«El Gran Rostro de Piedra»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis


«El Gran Rostro de Piedra»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.




El Gran Rostro de Piedra (The Great Stone Face) es un relato fantástico del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado originalmente en la edición del 24 de enero de 1850 de la revista National Era, y luego reeditado en la antología de 1851: La imagen de nieve y otros cuentos (The Snow-Image, and Other Tales).

El Gran Rostro de Piedra, uno de los cuentos de Nathaniel Hawthorne más notables, relata la historia de Ernest, un muchacho que vive a la vista de una gigantesca cara de piedra en las laderas de Cannon Mountain, New Hampshire, donde la prfecía local afirma que algún día aparecerá un hombre muy grande, exactamente igual que el rostro de piedra.

Ernest vive una larga vida de dulzura y sabiduría, mientras que varias personas ambiciosas son aclamadas como el hombre aunciado por la profecía. En la vejez de Ernest, la gente finalmente se da cuenta de que este hombre humilde, al borde de la muerte, es quien realmente se parece al rostro de piedra.




El Gan Rostro de Piedra.
The Great Stone Face, Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Una tarde, mientras se ponía el sol, una madre y su pequeño hijo se hallaban sentados a la puerta de su cabaña, conversando acerca del Gran Rostro de Piedra. Les bastaba levantar los ojos para verlo nítidamente, aunque estaba a muchas millas de distancia, con todos sus rasgos iluminados por el sol.

¿Y qué era el Gran Rostro de Piedra?

Acunado en el seno de una cordillera de altas montañas se extendía un valle tan vasto que albergaba varios miles de habitantes. Algunas de estas buenas gentes habitaban en chozas de troncos, con la negra selva en torno, sobre las escarpadas y casi inaccesibles laderas. Otras tenían sus hogares en cómodas granjas, y cultivaban la tierra fértil de las suaves colinas o de los terrenos llanos del valle. Otras más se congregaban en aldeas populosas, donde el ingenio humano había atrapado y domado a algún torrente impetuoso de los montes, que se despeñaba desde las cumbres, obligándolo a accionar las máquinas de las tejedurías de algodón. En síntesis, la población de este valle era numerosa y tenía muchos medios de vida. Pero todos los habitantes, ya fueran adultos o niños, estaban relativamente familiarizados con el Gran Rostro de Piedra, aunque algunos disponían de la facilidad de apreciar mejor que muchos otros de sus vecinos este majestuoso fenómeno natural.

El Gran Rostro de Piedra era, pues, una obra que la naturaleza había construido en sus juegos colosales sobre el farallón perpendicular de la montaña, conformado por unas rocas inmensas agrupadas de modo tal que cuando se las contemplaba desde lejos reproducían fielmente los rasgos del rostro de un hombre. Era como si un inmenso gigante, o un Titán, hubiera esculpido su propia imagen sobre el precipicio. Allí se veía el vasto arco de la frente, de treinta metros de altura; la nariz, con su largo caballete; y los enormes labios, que si hubieran podido hablar habrían hecho oír su acento clamoroso de un extremo a otro del valle. Cierto es que si el espectador se acercaba demasiado perdía la perspectiva del gigantesco semblante y solo podía distinguir una pila de rocas pesadas y enormes, acumuladas unas sobre otras en caótica confusión. Sin embargo, al volver sobre sus pasos, los maravillosos rasgos aparecían nuevamente y cuanto más se alejaba, mayor era su semejanza con un rostro humano, que exhibía intacta toda su divinidad originaria. Hasta que, al esfumarse en lontananza, ceñido por las nubes y el vapor sublimado de las alturas, el Gran Rostro de Piedra parecía cobrar realmente vida.

Dichosos los niños y las niñas que maduraban a la vista del Gran Rostro de Piedra, porque todos sus rasgos eran nobles, y la expresión era a un mismo tiempo imponente y dulce, como si reflejara el sentir de un corazón descomunal y ardiente que abarcaba a toda la humanidad con su afecto y tenía capacidad para más. El solo hecho de contemplarlo era educativo. Según creían muchas personas, el valle debía mucha de su fertilidad a este semblante benigno que brillaba constantemente sobre él, iluminando las nubes e infundiendo su ternura al brillo del sol. Como decíamos al principio, una madre y su pequeño hijo estaban sentados a la puerta de su cabaña, contemplando el Gran Rostro de Piedra y conversando acerca de él. El niño se llamaba Ernest.

—Madre —dijo, mientras el rostro titánico sonreía en lo alto—, me gustaría que pudiese hablar, pues tiene una expresión tan afable que su voz sería seguramente muy dulce. Si encontrase a un hombre con esas facciones, lo querría mucho.

—Si se cumpliera una antigua profecía —respondió su madre—, probablemente veríamos alguna vez, a un hombre con un rostro exactamente como ése.

—¿A qué profecía te refieres, querida madre? —preguntó ansiosamente Ernest—. ¡Cuéntamela, te lo ruego!

Así fue como ella le narró una historia que había oído de labios de su propia madre, cuando era aun más pequeña que Ernest, una historia que no se refería a cosas pasadas sino a cosas aun por venir, una historia, sin embargo, tan antigua, que incluso los indios, que antaño habitaban ese valle, la habían escuchado de sus antepasados, a los cuales, según afirmaban, se la habían susurrado los arroyos de la montaña y el viento que silbaba entre las copas de los árboles. La leyenda afirmaba que, en alguna época futura, un niño nacería allí, el cual estaría destinado a convertirse en el personaje más importante y noble de su tiempo, y cuyas facciones, en la edad adulta, serían idénticas a las del Gran Rostro de Piedra. Muchas personas apegadas a las viejas tradiciones, como también muchos jóvenes, continuaban sustentando, con apasionada esperanza, una fe perdurable en esta antigua profecía. Pero otras, que habían visto más mundo, que habían mirado y esperado hasta cansarse, y que no habían conocido a ningún hombre con esos rasgos, ni a nadie que demostrase ser más importante o más noble que sus vecinos, habían llegado a la conclusión de que solo se trataba de una fantasía.

