«La orilla triste»: Fritz Leiber; relato y análisis.
La orilla triste (The Bleak Shore) es un relato fantástico del escritor norteamericano Fritz Leiber (1910-1992), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1940 de la revista Unknown Fantasy Fiction, y luego reeditado en la antología de 1957: Aventura de dos buscados (Two Sought Adventure).
La orilla triste, uno de los cuentos de Fritz Leiber más extraños y evocadores, pertenece al ciclo de Fafhrd y el Ratonero Gris, quienes se encuentran con un hombre pequeño, pálido, vestido de negro, de frente blanca, abultada, y ojos fríos y hundidos, quien les enseña que la muerte puede tener muchas caras, muchas voces, y que incluso puede convocarnos con una simple frase. A veces basta decir la orilla triste para que tengas que irte con ella.
La orilla triste.
The Bleak Shore, Fritz Leiber (1910-1992)
—¿Así, tú crees que un hombre puede engañar a la muerte y burlar al destino? —preguntó el hombrecillo pálido de frente abombada, oculta por un negro capuchón.
El Ratonero Gris, que sostenía el cubilete a punto de arrojar los dados, se detuvo para dirigir una rápida mirada de soslayo a quien así le interrogaba.
—Yo he dicho que un hombre astuto puede engañar a la muerte durante mucho tiempo.
La taberna de la antigua Lankhmar, capital del país de Lankhmar, que no figura en los libros de historia, resonaba con roncas voces y risotadas. Entre el público predominaban los espadachines, y el resonar de los aceros se mezclaba con el entrechocar de los vasos, que servía de ruido de fondo para la risa alocada de las mujerzuelas. Los jactanciosos soldados de la guardia se codeaban con los matones a sueldo de los jóvenes señores. Entre ellos correteaban sonrientes siervos, cargados con jarras de vino. En un rincón bailaba una joven esclava; el tintineo de sus ajorcas de plata se perdía entre la barahúnda. Al otro lado de las ventanucas de postigos fuertemente cerrados aullaba el viento del sur, cargado de polvo que se depositaba entre los cantos rodados que empedraban la calle y enturbiaba la vista de las estrellas. Pero en la taberna reinaba la más jovial confusión.
El Ratonero Gris estaba ante la mesa de juego en compañía de una docena de clientes. Vestía todo de gris —justillo, camisa de seda y gorra de piel de ratón— pero sus ojos negros y centelleantes y su sonrisa inescrutable le conferían mayor vivacidad que a los demás, con excepción del corpulento bárbaro de cabellos cobrizos que estaba a su lado, que reía ruidosamente y trasegaba enormes vasos del agrio y pesado vino de Lankhmar como si fuera cerveza.
—Dicen que tú eres un hábil espadachín y que has visto la muerte de cerca muchas veces —continuó el hombrecillo pálido de ropaje negro, entreabriendo apenas sus delgados labios para pronunciar estas palabras.
Pero el Ratonero ya había tirado, y los extraños dados de Lankhmar se detuvieron con los símbolos de la anguila y la serpiente en la parte superior, y él recogió un montón de monedas triangulares de oro. Fue el bárbaro quien respondió por él.
—Sí, el Gris maneja muy bien la espada... casi tan bien como yo. También es un gran tramposo jugando a los dados.
—¿Eres tú, pues, Fafhrd el hombre del Norte —preguntó su interlocutor—, y tú también crees que un hombre puede engañar a la muerte, por hábil que sea en hacer trampas con los dados?
El bárbaro sonrió mostrando su blanca dentadura y miró intrigado al hombrecillo pálido, cuyo aspecto sombrío y cuyos modales tan extrañamente contrastaban con la turbulenta concurrencia que se apiñaba en la taberna de techo bajo, llena de humo y vapores del alcohol.
—Has vuelto a acertar —dijo en tono fanfarrón—. Yo soy Fafhrd el hombre del Norte, y estoy dispuesto a emplear mi ingenio para burlarme del destino. —Dio un codazo a su compañero—. Oye, Ratonero, ¿qué piensas de ese ratoncito negro que ha entrado aquí por una grieta del suelo y que quiere hablar contigo y conmigo acerca de la muerte?
