sé qué más?
—Oh, sí, muchísimo más. Ni punto de comparación.
—De acuerdo, entonces. Durante un año no voy a dar ningún paso en lo referente a un divorcio. Tendrás tiempo de sobra para reflexionar. Yo me marcho la semana que viene al Uraricoera.
—¡Cielos! ¿Y eso dónde está?
—No lo sé exactamente. Creo que en Brasil. Una zona sin explorar. Estaré ausente todo un año.
—Pero cariño, ¡qué vulgaridad! Como en los libros, ¿no? Quiero decir, caza mayor y todo eso...
—Es obvio que ya has descubierto que soy una persona muy vulgar.
—Un momento, Paul, no te pongas desagradable... Oh, el teléfono. Será Tony, supongo. Si es él, ¿te importaría dejar que hable un ratito a solas?

Pero los diez días siguientes, con los preparativos, ella se mostró mucho más tierna, y dejó plantado por dos veces a su guardia para acompañar a Henry a las tiendas donde había de elegir sus pertrechos —e insistiendo en que se comprara una faja de esmoquin de estambre—.

La última noche antes de partir, ella organizó una fiesta-cena en el Embassy y le dijo que podía invitar a todos los amigos que le apeteciera; a Henry no se le ocurrió nadie más que el profesor Anderson, que compareció vestido de extraña forma, bailó incansablemente y cayó más o menos mal a todo el mundo. Al día siguiente, la señora Henry acompañó a su marido al tren que enlazaba con el barco y le hizo entrega de una sábana azul cielo, extravagantemente suave, dentro de una funda de ante del mismo color provista de cremallera y monograma. Luego le dio un beso de despedida, diciendo: «Cuídate, en ese sitio al que vais».

Si hubiera seguido caminando hasta Southampton podría haber presenciado dos hechos dramáticos. El señor Brough no había acabado de subir la pasarela cuando fue arrestado por deudas (cuestión de 32 libras esterlinas); la publicidad generada por los peligros de la expedición había puesto en marcha la rueda de la justicia. Henry se ocupó de pagar.

Empero, el segundo contratiempo no tenía tan fácil solución. La madre del señor Necher había llegado al barco antes que ellos; llevaba consigo una revista de misioneros donde acababa de leer una descripción de la selva amazónica. Por nada del mundo iba a permitir que su hijo partiera de viaje; se quedaría a bordo hasta que bajase a tierra. Y, si era necesario, partiría con él, pero de ninguna manera iba a permitir que se fuera solo a esos bosques. No hubo forma de hacer desistir de su empeño a aquella anciana tan decidida; al final, cinco minutos antes de la hora de embarque, consiguió llevarse a su hijo y la expedición se quedó sin biólogo.

Tampoco la adhesión del señor Brough iba a durar mucho tiempo. Viajaban en un buque transatlántico que llevaba pasajeros en una travesía de ida y vuelta. Una semana después de zarpar de Inglaterra y sin haberse acostumbrado apenas al vaivén del barco, el señor Brough ya se había prometido en matrimonio; y estaba prometido todavía, pero a otra dama, cuando arribaron a Manaos y no quiso saber nada de continuar en la expedición, de modo que, tras conseguir que Henry le costeara el billete de regreso, recaló de nuevo en Southampton prometido a la primera de las dos, con la que se casó a renglón seguido.

Una vez en Brasil, ninguno de los funcionarios a quienes iban dirigidas sus credenciales estaba en activo. Mientras Henry y el profesor Anderson negociaban con los nuevos administradores, el doctor Simmons viajó río arriba hasta Boa Vista, donde estableció un campamento base con gran parte de las provisiones. Provisiones de las que se apropió instantáneamente la guarnición revolucionaria, siendo el propio Simmons encarcelado durante unos días y sometido a humillaciones diversas que lo enfurecieron hasta el punto de que, no bien fue puesto en libertad, puso rumbo hacia la costa deteniéndose apenas en Manaos el tiempo suficiente como para comunicar a sus colegas que quería presentar personalmente una denuncia ante las autoridades nacionales en Río de Janeiro.

