«Un error en la cuarta dimensión»: Rudyard Kipling; relato y análisis


«Un error en la cuarta dimensión»: Rudyard Kipling; relato y análisis.




Un error en la cuarta dimensión (An Error in the Fourth Dimension) es un relato del escritor británico Rudyard Kipling (1865-1936), publicado por primera vez en la edición de diciembre de 1894 de la revista Cosmopolitan, y luego reeditado en la antología de 1898: El trabajo de un día (The Day's Work).

Un error en la cuarta dimensión, quizás uno de los cuentos de Rudyard Kipling menos conocidos, relata la historia de Wilton Sargent, un millonario estadounidense, coleccionista y anglófilo, quien perseguido por la prensa y la opinión pública de su país, hasta que finalmente se instala en Inglaterra, donde su poder y su riqueza le permiten comprar toda clase de servicios.




Un error en la cuarta dimensión.
An Error in the Fourth Dimension, Rudyard Kipling (1865-1936)

Antes de cumplir los treinta años descubrió que no había nadie que se entretuviera con él. Aunque en su cuenta se acumulaba la riqueza de tres laboriosas generaciones, aunque sus gustos en materia de libros, guarnicíones, alfombras, espadas, bronces, lacas, cuadros, láminas, estatuas, caballos, conservatorios y agricultura eran refinados y católicos, la opinión pública de su zona quería saber por qué no asistía diariamente a los oficios tal como había hecho su padre antes de él.

Por eso huyó, y a sus espaldas gritaron que era un anglomaníaco carente de patriotismo, nacido para consumir los frutos que otros habían sembrado y ca rente por completo de espíritu público. Llevaba monóculo; alrededor de su casa de campo había construido un muro con una alta puerta que se mantenía cerrada, en lugar de invitar a América a sentarse en sus lechos de flores; pedía la ropa a Inglaterra; y la prensa de la ciudad en la que residía le maldijo durante dos días consecutivos por diversos motivos, desde su monóculo hasta sus pantalones. Cuando volvió a salir a la luz lo hizo en Piccadilly, donde ni las tiendas de un ejército invasor llamarían la atención.

Si tenía dinero y tiempo libre, Inglaterra estaba dispuesta a darle todo lo que podía comprarse con dinero y tiempo. Pagado ese precio, la nación no haría preguntas. Tomó su talonario de cheques y las cosas acumuladas, al principio con precaución, pues recordaba que en América las cosas poseen al hombre. Pero descubrió complacido que en Inglaterra podía poner sus pertenencias bajo los pies; pues clases, rangos y denominaciones de personas surgían, por así decirlo, de la tierra y silenciosa y discretamente se hacían cargo de sus posesiones. Habían nacido y habían sido educados con ese único propósito: ser siervos del talonario de cheques. Cuando éste terminaba, desaparecían tan misteriosamente como habían aparecido.

La impenetrabilidad de esta vida regulada le irritaba, y se esforzó por aprender algo del aspecto huma no de esas gentes. Se retiró frustrado, decidido a que le formaran sus domésticos. En América, lo nativo desmoraliza al criado inglés. En Inglaterra, el criado educa al amo. Wilton Sargent se esforzó por aprender todo lo que le enseñaron con el mismo ardor con el que se había esforzado su padre para arruinar, antes de ser capturado, el ferrocarril de su tierra natal; y debió de haber alguna gota de la antigua sangre de bandido del ferrocarril que le hizo comprar, por un pedazo de pan, Holt Hangers, cuyo prado de cuarenta acres, como sabe todo el mundo, desciende aterciopeladamente hasta las cuatro vías del Ferrocarril Gran Buchoman.

Los trenes pasaban casi continuamente, produciendo un zumbido de abeja durante el día y un aleteo de potentes alas durante la noche. El hijo de Merton Sargent tenía buenas razones para estar interesado por ellos. Poseía capital mayoritario en varios miles de millas de vía —vía no permanente— construidas en planes totalmente diferentes, sobre las que las locomotoras silbaban eternamente en los pasos a nivel, y los coches-salón de fabuloso costo e inquietante diseño patinaban en curvas que el Gran Buchonian hubiera considerado inseguras incluso en una vía de construcción. Desde el borde de su prado podía divisar los metales sobre cojinetes cayéndose, rígidos como una cuerda de arco, sobre el valle del Prest, tachonado por la larga perspectiva de las señales de bloqueo, estribadas con piedra y llevadas, muy por encima de todo posible riesgo, sobre un terraplén de doce metros.

Por sí mismo se habría construido un coche priva do, y lo habría guardado en la estación de ferrocarril más próxima, Amberley Royal, situada a cinco millas. Pero aquellos en cuyas manos se había puesto para su formación inglesa sabían muy poco de ferrocarriles, y todavía menos de coches privados. De los ferrocarriles sólo sabían que era algo que existía dentro del plan de las cosas dispuestas para su conveniencia. Y en cuanto al coche privado consideraban que era «claramente americano»; y con la versatilidad de su raza Wilton Sargent había decidido ser algo más inglés que el inglés.