El hombre vestido de negro no pareció advertir el tono insultante y burlón. Sus labios exangües se movieron de nuevo imperceptiblemente, pero sus palabras no resultaron afectadas por el clamor que reinaba en la taberna, e hirieron los oídos de Fafhrd y el Ratonero Gris con extraña claridad.
—Se dice que ambos estuvisteis muy cerca de la muerte en la Ciudad Prohibida de los ídolos Negros, en la trampa pétrea de Angarngi, y en la brumosa isla del Mar de los Monstruos. Se dice también que habéis luchado con el destino en el Desierto Helado y en los laberintos de Klesth. Pero, ¿quién puede estar seguro de estas cosas, y de si tuvisteis tan cerca la muerte y el destino? ¿Quién sabe si ambos no sois más que unos fanfarrones que se pavonean demasiado? Ahora bien, he oído decir que la muerte llama a veces a los hombres con una voz que sólo ellos pueden oír. Entonces, quien escucha la llamada debe alzarse y dejar a sus amigos, para ir adonde la muerte le ordene, y enfrentarse allí con su destino. ¿Os ha llamado alguna vez la muerte de esta guisa?
Fafhrd pudiera haber reído, pero no lo hizo. El Ratonero tenía una mordaz respuesta en la punta de la lengua, pero en vez de ella dijo:
—¿Con qué palabras puede llamar la muerte?
—Eso depende —dijo el hombrecillo—. Puede miraros como yo lo hago y decir: «La Orilla Triste». Nada más que eso. «La Orilla Triste». Y ambos os levantaríais y tendríais que ir.
Esta vez Fafhrd quiso reír, pero la risa no salió de su garganta. Lo único que ambos pudieron hacer fue sostener la mirada del hombrecillo de frente blanca y abombada, mirar estúpidamente a sus ojos fríos y cavernosos. En torno a ellos la concurrencia lanzaba risotadas ante alguna broma. Un guardia borracho cantaba a grito pelado. Los jugadores llamaron con impaciencia al Ratonero, diciéndole que hiciese su próxima apuesta. Una mujer vestida de rojo y oro, y que reía alocadamente, pasó tropezando junto al hombrecillo pálido, casi rozando la negra caperuza que le cubría la cabeza. Pero él no se movió. Y Fafhrd y el Ratonero Gris continuaron mirando fijamente —fascinados y desvalidos— sus fríos ojos negros, que parecieron convertirse en dos pequeños túneles que conducían a lugares remotos y perversos. Algo más profundo que el miedo les agarrotó con puño de hierro. El ruido de la taberna pareció atenuarse, y la vieron como si la contemplasen a través de muchos espesores de cristal. Únicamente veían aquellos ojos y lo que había más allá de ellos; era algo desolado, terrible y funesto.
—La Orilla Triste —repitió el misterioso personaje—, y vosotros tendréis que ir.
Entonces todos cuantos se hallaban en la taberna vieron cómo se levantaban Fafhrd y el Ratonero Gris, y sin pronunciar palabra de despedida ni hacer ninguna seña, se dirigieron juntos a la baja puerta de roble. Un guardia lanzó una maldición cuando el corpulento hombre del Norte lo apartó ciegamente de un empellón. Se oyeron algunas interpelaciones y sarcasmos —el Ratonero se llevaba sus ganancias— pero pronto todos se callaron, pues percibieron algo extraño y pavoroso en el aspecto de ambos. Nadie reparó en el hombrecillo pálido vestido de negro. Vieron abrirse la puerta. Oyeron el seco gemido del viento y un golpeteo hueco causado sin duda por el toldo. Vieron alzarse un torbellino de polvo ante el umbral. Luego la puerta se cerró y Fafhrd y el Ratonero desaparecieron.
Nadie les vio dirigirse a los grandes muelles de piedra que bordean el río Hlal de un extremo de Lankhmar a otro. Nadie vio zarpar la nave roja de Fafhrd, con sus velas de sangre y su aparejo norteño, para introducirse en la corriente que desciende hacia el tormentoso Mar Interior. La noche era oscura y la tempestad de polvo mantenía a las gentes en sus casas. Pero al día siguiente se habían ido ellos y su nave, con su tripulación Mingold de cuatro hombres... prisioneros convertidos en esclavos, que habían jurado servirles durante toda su vida, y que Fafhrd y el Ratonero capturaron en su incursión contra la Ciudad Prohibida de los ídolos Negros.
