«La ciudadela escarlata»: Robert E. Howard; relato y análisis.


«La ciudadela escarlata»: Robert E. Howard; relato y análisis.




La ciudadela escarlata (The Scarlet Citadel) es un relato fantástico del escritor norteamericano Robert E. Howard (1906-1936), publicado originalmente en la edición de enero de 1933 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1946: Rostro de calavera y otros relatos (Skull-Face and Others).

La ciudadela escarlata, uno de los mejores cuentos de Robert E. Howard, forma parte del ciclo de relatos de Conan el cimerio [ver: ¡POR CROM! La teología de Conan el cimmerio]. Aquí encontramos a Conan, ya como rey de Aquilonia, enfrentándose contra Amalrus, rey de Ophir. En La ciudadela escarlata se produce el primer enfrentamiento de Conan contra el legendario hechicero Tsotha-lanti.





La ciudadela escarlata.
The Scarlet Citadel, Robert E. Howard (1906-1936)

Se apagaba el clamor de la batalla; los gritos de victoria se mezclaban con los lamentos de los muertos. Los caídos cubrían la planicie como las hojas después de una tormenta de otoño; el sol poniente arrojaba sus destellos sobre los brillantes cascos, sobre las cotas de malla, las armaduras, las espadas rotas y los pliegues de los estandartes de seda, arrojados en medio de los charcos de color carmesí. Los caballos yacían en montones silenciosos, y sus jinetes vestidos de acero tenían los cabellos manchados de sangre. A su alrededor estaban los cuerpos destrozados de los arqueros y lanceros.

Los hombres hacían sonar una fanfarria de triunfo en la planicie, y los cascos de los caballos de los vencedores pisoteaban los cuerpos de los vencidos, mientras las líneas de batalla convergían como los rayos de una brillante rueda hacia el lugar en el que el último sobreviviente seguía desarrollando una lucha desigual con la muerte. En aquel día, Conan, rey de Aquilonia, había visto lo mejor de su caballería destrozado. Había cruzado la frontera sudeste de Aquilonia con cinco mil caballeros hasta llegar a Ofir, donde halló a su antiguo aliado, el rey Amalrus de Ofir, enfrentado a él junto con las huestes de Strabonus, el rey de Koth. Se dio cuenta de la trampa demasiado tarde. Hizo todo lo que podía hacer un hombre con cinco mil jinetes contra los treinta mil caballeros, arqueros y lanceros que servían a los conspiradores.

Se lanzó con sus jinetes armados, sin arqueros ni soldados de infantería, contra las huestes atacantes, vio a los caballeros de las fuerzas enemigas en sus brillantes cotas de malla cayendo ante las lanzas, destrozó a una parte de sus enemigos, hasta que finalmente los atacantes lo rodearon. Los arqueros shemitas de Strabonus causaron estragos entre sus hombres, abatiéndolos, junto con sus caballos, mientras los lanceros kothios los remataban en el suelo. Finalmente, las fuerzas de Conan fueron vencidas porque sus enemigos los aventajaban en número. Los aquilonios no huyeron; murieron en el campo de batalla, y, de los cinco mil caballeros que acompañaron a Conan hacia el sur, ni uno solo abandonó vivo la planicie de Shamu. Y ahora el rey estaba al acecho entre los cuerpos destrozados de sus hombres, y apoyaba la espalda contra un montón de hombres y de caballos muertos. Los caballeros ofireos, guarnecidos con cotas de malla doradas, hacían saltar a sus caballos por encima de los cadáveres para atravesar de una estocada a la solitaria figura, y varios shemitas de barba negra, así como algunos caballeros kothios de piel oscura, se encontraban a su alrededor. Se oía el sonido metálico del acero, que crecía en intensidad. La figura del rey sobresalía por encima de la de sus enemigos, mientras atacaba con la ferocidad de un animal salvaje.

Enseguida se vieron caballos sin jinete, y a sus pies había un montón de cuerpos destrozados. Sus atacantes retrocedieron jadeando, y con los rostros cenicientos. Ahora se veía a los jefes conquistadores cabalgando en medio de las filas de sus hombres. Allí estaba Strabonus, de cara ancha y oscura, y ojos astutos; Amalrus, esbelto, traidor, y peligroso como una cobra, y Tsotha-lanti, delgado como un buitre, vestido con ropas de seda, de ojos negros y brillantes. Se contaban oscuras leyendas acerca de este hechicero kothio; las mujeres de las aldeas del norte y del oeste asustaban a sus niños mencionando su nombre, y los esclavos rebeldes eran sometidos más rápidamente que con el látigo si se les amenazaba con venderlos a Tsotha-lanti. La gente decía que tenía una biblioteca llena de libros de magia negra encuadernados con la piel de sus víctimas humanas, y que traficaba con los poderes de las tinieblas en los oscuros sótanos de su palacio, entregando a jóvenes esclavas a cambio de secretos infernales. Él era el verdadero soberano de Koth. Contemplaba, con una siniestra sonrisa en el rostro, cómo los reyes frenaban sus caballos a una distancia segura de la taciturna figura que se alzaba por encima de los muertos. Hasta el hombre más valiente retrocedía al ver el brillo asesino que brotaba de los fogosos ojos azules que asomaban por debajo del casco. El rostro oscuro y lleno de cicatrices de Conan ardía de odio; su armadura negra estaba hecha pedazos y manchada de sangre; su enorme espada estaba roja hasta la empuñadura. En aquel momento había desaparecido todo rastro de civilización; allí había un bárbaro enfrentado a sus vencedores. Conan era un nativo de Cimmeria, un montañés fiero y taciturno originario de una tierra oscura y nubosa del norte. Su vida y sus aventuras, que lo habían llevado hasta el trono de Aquilonia, se habían convertido en leyenda.

Los reyes mantenían la distancia, y Strabonus llamó a sus arqueros shemitas para que arrojaran flechas sobre el enemigo; sus capitanes habían caído como granos maduros ante la espada del cimmerio, y Strabonus, avaro de caballeros así como de riquezas, estaba hecho una furia. Pero Tsotha meneaba la cabeza.

-Cogedlo vivo.
-¡Eso es fácil de decir! -gruñó Strabonus, inquieto por la posibilidad de que el gigante de malla negra se abriera camino hacia ellos-. ¿Quién puede atrapar vivo a un tigre devorador de carne? ¡Por Ishtar que es muy superior a mis mejores espadachines! Me llevó siete años y montañas de oro adiestrarlos, y allí están todos muertos. ¡Hhe dicho arqueros!-¡No! -repuso Tsotha, bajándose del caballo y lanzando una gélida risa-. ¿Todavía no te has dado cuenta de que mi cerebro es más poderoso que cualquier espada?

Pasó a través de las filas de lanceros, y éstos retrocedieron atemorizados por temor a tocarle la túnica. También los emplumados caballeros se abrieron paso. Luego saltó por encima de los cadáveres y se acercó al rey. Los hombres miraban en silencio, conteniendo la respiración. La figura de malla negra se alzaba amenazante por encima del hombre delgado de túnica de seda, blandiendo la espada manchada de sangre.

-Te ofrezco la vida, Conan -dijo Tsotha, con una sonrisa cruel en los labios.
-Y yo te ofrezco la muerte, hechicero -gruñó el rey, empuñando la espada con todas sus fuerzas.

El fiero golpe pudo haber partido el pecho de Tsotha en dos. Pero el hechicero se acercó a Conan con la rapidez del rayo, y apoyó la mano abierta en el antebrazo izquierdo del bárbaro. El arma del gigante se torció y éste cayó pesadamente al suelo, inmóvil. Tsotha se rió en silencio.

-Levantadlo, y no temáis; las fauces del león están cerradas.

Los reyes se acercaron y observaron atónitos al león caído. Conan yacía inerte, como un hombre muerto, pero los miraba con los ojos desorbitados, centelleantes de furia y de desesperación.

-¿Qué le has hecho? -preguntó Amalrus, nervioso.

Tsotha enseñó un enorme anillo de aspecto extraño que llevaba en el dedo. Apretó los dedos de la mano, y vieron asombrados un colmillo de acero que asomaba de la cara interior del anillo como la lengua de una serpiente.

-El anillo ha sido introducido en el jugo del loto púrpura, que crece en los pantanos asolados por fantasmas del sur de Estigia -repuso el mago-. Le produce una parálisis provisional a cualquier persona que lo toque. Cargadlo de cadenas y ponedlo en un carro. El sol se está poniendo, y ya es hora de que nos pongamos en camino hacia Khorshemish.

Strabonus se volvió hacia su general, Arbanus.

-Regresamos a Khorshemish con los heridos. Sólo nos acompañara una tropa de la caballería real. Tú debes dirigirte al amanecer a la frontera aquilonia para sitiar la ciudad de Shamar. Los ofireos te darán víveres para el camino. Nosotros nos reuniremos contigo lo antes posible, con refuerzos.

Las huestes emprendieron la marcha en dirección a las praderas que habían cerca del campo de batalla, con los caballeros cubiertos de acero, los lanceros, los arqueros y los ayudantes de campo. Y los dos reyes y el hechicero se encaminaron a la capital de Strabonus bajo la noche estrellada, rodeados de las tropas del palacio y acompañados por una larga fila de carros cargados con los heridos. En uno de esos carros iba Conan, rey de Aquilonia, encadenado, con el amargo sabor de la derrota en la boca y la furia ciega de un tigre atrapado en el alma. El veneno que había paralizado su poderoso cuerpo no tenía los mismos efectos en su cerebro. A medida que el carro en el que viajaba atravesaba las praderas, su mente pensaba obsesivamente en la derrota. Amalrus había enviado un emisario implorándole ayuda en contra de Strabonus, porque según decía, estaba asolando sus tierras occidentales, que eran como una cuña entre la frontera de Aquilonia y el vasto reino de Koth. Había solicitado tan sólo mil jinetes y la presencia de Conan, a fin de animar a sus desmoralizados soldados. Conan lo maldecía mentalmente. En un gesto generoso había traído cinco mil hombres, en lugar de los mil que el traidor le había pedido. Cabalgó de buena fe hacia Ofir, y allí fue atacado por los supuestos rivales, que se habían aliado en contra de él. Era significativo que hubieran traído todo un ejército para atraparlo a él y a sus cinco mil hombres.

Una nube roja le cubría los ojos; sus venas estallaban de furia, y las sienes latían aceleradamente. En su vida había sentido rabia y desesperación tan grandes. Con su ojo mental vio distintas escenas de su vida en las que aparecía él en diversas situaciones: como bárbaro desnudo; como mercenario, con espada, casco y cota de malla; como corsario en una galera con proa en forma de dragón que había abierto un camino de sangre en los mares del sur; como capitán de ejércitos revestidos de armaduras de acero; como rey sentado en un trono dorado, con el estandarte del león ondeando al viento, y multitudes de cortesanos de rodillas. Pero una y otra vez el traqueteo del carro le devolvía el pensamiento a su situación actual, y se ponía furioso por la traición de Amalrus y la magia de Tsotha. Las venas de sus sienes estaban a punto de estallar, y los gritos de los heridos lo llenaban de una feroz satisfacción.

Cruzaron la frontera de Ofir antes de medianoche, y al amanecer vislumbraron las brillantes torres de Khorshemish recortadas contra el horizonte teñido de rojo. Por encima de éstas se alzaba la sombría ciudadela, que parecía una mancha de sangre en el cielo. Era el castillo de Tsotha. Una estrecha calle de mármol, protegida por enormes puertas de hierro, conducía hasta la colina en la que estaba emplazado, dominando la ciudad. Las laderas de la colina eran demasiado escarpadas para que un hombre pudiera llegar al castillo por otro camino que no fuera el de mármol. Desde las murallas de la ciudadela se podían ver las pequeñas callejuelas de la ciudad, las mezquitas y los minaretes, las tiendas, los templos, las mansiones y los mercados. También se podía ver el palacio del rey, en el centro de un enorme jardín lleno de árboles frutales y de flores, adornado con lagos artificiales y fuentes plateadas. Por encima del palacio se alzaba la ciudadela, como un cóndor que acecha a su presa. Las enormes puertas de la ciudad se abrieron con metálico ruido y el rey entró en su capital rodeado de sus lanceros, al son de cincuenta trompetas. Pero no había mucha gente en las calles, ni le arrojaban flores al conquistador.