—¡Oh, madre, madre querida! —exclamó Ernest, batiendo palmas sobre su cabeza, ¡Espero que viviré para verlo! Su madre era una mujer afectuosa y prudente y juzgó que lo más sensato sería no desalentar las esperanzas generosas de su hijo. De modo que se limitó a decirle:

—Quizá lo veas.

Y Ernest nunca olvidó la historia que su madre le había narrado. Siempre estaba presente en su espíritu, cada vez que contemplaba el Gran Rostro de Piedra. Pasó la infancia en la cabaña de troncos donde había nacido y fue obediente con su madre y la auxilió en muchos aspectos, ayudándola en gran medida con sus manecitas y aún más con su corazón amante. En esta forma, el que había sido un niño feliz, aunque a menudo melancólico, se convirtió en un muchacho manso, callado, retraído v tostado por las faenas del campo, pero iluminado por una inteligencia mayor que la que se observa en muchos jóvenes que han asistido a famosos colegios. Sin embargo, Ernest no había tenido maestros, salvo el Gran Rostro de Piedra que llegó a cumplir esa función en su vida. Cuando terminaba las tareas del día, Ernest lo contemplaba durante horas, hasta que empezó a imaginar que esas facciones colosales lo reconocían y le dedicaban una sonrisa benévola y reconfortante respondiendo a su propia mirada de veneración. No nos atreveríamos a afirmar que estaba equivocado, aunque es posible que el Rostro no haya contemplado a Ernest con más simpatía que a todo el mundo que lo rodeaba. Pero el secreto consistía en que la tierna y confiada simplicidad del muchacho descubría lo que otras personas no alcanzaban a ver y de este modo el amor que estaba destinado a todos se convirtió en su patrimonio exclusivo.

Aproximadamente en esa época circuló por el valle el rumor de que al fin había aparecido el gran hombre que, según se pronosticaba desde épocas remotas, tendría un semblante parecido al Gran Rostro de Piedra. Hacía muchos años, se comentaba, un joven había emigrado del valle y se había radicado en un puerto lejano donde, después de ahorrar un poco de dinero, se instaló como comerciante. Su nombre —aunque jamás lograré saber si era el auténtico o solo un apodo que había derivado de sus costumbres y de su éxito en la vida— era Gathergold. Como era sagaz y activo, y la Providencia lo había dotado con esa facultad inescrutable que el mundo llama suerte, se convirtió en un comerciante fabulosamente rico y propietario de toda una flota de barcos de gran calado. Todos los países del orbe parecían ponerse de acuerdo con el solo fin de apilar más y más riquezas sobre la cuantiosa fortuna de este hombre singular. Las frías regiones del norte, casi perdidas en la lobreguez y las sombras del Círculo Ártico, le pagaban tributo en forma de pieles; La cálida África cernía para él las arenas auríferas de sus ríos y extraía de los bosques los ebúrneos colmillos de sus gigantescos elefantes; el Oriente le ofrecía los ricos chales, las especias, los tés, el fulgor de los diamantes y la resplandeciente pureza de las grandes perlas. El océano, para no quedar a la zaga de la tierra, le concedía enormes ballenas, para que el señor Gathergold pudiera vender su aceite y aumentar sus ganancias.

Cualquiera fuese la mercadería originaria, sus manos la trasformaban en oro. De él se podría haber dicho, como del Midas de la Fábula, que todo lo que su dedo tocaba refulgía inmediatamente, y se tornaba amarillo, y se convertía en seguida en oro puro o, para su mayor comodidad, en pilas de monedas. Y cuando el señor Gathergold se hubo enriquecido tanto que habría necesitado un siglo solo para contar su fortuna, recordó su valle nativo y resolvió regresar a él y terminar sus días allí donde había visto la luz por primera vez. Con esta intención, despachó a un experto arquitecto para que construyera un palacio digno de un hombre tan opulento como él. Como ya dije, circuló por el valle el rumor de que el señor Gathergold era el personaje profético que en vano hablan aguardado durante tanto tiempo, y que sus facciones tenían una semejanza perfecta e incontrovertible con las del Gran Rostro de Piedra. Las gentes se sintieron aun más dispuestas a creer que así debía ser cuando vieron el magnífico edificio que se levantó, como por arte de magia, en el solar que antaño había ocupado la vieja granja de su padre castigada por los elementos.

Su exterior era de mármol, tan resplandecientemente blanco que producía la impresión de que toda la estructura se disolvería bajo el sol, como aquellas otras más humildes que el señor Gathergold solía construir con nieve en los días de sus juegos infantiles, antes de que sus dedos estuvieran dotados con la virtud de la transmutación. Tenía un atrio ricamente ornamentado, sostenido por altas columnas, y en él se elevaba un portal majestuoso, tachonado con clavos de plata, y confeccionado con una especie de madera jaspeada traída de allende los mares. Las ventanas, que se abrían desde el piso hasta el cielo raso de cada soberbio aposento, constaban, cada una de ellas, de una sola lámina altísima de cristal, tan translúcidamente puro que se decía que era un medio más claro aún que el vacío. Muy pocos habían recibido autorización para visitar el interior del palacio, pero se rumoreaba, con bastante verosimilitud, que era mucho más bello que el exterior, por cuanto todo aquello que en las otras casas era de hierro o de bronce, era en ésta de plata o de oro; y, en particular, la alcoba del señor Gathergold tenía un aspecto tan relumbrante que ningún hombre común habría atinado a cerrar sus ojos en ella. Pero, al mismo tiempo, el señor Gathergold ya estaba tan inmunizado contra la riqueza, que quizás él no habría podido cerrar sus ojos excepto allí donde su resplandor se colara inevitablemente debajo de sus párpados.