Lo logró hasta un punto admirable. Aprendió a no redecorar Holt Hangers, aunque lo caldeó; a dejar solos a sus invitados; a evitar las presentaciones superfluas; a abandonar los modales, que tenía en abundancia, y retenerse de un modo que sólo podía conseguirse tras grandes esfuerzos. Aprendió a dejar que otras personas, contratadas con esos fines, atendieran los deberes por los que se les pagaba. Y gracias a un peón caminero de la finca aprendió que todo hombre con el que él entrara en contacto tenía una posición fija en la esfera de la realidad que Wilton haría bien en conocer previamente. Y el último misterio de todos, aprendió a jugar bien al golf; y cuando un americano aprende el significado más íntimo de la frase «Sin presión, lentamente hacia atrás, manteniendo la mirada en la pelota», para cualquier propósito práctico ha perdido su nacionalidad.

La otra parte de su educación se produjo en los niveles más agradables. ¿Estaba interesado por cualquier cosa concebible existente arriba en el cielo, o bajo la tierra, o en las aguas que había debajo de la tierra? Enseguida se presentaban en su mesa, guiado por las manos seguras en las que se había dejado caer, exactamente aquellos hombres que mejor habían hablado, hecho, escrito, explorado, excavado, construido, lanzado, creado o estudiado acerca de esa cosa: pastores de libros e impresos del Museo Británico; especialistas en escarabajos, cartuchos y dinastías egipcias; viajeros e invasores en el corazón de tierras desconocidas; toxicólogos; buscado res de orquídeas; autores de monografías sobre herramientas de pedernal, alfombras, el hombre prehistórico o la música de principios del Renacimiento. Acudían y hablaban con él. No le hacían preguntas; tenían tanto interés como un alfiler por saber quién o qué era él. Sólo pedían que fuera capaz de hablar y escuchar cortésmente. Su trabajo lo hacían en otra parte, fuera de su vista.

También estaban las mujeres.

Nunca americano alguno ha visto Inglaterra como yo la estoy viendo -dijo para sí mismo Wilton Sargent. Y después pensó, sonrojándose bajo las ropas de cama, en los días llamativos y degenerados en los que acudía a su despacho bajando por el Hudson en su yate de vapor de alta mar de mil doscientas toneladas, y llegaba escalonadamente a Bleecker Street sujeto a una correa de cuero entre una lavandera irlandesa y un anarquista alemán. Si alguno de sus huéspedes le hubiera visto, habría exclamado: «¡Qué claramente americano!», y.. a Wilton no le interesaba ese estilo. Se había educado para dar un paseo inglés, y para tener, siempre que no la elevara, una voz inglesa. No gesticulaba con las manos; se sentaba en mitad del mayor de sus entusiasmos, pero no podía liberarse del shibboleth. Solía pedir salsa Worcestershire, y ni siquiera Howard, su inmaculado mayordomo, consiguió quebrar esa costumbre.

Se había decretado que completara su educación de una manera salvaje y maravillosa, y que yo participara en ello a toda costa. En más de una ocasión Wilton me había pedido que acudiera a Holt Hangers con el propósito de enseñarme lo bien que le iba la nueva vida; y en cada ocasión había afirmado yo que carecía de dobleces. Su tercera invitación fue más informal que las anteriores y hacía mención de un asunto del que deseaba en gran manera mi simpatía o consejo, o ambas cosas. Cuando un hombre empieza a tomarse libertades con su nacionalidad puede cometer infinidad de errores; por eso acudí esperando algo especial. En Amberley Royal me aguardaban un carrito de dos asientos y dos metros y un mozo de cuadras vestido con la librea negra de Holt Hangers. En Holt Hangers me recibió una persona elegante y reservada que me condujo hasta mi lujoso dormitorio. No había otros invitados en la casa y aquello me hizo pensar.

Wilton entró en mi habitación media hora antes de la cena y, aunque su rostro estaba enmascarado por la gruesa cortina de una indiferencia muy trabajada, pude darme cuenta de que no se sentía tranquilo. Con tiempo, pues entonces era casi tan difícil de conmover como cualquier otro de mis compatriotas, extraje la siguiente historia, simple en su extravagancia y extravagante en su simplicidad. Por lo visto Hackman, del Museo Británico, había estado con él unos diez días antes fanfarroneando sobre escarabajos. Hackman parecía tener la capacidad de llevar antigüedades real mente valiosísimas en el anillo de la corbata y en los bolsillos del pantalón. Por lo visto había interceptado algo dirigido al Museo Bulak que, según decía él, era «Un auténtico Amen-Hotep: un escarabajo de la reina de la Cuarta Dinastía». Y Wilton había comprado a Cassavetti, cuya reputación está por encima de toda sospecha, un escarabajo del mismo escarabeido y lo había dejado en su estancia de Londres. Aventurándose, aunque conocía a Cassavetti, Hackman afirmó que era falso. Se produjo una larga discusión de sabio ver sus millonario en la que uno decía: «Sé que no es posible», a lo que contestaba el otro: «Pues yo puedo de mostrarlo y lo demostraré».