Así pues, y pese a que estaban a un mes de viaje del inicio de sus trabajos, Henry y el profesor Anderson se encontraron de pronto solos y privados de la mayor parte de sus pertrechos. No había ni que pensar en la ignominia de una vuelta inmediata. Barajaron la idea de que tal vez fuese conveniente pasar unos meses de incógnito en Madeira o Tenerife, pero incluso allí era probable que los detectaran; habían salido demasiadas fotografías en la prensa ilustrada londinense antes de su partida. Finalmente, con el ánimo por los suelos, los exploradores partieron solos hacia el Uraricoera con escasas esperanzas de lograr algo que valiera la pena.

Durante siete semanas recorrieron verdes y húmedos túneles que se abrían paso entre la selva. Sacaron algunas instantáneas de indios misántropos desnudos; metieron varias serpientes en botellas, que perdieron cuando su canoa volcó en los rápidos; pusieron a prueba sus sistemas digestivos ingiriendo nauseabundos brebajes en fiestas indígenas; un buscador de minas guayanés les robó todo el azúcar que les quedaba. Por último, el profesor Anderson contrajo la mortífera malaria, parloteó sin fuerzas durante unos días tumbado en una hamaca, entró en coma y falleció, dejando a Henry solo con una docena de remeros de la tribu maku, ninguno de los cuales hablaba una sola palabra de ningún idioma que él conociera. Dieron media vuelta y se dejaron llevar aguas abajo con un mínimo de provisiones y nula confianza mutua.

Aproximadamente una semana después de que muriera el profesor Anderson, Henry descubrió una mañana al despertar que los chicos y la canoa habían desaparecido, y lo habían dejado allí con sólo la hamaca y un pijama, a unos trescientos o cuatrocientos kilómetros del asentamiento más cercano. La naturaleza le impedía permanecer donde estaba pese a que no tenía mucho sentido moverse de allí. Se puso en marcha siguiendo el curso del río; al principio albergaba la esperanza de encontrar una canoa, pero al poco rato la selva entera le pareció poblada de apariciones que era incapaz de explicarse. Siguió adelante, a ratos por el agua, a ratos entre la espesura.

En el fondo siempre había tenido la vaga certeza de que la jungla era pródiga en alimentos, que existía en ella peligro de serpientes y de fieras salvajes, pero no de morir de hambre. Sin embargo, empezaba a darse cuenta de que no era así en absoluto. La selva consistía únicamente en árboles de troncos inmensos incrustados en una maraña de espinos y lianas, que nada tenían de nutritivo. El primer día sufrió lo indecible. Más adelante quedó como anestesiado, y la conducta de los pobladores que salían a su encuentro con librea de lacayo para llevarle la cena y que luego, irresponsablemente, se esfumaban o destapaban las fuentes mostrándole las tortugas vivas que contenían le causó más engorro que otra cosa. Muchas personas que conocía de Londres se pusieron a correr a su alrededor lanzando exclamaciones de burla, haciéndole preguntas cuya respuesta no podía conocer. También apareció su mujer, en un momento dado, y Henry se alegró de verla pensando que se habría cansado del guardia y que había venido a buscarle; pero, al igual que todos los demás, desapareció al poco rato.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que era imprescindible llegar hasta Manaos; eso le sirvió para redoblar sus energías, a expensas de golpearse con los cantos rodados en el río y de engancharse con las lianas. «No debo malgastar fuerzas», se dijo. Pero luego lo olvidó también y ya no fue consciente de nada más hasta que se vio tendido en una hamaca en casa del señor McMaster.

La recuperación fue lenta. Al principio se alternaban los días de lucidez con los de delirio; luego, poco a poco, la fiebre fue bajando y permaneció consciente aun en plena enfermedad. Los días de fiebre disminuyeron hasta lo que se considera normal en el trópico, alternados con largos períodos de relativa salud. El señor McMaster le administró remedios de hierbas con regularidad.