Unos quince días después llegó una noticia a Lankhmar procedente de Finisterre, el pequeño puerto situado más allá de todos los puertos hacia poniente, en las mismas orillas del Mar Exterior, que no surca ninguna nave. Decía la noticia que una embarcación con aparejo nórdico había recalado en aquel puerto para tomar a bordo una insólita cantidad de víveres y de agua... insólita porque sólo había seis hombres en la nave: un ceñudo bárbaro del Norte, de tez blanca; un hombrecillo vestido de gris que no sonreía, y cuatro mingotes de fuerte complexión, cabellos negros y faz estólida. Después la esbelta nave se hizo a la vela y zarpó en derechura hacia Poniente. Los habitantes de Finisterre siguieron con la mirada la vela roja hasta la caída de la noche, moviendo con asombro la cabeza ante la audacia de aquellos navegantes.
Cuando esta noticia se repitió en Lankhmar, fueron muchos también los que movieron la cabeza, y algunos se refirieron en términos significativos a la peculiar conducta de los dos amigos la noche de su partida. Y cuando las emanas se convirtieron en meses y los meses fuéronse sucediendo lentamente, cada vez fueron más los que dieron por muertos a Fafhrd y el Ratonero Gris. Hasta que un día hizo su aparición Ourph el Mingold, que contó una curiosa historia a los hombres que descargaban naves en el muelle de Lankhmar. Hubo algunas diferencias de opinión acerca de la veracidad de esta historia, pues si bien Ourph hablaba el suave idioma de Lankhmar con bastante perfección, era un forastero, y cuando se hubo ido, nadie pudo demostrar que no fuese uno de los cuatro mingoles embarcados en la nave nórdica. Además su relato dejaba sin respuesta varias enigmáticas preguntas, siendo ésta una de las razones por la que muchos lo consideraban falso.
—Estaban locos —dijo Ourph— o bajo los efectos de una maldición, esos dos hombres, el alto y el bajo. Lo sospeché cuando nos perdonaron la vida al pie de las mismas murallas de la Ciudad Prohibida. Y lo supe por seguro cuando navegaron sin parar hacia el oeste sin arriar jamás las velas, sin cambiar de rumbo, manteniendo siempre la estrella de los hielos por la banda de estribor. Apenas hablaban, dormían poco y no reían en absoluto. ¡Estaban malditos, sí! En cuanto a nosotros cuatro —Teevs, Larlt, Ouwenyis y yo— nos trataban bien, aunque hacían caso omiso de nuestra presencia. Nosotros teníamos nuestros amuletos para defendernos de las magias malignas. Habíamos jurado ser sus esclavos hasta la muerte. Eramos hombres de la Ciudad Prohibida. No nos amotinamos. Navegamos durante muchos días. La mar era tranquila y desierta a nuestro alrededor, y pequeña, muy pequeña, parecía como si se inclinase y desapareciese de vista por el norte, el sur y el temible oeste, como si la mar terminase a una hora de navegación de donde estábamos. Y después empezó a adquirir también el mismo aspecto por el este. Pero la mano del gigantesco hombre del Norte empuñaba firmemente el timón, y la mano de su pequeño compañero gris era tan firme como la suya. Nosotros cuatro nos pasábamos las horas sentados en la proa, porque apenas teníamos que ocuparnos de las velas, y día y noche nos jugábamos a los dados nuestros amuletos, nuestras monedas y nuestras ropas... y, de no haber sido esclavos, nos hubiéramos jugado también nuestro pellejo y nuestros huesos.
Para llevar cuenta de los días, me até una cuerdecita en torno a mi pulgar derecho y la fui pasando de un dedo a otro cada día hasta que del meñique derecho saltó el meñique izquierdo y volvió a mi pulgar izquierdo. Entonces empecé de nuevo con el pulgar derecho de Teevs. Cuando llegué a su pulgar izquierdo continué con Larlt. Así pudimos contar los días y saber los que pasaron. Y cada día el cielo se hacía más vacío y la mar más pequeña, hasta que pareció que el horizonte estaba únicamente a tiro de arco de nuestra proa, nuestra popa y los costados de nuestra nave. Teevs dijo que estábamos sobre unas aguas encantadas, que nos llevaban por los aires hacia la estrella roja llamada Infierno.