A Wilton le pareció necesario, para la satisfacción de su alma, acudir en ese mismo momento a la ciudad, de la que le separaban cuarenta millas, para traer el escarabajo antes de la cena. En ese punto fue cuando comenzó a tomar atajos, con resultados desastrosos. Como la estación de Amberley Royal estaba a cinco millas de distancia, y el enjaezar los caballos era cuestión de tiempo, Wilton había dicho a Howard, el inmaculado mayordomo, que hiciera señales al siguiente tren para que se detuviera; y Howard, que era un hombre con más recursos de los que habría considerado su amo, cogiendo la bandera roja del noveno agujero que cruzaba el fondo del prado hizo con ella vehementes señales al primer tren en sentido ascendente, deteniéndolo. A partir de ahí, el relato de Wilton se volvió confuso. Parece ser que intentó subir al indignado expreso, y que un guarda se lo impidió con mayor o menor fuerza, tirando de él en realidad hacia atrás desde la ventana de un vagón cerrado. Wilton debió de chocar contra el suelo con cierta vehemencia, pues tal como admitió las consecuencias fueron una pelea abierta junto a las vías en la que perdió el sombrero y acabó siendo arrastrado hasta el furgón de equipajes, donde le dejaron sin aliento.

Había intentado dar dinero a aquel hombre, y estúpidamente lo había explicado todo salvo su nombre. Se aferró al hecho de no dar su nombre, pues tuvo una visión de los grandes titulares de los periódicos de Nueva York, y sabía bien que ningún hijo de Merton Sargent podía esperar piedad a ese lado de las aguas. Con gran asombro de Wilton el guarda se negó a aceptar el dinero diciendo que era un asunto que le correspondía atender a la Compañía. Wilton insistió en su incógnito y por ello encontró a dos policías esperándole en la estación término de St. Botolph. Cuando expresó el deseo de comprar un sombrero nuevo y telegrafiar a sus amigos, los dos policías, a una sola voz, le advirtieron de que cualquier cosa que dijera podría utilizarse como prueba contra él; y aquello impresionó tremendamente a Wilton.

—Eran tan infernalmente corteses —me dijo—. Si me hubieran golpeado con la porra, no me habría importado; pero todo era «Por aquí, señor» y «Suba las escaleras, por favor, señor» hasta que me metieron en la celda... me encerraron como a un borracho ordinario y tuve que pasarme una noche entera en un inmundo y pequeño cubículo a modo de celda.

—Eso le sucedió por no darles su nombre y no llamar a su abogado —repliqué yo—. ¿Y qué le cayó?

—Cuarenta chelines o un mes —contestó de inmediato Wilton—. A la mañana siguiente, muy hermosa, nos atendieron bien pronto. Nos juzgaban a tres por minuto. Una joven de sombrero rosa, que habían traído a las tres de la mañana, fue condenada a diez días. Imagino que fui afortunado. Al guarda debí de hacerle perder el sentido, pues explicó al pato viejo que había en el estrado que yo le había contado que era un sargento del ejército y estaba recogiendo escarabajos en la vía. A eso se llega cuando uno trata de explicarle algo a un inglés.

—¿Y usted?

—Oh, no dije nada. Quería salir. Pagué la multa, compré un sombrero nuevo y antes del mediodía de la mañana siguiente estaba aquí. En la casa había muchas personas, les conté que había sido detenido por la fuerza y empezaron a recordar compromisos en otros lugares. Hackman debió de haber visto la pelea en la vía y con ella hizo toda una historia. Supongo que pensaron que yo era claramente americano... ¡el diablo les confunda! Es la única vez en mi vida que he parado un tren con una bandera, y no lo habría hecho de no haber sido por ese escarabajo. A sus viejos trenes no les hará daño que los detengan de vez en cuando.

—Bueno, ahora todo ha terminado —dije yo casi sofocado por la risa—. Y su nombre no saldrá en los periódicos. Resulta bastante trasatlántico si piensa en ello.

—¿Terminado? —gruñó salvajemente Wilton—. Sólo acaba de empezar. El problema con el guarda fue algo común, un ataque ordinario... simplemente un pequeño asunto criminal. Pero la detención del tren con una bandera pertenece al derecho civil y tiene un significado totalmente distinto. Ahora van detrás de mí por eso.

—¿Quiénes?

—El Gran Buchonian. En el tribunal había un hombre observando el caso en nombre de la Compañía. Le di mi nombre en una esquina tranquila antes de comprarme el sombrero, y... ahora va a venir a cenar; después le contaré los resultados.