Strabonus había llegado antes que las noticias acerca de la batalla, y la gente, dedicada a sus ocupaciones del día, se quedó boquiabierta al ver al rey de regreso con un pequeño contingente, y no sabían si volvía como vencedor o como vencido. Conan, a quien se le estaban pasando los efectos de la parálisis, levantó la cabeza del suelo del carro para admirar la belleza de la ciudad, a la que la gente llamaba la Reina del Sur. Había pensado en visitarla algún día, a la cabeza de un escuadrón, con el estandarte del león ondeando al viento. Pero en lugar de ello entraba encadenado, sin armadura y tirado en el suelo de un carro como un esclavo. Se rió en voz alta ante la ironía de la situación, olvidándose por un momento de su furia, pero a los nerviosos soldados que conducían el carro su risa les sonó como el gruñido de un león que despierta.

En una habitación de la ciudadela de techos abovedados, de frisos y puertas llenas de extrañas joyas oscuras, tenía lugar un extraño cónclave. Conan de Aquilonia, con el cuerpo cubierto de sangre seca, estaba delante de sus captores. A ambos lados de él había una docena de negros gigantes que blandían hachas. Frente a él estaba Tsotha, y sobre los divanes se encontraban Strabonus y Amainas, vestidos de seda y oro, cubiertos de joyas y rodeados de jóvenes esclavos que les escanciaban vino en copas de zafiro. En duro contraste con esta escena estaba Conan, serio, manchado de sangre, casi desnudo, con grilletes en las extremidades y los ojos azules centelleantes debajo de la negra melena. Dominaba la escena, convirtiendo en oropel la pompa de los conquistadores, a causa de la vitalidad de su personalidad elemental, y los reyes, a pesar de su orgullo y del esplendor, eran conscientes de ello y se sentían incómodos. Tan sólo Tsotha permanecía imperturbable.

-Vamos a hablar abiertamente de nuestros planes, rey de Aquilonia -dijo Tsotha-. Queremos extender nuestro imperio.
-De modo que queréis mi reino, cerdos -gruñó Conan.
-¿Y qué eres tú sino un aventurero que se ha apoderado de una corona que no le pertenecía, bárbaro vagabundo? -repuso Amainas-. Estamos dispuestos a ofrecerte una compensación adecuada...
-¿Compensación? -preguntó Conan riendo abiertamente-. ¡El precio de la infamia y de la traición! ¿Creéis que porque soy bárbaro voy a vender mi reino y su gente a cambio de mi vida y de vuestro sucio oro? ¡Ja! ¿Cómo os habéis apoderado vosotros de vuestras coronas, tú y el cerdo moreno que está a tu lado? Vuestros padres lucharon y sufrieron, y os sirvieron la corona en bandejas de oro. Yo peleé por aquello que vosotros recibisteis en herencia sin mover un solo dedo... salvo para envenenar a algún hermano vuestro. Estáis sentados sobre divanes de seda, bebéis el vino que la gente hace con el sudor de su frente y habláis acerca del derecho divino de la soberanía... iban! Yo llegué al trono desde el abismo de la barbarie, y en ese ascenso derramé mi propia sangre con la misma generosidad con que he derramado la de los demás. ¡Si alguno de nosotros tiene el derecho de gobernar a los hombres, por Crom que éste soy yo! ¿De qué manera habéis demostrado que sois superiores a mí?
-Yo hallé Aquilonia en manos de un cerdo como vosotros... un hombre que podía remontarse en su árbol genealógico miles de años atrás. El país estaba dividido a causa de las guerras de los barones, y la gente clamaba por la supresión de los impuestos. En la actualidad ningún noble aquilonio osa maltratar al más humilde de mis súbditos, y los impuestos son más bajos que en cualquier otro lugar del mundo.

»¿Y vosotros? Tu hermano, Amalrus, domina la parte oriental de tu reino y te amenaza. Y tus soldados, Strabonus, ahora mismo están sitiando los castillos de una docena o más de barones rebeldes. Los habitantes de vuestros reinos se sienten aplastados por tiránicos impuestos. Y queréis saquear el mío... ¡ja! ¡Si osarais liberarme cubriría el suelo con vuestros sesos!

Tsotha esbozó una siniestra sonrisa al notar la cólera de los reyes.

-Todo esto, aunque sea verdad, no tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa. Nuestros planes no son asunto tuyo. Tu responsabilidad termina cuando firmes el pergamino, en el que figura la abdicación a favor del príncipe Arpello de Pellia. Te daremos armas y un caballo, y cinco mil monedas de oro, además de una escolta que te acompañara hasta la frontera oriental.
-¡Dejarme abandonado donde estaba antes de ir a Aquilonia para servir en sus ejércitos, sólo que con la carga de haberme ganado el nombre de traidor! -dijo Conan con una risa que parecía el profundo aullido de un lobo-. Arpello, ¿eh? Ya sospechaba de ese carnicero de Pellia. ¿Ni siquiera sabéis robar y cometer pillaje franca y honestamente, sino que necesitáis una excusa, por estúpida que sea? ¡Arpello dice tener algunas gotas de sangre azul, por lo que lo utilizáis como excusa para el robo, y como sátrapa a través del cual podréis gobernar! Antes os veré en el infierno.
-¡Eres un necio! -exclamó Amalrus-. ¡Estás en nuestras manos y podemos quitarte la corona y la vida cuando lo deseemos!

La respuesta de Conan no fue muy majestuosa, sino típica del hombre cuya naturaleza bárbara no había sido anulada por su cultura adoptiva. Le escupió a Amalrus en el rostro. El rey de Ofir se levantó de un salto y lanzó un grito furioso, al tiempo que buscaba su espada. Luego empuñó su sable y corrió en dirección al cimmerio, pero en ese momento intervino Tsotha.

-Espera, Majestad; este hombre es mi prisionero.
-¡A un lado, hechicero! -gritó Amalrus, furioso al ver el brillo arrogante en los ojos del cimmerio. -¡Atrás, he dicho! -bramó Tsotha, lleno de ira.

Luego sacó la mano de su manga y echó una lluvia de polvo al rostro crispado del ofireo. Amalrus lanzó un grito y retrocedió, cubriéndose los ojos con las manos. Su espada cayó al suelo y él se derrumbó sobre el diván, mientras los guardias kothios contemplaban impasibles la escena, y el rey Strabonus se bebía de un trago el contenido de su copa de vino con manos temblorosas. Amalrus bajó las manos y sacudió la cabeza violentamente.

-Me he quedado ciego -gruñó-. ¿Qué me has hecho, maldito brujo?
-Fue tan sólo un gesto para que te dieras cuenta de quién manda aquí -repuso Tsotha, al que se le había caído la máscara de dignidad, revelando su verdadera personalidad maligna-. Strabonus ha aprendido la lección... ahora tú has de aprender la tuya. Lo que te arrojé a los ojos no era más que un polvo que encontré en una tumba estigia... y si lo vuelvo a hacer, te quedarás ciego por el resto de tu vida.

Amalrus se encogió de hombros, esbozó una sonrisa y tomó de nuevo la copa de vino para disipar su miedo y su ira. Como buen diplomático que era, recobró rápidamente la compostura. Tsotha se volvió hacia Conan, que se había mantenido imperturbable durante toda la escena. Ante un gesto del hechicero, los negros cogieron al prisionero y lo pusieron detrás de Tsotha, que iba a la cabeza del grupo, que salió de la habitación y entró en un sinuoso pasillo con mosaicos en el suelo y paredes adornadas con telas doradas y plateadas, de cuyo techo abovedado colgaban incensarios que llenaban el corredor de nubes perfumadas. Luego entraron en un pasillo más estrecho, con paredes de jade y azabache, de aspecto siniestro y sombrío, que terminaba en una puerta de cobre que adornaba una calavera humana. En la puerta había un hombre gordo y repelente con un manojo de llaves colgado del cinto; se trataba del eunuco principal de Tsotha, llamado Shukeli, de quien se contaban historias terribles. Aquel hombre había sustituido las pasiones humanas normales por una pasión bestial por la tortura.

La puerta de cobre conducía a una estrecha escalera, que parecía hundirse en las mismas entrañas de la montaña sobre la que se había construido la ciudadela. El grupo bajó por las escaleras y se detuvo frente a una imponente puerta de hierro. Evidentemente ésta no daba al aire libre, aunque había sido construida para soportar el peso de un ariete. Shukeli la abrió, y, cuando lo hizo, Conan notó el desasosiego de los gigantes negros que la guardaban; también Shukeli parecía un tanto nervioso al observar la oscuridad que había al otro lado. Más allá de la enorme puerta había otra barrera hecha de grandes barrotes de acero. Ésta estaba cerrada por medio de un ingenioso cerrojo que sólo podía ser accionado desde fuera. Al ponerlo en funcionamiento, la reja se introducía en la pared. Los hombres entraron en un amplio corredor, cuyo suelo, paredes y techo abovedado parecían tallados en la sólida roca. Conan se dio cuenta de que estaban muy por debajo del nivel del suelo. La oscuridad se apretaba contra las antorchas de los guardias, como si de una cosa viva y sensible se hubiera tratado.

Sujetaron al rey a una argolla que había en el muro de piedra. Luego pusieron una antorcha en un nicho que tenía encima de la cabeza, de modo que se vio rodeado de un tenue semicírculo de luz. Los negros estaban deseando irse; murmuraban entre ellos y miraban atemorizados la oscuridad. Tsotha les dijo que salieran, y ellos se apresuraron a cumplir la orden, como si temieran que la oscuridad pudiera adoptar una forma tangible y atacarlos por la espalda. Tsotha se volvió hacia Conan, y el rey se apercibió con cierto desasosiego de que los ojos del hechicero brillaban en la semioscuridad, y que sus dientes parecían los colmillos de un lobo que resplandecían con blanco fulgor en medio de las sombras.

-Adiós, bárbaro -dijo el hechicero en tono burlón-. Debo irme a Shamar para presenciar el sitio. Dentro de diez días estaré en tu palacio de Tarantia con mis guerreros. ¿Quieres que les diga algo a tus mujeres antes de arrancarles la delicada piel, con la que haré pergaminos en los que registraré los triunfos de Tsotha-lanti?

Conan respondió con un insulto cimmerio que habría hecho estallar los oídos de un hombre comente, pero Tsotha esbozó una sonrisa y salió. Conan vio su figura de buitre a través de los gruesos barrotes mientras él ponía la reja en su sitio, y luego oyó el ruido de la puerta exterior al cerrarse. Después reinó el silencio. El rey Conan comprobó la argolla y la cadena que lo sujetaban. Tenía las extremidades libres, pero sabía que no podría romper los grilletes. Los eslabones de la cadena eran del grosor de un dedo, y estaban unidos a una banda de acero que le habían colocado alrededor de la cintura. El peso de los grilletes habría matado a un hombre más débil que él. Los eslabones que sostenían la banda y la cadena eran tan gruesos que ni siquiera un martillo pesado los habría podido abollar. La argolla atravesaba la pared y estaba sujeta por el otro lado. Conan maldijo, y sintió pánico al contemplar la oscuridad que había alrededor del semicírculo de luz. Los miedos supersticiosos propios de los bárbaros que albergaba en el alma no habían sido erradicados por la lógica de la civilización. Su primitiva imaginación llenaba la oscuridad subterránea de figuras siniestras. Además, la razón le decía que no lo habían llevado allí simplemente para tenerlo preso. Sus captores no tenían razón alguna para perdonarle la vida. Lo habían llevado a aquel agujero para que muriera allí. Se maldijo a sí mismo por haber rechazado su oferta, aun cuando su obstinada hombría sentía repugnancia ante la idea, y él sabía que si lo hubiera vuelto a poner en la misma situación y le hubiera dado otra oportunidad, su respuesta habría sido la misma. No vendería a sus súbditos a un carnicero. Y sin embargo, sólo había pensado en sí mismo al conquistar el reino. Es así como funciona a veces el instinto de responsabilidad de un soberano, aun cuando se trate de un saqueador con las manos manchadas de sangre.