La mansión quedó concluida a su debido tiempo y en seguida llegaron los tapiceros, con muebles fastuosos. Vino luego, un ejército íntegro de sirvientes negros y blancos, que eran los heraldos del señor Gathergold, cuya majestuosa persona arribaría a la hora del crepúsculo. Mientras tanto, nuestro amigo Ernest estaba profundamente conmovido por la idea de que el gran hombre, el noble caballero, el protagonista de la profecía, aparecería por fin en su valle natal, después de tantos siglos de demora. Aunque era muy joven, sabía que, con su inmensa fortuna, el señor Gathergold podría trasformarse, de mil formas distintas, en un ángel bienhechor y asumir sobre las cuestiones humanas un control tan vasto y benigno como la sonrisa del Gran Rostro de Piedra. Desbordante de fe y esperanza, Ernest no dudaba de lo que decía la gente, y de que vería la reproducción viviente de los maravillosos rasgos dibujados sobre la ladera de la montaña. Mientras el muchacho escrutaba las alturas del valle, imaginando como siempre que el Gran Rostro de Piedra le devolvía la mirada y le sonreía bondadosamente, se oyó el estrépito de las ruedas que se acercaban a toda velocidad por el sinuoso camino.

—¡Aquí llega! —gritó un grupo de personas que se habían reunido para presenciar el arribo—. ¡Aquí llega el gran señor Gathergold!

Un carruaje tirado por cuatro caballos apareció por el recodo del camino. En su interior, parcialmente asomada por la ventana, vieron la fisonomía de un hombrecillo enjuto, con una piel tan amarilla como si hubiera sido trasmutada por su propio toque de Midas. Tenía una frente estrecha, ojos pequeños y penetrantes, rodeados por incontables arrugas, y unos labios muy finos, que él afinaba aun más al apretarlos con fuerza.

—¡Es la fiel imagen del Gran Rostro de Piedra! —vociferaba la gente—. Ciertamente se ha cumplido la vieja profecía y aquí tenemos por fin al gran hombre.

Y, lo que desconcertó grandemente a Ernest, parecían creer realmente en esa semejanza de la que hablaban. A la vera del camino se hallaban casualmente una anciana mendiga y dos pequeños pordioseros, llegados de alguna región lejana, quienes, al ver pasar el carruaje, extendieron sus manos y elevaron sus lastimosas voces implorando tristemente una caridad. Una garra amarilla —la misma que había rapiñado tanta riqueza— apareció en la ventana y dejó caer sobre la tierra algunas monedas de cobre, de modo que aunque el nombre del ilustre personaje parecía ser Gathergold, se lo podría haber apodado con igual justicia Scattercopper. Sin embargo, a pesar de ello, la gente rugió aun con voz grave y evidentemente con tanta buena fe como antes:

—¡Es la fiel imagen del Gran Rostro de Piedra!

Pero Ernest volvió la espalda tristemente a la arrugada astucia de ese sórdido semblante y miró hacia las alturas del valle, donde, en medio de la creciente bruma, dorada por los últimos rayos del sol, aun podía distinguir esos rasgos maravillosos que se habían grabado en su alma. Su aspecto lo reconfortó. ¿Qué parecían decir sus labios benévolos?

—¡Vendrá! No temas, Ernest, ¡el hombre vendrá!

Pasaron los años y Ernest dejó de ser un muchachito. Ya se había convertido en un mozo. No llamaba la atención de los demás habitantes del valle, quienes no veían nada notable en su forma de vida, como no fuera que, cuando concluía el trabajo de la jornada, todavía le gustaba aislarse y contemplar el Gran Rostro de Piedra y meditar acerca de él. A juicio de todos ellos, era una extravagancia en verdad, pero perdonable, porque Ernest era laborioso, amable y cordial con sus vecinos, y no descuidaba sus deberes para consagrarse a ese hábito ocioso. No sabían que el Gran Rostro de Piedra había sido su maestro, y que el sentimiento que en él se expresaba ensancharía el corazón del joven y lo poblaría con simpatías más vastas y profundas que las que habitaban en otros corazones. Ignoraban que de allí emanaría una sabiduría superior a la que podía aprenderse en los libros, como también una existencia mejor que la que podía calcarse del mutilado ejemplo de otras vidas humanas. Ernest tampoco sabía que los pensamientos y los afectos que brotaban en él con tanta naturalidad, cuando estaba en los campos o junto a la chimenea, o en cualquier otro lugar donde platicara consigo mismo, eran más sublimes que los que los demás hombres compartían con él. Siendo un alma sencilla —tan sencilla como cuando su madre le había hecho conocer por primera vez la vieja profecía—, contemplaba las prodigiosas facciones que sonreían sobre el valle y continuaba preguntándose por qué la contraparte humana de aquella imagen tardaba tanto en aparecer.

Para ese entonces el buen señor Gathergold ya estaba muerto y sepultado, y lo más extraño de todo era que su fortuna, que había sido el cuerpo y el espíritu de su existencia, había desaparecido antes de su defunción, quedando de él solo un esqueleto viviente, cubierto por una piel arrugada y amarilla. Desde el momento en que se disipó su oro todos coincidieron en que, al fin y al cabo, no existía aquella notable semejanza entre los viles rasgos del mercader arruinado y el semblante majestuoso de la montaña. De modo que la gente dejó de honrarlo durante su vida y lo relegó apaciblemente al olvido después de su muerte. Es cierto que de vez en cuando se lo recordaba con motivo del magnífico palacio que se había hecho construir y que había sido transformado, ya hacía mucho, en un hotel para alojamiento de forasteros, los cuales llegaban en caravana, todos los veranos, para visitar esa famosa curiosidad natural que era el Gran Rostro de Piedra. Por consiguiente, una vez desacreditado y preterido el señor Gatliergold, se recordó que el hombre de la profecía aun no había aparecido.

