«Un ojo de vidrio»: Alfonso Castelao; relato y análisis.
Un ojo de vidrio. Memorias de un esqueleto (Un ollo de vidro. Memorias dun esquelete) es un relato de vampiros del escritor gallego Alfonso Castelao (1886-1950), publicado en 1922.
Un ojo de vidrio, probablemente uno de los mejores cuentos de Alfonso Castelao, analiza a través de la sátira algunas consecuencias indeseables de la vida de ultratumba. En este caso, el vampiro representa la avaricia de alguien que, aún en la muerte, continúa alimentándose de la desgracia de los vivos.
Un ojo de vidrio.
Un ollo de vidro, Alfonso Castelao (1886-1950)
Lector:
Cierto día se quedó mirándome una vaca. ¿Que me mirará?, pensé yo; y en aquel instante la vaca bajó la cabeza y siguió comiendo hierba. Ahora ya se que la vaca sólo dijo:
—Bah, total un hombre con anteojos.
Y a lo mejor yo no soy más que lo que vió la vaca. He ahí la alegría de pensar que cuando mi calavera esté al descubierto ya no podrá juzgarme ninguna vaca. La muerte no me asusta, y el mal que le deseo a mi enemigo es que viva hasta sobrevivirse. Yo soy de los que se estrujan la cara para palpar la propia calavera y jamás huyo de los cementerios. Tanto es así que tengo un amigo enterrador en un cementerio de la ciudad. Este amigo mío no es, de hecho, amigo mío; es solamente un objeto de experimentación, un conejillo de indias. Un enterrador sabe siempre muchas cosas y las cuenta con humor. Un enterrador de ciudad que desnuda y descalza a los muertos para surtir las tiendas de ropa de segunda mano, tiene que ser el hombre que le hace falta a un humorista. Un enterrador que saca una buena soldada del oro de los dientes de las calaveras tenía que ser amigo mío.
Este enterrador se tiene por hombre de bien y me cuenta cosas trágicas que hacen reír y me cuenta cosas de reír que dan miedo, y con las sorpresas en su conversación se pasan las horas sin que me dé cuenta. Bueno; el cuento fue que un día tomé el camino del cementerio y encontré al enterrador un poquillo… no sé cómo, y después de hablar mucho me dijo que tenía que contarme en secreto una cosa, siempre que fuese yo un hombre de bien y amigo leal. Me quede un poco acobardado por el miedo a la sorpresa desconocida y, después de cogerme por el hombro y acercarme sus labios podridos a la oreja, me dijo en voz baja:
—¡Encontré unos papeles en una caja! En una caja que no se de quién sería. El esqueleto tenía en la calavera un ojo de vidrio que me miraba con resentimiento.
Y el enterrador saco de entre el abrigo unos papeles arrugados. El enterrador no sabía leer y me los dio a mí para que se los leyese. Eran trozos de periódico, papeles de fumar... todos numerados, y en el primero campaban estas palabras: memorias de un esqueleto.
Aquella letra era trabajosa de leer y estaba escrita con un tizón. Cuando terminé la lectura ya había empezado a anochecer y el enterrador, muy mosqueado, juró que si no fuese por Dios se iba al esqueleto y le destrozaba la calavera con una azada. Me despedí de él y cuando ya iba por la carretera, camino de la ciudad, oí que me llamaba desde la puerta del cementerio.
—¡Oiga, venga aquí!
Y después en voz baja y muy solemnemente me dejó en la oreja esta pregunta:
—Usted, que es médico, ¿no sabría dónde compran ojos de vidrio?
Y por cuatro cuartos me hice dueño del ojo de vidrio y de las memorias.
Las memorias del esqueleto son lo que vais a leer. Escuchad pues a un hombre del otro mundo, rogándoos por adelantado que no me hagáis partícipe de sus ideas. Yo nací, crecí y me hice hombre, y un buen día se me enfermó un ojo. Fui a los médicos y me soplaron un puñado de dinero y a fin de cuentas el ojo sanar sanó, pero me quedó turbio. Por aquel tiempo tenía un gallo tan cariñoso que venía a comer de mi mano. Le llamaban Tenorio. Un día estando yo agachado con los granos de maíz en la palma de las manos se vino hacia mi, despacito, pisando la tierra con aquel aire de señorón hidalgo. Se planta delante de mí, levanta el pescuezo para mirar de cerca, quizá burlonamente, aquel malhadado ojo turbio mío, y pensando que sería algo de comer, me dio un picotazo tan bien dirigido que me dejó tuerto. Ahora sí, los médicos, después de sacarme otro puñado de dinero, me pusieron un ojo de vidrio, tan bien imitado que se movía y todo.
¡A cuántas mujeres embauqué guiñándoles el ojo de vidrio!