Conan recordó la última y abominable amenaza de Tsotha, y gruñó con furia, porque sabía que no se trataba sólo de una fanfarronada. Para el hechicero, los seres humanos tenían el mismo valor que un insecto para un naturalista. Pensó en las suaves manos blancas que lo habían acariciado, en los rojos labios que habían besado los suyos, en los blancos y delicados pechos que habían temblado entre sus brazos, y cuya piel blanca como el marfil y rosada como un pétalo fresco había de ser arrancada... De los labios de Conan brotó un alarido furioso, tan aterrador e inhumano que, si alguien lo hubiera escuchado, se habría asombrado con horror de que proviniera de una garganta humana. Sus propios ecos le produjeron un estremecimiento y le hicieron pensar una vez más en su situación. El rey contempló con temor la oscuridad que lo rodeaba y pensó en las historias que había oído acerca de la crueldad nigromántica de Tsotha. Sintió que un río helado le recorría la espina dorsal, y se dio cuenta de que aquélla debía de ser la Sala de los Horrores de laque hablaba la leyenda. Aquéllos eran los calabozos y los túneles en los que Tsotha llevaba a cabo sus horribles experimentos con seres humanos, experimentos bestiales y demoníacos en los que ponía en juego como un blasfemo los elementos básicos de la vida misma al desnudo. Los rumores decían que el poeta loco Rinaldo había visitado aquellos fosos y que el hechicero le había enseñado los horrores que realizaba, y que las monstruosidades que se mencionaban en su terrible poema La canción del foso no eran simples fantasías de una mente enferma. La cabeza del poeta se había convertido en polvo bajo el hacha de Conan la noche en la que el rey peleara por salvar su vida de los asesinos que el vate loco había conducido al palacio, pero las palabras de la siniestra balada todavía resonaban en los oídos del rey mientras se encontraba allí encadenado.

La sola idea de los horrores a los que aludía la balada le helaba la sangre. Le pareció oír un ruido, y todo el cuerpo se le puso en tensión, en actitud alerta. Una mano helada le tocó la espina dorsal. Se trataba del sonido inconfundible de escamas deslizándose suavemente sobre la piedra. Un sudor frío le empapó el rostro cuando vislumbró, más allá del semicírculo de luz, una forma vaga, enorme y espantosa, que no veía nítidamente. Se acercaba a él balanceándose, y unos ojos amarillos se clavaron en los suyos. Lentamente, la cosa enorme y asquerosa con cabeza en forma de cuña tomó forma ante sus ojos desorbitados; de la oscuridad asomaron unos anillos cubiertos de escamas, y luego divisó el reptil más espantoso que había visto en su vida.

Era una serpiente enorme, de veinte yardas de largo, cuya cabeza era más grande que la de un caballo. Sus escamas brillaban con helado fulgor en la penumbra. Seguramente se trataba de un reptil nacido en la oscuridad, pero sus ojos eran malignos, y veían claramente. Meneó sus gigantescos anillos delante del prisionero, y la enorme cabeza se agitó a unas pulgadas de su cara. Su lengua dentada casi le tocó los labios, y el fétido olor le provocaba náuseas. Los enormes ojos amarillos lanzaban destellos ardientes, y Conan los miró con la expresión de un lobo acorralado. Luchó desesperadamente contra el loco impulso de cogerle el cuello con las manos y destrozarlo. Dado que era mucho más fuerte que un hombre civilizado, le había roto el cuello a una serpiente pitón en una lucha demoníaca en la costa estigia, en su época de corsario. Pero este reptil era venenoso, y tenía enormes colmillos de diez pulgadas de largo, curvos como cimitarras. De éstos chorreaba un líquido incoloro que supo instintivamente que suponía la muerte.

Podría romperle el cráneo con los puños, pero sabía que, en cuanto hiciera el menor movimiento, el monstruo lo atacaría con la rapidez del rayo. No fue por un proceso de razonamiento lógico que Conan se quedó inmóvil, porque la razón podría haberle dicho -dado que estaba condenado de todos modos- que incitara a la serpiente a que lo atacara para acabar de una vez. Fue el ciego y oscuro instinto de preservación el que le hizo permanecer rígido como una estatua de hierro. El enorme reptil se elevaba y la cabeza se hallaba muy por encima de la suya, mientras el monstruo observaba la antorcha. Una gota de veneno le cayó sobre la pierna desnuda, y sintió como si una daga al rojo vivo se le hubiera clavado en la carne. Rojos relámpagos de dolor sacudieron el cerebro de Conan, pero éste siguió inmóvil; no se le movió un solo músculo, ni pestañeó, a pesar del dolor que le causaba la herida, que le dejó una cicatriz por el resto de sus días.

La serpiente se le acercó, como si hubiera tratado de asegurarse de que la figura que había allí, inmóvil como un muerto, estaba viva. Entonces, súbita e inesperadamente, la puerta exterior sonó con un ruido metálico. La serpiente, como todas las de su especie, se alejó con increíble rapidez a pesar de su tamaño, y desapareció por el corredor. La puerta se abrió y la reja estaba corrida; se vio una enorme figura oscura recortada contra el resplandor de las antorchas. La figura entró, y, cuando se acercó, Conan vio que se trataba de un negro gigantesco, desnudo, que llevaba una enorme espada en una mano y un manojo de llaves en la otra. El negro hablaba en el dialecto de la costa, y Conan respondió en la misma lengua; la había aprendido en su época de corsario en las costas de Kush.

-Hace mucho que quería encontrarte, Amra -le dijo el negro, llamándolo por el nombre con el que lo conocían los kushitas de su época de pirata... Amra el León.

El esclavo esbozó una sonrisa casi animal, enseñando sus blancos colmillos. Los ojos le brillaban con fulgor rojizo a la luz de las antorchas.

-He arriesgado mucho para venir a verte. ¡Mira! ¡Las llaves de tus grilletes! Se las robé a Shukeli. ¿Qué me darás por ellas? -preguntó, agitando las llaves delante de los ojos de Conan.
-Diez mil monedas de oro -contestó el rey rápidamente, con una esperanza en el corazón.-¡No es suficiente! -repuso el negro gritando, con feroz alegría en su rostro de ébano-. No es suficiente teniendo en cuenta el riesgo que corro. Tsotha es capaz de enviar a sus monstruos para que me devoren, y si Shukeli se da cuenta de que le robé las llaves, me colgará del... bueno, ¿qué me das?
-Quince mil monedas y un palacio en Poitain -ofreció el rey.
El negro lanzó un alarido y se puso a dar saltos de alegría.
-¡Más! -pidió a gritos-. ¡Ofrece más! ¿Qué me darás?
-¡Perro negro! -dijo Conan, con un rojo velo de furia en los ojos-. ¡Si estuviera libre, te rompería el cuello! ¿Acaso Shukeli te envió aquí para que te burlaras de mí?
-Shukeli no sabe nada de esto, hombre blanco -repuso el negro, estirando su grueso cuello para mirar fijamente a Conan a los ojos-. Te conozco desde hace mucho tiempo, cuando yo era el jefe de un pueblo libre, antes de que los estigios me vendieran a esas gentes del norte. ¿No recuerdas el saqueo de Abombi, cuando tus lobos de mar nos atacaron? Tú mataste a un jefe delante del palacio del rey Ajaga, y el otro jefe huyó. Mi hermano fue el que murió, y yo huí. ¡Exijo que pagues con sangre, Amra!
-Si me liberas, te daré tu peso en oro -dijo Conan con un gruñido.

Los ojos centellearon, y los blancos dientes brillaron como los de un lobo a la luz de las antorchas.

-Sí, perro blanco, eres como todos los de tu raza, pero, para un negro, el oro jamás puede sustituir a la sangre. ¡El precio que exijo es... tu cabeza!

El eco de estas últimas palabras, pronunciadas a gritos, resonaron en el calabozo. Conan se puso en tensión, apretando inconscientemente los grilletes con una sensación de repugnancia ante la idea de morir como una oveja. En aquel preciso instante vio una vaga sombra espantosa moviéndose en la oscuridad.

-¡Tsotha jamás lo sabrá! -dijo el negro, riendo como un demonio, demasiado ebrio de triunfo para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, demasiado ciego de odio para notar que la Muerte se balanceaba a sus espaldas.
-No entrará en este foso hasta que los demonios te hayan destrozado los huesos. ¡Tendré tu cabeza, Amra!

El negro separó las piernas, que parecían columnas de ébano, y empuñó su enorme espada con las dos manos. En aquel momento, la gigantesca sombra que había a sus espaldas dio un salto, y la cabeza en forma de cuña golpeó con una fuerza tal que el impacto resonó en los túneles. De la boca del negro no surgió ni un solo sonido a pesar de que los labios se distendieron de dolor. Conan vio que la vida se escapaba por los grandes ojos negros con la misma rapidez con que se apaga una vela. El enorme cuerpo del negro cayó al suelo, y la cosa lo rodeó con sus brillantes anillos. Poco después, Conan oyó el ruido de huesos rotos. Entonces, algo hizo que su corazón latiera aceleradamente. La espada y las llaves cayeron de las manos del negro y fueron a dar casi a los pies del cimmerio. Conan trató de agacharse para recogerlas, pero la cadena era demasiado corta. Casi ahogado por los latidos de su corazón, estiró un pie y asió las llaves con los dedos; después levantó el pie y las cogió con la mano, ahogando con dificultad un grito de alegría feroz que asomaba instintivamente a sus labios.

Después de manosear un rato los cerrojos, quedó libre. Recogió la espada del suelo y miró a su alrededor, donde no había más que oscuridad. Conan se dirigió hacia la puerta abierta. Dio unos pasos y se encontró en el umbral. Una risa chillona resonaba en el foso, y la reja volvió a su lugar de un golpe. A través de ésta vio un rostro demoníaco. Shukeli, el eunuco, había seguido el rastro de las llaves que le habían robado. Seguramente no vio la espada que tenía el prisionero en la mano. Conan profirió un juramento y atacó con la rapidez de la cobra; la enorme espada pasó entre los barrotes, y la risa de Shukeli se convirtió en un grito de agonía. El obeso eunuco se inclinó hacia adelante, como haciendo una reverencia a su asesino, y cayó al suelo con las manos regordetas apretando las entrañas que escapaban de su abdomen. Conan gruñó con salvaje satisfacción, pero seguía prisionero. Las llaves no servirían para abrir el cerrojo, que sólo podía ser accionado desde fuera. Tocó los barrotes y vio que eran duros como la espada; si intentaba cortarlos, sólo conseguiría destrozar su única arma. Pero notó unas marcas dentadas en los barrotes de hierro, como de unos colmillos increíbles, y se preguntó con un estremecimiento qué monstruos terribles habrían intentado forzar aquellos barrotes. Sólo podía hacer una cosa: buscar otra salida. Cogió una antorcha y avanzó por el corredor espada en mano.

No vio ningún rastro de la serpiente ni de su víctima, salvo una enorme mancha de sangre en el suelo de piedra. El cimmerio avanzó sin hacer ruido en la oscuridad, mitigada tan sólo ésta por la luz vacilante de su antorcha. Caminó con cautela, observando cuidadosamente el suelo, para evitar caer en algún pozo. De repente oyó el llanto desgarrador de una mujer. Supuso que se trataría de otra de las víctimas de Tsotha. Maldijo al hechicero una vez más y se volvió hacia un túnel más pequeño y húmedo, siguiendo el sonido que llegaba a sus oídos. Éste se hizo cada vez más nítido a medida que avanzaba. Levantó la antorcha y vio una silueta en las sombras. Se acercó más y se detuvo de repente, horrorizado, al ver una masa antropomórfica. Parecía un pulpo, pero sus deformes tentáculos eran demasiado cortos, y su cuerpo como una gelatina repugnante. Por encima de la masa gelatinosa asomaba una cabeza similar a la de un sapo, y se quedó petrificado de asco y de horror cuando se dio cuenta de que el llanto provenía de aquellos labios repugnantes. El ruido se convirtió en una risa abominable cuando los enormes ojos del monstruo se posaron en él, y se le acercó moviendo el cuerpo tembloroso.

Conan retrocedió y huyó por el túnel, no confiando en su espada. La cosa podía estar hecha de materia terrenal, pero se estremecía al verla, y dudaba de que un arma humana pudiera hacerle daño. Durante un breve lapso de tiempo oyó que la cosa se agitaba a sus espaldas, y se reía con una risa terrible. La nota inconfundiblemente humana de su risa lo volvía loco. Era la misma risa que había oído de los gruesos labios de las lascivas mujeres de Shadizar la Maldita, cuando se desnudaba a las muchachas cautivas en la subasta pública. ¿Por medio de qué artes infernales había dado vida Tsotha a aquel ser antinatural? Conan tenía la extraña sensación de estar viendo una blasfemia contra las leyes eternas de la naturaleza.

Corrió en dirección al pasillo principal, pero, antes de llegar a él, cruzó una especie de pequeña habitación cuadrada, en el cruce de dos túneles. Cuando llegó a la habitación, vio que había un pequeño bulto en el suelo; entonces, antes de que pudiera huir, su pie tocó algo blando, y se cayó de bruces al suelo. La antorcha se le escapó de la mano, y se extinguió al tocar el suelo de piedra. Conan se levantó, medio aturdido, y tanteó en la oscuridad. Su sentido de la orientación estaba confuso, y se sentía incapaz de decidir en qué dirección estaba el pasillo principal. No buscó la antorcha, puesto que no había forma de volverla a encender. Sus manos dieron con la boca de varios túneles, y eligió uno el azar. Nunca supo durante cuánto tiempo había caminado por el túnel, pero súbitamente sus bárbaros sentidos le advirtieron del peligro, y se detuvo en seco.