—Es repugnante —dijo Paul Henry—, pero la verdad es que cura.
—En la selva hay medicinas para todo —repuso el señor McMaster—, unas curan y otras hacen enfermar. Mi madre, que era india, me enseñó mucho sobre hierbas. Otras cosas las he ido aprendiendo gracias a mis diferentes esposas. Hay plantas para curar y plantas para dar fiebre, para matar y para volverlo a uno loco, para ahuyentar serpientes, para embriagar a los peces de manera que uno pueda sacarlos del agua con las manos como quien arranca fruta del árbol. Hay medicinas que ni siquiera yo conozco. Dicen que es posible resucitar a un muerto después de que empieza a heder, aunque yo eso no lo he visto.
—Pero usted es inglés, ¿no?
—Mi padre lo era... Bueno, de las Barbados. Llegó como misionero a la Guayana británica. Estaba casado con una blanca, pero la dejó en la Guayana para ir a buscar oro. Luego conoció a la que sería mi madre. Las shirianas son feas, pero están mucho por uno. Yo he tenido un montón.

La mayor parte de los que viven en esta sabana son hijos míos. Por eso obedecen, y también porque tengo la escopeta. Mi padre murió muy viejo, de hecho, no hace ni veinte años. Era un hombre con cultura. ¿Usted sabe leer?

—Naturalmente.
—No todo el mundo es tan afortunado. Yo no sé leer.

Henry se rió como disculpándose.

—Pero supongo —dijo— que aquí no tiene oportunidad de hacerlo.
—Al contrario, por eso lo digo. Tengo muchísimos libros. Se los mostraré cuando se encuentre mejor. Hasta hace cinco años había aquí un inglés; bueno, era de raza negra, pero había estudiado en Georgetown. Hasta que se murió, cada día me leía un rato. Cuando se encuentre usted mejor, tendría que leerme algo.
—Será un placer.
—Sí, sí, tiene que leerme —repitió el señor McMaster, mientras sostenía la calabaza con el brebaje.

Durante los primeros días de convalecencia Henry no conversó apenas con su anfitrión; permanecía tumbado en la hamaca con la mirada fija en el techo de paja pensando en su mujer, reproduciendo una vez y otra diversos incidentes de su vida en común, incluidos los líos de ella con el tenista y el militar. Los días, de exactamente doce horas de duración, transcurrían todos iguales. El señor McMaster se iba a acostar al ponerse el sol y dejaba una pequeña lámpara encendida —una mecha tejida a mano dentro de un cazo con grasa de buey— para ahuyentar a los murciélagos vampiro.

La primera vez que Henry abandonó la casa, el señor McMaster lo llevó a dar un corto paseo por la finca.

—Le enseñaré la tumba del negro —dijo, conduciéndolo hasta un túmulo entre mangos—. Fue muy bueno conmigo. Cada tarde, hasta que se murió, me leía un poco. Creo que pondré una cruz para conmemorar su muerte y la llegada de usted; me parece una buena idea. ¿Usted cree en Dios?
—La verdad es que no he pensado mucho en ello.
—No pasa nada. Yo, en cambio, sí le he dado muchas vueltas y todavía no sé... Dickens sí creía.
—Supongo.
—Desde luego, está clarísimo en todos sus libros. Ya lo verá.

Aquella tarde el señor McMaster empezó a construir una cabecera para la tumba del negro. Trabajaba con un cepillo grande de carpintero y tan recia era la madera, que rechinaba como el metal.

Por fin, después de que Henry pasara seis o siete días seguidos sin fiebre, el señor McMaster le dijo:

—Creo que ya está bueno para ver los libros.

En un extremo de la cabaña había una especie de desván formado por una plataforma basta sujetada en los aleros del tejado. El señor McMaster apoyó en ella una escalera de mano y subió. Henry lo hizo después, todavía débil. El señor McMaster se sentó en la plataforma y Henry miró desde el peldaño superior de la escalera. Había unos cuantos paquetes apilados y atados con trapos, hoja de palma y cuero crudo.

—No ha sido fácil cortar el paso a gusanos y hormigas. Dos están casi completamente comidos. Pero hay un aceite que los indios saben cómo elaborar y que es muy útil.

Desenvolvió el paquete que estaba más a mano y le pasó a Henry un libro encuadernado en piel de becerro. Era una vieja edición norteamericana de Casa desolada.