Resultó que, muchos años atrás, un hijo nativo del valle se había enrolado en el ejército y, después de tomar parte en cruentas batallas, se había convertido ahora en un ilustre comandante. Cualquiera haya sido el nombre con el que se inscribió en la historia, en las guarniciones y en los campos de batalla se lo conocía por el apodo de Old Blood and Thunder. Este veterano guerrero, ya desgastado por la edad y las heridas, y cansado de los trajines de la vida militar y del redoble del tambor y de los toques de trompeta que habían resonado durante tanto tiempo en sus oídos, había manifestado últimamente la intención de regresar a su valle natal, con la esperanza de hallar el reposo allí donde recordaba haberlo dejado. Los habitantes, sus viejos vecinos y los hijos ya crecidos de éstos, resolvieron recibir al famoso soldado con salvas de cañón y un banquete público, con tanto mayor entusiasmo todo ello cuanto que se afirmaba que ahora, por fin, había aparecido en verdad el gemelo del Gran Rostro de Piedra.

Se decía que, al cruzar por el valle, un edecán del viejo Blood— and—Thunder había quedado atónito ante la semejanza. Además, los condiscípulos y antiguos amigos del general estaban dispuestos a atestiguar, bajo juramento, que, por lo que recordaban, el citado general se parecía extraordinariamente a la majestuosa imagen, incluso cuando era niño, aunque en esa época nunca se les había ocurrido pensarlo. De modo que fue muy grande la conmoción que se apoderó del valle y, muchas personas, que durante los últimos años nunca se habían dignado a echar una mirada al Gran Rostro de Piedra, pasaban ahora todo el tiempo contemplándolo, para saber exactamente cuál era el aspecto del general Blood— and—Thunder.

Cuando llegó el día del gran festival, Ernest abandonó su trabajo junto con el resto de la población del valle, y se trasladó al lugar donde había sido organizado el banquete rural. Al aproximarse, oyó el vozarrón del reverendo doctor Battleblast, imploraba la bendición para las buenas cosas distribuidas sobre la mesa y para el distinguido amigo de la paz en cuyo honor se habían congregado. Las mesas estaban instaladas en un claro del bosque, circundado de árboles, salvo allí donde se abría hacia el este una perspectiva que permitía ver, a lo lejos, el Gran Rostro de Piedra. Sobre la silla del general, que era una reliquia de la casa de Washington, se elevaba un arco de ramas verdeantes, profusamente entrelazadas con laureles, y rematado por el lábaro de la patria, a cuyo amparo había conquistado sus victorias.

Nuestro amigo Ernest se empinó en puntas do pies, con la esperanza de ver al célebre huésped, pero en torno de las mesas se apiñaba una abigarrada multitud ávida por escuchar los brindis y los discursos y por captar cualquier palabra que el general pronunciara a modo de respuesta, y un destacamento de voluntarios, además, que montaba guardia en el lugar, pinchaba despiadadamente con sus bayonetas a cualquier persona demasiado indiferente que se destacara entre la muchedumbre. De modo que Ernest, que era un individuo apacible, fue arrojado a las últimas filas, desde donde le resultaba tan difícil distinguir la fisonomía del vicio Blood— and—Thunder como si éste hubiese estado todavía en medio del fragor de alguna batalla. Para consolarse, Ernest se volvió hacia el Gran Rostro de Piedra, que lo mismo que un fiel y añorado amigo, le devolvió la mirada y le sonrió a través de la perspectiva del bosque. Sin embargo, en el ínterin, alcanzó a escuchar los comentarios de varias personas que comparaban los rasgos del héroe con el rostro de la lejana montaña.

—¡Es la misma cara, hasta el último pelo! —exclamó un hombre, dando un brinco de júbilo.

—¡Fantásticamente parecidos, en verdad! —respondió otro.

—¡Parecidos! Vaya, yo diría que es el viejo Bloodand— Thunder en persona, visto a través de una lupa monstruosa —afirmó un tercero—. ¡Y por qué no! Sin duda es el hombre más extraordinario de esta o de cualquier otra época.

Y entonces los tres platicantes lanzaron un grito colosal, que electrizó a la multitud, y desencadenó un clamor de mil voces que reverberó millas y millas a lo largo de las montañas, hasta que se podría haber pensado que el Gran Rostro de Piedra había sumado al grito su acento de trueno. Todos estos comentarios, y la magnitud del entusiasmo, no hicieron más que aguzar el interés de nuestro amigo, al que no se le ocurrió dudar de que ahora sí, por fin, el rostro de la montaña había encontrado su contraparte humana. Es cierto que Ernest había imaginado que el largamente esperado personaje aparecería como un hombre de paz, impartiendo sabiduría, predicando el bien y haciendo feliz a la gente. Pero, con su habitual amplitud de concepto, y toda su simplicidad, se dijo que la Providencia debía elegir su propio método para bendecir a la humanidad y pensó que este sublime objetivo podía ser alcanzado incluso por intermedio de un guerrero y de una espada tinta en sangre, si así lo disponía la insondable sapiencia.

—¡El general! ¡El general! —decía ahora el clamor—. ¡Shhh! ¡Silencio! El viejo Blood —and—Thunder va a pronunciar un discurso.

Una vez retirado el mantel, se había brindado por la salud del general en medio de salvas de aplausos y, a continuación, el prócer se irguió para dar las gracias a la concurrencia. Ernest lo vio. Allí estaba, asomando la cabeza sobre los hombros de la multitud, a partir de las dos relucientes charreteras y el cuello recamado del uniforme, debajo del arco de ramas verdes entrelazadas con laurel, y con la bandera caída como si quisiera proteger su frente del sol. Y con la misma mirada podía abarcar, en el fondo de la perspectiva del bosque, el Gran Rostro de Piedra. ¿Existía, en verdad, la semejanza que la multitud había señalado? Ay, Ernest no la encontraba. Él veía un semblante curtido por la guerra y los elementos, desbordante de energía y trasuntando una voluntad de hierro. Pero sus facciones carecían totalmente de esa dulce sabiduría, de esos sentimientos profundos, vastos y tiernos, que se apreciaban en el Gran Rostro de Piedra. Aunque éste hubiera asumido su expresión de autoridad severa, sus rasgos más apacibles la habrían atemperado.