Lo invadió una sensación parecida a la que había experimentado, alguna vez, frente a un profundo precipicio en la más absoluta oscuridad. Se acercó a gatas al borde del abismo y rozó con la mano extendida el contorno de un pozo, en cuyo interior el suelo del túnel parecía sumergirse abruptamente. Las paredes eran viscosas y húmedas al tacto y parecían descender en picado hacia las profundidades. Alargando un brazo en las tinieblas, apenas si logró tocar con la punta de su espada el borde opuesto. Podía cruzarlo de un salto, pero no tenía sentido hacerlo. Se había equivocado de túnel, y la galería principal estaba a sus espaldas. Mientras estos razonamientos ocupaban su mente, una ligera corriente de aire, un viento indefinido procedente del interior del pozo, le agitó la melena. Trató de convencerse de que aquel pozo conectaba de algún modo con el mundo exterior, pero su instinto le decía que algo antinatural estaba ocurriendo. No se hallaba simplemente en el seno de una montaña; estaba más abajo aún, muy por debajo de las calles de la ciudad. ¿Cómo era posible, pues, que un viento del exterior se sumergiera en las entrañas de la tierra y soplara después hacia arriba? Una tenue vibración acompañaba a la misteriosa corriente, como el batir de lejanos tambores a lo lejos. El rey de Aquilonia sintió un escalofrío. Se echó hacia atrás, incorporándose, y, al hacerlo, algo emergió de entre las aguas del pozo. Pero Conan ignoraba qué era. No conseguía ver nada en la oscuridad, pero una presencia extraña se hacía sentir con indudable fuerza... Una inteligencia invisible e intangible que flotaba malignamente en el ambiente. Dio media vuelta y retrocedió por el mismo camino que había recorrido al venir. A lo lejos se veía un tenue resplandor rojizo, y se dirigió hacia él.

Cuando todavía lo creía lejano, chocó de cabeza contra un sólido muro, y allí, a sus pies, halló el origen del resplandor: su propia antorcha, con la llama extinguida y un rescoldo rojizo en el extremo. Levantándola con cuidado del suelo, sopló, y la llama brotó de nuevo. Un suspiro de alivio escapó de sus labios. Se hallaba otra vez en la estancia en la que los túneles se cruzaban, y volvía a orientarse. Después de localizar el túnel por el que se había dirigido al pasadizo principal, se encaminó hacia allí y, al hacerlo, la llama osciló violentamente, como si unos labios invisibles hubieran soplado sobre ella. Sintió de nuevo una presencia y levantó la antorcha para iluminar toda la estancia. No vio nada, y sin embargo percibió que algo invisible e incorpóreo flotaba en el aire, deslizándose como una babosa y murmurando atrocidades que, aunque inaudibles, él percibía de forma instintiva. Agitó la espada con furia y sintió como si hubiera estado rasgando telarañas. Un gélido horror invadió sus sentidos y huyó del túnel, mientras sentía un aliento fétido y caliente en su espalda desnuda. Al adentrarse en el pasadizo principal ya no percibió presencia alguna fuera visible o invisible. Esperaba verse atacado en cualquier momento por seres diabólicos que emergieran de la oscuridad, con poderosas garras y afilados colmillos. En los túneles no reinaba el silencio. De las entrañas de la tierra partían en todas las direcciones sonidos que parecían provenir de un mundo de locos. Se oían risitas maliciosas, chillidos de demoníaco regocijo, aullidos escalofriantes y, en una ocasión, la inconfundible carcajada de una hiena que degeneraba en una sarta de palabrotas y blasfemias. Oyó pasos furtivos y, en las entradas de los túneles, percibió fugazmente el ir y venir de siluetas indefinidas, monstruosas e informes.

Era como si hubiera descendido al infierno... a un infierno producto de la mente de Tsotha-lanti. Pero aquellos seres indefinidos no entraron en el pasadizo principal, aunque Conan percibiera con toda claridad el ávido succionar de unos labios babeantes y el fulgor de unos ojos hambrientos. Y enseguida supo a quién pertenecían. El sonido de algo que se deslizaba a sus espaldas lo dejó petrificado, y se adentró de un salto en las tinieblas de un túnel lateral, apagando al mismo tiempo la antorcha. Más allá, en la galería, oyó a la gran serpiente, que se arrastraba con pesadez a causa de su reciente y horripilante festín. Muy cerca de él escuchó el lloriqueo de algo que huía atemorizado entre las sombras. Era evidente que la galería principal constituía el dominio de caza de la enorme serpiente, y que los demás monstruos respetaban su terreno.

Para Conan, la serpiente era un horror menor comparado con el resto de los horrores que lo acechaban; casi sintió un asomo de simpatía al recordar a la cosa chorreante y viscosa que había emergido del pozo. Al menos era algo terrenal; era la muerte reptante, pero sólo amenazaba con la extinción física, y no psíquica y espiritual, como los otros horrores. Una vez que el monstruo hubo atravesado la galería, el cimmerio prosiguió su camino a lo que consideraba una distancia segura, soplando a la antorcha para que la llama se reavivara. Apenas hubo recorrido un trecho, escuchó un gemido casi inaudible que parecía emanar de la negra boca de un túnel cercano. Aunque los instintos le indicaban precaución, su curiosidad hizo que se dirigiera hacia el túnel, manteniendo en alto la antorcha, que ya no era más que un pequeño tocón. Estaba preparado para enfrentarse a cualquier cosa, pero la escena que apareció ante sus ojos le dejó boquiabierto.

Ante él se extendía una amplia estancia, uno de cuyos extremos se había convertido en jaula mediante una serie de barrotes que, a escasa distancia entre sí y sujetos entre el suelo y el techo, se hallaban firmemente afianzados en el suelo de piedra. En su interior yacía una figura y Conan pudo ver, a medida que se iba acercando, que se trataba de un hombre -o de la exacta réplica de un hombre- atado con los zarcillos de una densa parra que parecía brotar de la sólida piedra del suelo. Sus ramas estaban recubiertas de hojas extrañamente puntiagudas, y de una profusión de capullos de color carmesí... no el resplandeciente rojo de los pétalos naturales, sino un color carmesí lívido y antinatural, una especie de perversión del mundo vegetal. Sus retorcidas ramas se enroscaban en torno al cuerpo desnudo y los miembros del hombre, como abrazando y cubriendo de ávidos besos su entumecida carne. Un gran capullo le cubría la boca. De sus labios entreabiertos surgió un gemido natural y animal; la cabeza se agitaba como presa de un dolor insoportable, y los ojos miraban fijamente a Conan. Pero no había señales de inteligencia en ellos; su mirada era vidriosa y vacía como la de un idiota.

Repentinamente, el capullo carmesí se abrió y sus pétalos se aplastaron contra los doloridos labios del hombre. Las extremidades del infeliz se retorcieron de angustia; los zarcillos de la planta temblaban como en éxtasis, vibrando en toda su extensión. Ondas de cambiantes matices hacían que su color se tornara más oscuro, más maligno. Conan no comprendía el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos, pero sabía que contemplaba un horror de alguna clase. Hombre o demonio, el sufrimiento del cautivo conmovió a su impulsivo corazón. Buscó la forma de entrar y encontró una puertecilla entre los barrotes, cerrada con un pesado candado. La abrió con una de las llaves que llevaba y entró en la jaula. En aquel momento los pétalos de los lívidos capullos se extendieron cual cabeza de cobra, los zarcillos se contrajeron amenazadoramente y la planta entera se agitó y trepó hacia él. No se trataba del ciego crecimiento de la vegetación natural. Conan percibió una inteligencia perversa y misteriosa; la planta podía verlo y su odio se sentía como si hubiera emanado en ondas casi tangibles. Aproximándose con cautela, apuntó hacia las raíces de la planta: un tallo repulsivamente flexible y más grueso que su propio muslo. Mientras los largos zarcillos se arqueaban hacia él con un murmullo de hojas, Conan blandió la espada y de un solo tajo cortó el tallo. Al instante, el infeliz se vio violentamente lanzado hacia un lado, mientras la gran parra se agitaba y enmarañaba como una serpiente a la que se hubiera cortado la cabeza, rodando hasta convertirse en una bola informe. Los zarcillos se debatían y retorcían con violencia, las hojas vibraban y repiqueteaban como castañuelas, y los pétalos se abrían y cerraban convulsivamente; finalmente, las ramas se extendieron fláccidas y los vividos colores empalidecieron y se tornaron opacos, mientras un líquido blanco y maloliente rezumaba del tallo cercenado.

Conan contemplaba fascinado el espectáculo, cuando de pronto un ruido a sus espaldas lo hizo volverse en redondo con la espada en alto. El hombre recién liberado se hallaba en pie, observándolo. Conan lo miró estupefacto. Sus ojos no parecían ya meras cuencas vacías y sin expresión en un rostro agotado. Oscuros y meditabundos, resplandecían de vida e inteligencia, y la expresión de imbecilidad había desaparecido de su cara como si de una máscara se tratara. Tenía la cabeza estrecha y bien formada, y la frente alta y majestuosa. El porte del hombre era aristocrático, lo que se hacía evidente tanto en su figura espigada y esbelta como en sus manos y pies de reducido tamaño. Las primeras palabras que dijo fueron raras y sorprendentes.

-¿En qué año estamos? -preguntó, hablando en kothio.
-Hoy es el décimo día del mes Yuluk, del año de la Gacela -respondió Conan.
-¡Yagkoolan Ishtar! -musitó el extranjero-. ¡Diez años! -Se pasó la mano por la frente y sacudió la cabeza, como para librar su cerebro de telarañas-. Todavía lo veo todo confuso. Tras un vacío de diez años, no se puede esperar que la mente comience a funcionar de inmediato con claridad. ¿Quién eres?
-Conan, en un tiempo de Cimmeria y hoy rey de Aquilonia. Los ojos del otro denotaron sorpresa.
-¿Hablas en serio? ¿Y Numedides?
-Lo estrangulé en su propio trono la noche en que tomé la ciudad real -replicó Conan.
Una cierta ingenuidad en la respuesta del rey hizo que los labios del extraño se crisparan.
-Perdón, Majestad. Tendría que haberte agradecido el servicio que me has prestado. Soy como un hombre que despierta de pronto de un sueño más profundo que la muerte, y lleno de pesadillas más terribles que el mismo Infierno; pero sé que me liberaste. Dime, ¿por qué cortaste el tallo de la planta Yothga en lugar de arrancarla de raíz?
-Porque aprendí hace tiempo a evitar el contacto de mi carne con aquello que mis sentidos no comprendieran -contestó el cimmerio.
-Has hecho bien -añadió el extranjero-. Si hubieras conseguido arrancarla, habrías encontrado aferradas a sus raíces cosas que ni siquiera tu espada hubiera logrado vencer. Las raíces de Yothga brotan del mismísimo Infierno.
-Pero ¿quién eres tú? -preguntó Conan.
-La gente me llamaba Pelias.
-¡Cómo! -gritó el rey-. ¿Pelias el brujo, el rival de Tsotha-lanti, que desapareció de la tierra hace diez años?
-No exactamente de la tierra -replicó Pelias con irónica sonrisa-. Tsotha prefirió mantenerme vivo, con grilletes más seguros que el hierro herrumbroso. Me encerró aquí junto con esta planta diabólica, cuyas semillas viajaron por el negro cosmos de Yag el Maldito para no encontrar más terreno fértil que la corrupción infestada de gusanos de los suelos del Infierno. No lograba recordar mi magia ni las palabras y símbolos de mi poder, pues esa maldita cosa me abrazaba y sorbía mi espíritu con sus repugnantes caricias. Succionaba el contenido de mi mente día y noche, dejando mi cerebro tan vacío como una jarra de vino rota. ¡Diez años! ¡Que Ishtar nos ampare!

Conan no supo qué responder y siguió aferrando el tocón de la antorcha, con la espada baja. Era evidente que el hombre estaba loco, y sin embargo no había rastros de locura en los extraños ojos oscuros que se posaban tan sosegadamente sobre él.

-Dime, ¿está el brujo negro en Khorshemish? Pero no, no necesitas responder. Mis poderes comienzan a despertar de su letargo y percibo en tu mente una gran batalla y un rey atrapado a traición. Y veo a Tsotha-lanti cabalgando sin descanso hacia el Tibor con Strabonus y el rey de Ofir. Mejor. Mis artes están recién despiertas, demasiado frágiles todavía para enfrentarse tan pronto a Tsotha. Necesito tiempo para recobrar fuerzas y volver a emplear mis poderes. Salgamos de este infierno.