—No importa por cuál empecemos.
—¿Es muy aficionado a Dickens?
—Hombre, desde luego. Mucho más que aficionado, diría yo. Verá, estos libros son los únicos que he oído leer. Mi padre solía leerlos, después ese hombre negro que le digo... y ahora usted. Los he oído ya varias veces, pero no me canso nunca; siempre hay alguna cosa que aprender, con tantos personajes, tantas situaciones, tantas palabras... Tengo la obra entera de Dickens menos esos dos que devoraron las hormigas. Se tarda mucho en leerlos todos; más de dos años.
—Seguro que habrá de sobra para lo que dure mi estancia —dijo Henry.
—Yo espero que no. Es estupendo empezar de nuevo. Creo que cada vez encuentro más cosas que disfrutar y que admirar.

Bajaron el primer tomo de Casa desolada y esa misma tarde Henry hizo su primera lectura. Siempre le había gustado bastante leer en voz alta y de recién casado había compartido así varios libros con su esposa, hasta que un día ella le confió (no solía hacer confidencias) que le resultaba una tortura tener que escuchar. Alguna vez, después de aquello, había pensado que quizá sería bonito tener hijos a quienes leer. Pero el señor McMaster era un público sin parangón.

El viejo estaba a horcajadas de la hamaca, enfrente de Henry, mirándolo a los ojos y siguiendo las palabras con los labios, sin emitir sonido. Con frecuencia, cuando aparecía un personaje nuevo, decía: «Repita el nombre; ya no me acordaba de él», o bien: «Sí, sí, ya la recuerdo. Al final muere, pobre mujer». Interrumpía a menudo para hacer preguntas; no, como Henry habría podido pensar, sobre las circunstancias de la trama — cosas como la jurisprudencia del tribunal de la Cancillería o las convenciones sociales de la época—, sino siempre sobre personajes. «¿Y por qué dice eso? ¿De veras lo piensa así? ¿Siente un desfallecimiento debido al calor del fuego, o por algo que ha leído en ese periódico?» Reía a carcajadas todos los chistes y algunos fragmentos que a Henry no le parecían graciosos, y le pedía que volviera a leerlos dos o tres veces. Y, más adelante, al oír relatar las penurias de los parias de Tom-all-Alone, gruesas lágrimas le rodaron mejilla abajo hasta la barba. Sus comentarios eran poco profundos. «A mí me parece que Dedlock es muy orgulloso», o: «Mrs. Jellyby debería cuidar mejor a sus hijos». Henry se lo pasaba tan bien leyendo como el otro escuchando.

Al término del primer día el viejo dijo:

—Lee usted muy bien, y con mucho mejor acento que el negro. Y lo explica mejor. Es casi como si mi padre volviera a estar aquí.
Y siempre, al final de una sesión de lectura, daba las gracias educadamente a su invitado:
—He disfrutado mucho. Era un capítulo extraordinariamente angustioso. Claro que, si la memoria no me falla, al final todo acaba bien.

Sin embargo, que el viejo gozara escuchando leer dejó de ser una novedad hacia la mitad del segundo tomo, y Henry empezaba a inquietarse ahora que se sentía bastante recuperado. En más de una ocasión sacó a relucir su partida, haciendo preguntas sobre canoas, la temporada de lluvias, la posibilidad de encontrar un guía. Pero McMaster no parecía captar estas claras insinuaciones.

Un día, mientras pasaba el pulgar por las páginas pendientes de lectura de Casa desolada, Henry dijo:

—Todavía nos falta mucho para el final. Espero que pueda terminarlo antes de marcharme.
—Desde luego —dijo el señor McMaster—. No se preocupe por eso, amigo mío. Tendrá tiempo de terminarlo.

Fue la primera vez que Henry detectó algo levemente amenazador en la conducta de su anfitrión. Aquella tarde, al ponerse el sol, durante la frugal cena de farinetas y cecina de buey, Henry volvió a sacar el tema.

—Sabe, señor McMaster, creo que ha llegado el momento de que vaya pensando en regresar a la civilización. Ya he abusado demasiado tiempo de su hospitalidad.

El señor McMaster se inclinó sobre su plato y continuó masticando, sin hacer caso.