“Este no es el hombre de la profecía, se dijo Ernest, mientras se abría paso entre la muchedumbre. “¿Es que el mundo deberá continuar esperando?” La bruma se había acumulado sobre la ladera distante, y a través de ella se veían las facciones del Gran Rostro de Piedra, impresionantes pero benévolas, como si un ángel poderoso se hubiera sentado entre las montañas y se hubiera arrebujado en un manto de nubes doradas y purpúreas. Mientras lo contemplaba, a Ernest le resultó difícil convencerse de que una sonrisa lucía sobre aquel semblante, con un resplandor todavía refulgente aunque sus labios no se movieran. Quizás era el efecto del sol poniente, que se desvanecía entre los vapores finamente diluidos que se habían deslizado entre él y el objeto que contemplaba. Pero —como siempre le sucedía— la expresión de su prodigioso amigo le infundió tantas esperanzas como si nunca hubiera aguardado en vano.

“No temas, Ernest —le decía su corazón, casi como si el mismo Gran Rostro de Piedra se lo susurrara—, no temas, Ernest; vendrá.”

Algunos otros años transcurrieron rápida y apaciblemente. Ernest vivía aún en su valle nativo y ya era un hombre de edad mediana. Poco a poco, imperceptiblemente, se había hecho conocer entre la gente. Ahora, como antes, trabajaba para ganarse el pan, y era el mismo hombre de corazón sencillo que había sido siempre. Pero había pensado y sentido tanto, había consagrado tantas de las mejores horas de su vida a la fantástica esperanza de una dicha extraordinaria para la humanidad, que parecía haber estado dialogando con los ángeles y haber asimilado inconscientemente una dosis de su sabiduría. Se advertía en el sereno y reflexivo beneficio que producía su vida cotidiana, cuyo plácido fluir había fecundado una ancha y verde ribera a lo largo de su curso. No pasaba un día sin que el mundo no mejorara por el hecho de que este hombre, no obstante su humildad, hubiese nacido. Nunca se apartaba de su propia senda, y, sin embargo, siempre echaba una bendición a su prójimo. También casi involuntariamente se había convertido en predicador. La pura y sublime sencillez de su pensamiento que, como una de sus manifestaciones, se materializaba en las buenas acciones que brotaban silenciosamente de sus manos, también brotaba de su verbo. Enunciaba verdades que incidían sobre las vidas de quienes lo escuchaban, modificándolas. Es posible que sus oyentes no sospecharan que Ernest, su propio vecino y amigo de todos los días, fuese algo más que un hombre común; y Ernest era quien menos lo creía; pero de sus labios brotaban, inevitablemente, como de un arroyo los murmullos, pensamientos que ningunos otros labios humanos habían formulado antes.

Cuando el ánimo de la gente, con el paso del tiempo, pudo calmarse, todos accedieron a reconocer el error que habían cometido al imaginar que existía un parecido entre la truculenta fisonomía del general Blood—and—Thunder y el benévolo semblante de la montaña. Pero ahora, una vez más, los rumores y ciertas noticias de los diarios afirmaban que la imagen del Gran Rostro de Piedra había aparecido sobre los anchos hombros de cierto eminente estadista. Este, lo mismo que el señor Gathergold y que el viejo Blood—and—Thunder, era oriundo del valle, pero lo había abandonado siendo un niño y luego se había internado en los avatares del derecho y la política. No contaba ni con la fortuna del rico ni con la espada del guerrero, sino solo con su lengua, y ésta era más poderosa que las otras dos juntas. Era tan maravillosamente elocuente que su público no podía sino creer todo lo que él optaba por decirle. Lo malo parecía bueno y lo bueno, malo. Pues cuando él lo deseaba podía engendrar una especie de bruma luminosa con su solo aliento, o también oscurecer la luz natural del día. Su lengua era en verdad un instrumento mágico: a veces retumbaba como el trueno; a veces susurraba como la melodía más dulce. Era el redoble de la guerra o el himno de la paz, y parecía poseer un corazón, cuando no existía nada por el estilo. Para ser veraces, era un hombre prodigioso; y cuando su lengua le hubo concedido todas las victorias imaginables, cuando se hubo hecho oír en las cámaras del Estado y en las cortes de príncipes y potentados, cuando le hubo procurado fama en todo el mundo, incluso como una voz que clamaba de un continente a otro, finalmente persuadió a sus conciudadanos para que lo encumbraran a la presidencia. Antes de esto, en realidad, apenas empezó a hacerse célebre sus admiradores habían descubierto su gran semejanza con el Gran Rostro de Piedra, y esto los impresionó tanto que a tan distinguido caballero se lo conocía en todo el país por el nombre de Old Stony Phiz. Se pensó que el mote favorecería sus perspectivas políticas, porque tal como sucede en el caso del Papado, nadie conquista la presidencia si antes no adopta un nombre distinto del propio.

Mientras sus amigos hacían todo lo posible por elevarlo a presidente, Old Stony Phiz, como lo llamaban, emprendió un viaje de visita al valle donde había nacido. Naturalmente, no lo animaba otro propósito que el de estrechar las manos de sus conciudadanos, sin que lo preocupara ni le interesara el efecto que su paso a través del país podría tener sobre la elección. Se hicieron grandes preparativos para recibir al ilustre estadista; una legión de jinetes fue a esperarlo en el límite del Estado, y todos los pobladores abandonaron sus tareas y se apiñaron a la vera del camino para verlo pasar. Entre ellos estaba Ernest. Aunque había sufrido más de una desilusión, como ya sabemos, tenía un carácter tan confiado y optimista que siempre estaba dispuesto a creer en todo aquello que pareciera hermoso y bueno. Mantenía su corazón constantemente abierto y así estaba seguro de que recibiría la bienaventuranza del cielo, cuando ésta llegara. De modo que una vez más, acudió tan entusiasmado como siempre a contemplar al sosías del Gran Rostro de Piedra.