Conan hizo sonar su manojo de llaves con desaliento.

-La reja de la puerta exterior está cerrada con un cerrojo que sólo puede ser accionado desde fuera. ¿Sabes si hay alguna otra salida en estos túneles?
-Sólo una que ninguno de los dos osaríamos usar, al ver que conduce hacia abajo y no hacia arriba -dijo Pelias, riendo-. Pero no importa. Vayamos a ver esa reja.
Se dirigió hacia la galería con los pasos inseguros de quien no ha utilizado las piernas durante mucho tiempo, pero poco apoco sus extremidades fueron recobrando firmeza. Caminando tras él, Conan dijo inquieto:
-Hay una maldita y gigantesca serpiente arrastrándose por este túnel. Andémonos con cuidado, no sea que nos metamos en su mismísima boca.
-La recuerdo muy bien -respondió Pelias con tristeza-, sobre todo teniendo en cuenta que fui obligado a contemplar cómo engullía a diez de mis acólitos, que le fueron servidos como festín. Es Satha, la Vieja, el animal favorito de Tsotha.
-¿Excavó estos abismos Tsotha sin otro fin que el de albergar a sus malditos monstruos? -preguntó Conan.
-No los excavó él. Cuando la ciudad fue fundada, hace tres mil años, ya existían en esta montaña y en su entorno las ruinas de una ciudad antigua. El rey Khossus V, su fundador, edificó su palacio en la montaña, y al construir las bodegas y los sótanos llegó hasta una puerta tapiada. Después de derribarla, descubrió estos pasadizos, que eran tal y como los vemos ahora. Pero su gran visir halló un final tan terrible en ellos que Khossus, presa de temor, mandó cerrar la entrada de nuevo. Dijo que el visir había caído en un pozo, pero hizo rellenar las bodegas, y más tarde él mismo abandonó el palacio. Construyó otro en las afueras de la ciudad, que también abandonó aterrado al descubrir una mañana un moho negro esparcido por el suelo de mármol de sus aposentos.
-Después partió con toda su corte a la parte oriental del reino y ordenó levantar una nueva ciudad. El palacio de la montaña dejó de ser utilizado y pronto quedó convertido en ruinas. Cuando Akkuto I restableció las glorias perdidas de Khorshemish, edificó una fortaleza aquí. A Tsotha-lanti le fue encomendada la tarea de construir la ciudadela escarlata y abrir otra vez el camino hacia esos pasadizos. Cualquiera que fuese el destino del gran visir de Khossus, Tsotha lo evitó para sí. No cayó a ningún pozo, aunque sí descendió a uno, del que salió con una extraña expresión en los ojos que nunca lo abandonó. Yo he visto ese pozo, pero nunca he tratado de buscar la sabiduría que alberga. Soy brujo, y más viejo de lo que los hombres pudieran pensar, pero también soy humano. En lo que respecta a Tsotha, se dice que una bailarina de Shadizar durmió demasiado cerca de las ruinas prehumanas de la montaña de Dagoth y que despertó entre los brazos de un demonio negro; de aquella unión impía nació un maldito híbrido al que los hombres llaman Tsotha-lanti.

De repente, Conan gritó y se echó hacia atrás, tirando de su compañero. Ante ellos se alzaba la silueta blanca y resplandeciente de Satha, y sus ojos refulgían con un odio eterno. Conan tensó todo el cuerpo para intentar un ataque desesperado... arrojar el ardiente leño contra aquel rostro diabólico y asestarle un certero mandoble con la espada. Pero la serpiente no lo miraba. Por encima de su hombro parecía contemplar al hombre llamado Pelias, que permanecía con los brazos cruzados, sonriendo. Y en los enormes ojos de la bestia, fríos y amarillos, el odio fue dejando paso paulatinamente a un intenso pavor... fue la única vez en su vida que Conan vio aquella expresión en los ojos de un reptil. Dejando tras de sí un remolino como el producido por un fuerte vendaval, la gran serpiente desapareció.

-¿Qué vio para asustarse tanto? -preguntó Conan, mirando a su compañero con desasosiego.
-Los seres con escamas ven cosas que escapan a los ojos de los mortales -respondió Pelias enigmáticamente-. Tú ves mi disfraz carnal, pero ella vio mi alma desnuda.

Un escalofrío recorrió la espalda de Conan y se preguntó si, después de todo, Pelias sería un hombre o simplemente otro demonio de los abismos con máscara humana. Se planteó la conveniencia de traspasar con la espada el cuerpo de su compañero sin mayor vacilación. Pero mientras lo pensaba, llegaron a la reja de hierro, que destacaba contra el resplandor de las antorchas que había al otro lado. El cuerpo de Shukeli permanecía todavía desplomado contra los barrotes y cubierto de sangre de color carmesí. Pelias rió y Conan escuchó su risotada con desagrado.

-¡Por las caderas marfileñas de Ishtar! ¿Quién es nuestro portero? ¡Ni más ni menos que el mismísimo Shukeli, el noble Shukeli, que colgó a mis hombres por los pies y les arrancó la piel a tiras mientras soltaba grandes carcajadas! ¿Estás dormido, Shukeli? ¿Por qué estás tan tieso? ¿Y por qué tu grasienta barriga está abierta en canal como la de un cerdo adobado?
-Está muerto -musitó Conan, inquieto al escuchar tan crueles palabras.
-Vivo o muerto -rió Pelias-, nos abrirá la puerta. -Y dando una vigorosa palmada con las manos, gritó-: ¡Levántate, Shukeli! ¡Sal del infierno y levántate del suelo sanguinolento! ¡Abre la puerta a tus amos! ¡Levántate, te digo!

Un espantoso gemido resonó en los túneles. Conan sintió que el cuerpo se le cubría de frío sudor y los cabellos se le erizaban de pánico. El cuerpo de Shukeli comenzó a moverse lentamente, extendiendo sus gruesas manos en un gesto infantil. La despiadada risa de Pelias cortaba el aire como un hacha de sílex, mientras el cuerpo del eunuco trataba de enderezarse aferrándose a los barrotes de la reja. Conan observó como su sangre se volvía hielo, y la médula de sus huesos, agua; los ojos desorbitados de Shukeli estaban vidriosos y vacíos, y del gran boquete de su panza las entrañas le colgaban fláccidas hasta el suelo. Los pies del eunuco se enredaban en sus propias tripas mientras hurgaba en el candado, moviéndose como un autómata. Cuando el cadáver comenzaba a moverse, Conan había pensado que, debido a algún azar imprevisto, el hombre estaba vivo. Pero no era así. Estaba muerto... y lo había estado durante muchas horas.

Pelias atravesó tranquilamente la puerta abierta, y el cimmerio se lanzó precipitadamente tras él, sudando a mares y huyendo de aquella horrible figura que se apoyaba tambaleante contra la verja que mantenía abierta. El brujo pasó sin volver la vista y Conan lo siguió, presa de horror y de náusea. No habría andado ni una docena de pasos cuando un golpe sordo lo hizo volverse en redondo. El cadáver de Shukeli yacía inmóvil a los pies de la reja.

-Ya ha cumplido su cometido y el Infierno se lo lleva de nuevo -señaló Pelias satisfecho, simulando no notar el estremecimiento que sacudía el poderoso cuerpo de Conan.

Lo condujo escaleras arriba, a través de la puerta de bronce adornada con la calavera que coronaba la escalinata. Conan aferraba la espada, esperando la aparición de un tropel de esclavos, pero el silencio reinaba en la ciudadela. Atravesaron el negro corredor y llegaron a la galería que los incensarios perfumaban con su perenne incienso. Seguían sin ver a nadie.

-Los esclavos y los soldados se alojan en la otra parte de la ciudadela -dijo Pelias-. Esta noche, con su señor ausente, se habrán emborrachado con vino o con zumo de loto.

Conan miró por una ventana en forma de arco y antepecho dorado que se abría sobre una enorme terraza, y gritó un juramento de sorpresa al ver el oscuro azul del cielo salpicado de estrellas. Acababa de salir el sol cuando fue arrojado a las entrañas de la tierra, y se encontraba en aquel momento con que había pasado la medianoche. No se había percatado del tiempo que había permanecido bajo tierra. De pronto, sintió sed y un hambre feroz. Pelias lo condujo a una habitación de cúpula dorada y suelo de plata, cuyas paredes de lapislázuli estaban llenas de puertas. Con un suspiro de satisfacción, el brujo se desplomó sobre un diván de seda.

-Sedas y oro de nuevo -dijo con un suspiro-. Tsotha pretende estar más allá de los placeres de la carne, pero es medio diablo. Yo soy humano, a pesar de mis negras artes. Me gusta la comodidad y el buen vino... y de ello se valió Tsotha para atraparme. Me sorprendió indefenso a causa de la bebida. El vino es una maldición... ¡Por el pecho de marfil de Ishtar! ¡Mientras yo hablo de él, resulta que el traidor está aquí! Amigo, sírveme un trago... ¡espera! Olvidaba que eres un rey. Yo lo serviré.
-¡Al diablo! -gruñó Conan, llenando una copa de cristal y alargándosela a Pelias; después, levantando la jarra en alto, se echó un buen trago a la boca, remedando el suspiro de satisfacción del otro.
-El perro sabe lo que es un buen vino -dijo Conan, limpiándose la boca con el reverso de la mano-. Pero, ¡por Crom, Pelias! ¿Es que nos vamos a quedar aquí sentados hasta que los soldados despierten y nos corten el pescuezo?
-No temas -respondió Pelias-. ¿Quieres saber qué ha sido de Strabonus?

Un destello azul ardió en los ojos de Conan, y el cimmerio apretó la empuñadura de su espada con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron.

-¡Qué ganas tengo de vérmelas con él! -musitó. Sobre una mesa de ébano había un globo de cristal, grande y resplandeciente. Pelias lo cogió.
-El cristal de Tsotha. Un juguete para niños, pero útil cuando no hay tiempo para ciencias mayores. Mira en él, Majestad.

Lo depositó sobre la mesa, ante los ojos de Conan. El rey vio abismos envueltos en nubes que se hacían cada vez más profundos y extensos. Lentamente, las nubes y la bruma se fueron disipando para dejar paso a un paisaje familiar. Se veían grandes llanuras que acababan en un río ancho y tortuoso, tras el cual el llano se transformaba en una cordillera de montañas de poca altura. En la orilla septentrional del río se alzaba una ciudad amurallada, protegida por un foso que desembocaba en ambos extremos del río.

-¡Por Crom! -exclamó el cimmerio-. ¡Es Shamar! ¡Esos perros la han sitiado!

Los invasores habían cruzado el río y su campamento se distinguía en la angosta llanura que separaba las montañas de la ciudad. Sus guerreros pululaban en torno a las murallas, y la luna arrancaba pálidos destellos a sus cotas de malla. De las torres llovían flechas y piedras; los soldados retrocedían una y otra vez, y luego volvían a avanzar. Conan profirió un juramento, y en ese preciso instante la escena cambió. Entre la niebla aparecían los altos minaretes y las doradas cúpulas de la ciudad de Tarantia, donde reinaba la confusión. Vio a los caballeros de Poitain vestidos con armaduras, sus más leales partidarios, a quienes había dejado a cargo de la ciudad. Estaban atravesando la puerta en sus monturas, abucheados e insultados por la multitud que se agolpaba en las calles. Vio saqueos y peleas, hombres de armas con la insignia de Pellia en el escudo que dominaban las torres y se paseaban por los mercados. Y por encima de todo, como un cuadro fantasmagórico, contempló el rostro oscuro y triunfante del príncipe Arpello de Pellia. Luego las imágenes se desvanecieron.