—¿Cuándo cree usted que podré conseguir una barca...? Digo que cuándo le parece que podré conseguir una barca. Le estoy muy agradecido por toda la amabilidad que ha mostrado conmigo, pero...
—Amigo mío, lo que pueda haber hecho por usted queda ampliamente compensado por su lectura de Dickens. No volvamos a hablar más del asunto.
—Me alegro de que le guste a usted tanto. Yo también lo he pasado bien. Pero, verá, es preciso que vaya pensando en volver...
—Sí —contestó el señor McMaster—. El negro también decía lo mismo. Se pasaba el tiempo pensando en eso. Al final murió aquí...

Henry lo intentó de nuevo por dos veces al día siguiente, pero el viejo le salió con evasivas.

—Disculpe, señor McMaster —dijo Henry—, pero debo insistir en ello. ¿Cuándo puedo conseguir una barca?
—No hay ninguna barca.
—Bueno, pero los indios pueden construir una.
—Espere a las lluvias. Ahora el río no lleva agua suficiente.
—¿Y cuánto falta para eso?
—Oh, un mes, quizá dos...

Cuando habían terminado ya Casa desolada y les faltaba poco para completar Dombey e hijo, empezó a llover.

—Ha llegado el momento de hacer los preparativos.
—No puede irse ahora. Los indios no construyen barcas durante la temporada de lluvias; es una de sus supersticiones.
—Podría habérmelo dicho.
—¿No se lo expliqué? Qué memoria la mía.

A la mañana siguiente, Henry salió solo mientras el viejo estaba ocupado y, fingiendo andar sin rumbo fijo, cruzó la sabana en dirección a las casas de los indios, delante de una de las cuales había varios shirianas sentados. No levantaron la vista al verlo acercarse. Él les habló en las pocas palabras de maku que había aprendido durante el viaje, pero los indios no dieron muestras de entenderle, ni tampoco de lo contrario.

Entonces dibujó una canoa en la arena, recurrió a la mímica para expresar actividad de carpintero, los señaló a ellos y después a sí mismo y finalmente indicó por gestos que les entregaba algo a modo de trueque, esbozando en la arena el perfil de una escopeta, un sombrero y otros artículos reconocibles. Aparte de una de las mujeres, que soltó una risita, nadie dio la más mínima muestra de comprender, y Henry se marchó insatisfecho.

Durante el almuerzo el señor McMaster dijo:

—Señor Henry, me han contado los indios que intentaba usted hablar con ellos. Es mejor que me utilice a mí de intermediario. Ya habrá comprendido, estoy seguro, que ellos no harían nada sin mi autorización. Se consideran hijos míos, y en muchos casos con razón.
—Bueno, verá, les preguntaba por una canoa.
—Eso me han dado a entender... Bien, si ha terminado de comer, quizá podríamos leer otro capítulo. Estoy muy metido en ese libro.

Terminaron Dombey e hijo; había transcurrido casi un año desde que Henry zarpara de Inglaterra y sus lúgubres presentimientos de que el exilio iba a ser permanente cobraron un nuevo y repentino sentido cuando descubrió, entre las páginas de Martin Chuzzlewit, un documento escrito a lápiz con una letra bastante irregular.

Año 1919
Yo James McMaster de Brasil juro ante Barnabas Washington de Georgetown que si termina este libro o sea Martin Chuzzlewit le dejaré marcharse tan pronto hayamos llegado al final.

A continuación, una X escrita con trazo fuerte y después: el señor McMaster puso este signo, firmado Barnabas Washington.

—Señor McMaster —dijo Henry—. Debo hablarle con franqueza. Usted me salvó la vida; cuando regrese a la civilización, le recompensaré lo mejor posible. Le daré lo que sea, dentro de lo razonable. Pero ahora mismo me está usted reteniendo en contra de mi voluntad. Exijo mi liberación.
—¿Y quién le retiene aquí, amigo mío? Es usted libre de irse cuando le plazca.
—Sabe perfectamente que no puedo hacerlo sin su ayuda.
—En ese caso, sea usted bueno con un anciano y léame otro capítulo.
—Señor McMaster, le juro por lo que más quiera que en cuanto llegue a Manaos buscaré a alguien para que me sustituya. Pagaré a un hombre que le lea a todas horas.
—Pero si yo no necesito a otro. Usted lee muy bien.
—Es la última vez que lo hago.
—Confío en que no sea así —dijo educadamente el señor McMaster.