Seguramente Teevs tenía razón. No podía haber tanta agua hacia el oeste. Lo digo yo, que he atravesado el Mar Interior y el Mar de los Monstruos. Cuando la cuerda rodeaba el dedo anular izquierdo de Larlt, nos asaltó una gran tempestad que venía del sureste. Durante tres días seguidos su fuerza fue en aumento, encrespando las aguas en grandes olas espumeantes, por las que subíamos y bajábamos mientras el rocío salpicaba nuestros mástiles. Somos los únicos hombres que hemos visto o verán olas tan colosales, más altas que nuestro palo mayor; no están hechas a nuestra medida ni a la de nuestros océanos. Entonces tuve nuevas pruebas de que nuestros amos se hallaban bajo una maldición. Hicieron caso omiso de la tempestad y dejaron que ésta desgarrase las velas. No se inmutaron cuando Teevs fue arrebatado por una ola, cuando el buque quedó medio anegado y lleno de espuma hasta las bordas, ni cuando nuestros cubos de achique espumeaban como jarras de cerveza. Ambos permanecían de pie en la popa, atados al gobernalle, empapados por las olas impetuosas, con la vista fija en la proa, cual si conversasen con seres que sólo los embrujados pueden oír. ¡Sí, estaban malditos! Algún oscuro demonio protegía sus vidas, por tenebrosas razones que sólo él sabía. ¿Cómo si no se explica que atravesáramos indemnes la tempestad?
Porque cuando la cuerda estaba en el pulgar izquierdo de Larlt, las gigantescas olas coronadas de espuma se convirtieron en un gran oleaje negro que el viento que soplaba del oeste hinchaba sin blanquearlo. Cuando llegó el alba y lo vimos, Ouwenyis exclamó que navegábamos por arte de magia sobre un mar de arena negra, y Larlt aseguró que durante la noche y en el curso de la tempestad habíamos caído en el océano de aceite sulfuroso que algunos dicen que existe bajo la tierra... pues Larlt había visto los negros y burbujeantes lagos del Extremo Oriente; yo recordé lo que había dicho Teevs y me pregunté si el agua que nos sostenía no habría sido transportada por los aires, para caer en un mar completamente distinto de un mundo desconocido.
Pero el hombrecillo gris escuchó nuestras conversaciones, arrojó un cubo por la borda y nos roció con él, por lo que supimos que el casco de nuestra nave aún tocaba en el agua y que ésta aún era salada... fuese lo que fuese aquel agua. Y entonces nos ordenó que remendásemos las velas y reparásemos los desperfectos de la nave. A mediodía volábamos hacia el oeste con una velocidad aún mayor que la que alcanzamos durante la tempestad, pero tan largas eran las olas y tan velozmente avanzaban con nosotros, que sólo remontábamos cinco o seis de ellas en un solo día. ¡Por los ídolos Negros, os aseguro que eran muy largas!
Y entonces la cuerda empezó a pasar por los dedos de Ouwenyis. Pero las nubes parecían de plomo sobre nosotros, lo mismo que la pesada y extraña mar que rodeaba nuestro casco, y no sabíamos si la luz que se filtraba por aquélla era la del sol o de una luna hechicera, y cuando pudimos ver las estrellas éstas nos fueron desconocidas. Pero la blanca mano del hombre del Norte seguía empuñando firmemente el gobernalle, y él y su compañero seguían mirando fijamente al frente. Pero al tercer día de nuestra navegación por aquel mar tenebroso el hombre del Norte rompió el silencio. Una terrible sonrisa desprovista de toda alegría plegó sus labios, y le oí murmurar: «La Orilla Triste». Nada más que esto.