-¡Maldita sea! -exclamó Conan-. ¡Mi pueblo se vuelve contra mí en cuanto me doy la vuelta...!
-No exactamente -replicó Pelias-. Han oído que has muerto. Creen que nadie los puede proteger de los enemigos de fuera ni de la guerra civil. Naturalmente, recurren al noble más poderoso para evitar los horrores de la anarquía. No se fían de los hombres de Poitain, pues se acuerdan de otras guerras. Y Arpello está a mano, además de ser el príncipe más poderoso del reino central.
-Cuando yo regrese a Aquilonia no será más que un cadáver decapitado, que se pudrirá en el Campo del Traidor -dijo Conan, haciendo rechinar los dientes.
-Pero antes de que logres llegar a la capital -recordó Pelias-, tal vez lo haya hecho ya Strabonus. O al menos sus jinetes habrán devastado tu reino.
-¡Cierto! -Conan recorría la estancia a grandes pasos, como un león enjaulado-. Aun con el caballo más rápido, no podría llegar a Shamar antes del mediodía. Y, una vez allí, no podría hacer más que morir junto a mi pueblo cuando la ciudad caiga, lo que ocurrirá en un par de días como mucho. De Shamar a Tarantia hay cinco jornadas a caballo, aunque se mate a los corceles de agotamiento por el camino. Antes de que pudiera llegar a la capital y reunir un ejército, Strabonus estaría derribando sus puertas. Formar un ejército va a ser un auténtico infierno... al oír el rumor de mi muerte, mis malditos nobles se habrán ido a sus condenados feudos. Y puesto que la gente ha expulsado a Trocero de Poitain, no hay nadie que pueda contener las ansias de Arpello de apoderarse de la corona... y del tesoro de la corona. Dejará el reino en manos de Strabonus a cambio de un trono de títere, y en cuanto Strabonus se de la vuelta, tramará una conspiración. Pero los nobles no lo apoyarán, y Strabonus tendrá una excusa para anexionarse el reino sin más explicaciones. ¡Por Crom, Ymir y Set! ¡Si tuviera alas para volar como un relámpago a Tarantia...!

Pelias, que permanecía sentado, tamborileando con los dedos, la mesa de jade, se quedó de pronto en suspenso y se levantó como guiado por un propósito determinado, al tiempo que instaba a Conan a seguirlo. El rey obedeció, sumido en melancólicos pensamientos, y el brujo lo llevó fuera de la estancia por unas escaleras de mármol y oro que conducían al pináculo de la ciudadela, a su torre más elevada. Era de noche, y un fuerte viento soplaba por el cielo cubierto de estrellas, agitando los negros cabellos del cimmerio. A lo lejos brillaban las luces de Khorshemish, aparentemente más remotas que las mismas estrellas. Pelias se mostraba ensimismado y reservado, en comunión con la grandeza fría e inhumana de los astros.

-Hay criaturas -dijo Pelias- no sólo en la tierra y en los mares, sino también en el aire y en los confines de cielo, seres que habitan apartados de la tierra e ignorados por los hombres. Sin embargo, para aquel que se atiene a las palabras del Señor y a los Signos y al Conocimiento que subyacen en ellas, no son malignos ni inaccesibles. Observa y no temas.

Alzó las manos hacia el cielo y profirió una larga y misteriosa llamada, que pareció reverberar inacabablemente en el espacio, y luego disminuyó de intensidad y se desvaneció, pero sin llegar a morir del todo, como si hubiera ido a alojarse cada vez más lejos en algún punto inimaginable del cosmos. En el silencio que siguió, Conan escuchó un repentino batir de alas sobre su cabeza, y retrocedió asustado cuando una criatura parecida a un murciélago se posó junto a él. Pudo ver como sus grandes y tranquilos ojos lo contemplaban a la luz de las estrellas. Las descomunales alas debían de medir unas diez yardas. Pero vio que no era un pájaro ni un murciélago.

-Monta, y parte -dijo Pelias-. Al amanecer estarás en Tarantia.
-¡Por Crom! -exclamó Conan-. ¿Será todo esto una pesadilla de la que despertaré en mi palacio de Tarantia? ¿Y qué será de ti? No puedo abandonarte a tu suerte entre tantos enemigos.
-No te preocupes por mí -respondió Pelias-. Cuando llegue el alba, las gentes de Khorshemish sabrán que tienen un nuevo señor. No vaciles en aprovechar lo que los dioses te han enviado. Volveremos a vernos en la llanura de Shamar.

Lleno de dudas, Conan trepó al rugoso lomo del animal y se aferró a su arqueado cuello, todavía convencido de estar inmerso en una pesadilla fantástica. Con gran estrépito de sus titánicas alas, la criatura se elevó por los aires y el rey sintió vértigo al contemplar a sus pies las luces de la ciudad. Las calles de Tarantia bullían con la muchedumbre que aullaba, y agitaba airada los puños y las picas oxidadas. Faltaba poco para que amaneciera en el segundo día después de la batalla de Shamar, y los acontecimientos se habían producido con tanta precipitación que confundían el entendimiento. Por medios que sólo Tsotha-lanti conocía, la noticia de la muerte del rey había llegado a Tarantia seis horas después de la batalla. El resultado fue el caos. Los barones abandonaron la capital del reino a todo galope para reforzar la defensa de sus castillos contra los atacantes. El fuerte reino que había creado Conan parecía tambalearse al borde de la disolución, y los plebeyos y comerciantes temblaban ante la inminencia del regreso del régimen feudal. El pueblo pedía a gritos un rey que los protegiera tanto de su propia aristocracia como de los enemigos externos. El conde Trocero, a quien Conan había dejado al mando de la ciudad, trataba de infundirles confianza, pero su miedo irracional les hacía recordar las antiguas guerras civiles y cómo aquel mismo conde había sitiado Tarantia quince años antes. Por las calles se gritaba que Trocero había traicionado al rey y que planeaba saquear la ciudad. Los mercenarios comenzaron a despojar las viviendas, llevándose por delante a mercaderes gritones y mujeres aterradas.

Trocero eliminó a los saqueadores, esparció sus cadáveres por las calles, los hizo regresar a su cuartel y arrestó a sus jefes. Aun así, la gente seguía juzgando con precipitación, y gritaba insensatamente que el conde había provocado los disturbios en beneficio propio. El príncipe Arpello compareció ante el confundido consejo y anunció que estaba dispuesto a hacerse cargo del gobierno de la ciudad hasta que se decidiera quién iba a ser el nuevo rey. Conan no tenía ningún hijo. Mientras debatían, sus agentes influyeron con sutileza en el pueblo, que se aferraba a cualquier jirón de realeza. El consejo escuchó la tormenta que había fuera del palacio, donde la multitud rugía, aclamando a Arpello el Salvador. Y se rindió. Al principio Trocero se negó a acatar la orden de entregar el mando, pero el pueblo se le echó encima, silbando y aullando, y lanzando piedras e inmundicias a sus caballeros. Viendo la inutilidad de una batalla campal con los defensores de Arpello en aquellas condiciones, Trocero le arrojó el cetro a la cara a su rival, colgó a los jefes de los mercenarios en la plaza como último acto oficial y salió a caballo de la ciudad por la puerta sur, al frente de sus mil quinientos caballeros armados. Al cerrarse estrepitosamente las puertas a sus espaldas, la suave máscara de Arpello cayó, revelando el siniestro semblante de un lobo hambriento.

Al estar los mercenarios descuartizados o escondidos en sus barracones, los suyos eran los únicos soldados de Tarantia. Montado sobre su caballo de batalla en medio de la gran plaza, Arpello se proclamó a sí mismo rey de Aquilonia entre el clamor de la engañada multitud. El canciller Publius, que se había opuesto al cambio, fue arrojado a la prisión. Los comerciantes, que habían saludado con alivio la proclamación de un rey, se quedaron consternados al ver que la primera acción del monarca era exigirles un tributo abusivo. Seis comerciantes, enviados en delegación de protesta, fueron apresados y decapitados sin ceremonias. A esta ejecución siguió un perplejo silencio. Los comerciantes, como suele ser su costumbre al enfrentarse a un poder al que no pueden controlar con dinero, cayeron postrados sobre sus gordas barrigas y le lamieron las botas al opresor.

El pueblo llano se desentendió del destino de los comerciantes, pero empezaron a murmurar cuando descubrieron que la soldadesca peliana, bajo la excusa de mantener el orden, era tan perversa como los bandidos turanios. Llovieron las quejas por extorsión, asesinato y pillaje sobre Arpello, que había instalado su residencia en el palacio de Publius, porque los desesperados consejeros, condenados por orden suya, defendían el palacio real contra los soldados. Había tomado posesión del palacio del placer, y las chicas de Conan fueron arrastradas hasta su morada. La gente murmuró al ver a las bellezas reales retorciéndose en las brutales manos de sus secuestradores con armaduras de hierro: las damiselas de ojos oscuros de Poitain, las esbeltas muchachas de negros cabellos de Zamora, de Zingara y de Hirkania, las brithunias de sus cabellos rubios, todas lloraban de espanto y de vergüenza, porque no estaban habituadas a la brutalidad.

La noche cayó sobre la ciudad perpleja y turbulenta, y antes de que llegara la medianoche se extendió misteriosamente por las calles la noticia de que los kothios habían vencido y estaban golpeando los muros de Shamar. Alguien del misterioso servicio secreto de Tsotha se había ido de la lengua. El miedo sacudió a la gente como un terremoto, y ni siquiera se pararon a pensar en la brujería que había hecho posible que las noticias se hubieran transmitido tan velozmente. Se precipitaron ante las puertas de Arpello, exigiéndole que marchara hacia el sur e hiciera retroceder al enemigo hasta el otro lado del Tibor. Él podría haber señalado sutilmente que no tenía fuerzas suficientes, y que no podría formar un ejército hasta que los barones reconocieran como justa su coronación. Pero estaba ebrio de poder y se les rió a la cara.

Un joven estudiante llamado Athemides se subió a un pedestal en la plaza, y acusó a Arpello de ser un instrumento de Strabonus, pintando un vivido retrato de cómo sería la vida bajo el mandato kothio con Arpello como sátrapa. Antes de que concluyera, la muchedumbre aullaba ya de temor y gruñía de rabia. Arpello envió a sus soldados para que arrestaran al joven, pero la gente le avisó y huyeron con él, rechazando a sus perseguidores con piedras y con gatos muertos. Un aluvión de flechas acabó con el tumulto, y una carga de jinetes sembró la plaza de cadáveres, pero Athemides salió subrepticiamente de la ciudad para rogar a Trocero que volviera a tomar Tarantia y viniera en ayuda de Shamar.

Athemides encontró a Trocero cuando éste levantaba el campamento fuera de los muros de la ciudad, listo para marchar hacia Poitain, en el lejano extremo suroeste del reino. A los insistentes ruegos del joven respondió que no tenía la fuerza necesaria para tomar Tarantia por asalto, ni siquiera contando con la ayuda de la muchedumbre que había en su interior, ni la suficiente para enfrentarse a Strabonus. Además, los avariciosos nobles saquearían Poitain a sus espaldas mientras peleaba contra los kothios. Muerto el rey, cada hombre debía proteger lo suyo. Cabalgaba hacia Poitain para defenderse lo mejor posible de Arpello y de sus aliados extranjeros. Mientras Athemides negociaba con Trocero, la muchedumbre recorría la ciudad con furia desesperanzada. El pueblo se arremolinaba bajo la gran torre que había junto al palacio real, voceando su odio hacia Arpello, que permanecía en las almenas y se reía de ellos mientras sus arqueros se colocaban tras los parapetos, las ballestas a punto. El príncipe de Pellia era un hombre fornido de estatura mediana, y el rostro severo y sombrío. Era una intrigante, pero también un luchador. Bajo su jubón de seda y sus faldones con adornos metálicos, y las mangas con encajes, brillaba el acero bruñido. Su largo cabello negro era rizado; lo llevaba perfumado y sujeto por la parte de atrás con una tira de tela de hilos de plata, pero de su cadera colgaba una enorme espada, cuya empuñadura de pedrería estaba desgastada ya a causa de las batallas y campañas.

-¡Idiotas! ¡Aullad cuanto queráis! ¡Conan está muerto y Arpello es el rey!

¿Qué más daba si toda Aquilonia se unía en contra de él? Tenía suficientes hombres para defender los poderosos muros hasta que llegara Strabonus. Pero Aquilonia estaba dividida en contra de sí misma. Los barones peleaban uno contra otro para apoderarse de los tesoros de sus vecinos. Arpello sólo tenía que vérselas con la desvalida muchedumbre. Strabonus se abriría camino entre las débiles posiciones de los barones en guerra como el espolón de una galera entre la espuma, y, hasta su llegada, lo único que tenía que defender y conservar en su poder era la capital del reino.

-¡Idiotas! ¡Arpello es el rey!

El sol se elevaba por encima de las torres del este. En el cielo de color carmesí apareció una minúscula mancha voladora que creció hasta adquirir el tamaño de un murciélago, y luego el de un águila. A continuación todos los que lo vieron profirieron gritos se asombro, ya que por encima de las murallas de Tarantia descendió precipitadamente una figura que los hombres sólo conocían a través de leyendas semiolvidadas, y de sus alas titánicas saltó una figura humana, mientras el animal graznaba al pasar por encima de la gran torre. Luego, con un batir atronador de alas se marchó, y la gente parpadeaba, pensando que estaban soñando. Pero en las almenas se veía un hombre de aspecto bárbaro, semidesnudo y manchado de sangre, que blandía una gran espada. Y de la multitud se elevó un rugido que hizo tambalearse a las mismísimas torres:

-¡El rey! ¡Es el rey!