Aquella noche hubo solamente un plato de cecina y farinetas: el señor McMaster cenó solo. Henry se quedó en la hamaca sin hablar, mirando al techo. Al mediodía siguiente, sólo hubo plato para el señor McMaster, pero esta vez, sobre sus rodillas, estaba la escopeta, lista para disparar.

Henry reanudó la lectura de Martin Chuzzlewit donde la habían dejado. Fueron pasando las semanas. Leyeron Nicholas Nickleby, La pequeña Dorrit y Oliver Twist. Y entonces llegó a la sabana un desconocido, un buscador de minas mestizo, ese tipo de solitario que vaga durante años por la selva siguiendo el curso de los riachuelos, cribando la grava y llenando de polvo de oro su saquito de cuero, onza a onza, y las más de las veces muriendo de frío e inanición con quinientos dólares en oro colgados del cuello. El señor McMaster se sintió irritado por su llegada; le ofreció farinetas y passo, pero, al cabo de una hora, ya le estaba despidiendo. Henry, sin embargo, aprovechó la oportunidad para escribir su nombre en un trozo de papel y ponérselo disimuladamente en la mano al buscador.

A partir de entonces hubo esperanza. Los días se sucedían con su rutina de siempre; café al salir el sol, mañana de inactividad mientras el señor McMaster andaba atareado con las faenas de la granja; farinetas y passo a mediodía, Dickens por la tarde, farinetas y passo y a veces fruta para cenar, silencio desde la puesta de sol hasta el amanecer, la mecha ardiendo en la grasa de buey y el techo de hojas apenas visible en lo alto; pero Henry vivía calladamente confiado y a la expectativa.

Tarde o temprano, si no el año en curso, quizás el siguiente, el buscador de minas llegaría a una aldea con noticias de su hallazgo. Las desgracias acaecidas a la expedición Anderson no podían haber pasado desapercibidas. Henry se imaginaba los titulares que habría publicado la prensa popular; cabía la posibilidad de que hubiera aún equipos de rescate explorando la región que él había atravesado; cualquier día oirían voces hablando en inglés y aparecería de entre la espesura una docena de simpáticos aventureros. Mientras leía Dickens, siguiendo sin más la letra impresa y mentalmente muy lejos del viejo perturbado que le escuchaba con ansia, empezó a imaginar diversas etapas de lo que sería su vuelta a casa: readaptarse poco a poco a la civilización; afeitarse y comprar ropa nueva en Manaos, telegrafiar para que le enviaran dinero, recibir mensajes de enhorabuena, disfrutar de la tranquila travesía fluvial hasta Belem y, después, del crucero hasta Europa; paladear un buen burdeos, carne fresca y verduras tiernas; su timidez al reencontrarse con su esposa y la incertidumbre acerca de cómo dirigirse a ella... «Pero, cariño, has estado fuera mucho más tiempo del que dijiste. Ya casi pensaba que te habías perdido...»

Y entonces el señor McMaster interrumpía sus pensamientos.

—¿Le importaría leer otra vez ese pasaje? Es uno de los que más me gusta.

Transcurrían las semanas y no había el menor indicio de que vinieran a rescatarlo, pero Henry soportaba cada jornada pensando en lo que podía depararle la siguiente; llegó incluso a sentir un asomo de cordialidad por su carcelero y de ahí que estuviera dispuesto a acompañarlo cuando una noche, después de conferenciar largamente con un vecino indio, el señor McMaster propuso una celebración.

—Es un día festivo en la región —explicó— y han preparado piwari. Puede que no le guste, pero debería probarlo. Esta noche iremos a casa de ese hombre.

Así pues, terminada la cena se sumaron a la partida de indios congregados alrededor del fuego, en una de las chozas que había al otro lado de la sabana. Cantaban de un modo monótono y desganado mientras se pasaban de boca en boca una calabaza grande que contenía un líquido.

Ofrecieron cuencos individuales a Henry y al señor McMaster, que fueron invitados a ocupar sendas hamacas.

—Tiene que beberlo de un solo trago; es la etiqueta.