El Gris asintió, como si estas palabras encerrasen una virtud portentosa. Cuatro veces se las oí pronunciar al hombre del Norte, y así quedaron grabadas en mi memoria. Los días hiciéronse más oscuros y más fríos, las nubes eran cada vez más bajas y amenazadoras, como el techo de una gran caverna. Y cuando la cuerda estaba en el índice de Ouwenyis, vimos ante nosotros una extensión plomiza e inmóvil, que se confundía con las olas pero se levantaba sobre ellas, y supimos que habíamos arribado a «La Orilla Triste». Cada vez a mayor altura se elevaba la orilla, hasta que pudimos distinguir las imponentes torres de basalto, redondeadas como las olas del mar y sembradas de peñascos grisáceos, que en algunos puntos mostraban manchas blancuzcas, como causadas por las deyecciones de las aves... aunque allí no vimos aves. Sobre los acantilados se extendían los negros nubarrones, y al pie de aquéllos vimos únicamente una faja de arenas pálidas.
Entonces el hombre del Norte metió el gobernalle a una banda y fuimos en derechura hacia la costa, como si se propusiese estrellarnos contra ella, pero en el último momento nos hizo pasar a un mástil de distancia de un escollo redondeado que apenas rompía la cresta del oleaje, y nos encontró un fondeadero. Echamos el ancla y nos detuvimos seguros.
-Entonces el hombre del Norte y el Gris, moviéndose como los personajes de un sueño, revistieron sus armas, poniéndose cada uno de ellos un camisote de cota de malla ligera y un yelmo redondo y sin cimera... tanto los yelmos como la cota de malla estaban blancos de sal que había depositado en ellos la espuma y el rocío marino. Y ciñeron la espada al costado, se echaron a los hombros unos grandes mantos, y, después de tomar un poco de comida y de agua, nos ordenaron que botásemos el chinchorro. Yo mismo los llevé remando a tierra, y ambos saltaron a la playa y se encaminaron hacia los acantilados. Entonces, aunque me dominaba un gran pavor, les grité: «¿Adónde vais? ¿Debemos seguiros? ¿Qué tenemos que hacer?» Durante unos instantes no me contestaron. Luego, sin volver la cabeza, el Gris me contestó con un murmullo ronco apenas perceptible. «No nos sigáis. Somos hombres muertos. Regresad, si podéis».
Yo me estremecí e incliné la cabeza en asentimiento a estas palabras. Después regresé remando a la nave. Ouwenyis, Larlt y yo les vimos escalar los abruptos y redondeados riscos. Se fueron empequeñeciendo a nuestra vista, hasta que el hombre del Norte parecía un diminuto escarabajo y su gris compañero era casi invisible, salvo cuando cruzaban un espacio blanquecino del mar cerca de la costa, y comprendimos que podíamos hacernos a la mar. Pero nos quedamos, porque, vamos a ver... ¿no habíamos jurado fidelidad a nuestros amos? ¿Y no soy yo un Mingold? Al caer la noche, el viento aumentó en intensidad, lo mismo que nuestro deseo de partir... aunque sólo fuese para perecer ahogados en aquel mar ignoto. No nos gustaban los riscos basálticos extrañamente redondeados de la Orilla Triste; no nos gustaba no ver gaviotas, halcones y ninguna clase de aves en aquel aire plomizo, ni algas en la playa. Y entonces los tres empezamos a ver algo brillante y negro en lo alto de los acantilados. Pero esperamos hasta la hora tercia de la noche para levar anclas y alejarnos de la Orilla Triste.
Encontramos otra terrible tempestad tras varios días de navegación, y quizás ésta nos arrojó de nuevo a mares conocidos. Ouwenyis se cayó por la borda y Larlt enloqueció de sed, y hacia el final del viaje ni yo mismo me daba cuenta de nada. Solo sé que fui arrojado a la costa del sur, en las cercanías de Quarmall y que, después de innúmeras dificultades, conseguí llegar aquí a Lankhmar. Pero en mis sueños vuelvo a ver aquellos negros acantilados y me asalta la visión de los blancos huesos de mis amos y de sus calaveras, que miran con ojos vacíos y una horrible sonrisa algo extraño y mortífero.
Sin hacer caso de la fatiga que envaraba sus músculos, el Ratonero Gris contorneó el último peñasco, haciendo presa con manos y pies en los resquicios que presentaba la unión del granito y el basalto negro, y finalmente se irguió en la cumbre de los riscos redondeados que cerraban como un baluarte la Orilla Triste. Se percató de la presencia a su lado de Fafhrd el hombre del Norte, como una vaga y corpulenta figura vestida con cota de malla y capa. Pero le veía con dificultad, como a través de muchos espesores de cristal. Lo único que veía claramente —y le parecía que había estado mirando por ellos desde hacía una eternidad —eran dos ojos negros y cavernosos que parecían dos túneles, a cuyo extremo había algo desolado y mortífero, que antes había estado muy lejos pero que ahora se hallaba al alcance de su mano. Así había sido, desde que se levantó de la mesa de juego en la taberna de Lankhmar.