Arpello estaba totalmente pasmado; luego, con un grito, desenvainó la espada y saltó hacia Conan. Con un rugido leonino, el cimmerio paró el golpe de la sibilante hoja y, dejando caer su propia espada, aferró al príncipe y lo alzó por encima de su cabeza, sosteniéndolo por el cuello y las piernas.

-¡Llévate tus conspiraciones al infierno! -rugió, y lanzó lejos al príncipe de Pellia, como si hubiera sido un saco de sal, dejándolo caer desde una distancia de cuarenta yardas.

La gente retrocedió mientras el cuerpo se precipitaba en el vacío y se estrellaba en el pavimento de mármol, salpicando sangre y sesos, y quedaba allí aplastado con la armadura hecha añicos, como un escarabajo pisoteado. Los arqueros de la torre se acobardaron y perdieron la sangre fría. Huyeron, y los consejeros sitiados salieron del palacio y los despedazaron con alegre desenfreno. Los caballeros y los hombres de armas pellios intentaron ponerse a salvo en las calles, y la multitud los descuartizó. La lucha invadía la ciudad, los cascos emplumados y las viseras de acero se sacudían violentamente entre las desordenadas cabezas y luego desaparecían; las espadas se debatían frenéticamente en un ondulante bosque de picas, y por encima de todo ello se elevaba el rugido de la muchedumbre, y se mezclaban los gritos de aclamación con los aullidos que manifestaban su sed de sangre y con los gemidos de agonía. Y muy por encima de todo aquello, la desnuda figura del rey se sacudía y oscilaba sobre las vertiginosas almenas, estremecido por una risa gargantuesca que se burlaba de todos: de la muchedumbre y de los príncipes, e incluso de sí mismo.

El sol del atardecer se reflejaba sobre las plácidas aguas del Tibor, que bañaban los bastiones del sur de Shamar. Los ojerosos defensores sabían que muy pocos de ellos volverían a ver salir el sol. Los pabellones de los sitiadores abarrotaban la llanura, como si de miles de manchas se hubiera tratado. Los habitantes de Shamar no habían conseguido evitar que cruzaran el río, ya que los doblaban en número. Las barcazas encadenadas unas a otras formaban un puente por el que el invasor vertía sin cesar sus hordas. Strabonus no se había atrevido a seguir su marcha hacia el interior de Aquilonia, dejando Shamar a sus espaldas sin haberla conquistado. Había enviado tierra adentro a sus veloces jinetes, los spahis, para que asolaran la región, y había erigido en la llanura sus máquinas de asedio. Tenía andadas en medio del río una flotilla de barcas proporcionadas por Amalrus, que llegaban hasta la muralla que lindaba con la corriente de agua. Algunos de aquellos botes habían sido hundidos por piedras arrojadas desde la ciudad, que atravesaron las cubiertas y rompieron violentamente sus tablas, pero el resto permanecía en su sitio, y desde las proas y los topes de los mástiles, protegidos por parapetos, los arqueros estaban asaeteando las torretas que daban al río. Eran shemitas, nacidos con el arco en la mano, a los que no podía equipararse ningún arquero aquilonio.

Por la parte que daba a tierra, las catapultas lanzaban una lluvia de cantos rodados y troncos de árbol, que caía entre los defensores atravesando tejados y aplastando a seres humanos como a escarabajos. Los arietes golpeaban incesantemente las puertas; los zapadores horadaban la tierra como topos, y sus minas avanzaban bajo las torres. La parte superior del foso había sido rodeada con una presa y, una vez vaciado del agua que contenía, había sido rellenado con cantos rodados, tierra, y también con caballos y hombres muertos. Al pie de las murallas se apiñaban figuras vestidas con cota de malla, que golpeaban las puertas, colocaban escaleras y empujaban torres de asalto abarrotadas de lanceros contra las torretas de la muralla. En la ciudad ya se había abandonado toda esperanza; había apenas quinientos hombres resistiendo el ataque de cuarenta mil guerreros. No habían llegado noticias del reino, cuyo puesto más avanzado era la ciudad. Conan estaba muerto, según gritaban los exultantes invasores. Sólo las fuertes murallas y el valor desesperado de los defensores los había mantenido a raya durante tanto tiempo, y aquella situación no se mantendría siempre. El muro occidental era un montón de desperdicios sobre el que los defensores tropezaban, peleando cuerpo a cuerpo con los invasores. Los demás muros empezaban a desplomarse ya debido a las minas cavadas bajo ellos, y las torres se inclinaban como borrachas.

Los atacantes se aglomeraban ya para arremeter. Sonaron los olifantes, los soldados vestidos de acero se ordenaron para el combate en la llanura. Las torres de asalto, recubiertas de pieles de toro, empezaron a rodar con estrépito. La población de Sha- mar vio los estandartes de Koth y de Ofir, ondeando uno junto al otro, en el centro, y distinguió la figura delgada y siniestra de Amalrus, con su cota de malla dorada, y la silueta rechoncha de Strabonus, cubierta por una armadura negra, entre sus relucientes caballeros. Y entre ambos se veía una persona que hizo que los más valientes palidecieran de terror: una figura de buitre con una túnica transparente. Los lanceros se adelantaron, derramándose sobre el terreno como las olas centelleantes de un río de acero líquido; los caballeros galoparon hacia el frente, con las lanzas levantadas y los estandartes al viento. Los guerreros que estaban sobre los muros respiraron hondo, encomendaron el alma a Mitra y aferraron sus armas melladas y manchadas de sangre. Luego, sin señal de aviso alguna, un toque de corneta interrumpió el estrépito. Un tamborileo de pezuñas se sobrepuso al estruendo de las huestes lanzadas al ataque. Al norte de la llanura que cruzaba el ejército se alzaba una serie de pequeñas colinas que se hacían más altas hacia el norte y hacia el oeste, cual escaleras gigantes. Entonces, descendiendo por aquellas colinas como la agitación en el mar que anuncia una tempestad, irrumpieron los spahis que habían estado devastando la región agachados sobre su montura, espoleándola con fiereza, y detrás de ellos se veía el sol reflejado sobre un ejército de acero en movimiento. Avanzaron hasta quedar totalmente visibles, saliendo de los desfiladeros: jinetes con cota de malla y, flotando sobre ellos, el gran león que es el estandarte de Aquilonia.

Un enorme griterío hendió el cielo, procedente de los hombres que observaban la escena, electrizados desde las torres. En su éxtasis, los guerreros hicieron chocar sus melladas espadas contra los abollados escudos, y los habitantes de la ciudad, pordioseros harapientos y ricos comerciantes, rameras con capas coloradas y damas envueltas en sedas y satenes, cayeron de rodillas y aclamaron jubilosamente a Mitra, vertiendo lágrimas de gratitud que les empapaban el rostro. Strabonus, que daba órdenes frenéticamente junto con Arbanus, destinadas a rodear las líneas del ejército para enfrentarse a la inesperada amenaza, gruñó:

-Todavía los doblamos en número, a menos que tengan escondidas reservas en las colinas. Los hombres de las torres de asalto pueden proteger a los de la ciudad. Ésos son poitanios. Deberíamos haber supuesto que Trocero intentaría alguna loca bravata como ésta.
Amalrus exclamó sin creérselo:
-Veo a Trocero y a su capitán Próspero... pero ¿quién cabalga entre ellos?
-¡Ishtar nos proteja! -dijo con un grito Strabonus, palideciendo-. ¡Es el rey Conan!
-¡Estás loco! -berreó Tsotha, agitándose convulsivamente-. ¡Conan lleva días en el vientre de Satha!

Se detuvo en seco, mirando como un loco la tropa que se dispersaba en filas por la llanura. No era posible confundir aquella gigantesca figura con armadura negra y adornos dorados que montaban un gran corcel negro, que galopaba bajo los pliegues sedosos del gran estandarte que ondulaba al viento. De los labios de Tsotha brotó un grito de furia felina, que le salpicó la rizada barba. Por primera vez en su vida, Strabonus vio al brujo totalmente trastornado, y el verlo lo aterrorizó.

-¡Aquí hay brujería! -aulló Tsotha, mesándose locamente la barba-. ¿Cómo puede ser que haya escapado y llegado a tiempo para volver tan rápidamente con un ejército? ¡Esto es obra de Pelias, maldito sea! ¡Noto su mano en esto! ¡Maldito sea yo por no haberío matado cuando pude!

Los reyes se quedaron boquiabiertos ante la mención de un hombre al que creían muerto desde hacía diez años, y el pánico que emanaba de los jefes sacudió a las tropas. Todos reconocieron al jinete del corcel negro. Tsotha advirtió el terror supersticioso de sus hombres, y la furia le dio un aspecto infernal a su rostro.

-¡Al ataque! -aulló, agitando locamente los delgados brazos-. ¡Todavía somos los más fuertes! ¡Carguemos y aplastemos a esos perros! ¡Aún podemos festejar la victoria en las ruinas de Shamar esta misma noche! ¡Oh, Set! -levantó las manos e invocó al dios-serpiente para horror incluso de Strabonus-. ¡Asegúranos la victoria y juro que te ofreceré quinientas vírgenes de Shamar retorciéndose en su propia sangre!

Mientras tanto, el ejército enemigo se había dispersado por la llanura. Junto a los caballeros venía lo que parecía un segundo ejército irregular montado sobre veloces caballos. Desmontaron y formaron a pie: eran los impasibles arqueros bosonios y los hábiles lanceros de Gunderland, a quienes les asomaba la leonada melena bajo los cascos de acero. El ejército que había reunido Conan en las enloquecidas horas que siguieron a su regreso a la capital era un ejército multicolor. Había conseguido con grandes esfuerzos apartar a la enfurecida muchedumbre de los soldados pellios que se defendían en los muros exteriores de Tarantia y los había enrolado a su servicio. Envió un correo urgente a Trocero para que regresara. Siendo el sur el núcleo del ejército, se precipitó en esa dirección, barriendo toda la región para buscar reclutas y jinetes. Los nobles de Tarantia y de la comarca que la rodeaba engrosaron sus filas, y había enrolado gente en todos los pueblos y castillos que había en el camino. Pero sólo había conseguido reunir una fuerza insignificante comparada con la de las huestes invasoras, a pesar de la superior calidad de su acero. Lo siguieron mil novecientos jinetes con armadura, cuyo grueso estaba compuesto por caballeros poitanios. La infantería estaba compuesta por los restos de mercenarios y soldados profesionales que trabajaban para los nobles leales: cinco mil arqueros y cuatro mil lanceros. Este ejército avanzaba en orden, yendo en primer lugar los arqueros, luego los lanceros y tras ellos los caballeros, y avanzaban todos al tiempo.

Arbanus ordenó sus filas para enfrentarse a ellos, y el ejército aliado se desplazó hacia adelante como un centelleante océano de acero. Los que observaban desde los muros de la ciudad se estremecieron al ver la inmensa hueste, que superaba enormemente en potencia a los salvadores. En primer lugar marchaban los arqueros shemitas, luego los lanceros kothios, a continuación los caballeros de Strabonus y Amalrus con sus cotas de malla. Lo que Arbanus intentaba era obvio: emplear a sus hombres de a pie para barrer la infantería de Conan y abrir así una brecha para lanzar una poderosa carga de su fuerte caballería. Los shemitas empezaron a tirar a cuatrocientas yardas, y las flechas cayeron como una lluvia después de recorrer el espacio que separaba a los dos ejércitos, y oscurecieron el sol. Los arqueros del oeste, entrenados durante miles de años de guerra sin cuartel contra los salvajes pictos, siguieron avanzando impávidos, cerrando filas a medida que iban cayendo sus camaradas. Los doblaban varias veces en número, y el arco shemita tenía mayor alcance, pero en cuanto a precisión los bosonios no eran inferiores a sus enemigos, y equilibraban la pura destreza en lo que se refiere al manejo del arco con su moral más elevada y su excelente armadura. Cuando estuvieron a la distancia correcta, arrojaron las flechas, y los shemitas cayeron a montones. Los guerreros de barbas negras, con sus ligeras cotas de malla, no podían soportar el castigo como los bosonios, cuya armadura era más resistente. Se disolvieron tirando los arcos al suelo, y su huida provocó el desorden entre las filas de lanceros kothios que los seguían.