Henry bebió el oscuro brebaje procurando no saborearlo. Pero no era desagradable, no era áspero y fangoso al paladar como la mayoría de los que le habían dado a beber en Brasil, sino que tenía un deje a miel y pan moreno. Luego, se retrepó en la hamaca sintiéndose extrañamente satisfecho. Quizá en aquel mismo momento el grupo de rescate estaba acampado a sólo unas horas de camino. Le fue entrando sueño y un suave calorcillo. Los cánticos se sucedían con un aire de liturgia, interminablemente. Le ofrecieron otro cuenco de piwari y Henry lo devolvió vacío.

Tumbándose cuan largo era, se dedicó a contemplar las sombras en el techo mientras los shiriana empezaban a bailar. Luego cerró los ojos y pensó en Inglaterra y en su mujer, y se quedó dormido.

Cuando despertó se hallaba todavía en la choza india y tuvo la sensación de haber dormido mucho más de lo habitual. Supo, por la posición del sol, que era media tarde. No había nadie alrededor. Al mirarse el reloj, descubrió con sorpresa que no lo llevaba puesto. Supuso que se lo habría dejado en la casa antes de salir para la fiesta.

«Seguro que anoche me emborraché —pensó—. Es traicionera, esa bebida.» Le dolía la cabeza y temió que volviera a tener fiebre. Al levantarse de la hamaca comprobó que le costaba sostenerse en pie; andaba haciendo eses y sentía la misma confusión mental que durante las primeras semanas de su convalecencia. Mientras cruzaba la sabana se vio obligado a detenerse más de una vez, cerrar los ojos, y respirar profundamente. Cuando llegó a la casa se encontró al señor McMaster allí sentado.

—Ah, amigo mío, llega tarde para la lectura. Queda apenas media hora de luz. ¿Cómo se encuentra?
—Hecho un asco. Parece que esa bebida no me sienta bien.
—Le daré algo y enseguida se encontrará mejor. La selva tiene remedio para todo; para mantener despierto y para hacer dormir...
—¿No ha visto mi reloj por alguna parte?
—¿Lo ha extraviado?
—Sí, creí que lo llevaba puesto. Cielos, jamás había dormido tantas horas.
—Desde que era usted un bebé, en efecto. ¿Sabe cuánto tiempo ha dormido? Dos días.
—Imposible.
—Lo digo en serio. Mucho tiempo. Una lástima, porque se perdió usted a nuestros invitados.
—¿Qué invitados?
—Hombre, no sabe lo entretenido que he estado mientras usted dormía. Vinieron tres hombres, tres ingleses. Qué pena que no estuviera usted aquí. Y qué pena para ellos, claro, porque tenían muchas ganas de verle. Pero ¿qué podía hacer yo? Dormía usted como un tronco. Esos hombres venían desde muy lejos en su busca, de modo que como no estaba usted en condiciones de venir a saludarlos (pensé que no le iba a importar) les di un pequeño recuerdo: el reloj. Necesitaban algún objeto suyo que mostrar a su mujer, quien según parece ha ofrecido una gran recompensa a quien le lleve noticias de su paradero. Quedaron muy contentos con el reloj. Ah, y sacaron algunas fotos de la cruz que puse para conmemorar su llegada. Eso también les gustó. Yo diría que eran fáciles de contentar. Pero, bueno, no creo que vuelvan a visitarnos, esto está tan apartado... Sin otro placer que la lectura... Dudo mucho que volvamos a tener otra visita... Bien, le traeré una medicina para que se sienta mejor. Tiene dolor de cabeza, me juego lo que sea... Hoy no habrá Dickens..., pero mañana sí, y pasado mañana, y el otro... Yo leería otra vez La pequeña Dorrit. Cada vez que oigo ciertos pasajes de ese libro, casi me entran ganas de llorar.

Evelyn Waugh (1903-1966)




Relatos góticos. I Relatos de Evelyn Waugh.


El análisis y resumen del relato de Evelyn Waugh: El hombre al que le gustaba Dickens (The Man Who Liked Dickens) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Warlord dijo...

mmm, Me parecio que debio romperle la cabeza y dejar que la suerte haga lo demas.

Unknown dijo...

Excelente pero.... Triste final!



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