El relato de sus desventuras había puesto a Wilton Sargent de muy mal genio, y no creo que mi conversación le hubiera apaciguado. En el curso de la cena, impulsado por un ataque de maldad pura, me detuve con amorosa insistencia en determinados olores y sonidos de Nueva York que van directamente al corazón de un nativo que se encuentre en el extranjero. Wilton empezó a preguntarme muchas cosas acerca de sus amigos de otro tiempo: hombres del Club de Yates de Nueva York, del Storm King o del Restigouche, propietarios de ríos, ranchos y barcos para su tiempo de ocio, señores de ferrocarriles, del queroseno, del trigo y el ganado en sus despachos. Cuando llegó el momento de la crema de menta, le di un cigarro peculiarmente grasiento y atroz, de la marca que venden en el bar del Pandemonium, decorado con mosaicos, iluminado con luz eléctrica y adornado con caros cuadros de desnudos, y Wilton masticó su extremo varios minutos antes de encenderlo. El mayordomo nos dejó a solas y la chimenea del cenador de tablas de roble empezó a soltar humo.

—¡Ésta es otra! —exclamó trasteando salvajemente el fuego, y yo sabía a qué se refería. No se puede tener calefacción por vapor en las casas en las que durmió la reina Isabel. En ese momento, el traqueteo uniforme de un tren correo nocturno que bajaba por el valle me recordó el asunto.

—¿Y qué hay del Gran Buchonian?

—Venga a mi estudio. Eso es todo... por el momento. Tenía ante mí una pila de correspondencia del color de los polvos Seidlitz, quizás de más de veinte centímetros de altura y de aspecto muy profesional.

—Usted mismo puede verlo —me dijo Wilton—. Ahora podría coger una silla y una bandera roja e irme a Hyde Park a decir las cosas más atroces sobre su Reina y predicar la anarquía y todo eso, ya sabe, hasta quedarme ronco: y nadie prestaría la menor atención. La policía —¡malditos sean!— me protegería si tuviera problemas. Pero por algo tan insignificante como de tener con una bandera un sucio, pequeño y aserrado tren, que además cruza mi finca; se me cae encima toda la Constitución Británica como si hubiera vendido bombas. No lo entiendo.

—No más que el Gran Buchonian... aparentemente —en ese momento estaba yo revisando las cartas—. En ésta el superintendente de tráfico escribe que es absolutamente incomprensible que cualquier hombre pueda... ¡por el Dios de los cielos, Wilton, usted lo ha hecho! -exclamé soltando una risita mientras seguía leyendo.

—¿Qué es lo que le parece divertido? —preguntó mi anfitrión.

—Parece ser que usted, o Howard en su nombre, detuvo el tren del norte de las tres cuarenta.

—¿Y eso tenía que saberlo yo? Todos se lanzaron a acuchillarme, desde el maquinista para arriba.

—Pero es el de las tres cuarenta —el «Induna»—, seguramente habrá oído hablar del «Induna» del Gran Buchonian.

—¿Cómo diablos voy a diferenciar un tren de otro? Pasan cada dos minutos.

—Cierto. Pero sucede que era el «Induna», el único tren de toda la línea. Tiene un cronometraje de cincuenta y siete millas por hora. Empezó a principios de los años sesenta y nunca ha sido detenido...

—¡Lo sé! Desde que llegó Guillermo el Conquistador, o el rey Carlos se ocultó en su chimenea. Es usted igual que el resto de los británicos. Si ha estado funcionando bien todo el tiempo, ya era hora de que lo detuvieran con una bandera una o dos veces.

El americano que había en Wilton empezaba a rezumar y sus manos, pequeñas y huesudas, se agitaban con inquietud.

—Suponga que hubiera detenido el Empire State Express o el Western Cyclone.

—Supongamos que lo hubiera hecho. Conozco a Otis Harvey.. o al menos lo conocía. Le habría enviado un telegrama y él habría entendido que mi caso era como el de un «ground-hog». Eso es exactamente lo que les dije a esos fósiles de la Compañía Británica.

—¿Entonces ha estado respondiendo a sus cartas sin consejo legal?

—Por supuesto que sí.

—¡Ay, por mi santo país! Siga, Wilton.

—Les escribí diciéndoles que me sentiría muy feliz de ver a su presidente y explicárselo todo en tres palabras; pero eso no puede ser. Por lo visto su presidente debe de ser un dios. Estaba demasiado ocupado y -bueno, puede leerlo usted mismo- quería explicaciones. El jefe de estación de Amberley Royal -que como norma general se arrastra ante mí- quería una explicación, y rápidamente. El jefe supremo de St. Botolph quería tres o cuatro, y el prominente jefazo supremo que se dedica a engrasar las locomotoras quería una por cada día. Les dije -llegué a decírselo unas cincuenta veces- que detuve su santo y sagrado tren por que quería abordarlo. ¿Es que piensan que quería tomarle el pulso?

—¿No les diría eso?

—¿Lo de tomarle el pulso? Por supuesto que no.

—No, lo de «abordarlo».

—¿Y qué otra cosa podía decir?

—Mi querido Wilton, ¿de qué le sirven la señorita Sherborne, los Clay y todo el trabajo que ha hecho durante cuatro años para convertirse en un inglés, si en la primera ocasión en la que se siente desconcertado vuelve a su lengua vernácula?