Al faltarles el apoyo de los arqueros, estos hombres armados cayeron a cientos ante los dardos de los bosonios y, al cargar desordenadamente en busca del cuerpo a cuerpo, fueron recibidos por las jabalinas de los lanceros. No había infantería capaz de perturbar a los salvajes hombres de Gunderland, cuya tierra natal, la provincia más al norte de Aquilonia, estaba a sólo un día de caballo de las fronteras de Cimmeria a través de la frontera bosonia. Criados para la lucha, eran el pueblo de raza más pura entre todos los hiborios. Los lanceros kothios, aturdidos por las bajas producidas por los dardos, fueron destrozados y retrocedieron en desbandada. Strabonus rugía de furia al ver rechazada a su infantería, y ordenó a gritos que se hiciera una carga general. Arbanus ponía objeciones, señalando que los bosonios se estaban reorganizando al frente de los caballeros aquilonios, quienes habían permanecido inmóviles sin bajar de sus corceles durante el enfrentamiento. El general aconsejó una retirada temporal, para hacer que los caballeros salieran de la cobertura que les proporcionaban los arqueros, pero Strabonus estaba loco de furia. Miró las extensas filas relucientes de sus caballeros, contempló el puñado de figuras cubiertas de cota de malla que se le oponía, y ordenó a Arbanus que diera la señal de ataque.

El general encomendó su alma a Ishtar e hizo sonar el olifante dorado. Con un rugido atronador, el bosque de lanzas se puso en ristre, y la inmensa hueste arremetió, cruzando la llanura, cobrando cada vez mayor impulso. Todo el llano bajo la estruendosa avalancha de pezuñas, y el brillo del oro y del acero deslumbró a los que observaban desde las torres de Shamar. Los escuadrones surcaron las desmadejadas filas de lanceros, atropellando igualmente a amigos y enemigos, y se precipitaron bajo las ráfagas de dardos que arrojaban los bosonios. Cruzaron el llano con ruido atronador, resistiendo encarnizadamente la tormenta que sembraba su camino de relucientes caballeros como si hubieran sido hojas caídas en otoño. Luego irrumpiría con sus monturas por entre los bosonios, segándolos como trigo; pero la carne no podía soportar durante mucho tiempo la lluvia de muerte que los destrozaba y rugía violentamente entre sus filas. Los arqueros seguían en pie, inmóviles, hombro con hombro, las piernas firmes, arrojando flecha tras flecha como un solo hombre, profiriendo breves gritos a pleno pulmón. Toda la primera fila de caballeros desapareció y, tropezando con los blandos cuerpos de caballos y jinetes, sus camaradas se tambalearon y cayeron hacia adelante. Arbanus había muerto, tenía una flecha en la garganta, y su cráneo había sido aplastado por los cascos de su caballo moribundo. La confusión recorrió las desordenadas huestes.

Strabonus gritaba una orden, Amalrus otra, y todos sentían el terror supersticioso que les había despertado el ver a Conan. Y mientras las huestes centelleantes se arremolinaban, confusas, sonaron las trompetas de Conan, y a través de las filas abiertas de los arqueros se lanzó al ataque la terrible carga de los caballeros aquilonios. Los ejércitos fueron sacudidos por lo que parecía un terremoto, que hizo que se estremecieran las oscilantes torres de Shamar. Los desorganizados escuadrones de los invasores no podían detener el empuje de la cuña de sólido acero erizada de lanzas que se precipitó contra ellos como un rayo. Las largas lanzas de los atacantes machacó sus filas, y los caballeros de Poitain se introdujeron hasta el corazón de las huestes enemigas manejando sus terribles espadas con ambas manos.

El fragor y el estrépito del acero era como el de un millón de mazos golpeando un número igual de yunques. Los que miraban desde las murallas estaban aturdidos y ensordecidos por el estruendo; se aferraban a las almenas y observaban el hirviente remolino de acero, en el que se sacudían violentamente los penachos que lograban elevarse por entre las brillantes espadas; los estandartes se tambaleaban y caían. Amalrus cayó y murió bajo los cascos de los caballos, con el hombro partido en dos por la espada de Próspero. Las tropas de los invasores habían rodeado a los mil novecientos caballeros de Conan, pero en torno a esta compacta cuña, que cada vez se introducía más y más en la formación menos compacta de sus enemigos, todos los caballeros de Koth y de Ofir se arremolinaban y la atacaban en vano. No podían romperla. Los arqueros y lanceros, tras haberse librado de la infantería kothia, que había quedado deshecha y huía desordenadamente por el llano, se acercaron a los extremos del campo de batalla, arrojando flechas desde cerca y precipitándose a acuchillar y rasgar con sus cuchillos las cinchas y los vientres de los caballos, y ensartando con sus largas lanzas a los jinetes.

Conan, en la punta de la cuña de acero, lanzaba su bárbaro grito de guerra y blandía su enorme espada describiendo brillantes arcos de muerte, que hacían caso omiso de las borgoñotas de acero y de las cotas de malla. Montado en su caballo, se introdujo por entre el derroche de atronador acero de sus enemigos, y los caballeros de Koth cerraron filas tras él, dejándolo aislado de sus guerreros. Conan golpeaba como el rayo, se introducía violentamente entre las filas con fuerza y velocidad, y llegó hasta Strabonus, que estaba lívido entre sus tropas palaciegas. En ese momento la batalla quedó equilibrada, ya que, siendo más sus tropas, Strabonus todavía tenía oportunidad de arrancar la victoria de las rodillas de los dioses. Pero cuando vio a su archienemigo separado finalmente de él por la distancia de un brazo, dio un grito y lo embistió ferozmente con el hacha. Ésta dio estrepitosamente sobre el yelmo de Conan, haciendo saltar chispas, y el cimmerio retrocedió y devolvió el golpe. La hoja de su espada, de una yarda de largo, aplastó el casco y el cráneo de Strabonus, y el corcel del rey retrocedió relinchando, y arrojó de la silla un cuerpo fláccido y desgarbado. Un inmenso clamor surgió de las huestes, que vacilaron y retrocedieron. Trocero y sus tropas, dando estocadas furiosas, se abrieron paso en dirección a Conan, y el gran estandarte de Koth se vino abajo. Y entonces, por detrás de los aturdidos y destrozados invasores, se elevó un inmenso clamor y la llamarada de una conflagración descomunal. Los defensores de Shamar habían hecho una salida a la desesperada, despedazando a los hombres que obstruían las puertas, y deambulaban con furia entre las tiendas de los sitiadores, destrozando a los miembros del campamento, incendiando los pabellones y derribando las máquinas de asedio. Ésta fue la gota que colmó el vaso. El reluciente ejército puso pies en polvorosa, y los furiosos conquistadores los aplastaban en su huida.

Los fugitivos se precipitaron hacia el río, pero los hombres que componían la flotilla, acosados con fiereza por las piedras y los dardos que arrojaban los reanimados ciudadanos, soltaron amarras y remaron hacia la orilla sur, abandonando a sus camaradas a su destino. Muchos de ellos ganaron la orilla precipitándose por las barcazas que servían de puente, hasta que los hombres de Shamar cortaron las amarras y las apartaron de la orilla. Entonces la lucha devino en carnicería. Los invasores, empujados hasta el interior del río, en el que se ahogaban dentro de sus armaduras, o derribados a mandobles a lo largo de la orilla, perecían a millares. Habían prometido no dar cuartel; tampoco lo recibieron. Desde el pie de las colina hasta las orillas del Tibor, la llanura estaba plagada de cadáveres, y el río, teñido de rojo, discurría atiborrado de muertos. De los mil novecientos caballeros que habían cabalgado hacia el sur con Conan, apenas quedaron con vida quinientos que pudieran vanagloriarse de sus cicatrices, y la matanza de arqueros y lanceros fue espantosa. Pero la numerosa y brillante hueste de Strabonus y Amalrus fue exterminada, y los que huyeron fueron menos que los que murieron.

Mientras se prolongaba la matanza a lo largo del río, tenía lugar el último acto de un encarnizado drama en la vega del otro lado. Entre los que habían cruzado el puente de barcazas antes de que fuera destruido se hallaba Tsotha, que galopaba como el viento sobre un corcel escuálido, de aspecto extraño, cuya velocidad no habría podido igualar un caballo terrenal. Huyendo implacablemente, dejando atrás amigos y enemigos, llegó a la orilla sur y entonces, al volver la vista, descubrió una adusta silueta sobre un alazán negro que lo perseguía furiosamente. Ya habían cortado amarras, y las barcazas empezaban a separarse entre sí, yendo a la deriva, pero Conan avanzó con temeridad, haciendo saltar a su corcel de un bote a otro como un hombre que saltara de un témpano de hielo flotante a otro. Tsotha gritó una maldición, pero el enorme caballo dio un último salto, relinchando por el esfuerzo, y ganó la orilla sur. El brujo inició la huida hacia la pradera y tras él el rey, cabalgando furiosamente, en silencio, y blandiendo la enorme espada que iba dejando un rastro de gotas de color carmesí. Y así siguieron la presa y el cazador, si bien el corcel negro no conseguía acercarse, aunque estirara a fondo cada uno de sus músculos y nervios. Galoparon por una tierra sobre la que se ponía el sol, y una luz difusa proyectaba sombras engañosas, hasta que la vista y el sonido de la matanza se desvanecieron tras ellos. En aquel momento, apareció en el cielo un punto negro que al acercarse se convirtió en una enorme águila. Planeó vertiginosamente sobre la cabeza del caballo de Tsotha; éste relinchó terriblemente y se encabritó, arrojando de la silla a su caballero.

El viejo Tsotha se puso en pie, enfrentándose con su perseguidor. Tenía los ojos de una serpiente enloquecida, y su rostro parecía una máscara de furia animal. Llevaba en cada mano algo que brillaba, algo que Conan sabía que contenía la muerte. El rey desmontó y se adelantó hacia su enemigo, blandiendo su enorme espada, mientras que a cada paso que daba resonaba el ruido metálico de su armadura.

-¡Nos volveremos a encontrar, hechicero! -dijo, sonriendo salvajemente.
-¡Apártate de mí! -chilló Tsotha como un chacal enardecido por la sangre-. ¡Te arrancaré la piel de los huesos! ¡No podrás vencerme, y aunque me cortaras en trozos, los pedazos de carne y los huesos volverían a juntarse y te perseguirían hasta la muerte! ¡Reconozco la mano de Pelias en todo esto, pero os desafío a ambos! Soy Tsotha, hijo de...

Conan se abalanzó con los ojos entrecerrados y la espada en la mano. La diestra de Tsotha avanzó, y el rey esquivó rápidamente algo que pasó sobre su cabeza protegida por el casco, y chamuscó la arena con un resplandor de fuego diabólico. Antes de que Tsotha pudiera arrojar el otro globo con la mano izquierda, la espada de Conan le cercenó el delgado cuello. La cabeza del hechicero saltó de los hombros dejando escapar un chorro de sangre, y la figura vestida con túnica vaciló y finalmente se derrumbó como ebria. Sin embargo sus ojos enloquecidos miraron fijamente a Conan con una luz salvaje, la boca se le torció en una mueca siniestra y sus manos se agitaron como buscando la cabeza cortada. Y entonces, con un raudo movimiento de alas, algo se precipitó desde el cielo... era el águila que había atacado el caballo de Tsotha. Con sus poderosas garras cogió la cabeza sanguinolenta y se lanzó hacia el espacio. Conan enmudeció de espanto, pues de la garganta del águila brotó una carcajada humana que recordaba la voz de Pelias, el hechicero.

Algo horrendo sucedió entonces, pues el cuerpo descabezado se puso de pie sobre la arena, y, tambaleándose sobre sus piernas, luchó de forma aterradora para dirigirse con las manos extendidas hacia el punto negro que se alejaba velozmente en el oscuro cielo. Conan se quedó petrificado, hasta que la figura vacilante desapareció en la bruma que teñía de rojo la pradera.

-¡Crom! -sus poderosos hombros se estremecieron-. ¡Al demonio con las peleas entre hechiceros! Pelias se ha portado bien conmigo, pero preferiría no verlo más. Que me traigan una espada limpia y un enemigo igualmente limpio para poderla clavar en él. ¡Maldición! ¡Qué no daría por una jarra de vino!

Robert E. Howard (1906-1936)




Relatos de Robert E. Howard. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del cuento de Robert E. Howard: La ciudadela escarlata (The Scarlet Citadel) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Poky999 dijo...

El ambiente del relato y el efecto estético están muy bien desarrollados. Recomendaría hacer pausas en la lectura, para una mayor comprensión de este.
Excelente publicación¡!

Anónimo dijo...

¡Por Crom!



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