Los jinetes llegaron al trote por la carretera, con gran repique de cascos y en medio de una inmensa nube de polvo tan espesa y alta que ocultaba por completo de la vista de Ernest el rostro de la montaña. Todos los próceres de la comarca estaban allí, a caballo: los oficiales de la milicia, uniformados; el diputado local; el sheriff del condado; los directores de los diarios; y muchos granjeros, también, habían montado sobre sus pacientes jamelgos, con el saco dominguero a la espalda. Era, realmente, un espectáculo brillante, en particular porque sobre los jinetes flotaban innumerables banderolas, en algunas de las cuales se veían hermosos retratos del ilustre estadista y del Gran Rostro de Piedra, que intercambiaban familiares sonrisas, como dos hermanos. A juzgar por los retratos, forzoso es confesarlo, el parecido era extraordinario. No debemos omitir la mención de la banda de música, que hacía vibrar y retumbar los ecos de las montañas con la marcial estridencia de sus acorde, de modo que las melodías vivaces y estimulantes estallaban entre todas las cumbres y hondonadas como si cada rincón del valle nativo hubiera encontrado una voz para dar la bienvenida al distinguido huésped. Pero el efecto más solemne se logró cuando el lejano farallón de la montaña devolvió la música, porque entonces el Gran Rostro de Piedra pareció reforzar personalmente el coro triunfal, reconociendo que, por fin, había llegado el hombre de la profecía. Todo esto sucedía mientras la gente arrojaba sus sombreros al aire y gritaba con una vehemencia tan contagiosa que a Ernest se le inflamó el corazón, y él también arrojó su sombrero y vociferó, tan estentóreamente como el que más:

—¡Hurra por el gran hombre! ¡Hurra por Old Stony Phiz!

Pero todavía no lo había visto.

—¡Ya está aquí! —exclamaron los que se hallaban cerca de Ernest—. ¡Atención! ¡Atención! ¡Miren a Old Stony Phiz y luego al Viejo de la Montaña, y digan si no se parecen como hermanos gemelos!

En medio de este gallardo despliegue avanzaba un birlocho abierto tirado por cuatro caballos blancos, y dentro del carruaje, con su enorme cabeza descubierta, venía sentado el ilustre político, Old Stony Phiz en persona.

—Confiese que por fin el Gran Rostro de Piedra ha encontrado su contraparte —le dijo a Ernest uno de sus vecinos.

Ahora bien, hay que admitir que al dirigir su primera mirada al rostro que hacía zalemas y sonreía desde el birlocho, Ernest tuvo la impresión de que guardaba alguna semejanza con el viejo y familiar semblante de la ladera de la montaña. La frente, con su inmensa gravedad y elevación, y todos los otros rasgos, en verdad, estaban audaz y vigorosamente tallados, como si quisieran emular un modelo titánico, más que heroico. Pero habría sido inútil buscar allí la sublimidad y la majestuosidad, la colosal expresión de divina comprensión que iluminaban el rostro de la montaña y trasmutaban su pesada sustancia granítica en espíritu. Algo había sido omitido originariamente, o había desaparecido. Y por ende el estadista maravillosamente dotado tenía siempre en las profundas cavernas de sus ojos una cansada tristeza, como la de un niño que ha superado en edad a sus juguetes, o como la de un hombre de prodigiosas facultades y objetivos pequeños, cuya vida, no obstante sus grandes logros, era vaga y vacía, porque ningún propósito elevado le había impartido autenticidad. El vecino de Ernest seguía dándole con el codo y reclamándole una respuesta:

—¡Confiese! ¡Confiese! ¿No es la imagen misma de su Viejo de la Montaña?

—No —respondió Ernest, tajantemente—. Veo poca o ninguna semejanza.

—¡Tanto peor para el Gran Rostro de Piedra! —exclamó su vecino, y continuó aclamando a Old Stony Phiz.

Pero Ernest se volvió, melancólico y casi desalentado, pues ésta era la más triste de sus desilusiones: ver a un hombre que podría haber cumplido la profecía y no había querido hacerlo. Mientras tanto el desfile, los gallardetes, los acordes musicales y los birlochos pasaban frente a él, seguidos por la multitud vociferante, y detrás de ellos el polvo volvió a asentarse para dejar a la vista el Gran Rostro de Piedra, con la majestuosidad que había lucido durante incontables siglos.

—¡Oh, aquí estoy, Ernest! —parecieron decir los bondadosos labios—. He esperado más que tú y todavía no estoy cansado. No temas, el hombre vendrá.

Los años pasaron de prisa, pisándose los talones unos a otros. Y empezaron a traer cabellos blancos y a diseminarlos sobre la cabeza de Ernest. Trazaron surcos venerables sobre su frente, y arrugas sobre sus mejillas. Era un hombre anciano. Pero no había envejecido en vano: sus pensamientos sensatos superaban en número a las canas de su cabeza; sus surcos y arrugas eran inscripciones que había grabado el Tiempo y en ellas él había estampado leyendas de sabiduría que habían sido puestas a prueba por la sustancia de una vida. Y Ernest ya no era un desconocido. Sin que él lo buscara o lo deseara había llegado el renombre que muchos anhelan, y lo había hecho conocer en el vasto mundo, allende los confines del valle donde había morado tan apaciblemente. Profesores universitarios e incluso los hombres activos de las ciudades llegaban desde lejos para ver a Ernest y conversar con él, porque había circulado en el extranjero la noticia de que este simple campesino tenía ideas distintas de las de los otros hombres, que no había obtenido en los libros sino que tenían un tono más elevado... Una grandeza tranquila y familiar, como si hubiera platicado con los ángeles como con sus amigos cotidianos. Ya se tratara de eruditos, estadistas o filántropos, Ernest recibía a estos visitantes con la afable sinceridad que lo había caracterizado desde su infancia, y hablaba francamente con ellos acerca de lo que tenía prioridad o estaba más profundamente implantado en su corazón o en los de sus huéspedes. Mientras dialogaban juntos, su rostro se encendía, inconscientemente, y resplandecía sobre ellos, como una tenue luminaria crepuscular. Sus visitantes se retiraban y se alejaban por los caminos, impresionados por la madurez de semejante plática, y al pasar por el valle se detenían para contemplar el Gran Rostro de Piedra, creyendo que habían visto sus facciones en un semblante humano, pero sin poder recordar dónde.