—Estoy harto de la señorita Sherborne y de todos los demás. América es lo bastante buena para mí. ¿Qué otra cosa tenía que haber dicho? ¿«Por favor» o «terriblemente agradecido» o qué?

Ahora no había ninguna posibilidad de equivocarse con su nacionalidad. El lenguaje, el gesto y el modo de andar que tan cuidadosamente le habían enseñado había desaparecido junto con la máscara prestada de la indiferencia. Era un hijo legítimo del Pueblo joven, cuyos predecesores eran los indios pieles rojas. Su voz se había elevado hasta convertirse en el graznido alto y gutural de los de su raza cuando actúan movidos por la excitación. Sus ojos, muy juntos, mostraban a intervalos un miedo innecesario, una sensación de molestia irrazonable, vuelos del pensamiento rápido y sin pro pósito, el deseo infantil de venganza inmediata y el patético asombro infantil que te hace golpearte la cabeza contra la mesa perversa. Y sabía que en el otro lado estaba la Compañía, tan incapaz de entender como Wilton.

—Podría comprarles sus viejas vías tres veces -murmuró jugueteando con un abrecartas y moviéndose con inquietud de aquí para allá.

—¡Espero que no les haya dicho eso!

No respondió, pero conforme seguí leyendo las cartas me di cuenta de que Wilton debió de decirles muchas cosas sorprendentes. El Gran Buchonian había pedido primero una explicación por la detención de su Induna, y habían encontrado cierta ligereza en la explicación presentada. Aconsejaron entonces al «Señor W Sargent» que su abogado viera a su abogado, o sea cual sea la frase legal conveniente.

—¿Y no lo hizo? —le pregunté mirándole fijamente.

—No. Me estaban tratando exactamente igual que si hubiera sido yo un chico jugueteando con las vías de cables. No había la menor necesidad de ningún abogado. Cinco minutos de charla tranquila habrían bastado para arreglarlo todo.

Regresé a la correspondencia. El Gran Buchonian lamentaba que debido a la presión de los negocios ninguno de sus directores pudiera aceptar la invitación del señor W Sargent para tratar y discutir la dificultad. El Gran Buchonian señalaba que no había ningún ánimo subyacente a su acción, ni era el dinero su objetivo. Su deber era el de proteger los intereses de su ferrocarril y dichos intereses no podrían ser protegidos si establecía un precedente por el cual cualquiera de los súbditos de la Reina pudiera detener un tren en mitad de su recorrido. Después (dando un salto en la correspondencia que concernía a no más de cinco jefes de departamento), la Compañía admitía que había alguna duda razonable en cuanto a los deberes de los trenes expreso en toda crisis, y que la materia estaba abierta a discusión mediante proceso legal hasta que se obtuviera un decreto autorizado... de la Cámara de los Lores si era necesario.

—Esto termina conmigo —exclamó Wilton que es taba leyendo por encima de mi hombro—. Sabía que acabaría chocando con la Constitución Británica. ¡La Cámara de los Lores... Dios mío! Y además, no soy uno de los súbditos de la Reina.

—Vaya, tenía idea de que se había nacionalizado. Wilton se sonrojó al explicar que muchas cosas tenían que cambiar en la Constitución Británica antes de que él sacara sus papeles.

—¿Qué le parece todo esto? —preguntó—. ¿No se ha vuelto loco el Gran Buchonian?

—No lo sé. Ha hecho usted algo que nadie pensó nunca en hacer, y la Compañía no sabe qué pensar al respecto. Ya veo que le ofrecen enviar un abogado y otro funcionario de la Compañía para hablar del asunto informalmente. Y aquí hay otra carta que sugiere que levante un muro de cuatro metros, con vidrios cortantes arriba, al fondo del jardín.

—¡Hablando de insolencia británica! El hombre que me recomienda eso (otro orgulloso funcionario) dice que «¡obtendré un gran placer de ver crecer el muro día a día»! ¿Ha soñado alguna vez con un descaro semejante? Les ofrecí dinero suficiente para comprar una nueva serie de coches y para pagar la pensión del maquinista durante tres generaciones; pero por lo visto no es eso lo que quieren. Esperan que vaya a la Cámara de los Lores y obtenga un decreto, y que entretanto vaya levantando muros. ¿Es que están todos locos de atar? Cualquiera pensaría que he convertido lo de detener trenes en una profesión. ¿Cómo diablos voy a distinguir su viejo Induna de un tren correo? Detuve el primero que pasó, y ya me encarcelaron y multaron por eso.

—Eso fue por golpear al guarda.

—No tenía derecho a tirar de mí hacia fuera cuando ya casi me había metido por una ventana.

—¿Qué va a hacer al respecto?

—Su abogado y el otro funcionario (¿es que no pueden confiar en sus hombres si no los envían por parejas?) vienen aquí esta noche. Les dije que como norma general estoy ocupado hasta después de la cena, pero que pueden enviar a todo el directorio si eso les tranquiliza.