Recordó vagamente la forma como le miraban los moradores de Finisterre, la espuma y la furia de la tempestad, la curva del mar oscuro y la expresión de terror en la cara de Ourph el Mingold; estos recuerdos también los veía como a través de muchos espesores de cristal. Comprendió confusamente que él y su compañero se hallaban bajo una maldición, y que por fin habían llegado a la fuente de donde emanaba. El desolado paisaje que se extendía ante ellos no mostraba el menor signo de vida. A sus pies el basalto descendía para formar una gran concavidad cuyo fondo estaba constituido por arena negra... diminutos granos ferruginosos. Medio enterrados en la arena, el Ratonero Gris vio cerca de medio centenar de los que le parecieron peñascos ovalados de distintos tamaños y negros como la tinta.
Pero su redondez era demasiado perfecta, su forma excesivamente regular, y poco a poco el Ratonero fue comprendiendo que no eran peñascos, sino monstruosos huevos negros, algunos pequeños, otros tan grandes que un hombre no hubiera podido rodearlos con sus brazos y uno de ellos tan enorme, que parecía una tienda hemisférica.
Esparcidos por la arena habían multitud de osamentas, grandes y pequeñas. El Ratonero reconoció el cráneo de un verraco, armado de grandes colmillos, y otros dos más pequeños, pertenecientes a lobos. Vio también el esqueleto de un gran felino, agazapado como para atacar. Más allá yacían los huesos de un caballo, y junto a ellos la caja torácica de un hombre o un antropoide. Los huesos formaban un círculo blanco y resplandeciente en torno a los enormes huevos negros. De un lugar indeterminado llegó a ellos una voz desprovista de tonalidad, débil pero clara, de tono imperativo, que decía:
—Una muerte de guerreros para los guerreros.
El Ratonero conocía la voz, porque ésta había estado resonando durante semanas en sus oídos, desde el día en que brotó de los labios de un hombrecillo pálido y de frente abultada, envuelto en negras vestiduras y sentado a su lado en una taberna de Lankhmar. Entonces vio que lo que tenía ante él no se hallaba completamente desprovisto de vida. Un extraño movimiento se estaba produciendo en la Orilla Triste. Una grieta había aparecido en uno de los grandes huevos negros, y luego en otro, y las grietas se ramificaban y se ensanchaban mientras los cascarones se resquebrajaban y caían en pedazos al suelo negro y arenoso. El Ratonero comprendió que esto ocurría en respuesta a la orden proferida por la voz.
Supo que aquel era el fin que la vocecita del desconocido le ordenó que fuese a buscar en la otra orilla del Mar Exterior. Incapaz de seguir avanzando, observó sombríamente cómo progresaba con lentitud aquella monstruosa eclosión. Bajo aquel cielo plomizo y tenebroso vio nacer dos muertes gemelas, una para él y otra para su compañero. Tuvo el primer atisbo de su naturaleza al ver asomar por una grieta, ensanchándola más, una larga garra que parecía una espada. La caída de fragmentos del cascarón se aceleró.
Los dos seres que surgieron en las crecientes tinieblas eran monstruosos incluso para la mente embotada del Ratonero. Andaban dando grandes zancadas, erguidos como los hombres pero más altos, con cabeza de reptil rematada por una cresta ósea que parecía un casco, y con patas provistas de garras de lagarto, hombros provistos de espinas óseas y patas delanteras terminadas en una sola garra, que tenían una vara de largo. En la semioscuridad parecían horrendas caricaturas de combatientes, provistos de coraza y espada. La escasa luz no ocultaba el color amarillento de sus ojos parpadeantes. Entonces la voz repitió:
—Una muerte de guerreros para los guerreros.