Mientras Ernest había ido creciendo y luego envejeciendo, la Providencia generosa había concedido un nuevo poeta al terruño. Era también nativo del valle pero había pasado la mayor parte de su vida lejos de esa romántica comarca, vertiendo su dulce música en medio del estrépito y la agitación de las ciudades. Sin embargo, las montañas que él había conocido en su infancia erguían frecuentemente sus picos nevados en la trasparente atmósfera de su poesía. Ni había olvidado tampoco el Gran Rostro de Piedra, pues el poeta lo había celebrado en una oda lo suficientemente colosal como para ser pronunciada por sus propios labios majestuosos. Tenemos derecho a decir que este genio —había descendido del cielo con magníficas dotes. Si cantaba a una montaña, los ojos de toda la humanidad veían reposar sobre su seno o desplegarse hasta su cima una grandiosidad mayor que la que anteriormente se había visto en ella. Si su tema era un hermoso lago, una sonrisa celestial fulguraba ahora sobre su superficie, y allí resplandecería eternamente. Si se trataba del viejo e inmenso mar, basta, la profunda inmensidad de su temido abismo parecía remontarse a más altura, como conmovida por los sentimientos de la canción. De modo que el mundo asumió un aspecto distinto y mejor desde el momento en que el poeta lo bendijo con sus ojos dichosos. El Creador lo había engendrado como el toque último y mejor de su propia obra. La creación no quedó concluida mientras el poeta no llegó para interpretarla y, de ese modo, completarla.

En efecto no era menos sublime y bello cuando el tema de sus versos giraba en torno de sus hermanos los hombres. El hombre o la mujer, ajado por el polvo vulgar de la vida, que cruzaba su sendero cotidiano, y el niño que jugaba en él, se enaltecían cuando él los contemplaba con su espíritu de fe poética. Revelaba los eslabones de oro de la gran cadena que los unía a una estirpe angelical y desentrañaba los rasgos ocultos de un nacimiento celestial que los hacía dignos de semejante parentesco. Había algunos, en verdad, que pretendían demostrar la solidez de su juicio afirmando que la belleza y la dignidad del mundo natural sólo existían en la fantasía del poeta. Pero dejemos que tales individuos hablen por sí mismos, pues indudablemente parecerían haber sido forjados por la Naturaleza con despectiva amargura, recubiertos por ella con sus inmundicias, luego de la creación de todos los cerdos. Por lo que concierne al resto, el ideal del poeta era la más auténtica de las verdades. Los cánticos de este poeta llegaron al conocimiento de Ernest. Solía leerlos, después de su habitual faena, sentado en su banco junto a la puerta de la cabaña, allí donde durante tanto tiempo había poblado su reposo con pensamientos mientras contemplaba el Gran Rostro de Piedra. Y ahora, en tanto leía las estrofas que hacían vibrar su alma, elevó los ojos hacia el inmenso rostro que le sonreía con tanta benevolencia.

—Oh, majestuoso amigo —murmuró, dirigiéndose al Gran Rostro de Piedra—. ¿No es éste hombre digno de parecerse a ti?

El Rostro pareció sonreír, pero no contestó ni una palabra. Resultó que el poeta, si bien residía muy lejos de allí, no sólo había oído hablar de Ernest, sino que había meditado mucho acerca de su carácter, hasta que decidió que no había nada que anhelara tanto como entrevistar a ese hombre cuya callada sabiduría marchaba a la par de la noble sencillez de su vida. Por consiguiente, una mañana de verano, sacó un pasaje de ferrocarril y, al caer la tarde, se apeó de los vagones no lejos de la cabaña de Ernest. El gran hotel, que había sido antaño el palacio del señor Gathergold, estaba a pocos pasos de la estación, pero el poeta, con el bolso de viaje sobre el brazo, preguntó inmediatamente dónde vivía Ernest y decidió hacerse aceptar como huésped suyo.

Cuando se aproximó a la puerta encontró allí al buen viejo, que sostenía en la mano un volumen, que a ratos leía, para mirar luego tiernamente hacila el Gran Rostro de Piedra, con un dedo marcando las hojas.

—Buenas tardes —dijo el poeta—. ¿Puede alojar por una noche a un viajero?

—Con mucho gusto —respondió Ernest, y luego agregó, sonriendo—: Creo que el Gran Rostro de Piedra nunca miró a un forastero con expresión tan hospitalaria.

El poeta se sentó sobre el banco, junto a Ernest, y, empezaron a conversar. El poeta había dialogado a menudo con los más ingeniosos y los más sabios, pero nunca con un hombre como Ernest, cuyas ideas y sentimientos brotaban con una libertad tan natural, y que confería un tono tan familiar a las grandes verdades por el solo hecho de enunciarlas. Como se había dicho frecuentemente, los ángeles parecían haber trabajado a su vera en las labores del campo; los ángeles parecían haberse sentado con él junto a la chimenea; y, luego de vivir con los ángeles como un amigo entre amigos, había asimilado la sublimidad de sus ideas, y les había infundido el dulce y vulgar encanto de las palabras hogareñas. Esto era lo que pensaba el poeta, y Ernest, por su parte, se sentía conmovido y agitado por las imágenes vivas que el poeta volcaba de su espíritu, las cuales poblaban toda la atmósfera que rodeaba la puerta de la cabaña con cuadros de belleza, tan alegres como profundos. Las simpatías de estos dos hombres les impartían una sensibilidad mucho más profunda que la que cualquiera de ellos podría haber logrado por sí solo. Sus mentes armonizaban en un mismo diapasón y componían una melodía deliciosa que ninguno de ellos podría haber reivindicado como propia, así como tampoco podría haber desglosado su propio aporte del ajeno. Se conducían el uno al otro, por así decir, a un pabellón eminente de sus pensamientos, tan remoto, y hasta entonces tan velado, que nunca habían entrado antes en él, y tan maravilloso que anhelaban permanecer eternamente en su interior.