Hay que tener en cuenta que las visitas después de la cena, por negocios o por placer, son una costumbre de las ciudades americanas más pequeñas, y no de Inglaterra, donde el final del día laboral es sagrado. ¡Verdaderamente Wilton Sargent había levantado la bandera a rayas de la rebelión!

—¿No es hora ya de que lo humorístico de la situación empiece a divertirle, Wilton? —pregunté.

—¿Qué tiene de divertido el hecho de atormentar a un ciudadano americano sólo porque el pobre diablo resulta ser millonario? -entonces guardó silencio un rato antes de proseguir-: Desde luego. ¡Ahora me doy cuenta! -exclamó dándose la vuelta y mirándome a los ojos con excitación-. Está tan claro como el barro. Estos tipos me están tendiendo la pipa para despellejarme.

—¡Pero dicen explícitamente que no quieren dinero!

—Eso es nada más que una pantalla. De ahí que se dirijan a mí como W Sargent. Saben perfectamente quién soy yo. Saben que soy el hijo del viejo. ¿Cómo no pensé en ello antes?

—Un momento, Wilton. Si se subiera arriba de la cúpula de San Pablo y ofreciera una recompensa a cualquier inglés que pudiera decirle quién o qué fue Merton Sargent, no habría veinte hombres en todo Londres que pudieran ganarla.

—Eso no es más que provincianismo insular. No me importa un centavo. El viejo habría arruinado el Gran Buchonian antes del desayuno como aperitivo. ¡Dios mío, y yo me voy a dedicar a ello totalmente en serio! Les enseñaré que no pueden intimidar a un extranjero sólo porque haya detenido uno de sus trenecitos de hojalata, yo... que he gastado cincuenta mil libras al año aquí, por lo menos, durante los últimos cuatro años.

Me alegré de no ser su abogado. Volví a leer la correspondencia, sobre todo la carta que le recomendaba -creo que casi tiernamente- que construyera un muro de ladrillo de cuatro metros de altura al final de su jardín, y mientras la estaba leyendo se me ocurrió algo que me llenó de pura alegría. El lacayo introdujo a dos hombres, vestidos de levita y pantalón gris, recién afeitados, graves en su manera de andar y de hablar. Eran casi las nueve, pero daba la impresión de que acabaran de salir del baño. No pude entender el motivo de que el más alto y de más edad de ellos me mirara como si tuviéramos un acuerdo, ni por qué me estrechó la mano con una calidez nada inglesa.

—Esto simplifica la situación —dijo en voz baja, y mientras yo le observaba susurró a su compañero—: Me temo que le seré de muy poca utilidad por el momento. Quizás sería mejor que el señor Folsom hablara del asunto con el señor Sargent.

—Para eso estoy aquí —dijo Wilton.

El hombre de leyes sonrió amablemente y dijo que no veía razón alguna por la cual la dificultad no pudiera arreglarse con dos minutos de conversación tranquila. Su actitud, cuando se sentó frente a Wilton, era de lo más tranquilizadora. Su compañero me condujo al fondo del escenario. El misterio se estaba profundizando pero le seguí dócilmente y escuché decir a Wilton tras una risa de inquietud:

—He tenido insomnio por este asunto, señor Folsom. ¡Por el Dios del cielo, a ver si lo arreglamos de una manera u otra!

—¡Ah! ¿Ha sufrido mucho por esto últimamente? —me preguntó mi hombre con una tos preliminar.

—En realidad no podría decirlo —contesté yo.

—Entonces supongo que sólo últimamente se ha hecho cargo del asunto.

—Llegué esta tarde. Y exactamente no estoy a cargo de nada.

—Entiendo. Simplemente para observar el curso de los acontecimientos... por si acaso... —añadió con un asentimiento de cabeza.

—Exactamente —pues la observación, en todo caso, es mi profesión.

Volvió a toser ligeramente y entró en el asunto.

—Bueno... se lo pregunto sólo como información... ¿le parece que las alucinaciones son persistentes?

—¿Qué alucinaciones?

—Entonces son variables. Resulta bastante curioso, porque... ¿pero debo entender que el tipo de alucinación varía? Por ejemplo, el señor Sargent cree que puede comprar el Gran Buchonian.

—¿Escribió él tal cosa?

—Hizo la oferta a la Compañía... en media hoja de papel. ¿Pero quizás ha llegado al otro extremo y cree que está en peligro de empobrecerse? El curioso ahorro al utilizar media hoja de papel demuestra que alguna idea de ése tipo puede haber pasado por su mente; y las dos alucinaciones pueden coexistir, aunque no es común. Como usted debe de saber, la alucinación de grandes riquezas —el delirio de grandeza, creo que lo llaman nuestros amigos franceses— es por norma general persistente, con exclusión de todas las demás.