Al conjuro de estas palabras, los paralizados miembros del Ratonero recuperaron sus movimientos. Por unos instantes creyó despertar de un sueño. Pero entonces vio a los horrendos seres recién nacidos corriendo hacia ellos, mientras de sus largos hocicos brotaba un agudo y ávido alarido. A su lado se escuchó el ruido que hacía la espada de Fafhrd al salir de su vaina. Entonces el Ratonero desenvainó la suya, con la que un momento después paró la estocada dirigida contra su garganta por una garra que parecía de acero. Simultáneamente Fafhrd paró un golpe semejante asestado por el otro monstruo. Lo que a continuación siguió fue una verdadera pesadilla. Aquellas garras que parecían espadas lanzaban estocadas y tajos.
Sin embargo, y pese a la velocidad de los golpes, los dos hombres conseguían pararlos, pese a que eran cuatro contra dos. Las estocadas con que ellos replicaban rebotaban contra una impenetrable armadura ósea. De pronto ambos seres se abalanzaron a una sobre el Ratonero. Fafhrd los atacó de costado, y consiguió salvarlo. Pero poco a poco los dos compañeros iban siendo obligados a retrocer hacia el acantilado. Las dos bestias parecían incansables, como si fuesen de hueso y metal y no de carne. El Ratonero vio el fin inminente. Aunque él y Fafhrd consiguiesen contener a los monstruos unos momentos más, la fatiga terminaría por dominarlos, pararían los golpes con menos fuerza y las bestias los vencerían.
Como si fuese un preludio a este fin, el Ratonero sintió que una garra le rozaba la muñeca. Y entonces recordó los ojos negros y cavernosos que les habían atraído al otro lado del Mar Exterior, y la voz que les condenó a tan funesto destino. Y le dominó una extraña y loca furia... que no iba dirigida contra las bestias sino contra su amo. Le pareció ver a los ojos negros y muertos fijos en él desde el fondo de la concavidad llena de arena negra. Entonces perdió el dominio de sí mismo. Cuando los dos monstruos intentaron un nuevo ataque concertado contra Fafhard no se volvió para ayudarle, sino que pasó junto a ellos y bajó corriendo a la hondonada, en dirección a los huevos hundidos en la arena. Al quedarse solo frente a los monstruos, Fafhrd se puso a luchar como un poseído, haciendo tremendos molinetes con su espada, que silbaba al hendir el aire, mientras sus últimas energías prestaban vigor a sus músculos. Apenas advirtió que una de las dos bestias dio media vuelta y partió en persecución de su camarada.
El Ratonero estaba entre los huevos, y se detuvo frente a uno que brillaba más que los restantes y que era más pequeño. Con gesto vengador hundió su espada en él. El golpe fue tan fuerte, que la mano le quedó entumecida. El huevo cayó hecho pedazos. Entonces el Ratonero supo cuál era la fuente del mal que poseía a la Orilla Triste; supo qué extraño ser hijo del infierno yacía allí como una pústula maligna, difundiendo la muerte y llamando a los hombres a su perdición. Oyó a sus espaldas los rápidos pasos y los ávidos alaridos del monstruo destinado a aniquilarlo. Pero en vez de volverse, levantó su espada y la abatió silbando sobre la criatura medio embrionaria que se refocilaba en secreto por la muerte de los hombres que había atraído hasta allí. La espada se clavó en la abombada frente del hombrecillo pálido de labios delgados.
Esperó entonces el golpe final de la garra. Pero aquel golpe no llegó. Volviéndose, vio al monstruo tendido e inmóvil en la arena negra. A su alrededor, los mortíferos huevos se deshacían, convertidos en polvo. Recortándose contra la semioscuridad del cielo, vio a Fafhrd que venía con paso vacilante hacia él, pronunciando entrecortadas palabras de alivio y maravilla con una voz profunda y gutural mezclada con sollozos. La muerte había abandonado la Orilla Triste, la maldición había sido cortada de raíz. De la noche llegó el graznido jubiloso de un ave marina, y Fafhrd y el Ratonero pensaron en el largo y desconocido camino que tendrían que recorrer para regresar a Lankhmar.
Fritz Leiber (1910-1992)
Relatos góticos. I Relatos de Fritz Leiber.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Fritz Leiber: La orilla triste (The Bleak Shore), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
0 comentarios:
Publicar un comentario