Mientras Ernest escuchaba al poeta, imaginaba que el Gran Rostro de Piedra se inclinaba para escuchar también. Por fin miró con fijeza los ojos centelleantes del poeta:

—¿Quién eres, huésped de tan extrañas dotes? —Inquirió.

El poeta apoyó un dedo sobre el volumen que Ernest había estado leyendo.

—Tú has leído estos poemas —dijo—. Entonces me conoces... porque yo los escribí.

Ernest examinó una vez más, y con mayor atención aún que antes, los rasgos del poeta. Luego se volvió hacia el Gran Rostro de Piedra y una vez más hacia su interlocutor, con expresión incierta. Pero el desaliento veló su semblante, sacudió la cabeza y suspiró.

—¿Por qué estás triste? —preguntó el poeta.

—Porque durante toda mi vida aguardé que se cumpliera una profecía —respondió Ernest—, y cuando leí estos poemas concebí la esperanza de que se cumpliera en ti.

—Tú esperabas encontrar en mí la imagen del Gran Rostro de Piedra —comentó el poeta, con una tenue sonrisa—. Y estás desilusionado, como lo estuviste antes con el señor Gathergold, y con el viejo Blood—and—Thunder, y con Old Stony Phiz. Sí, Ernest, éste es mi sino. Debes agregar mi nombre a los de los tres próceres, y registrar otro fracaso de tus esperanzas. Porque, y esto lo digo con vergüenza y pesar, Ernest, no soy digno de que ese semblante benévolo y majestuoso me retrate.

—¿Y por qué? —preguntó Ernest. Señaló el volumen—. ¿Estos pensamientos no son divinos?

—Tienen una veta de la Divinidad —contestó el poeta—. En ellos puedes percibir el eco lejano de un canto celestial. Pero mi vida, querido Ernest, no ha coincidido con mis pensamientos. He concebido grandes sueños, pero no han sido más que sueños, porque he vivido, y esto también por opción personal, en medio de realidades pobres y mezquinas. A veces, incluso, ¿me atreveré a confesarlo?, me falta fe en la grandeza, la hermosura y la bondad que, según se dice, mis obras han puesto aún más de relieve en la naturaleza y en la existencia humana. ¿Cómo, entonces, puro buscador del bien y la verdad, habrías de encontrarme en esa lejana imagen de la divinidad?

El poeta habló amargamente y sus ojos estaban empañados por las lágrimas. También lo estaban los de Ernest.

A la hora del crepúsculo, Ernest debía arengar a una asamblea de vecinos, al aire libre, tal como acostumbraba hacerlo con frecuencia. Él y el poeta se dirigieron hacia el lugar de reunión, tomados del brazo y sin dejar de conversar. Se trataba de un pequeño rincón enclavado entre las colinas, que tenía un gris precipicio a las espaldas y cuyo agreste farallón anterior estaba animado por el grato follaje de muchas plantas trepadoras que tendían un tapiz sobre la roca desnuda, con sus festones que colgaban desde todas sus ásperas aristas. En una pequeña elevación rodeada por un rico marco de verdura había un nicho, suficientemente amplio para admitir la presencia de una figura humana con la libertad necesaria para aquellos ademanes que acompañan espontáneamente la expresión de los pensamientos graves y las emociones auténticas.

Ernest ascendió a este púlpito natural y paseó sobre su auditorio una mirada de familiar benevolencia. Los oyentes estaban de pie, o sentados, o recostados sobre el césped, según las diversas preferencias, en tanto que el sol poniente los iluminaba oblicuamente y mezclaba su atenuado júbilo con la solemnidad de un monte de árboles vetustos, debajo y a través de cuyas ramas debían pasar los rayos dorados. En otra dirección se veía el Gran Rostro de Piedra, con el mismo júbilo —combinado con la misma solemnidad— en su semblante propicio. Ernest empezó a hablar, comunicando al pueblo lo que bullía en su corazón y su mente. Sus palabras eran vigorosas, porque concordaban con sus pensamientos, y éstos eran realistas y profundos, porque armonizaban con la existencia que siempre había vivido. Lo que emanaba de los labios de este predicador no era un simple aliento: eran palabras de vida, porque con ellas estaba fusionada una existencia de buenas acciones y santo amor. En esa corriente preciosa se habían disuelto puras y ricas perlas. A medida que escuchaba, el poeta comprendía que la esencia y el carácter de Ernest encerraban una veta poética más noble que la de cualquiera de sus obras escritas. Con los ojos iluminados por las lágrimas, contemplaba reverentemente al hombre venerable, y se decía para sus adentros que nunca había habido una imagen más digna de un poeta y un sabio que la de ese rostro apacible, dulce, inteligente, coronado por la aureola de su cabellera blanca. A lo lejos, aunque nítidamente visible, encumbrado en el resplandor dorado del sol poniente, se erguía el Gran Rostro de Piedra, circundado por níveas brumas semejantes a los cabellos blancos que enmarcaban la frente de Ernest. Su mirada de prodigiosa benevolencia parecía abarcar el mundo.

En ese momento, hermanándose con un pensamiento que iba a enunciar, el rostro de Ernest asumió una majestuosidad de expresión tan impregnada de bondad que el poeta, obedeciendo a un impulso irresistible, elevó los brazos al cielo y gritó:

—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Ernest mismo es el sosías del Gran Rostro de Piedra!

Entonces todo el público miró y descubrió que lo que decía el sagaz poeta era cierto. La profecía se había cumplido. Pero Ernest, habiendo concluido su discurso, tomó el brazo del poeta y enfiló hacia su casa con paso lento, aguardando aún que algún día apareciera un hombre más sabio y mejor que él, un hombre cuyas facciones se asemejaran a las del GRAN ROSTRO DE PIEDRA.

Nathaniel Hawthorne (1804-1864)




Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.


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El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: El Gran Rostro de Piedra (The Great Stone Face), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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