En ese momento oí en el otro extremo del estudio la mejor voz inglesa de Wilton:

—Mi querido señor, he explicado ya veinte veces que quería tener ese escarabajo a tiempo para la cena. Imagine que se hubiera olvidado del mismo modo de un importante documento legal.

—Ese toque de astucia es muy significativo —murmuró el que me había tocado de compañero cuando Wilton insistió en la pregunta.

—Me encanta haberle conocido, desde luego; pero si hubiera enviado a su presidente a cenar aquí podría haberlo arreglado todo en medio minuto. Por ejemplo podría haberle comprado el Buchonian mientras sus funcionarios me enviaban esto —añadió Wilton dejando caer pesadamente la mano sobre la correspondencia azul y blanca, produciendo un sobresalto en el abogado.

—Pero hablando con franqueza —respondió el abogado—. Si me permite decirlo así, resulta absolutamente inconcebible, incluso en el caso de los documentos legales más importantes, que cualquiera pueda detener el expreso de las tres cuarenta, el Induna, nuestro Induna, mi querido señor.

—¡Clara y rotundamente! —exclamó mi compañero antes de añadir en voz baja dirigiéndose a mí—: observará de nuevo la persistente alucinación de riqueza. A mí me llamaron cuando él nos escribió eso. Puede ver que es totalmente imposible que la Compañía siga haciendo pasar sus trenes a través de la propiedad de un hombre que en cualquier momento puede tener la fantasía de sentirse encargado por la divinidad de de tener todo el tráfico. Sólo con que nos hubiera enviado a su abogado... pero como es natural, él no haría eso bajo ninguna circunstancia. Una pena... una gran pena. Es tan joven. Pero dicho sea de paso resulta curioso, ¿no es cierto?, observar la convicción absoluta en la voz de los que se sienten afectados de manera similar -diría que resulta conmovedor-, y su incapacidad para seguir una cadena de pensamientos conexos.

—No puedo entender lo que quiere -le estaba diciendo Wilton en ese momento al abogado.

—No necesita tener más de cuatro metros de altura... es una estructura realmente deseable y le permitiría plantar perales por el lado soleado —decía el abogado con un tono de voz nada profesional—. Hay pocas cosas tan agradables como contemplar, por así decirlo, las propias vides e higueras cargadas de frutos. Considere el beneficio y el entretenimiento que obtendría de ello. Si usted pudiera encontrar la manera de hacerlo, nosotros podríamos disponer todos los detalles con su abogado, y es posible que la Compañía se hiciera cargo de parte de los costos. Confío haber expuesto el asunto en su meollo. Si usted, mi querido señor, se interesa por levantar ese muro, y tiene la amabilidad de darnos el nombre de sus abogados, me atrevo a asegurarle que no volverá a oír nada más del Gran Buchonian.

—Pero ¿por qué iba yo a desfigurar mis tierras con un nuevo muro de ladrillo?

—La piedra gris resulta extremadamente pintoresca.

—Piedra gris entonces, si así lo quiere usted. Pero ¿por qué diablos debo construir las torres de Babilonia tan sólo porque he detenido uno de sus trenes... una sola vez?

—La expresión que utilizó en su tercera carta fue la de que deseaba «abordarlo» —me dijo mi compañero al oído—. Eso fue muy curioso... una alucinación marina impresionada, por así decirlo, sobre otra terrena. En qué mundo tan maravilloso se debe mover... y seguirá haciéndolo hasta que caiga la cortina. Tan joven, además... ¡tan verdaderamente joven!

—Bueno, si quiere que se lo diga en el inglés más claro, ¡que me aspen si pienso construir el muro según sus órdenes! Puede usted presentar batalla en toda la línea hasta llegar a la Cámara de los Lores y volver a salir de ella, y obtener sus decretos a toda prisa si lo de sea -exclamó Wilton acalorándose-. ¡Cielos, amigo mío, sólo lo hice una vez!

—Por el momento no tenemos garantías de que no vuelva a hacerlo, y dado nuestro tráfico, y haciendo justicia a nuestros pasajeros, debemos exigir alguna forma de garantía. No debe servir como precedente. Nos podríamos haber ahorrado todo esto sólo con que nos hubiera enviado a su representante legal -dijo el abogado mirando con aire suplicante a su alrededor. Habían llegado a un punto muerto absoluto.

—Wilton —dije yo—. ¿Puedo intervenir ahora?

—Como guste —respondió Wilton—. Por lo visto no sé hablar inglés. Pero no pienso levantar muro alguno —añadió arrellanándose en su silla.

—Caballeros —dije deliberadamente, pues percibí que la mente del doctor giraba con lentitud—. El señor Sargent tiene importantísimos intereses en el principal sistema ferroviario de su país.

—¿Su país? —preguntó el abogado.

—¿A esa edad? —preguntó el doctor.

—Ciertamente. Los heredó de su padre, el señor Sargent, que es americano.

—Y orgulloso de serlo —añadió Wilton, como si fuera un senador del Oeste que pisara por primera vez Europa.

—Mi querido señor —dijo el abogado levantándose a medias—. ¿Por qué no dio a conocer a la Compañía este hecho, este hecho vital, al principio de nuestra correspondencia? Habríamos entendido. Habríamos sido indulgentes.

—¡Malditas sean las indulgencias! ¿Es que soy un piel roja o un lunático?

Los dos hombres parecían haber adoptado una actitud de culpabilidad.

—Si el amigo del señor Sargent nos hubiera dicho tal cosa al principio —dijo el doctor con gran seriedad—, podríamos haber evitado muchas cosas. ¡Ay! Había convertido yo a ese doctor en un enemigo para toda la vida.

—No tuve la oportunidad —contesté—. Ahora bien, desde luego, podrán entender que un hombre que es propietario de varios miles de millas ferroviarias, como es el caso del señor Sargent, es posible que trate el ferrocarril dándole menos importancia que cualquier otra persona.

—Desde luego; desde luego. Y es americano; eso hay que tenerlo en cuenta. No obstante, se trató del Induna. Pero puedo comprender plenamente que las costumbres de nuestros primos del otro lado del agua difieren en estos particulares de las nuestras. ¿Siempre detiene así los trenes en los Estados, señor Sargent?

—Lo haría si alguna vez se presentara la ocasión; pero hasta el momento jamás lo he hecho. ¿Piensa convertir el asunto en una complicación internacional?

—No tiene por qué preocuparse más por el asunto. Vemos que no es probable que esta acción suya establezca un precedente, que era lo único que temíamos. Ahora que entiende usted que no podemos reconciliar nuestro sistema con ninguna detención repentina, es tamos plenamente seguros de que...

—No pienso quedarme el tiempo suficiente para detener otro tren —añadió Wilton pensativamente.

—¿Entonces regresa usted con nuestros familiares del... esto... otro lado del gran charco, tal como lo llaman?

—No, señor. El océano: el océano del Atlántico Norte. Tiene tres mil millas de anchura y tres millas de profundidad en algunos lugares. Ojalá fueran diez mil.

—Personalmente no me gustan nada los viajes marítimos; pero considero que todo inglés tiene el deber de estudiar una vez en su vida la gran rama de nuestra raza anglosajona del otro lado del océano -dijo el abogado.

—Si alguna vez llega a ir, y detiene algún tren de mi sistema, yo... llegaré a entenderlo —dijo Wilton.

—Muchas gracias... ah, gracias. Es usted muy amable. Estoy convencido de que me divertiría inmensamente.

—Hemos pasado por alto el hecho de que su amigo propuso comprar el Gran Buchonian —me susurró el doctor.

—Posee entre veinte y treinta millones de dólares: de cuatro a cinco millones de libras -respondí sabiendo que no servía de nada dar explicaciones.

—¿Tanto? Es una riqueza enorme, pero el Gran Buchonian no está en el mercado.

—Quizás no quiera comprarlo ahora.

—Sería imposible bajo cualquier circunstancia —dijo el doctor.

—¡Qué característico! —murmuró el abogado revisando mentalmente los hechos—. Siempre entendí en los libros que sus paisanos eran apresurados. Y usted pensaba recorrer cuarenta millas hasta la ciudad y regresar, antes de la cena, para conseguir un escarabajo. ¡Qué intensamente americano! Pero habla usted exactamente como un inglés, señor Sargent.

—Ése es un fallo que puede remediarse. Sólo hay una pregunta que me gustaría hacerle. Dijo usted que era inconcebible que cualquier hombre detuviera un tren en su sistema.

—Y lo es... absolutamente inconcebible.

—Se refiere a cualquier hombre cuerdo, ¿no es así? -Eso es lo que quería decir, desde luego. Salvo con la excepción...

—Muchas gracias.

Los dos hombres se fueron. Wilton se detuvo cuando iba a llenar una pipa, cogió en cambio uno de mis cigarros y permaneció en silencio durante quince minutos. Después preguntó:

—¿Tiene usted una lista de los barcos que zarpan de Southampton?

Lejos de las alas de piedra gris, los oscuros cedros, los caminos de gravilla impolutos y los prados de color salsa de menta de Holt Hangers corre un río llamado Hudson, cuyas descuidadas orillas están cubiertas por los palacios de los que tienen riquezas que van más allá de los sueños de la avaricia. Allí, donde la sirena del Haverstraw, un remolcador de barcazas de ladrillos, responde al pitido de las locomotoras de ambas orillas, encontrará con una instalación completa de luz eléctrica, bitácoras de níquel plateado y un órgano accionado por vapor que hace sonar el silbato al yate de va por Columbia, de mil doscientas toneladas y de alta mar, en su muelle privado, que lleva a su oficina, a una velocidad media de diecisiete nudos que podrán atestiguar las barcazas, al americano Wilton Sargent.

Rudyard Kipling (1865-1936)




Relatos góticos. I Relatos de Rudyard Kipling.


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El análisis y resumen del cuento de Rudyard Kipling: Un error en la cuarta dimensión (An Error in the Fourth Dimension), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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