Morí entre cobertores como mueren a menudo los buenos hombres, y bien afeitado y bien peinado y con mi traje de los días de fiesta —que por cierto me lo llevó el enterrador al día siguiente de enterrarme— fui para debajo de los terrones sin que nadie se acordase de quitarme el ojo de vidrio. Tumbado en mi caja de pino reposé muchos días, tantos que perdí la cuenta. Me pudrí pronto y a los pocos días de enterrado empezaron los gusanos a hacerme cosquillas. Es necesario decir que aquí no está permitido presentarse en sociedad con harapos de carne apestosa pegada a los huesos, pues los esqueletos que ni ven ni comen, huelen tan bien como los vivos; así fue que mientras los gusanos no comieron el poco magro que traje, no me pude levantar. Fue una noche de luna llena cuando salí de la cueva por primera vez. Trabajito me costó desentumecer las piernas y cuando me levanté y saqué la cabeza fuera de la tierra me quedé pasmado… Aquel ojo de vidrio que de nada me sirviera en vida me sirve ahora para mirar.
Loco de contento me quité el ojo, le di cuatro besos y lo volví a poner en su sitio. De un brinco salté de la cueva y fui hacia la plaza de los esqueletos. Los esqueletos son tan tontos como las personas. Basta decir que no piensan más que en bailar. Para mi todos los esqueletos son iguales. Me pasa en este mundo de huesos lo que me pasaba en el otro con los negros, que todos me parecían iguales. En cambio ellos, entre si, se conocen bien. Debe de ser porque ellos son ciegos y yo veo. Harto de mirar a mis compañeros bailando como si fuesen osos al son de la “Danza macabra” de Saint Saëns, me aparté de la plaza y me fije en un esqueleto que estaba sentado en un claro y que tenía la calavera ladeada (expresión de tristeza y melancolía en este mundo). Me acerqué a él y miré cómo en el hueco de las caderas tenía escondido un esqueleto pequeñito. Pronto me di cuenta de que era un esqueleto de mujer y le pregunté, cariñoso:
—¿Será usted alguna de las mujeres que mataron en Oseira, Nebra, o Sofán?
—No, señor, no —me respondió—. ¡Yo morí de tristeza!
Después me di cuenta de que en los huesos de la cadera no tenía agujero de bala
—Muy honda debió de ser la tristeza —le dije.
—Si, señor. Morí enamorada del hombre que se pudre bajo esta piedra.
Y mirando la piedra pude leer un epitafio en castellano, y colgando de la cruz vi un retrato con marco de varilla dorada. Era un sargento de bigote orgulloso fumando un puro con anilla. No quise saber más y me fui a acostar. En estos días hay muchos entierros. No se si habrá peste, pues revolución no debe haberla con la cobardía que tienen los vivos. Quizá haya huelga de médicos, aunque no creo que los médicos puedan evitar la muerte. Frente a mi enterraron a uno, y para salir de dudas golpeé su caja.
—¿Hay peste en la ciudad?
—¡Yo qué se! —me contestó una voz como si saliese por una boca llena de gachas. (debe tener ya la lengua podrida)
—¿Entonces usted no sabe de qué murió?
—¿Yo? ¡Yo me pegué un tiro!
Me dieron ganas de reír, pero no pude. Los esqueletos no ríen a carcajadas. El estómago es la fuente de la carcajada, y sin estómago no puede haber carcajada.
—¿Entonces habrá huelga de médicos?
—No hay huelga, no; porque antes de enterrarme dos médicos arremangados como dos carniceros me abrieron la cabeza con un serrucho.
Cerca de mi reposa un zapatero. Me contó sus penas en un tono menor.
—Yo tenía una voz de trueno, una voz que metía miedo de lo honda que era, y en calidad de fenómeno entré como bajo en el orfeón; mas al poco de entrar el director me dijo que desafinaba y tuvieron el cuajo de echarme fuera. Dios me había regalado una buena garganta y no me dio oreja… Tan triste quedé que perdí el color y el fuelle para trabajar, me desgané, enflaquecí y me puse a morir. Todas las noches escuchaba los ensayos del orfeón escondidito en las sombras de la calle, suspirando seguido con el alma dolida. La tristeza fue estrujándome la caja del pecho y en el último ensayo del orfeón se me escapó la vida en un suspiro sutil.
El pobre zapatero murió de añoranza. Por matar el tiempo fui al cementerio civil. Allí no se baila; allí todo es serio. Cuando entré me fui hacia un grupo de esqueletos que estaban escuchando la cantinela de una calavera que tenía una agujero en una sien (calavera de suicida muy siglo XIX). Sus palabras les tenían a todos con la boca abierta; pero en la media hora que estuve escuchándolo ni siquiera pude recoger una idea. Aquel suicida tenía un solo ideal: la República. Yo en el mundo también fui un poco republicano aunque nunca pensé que la República fuese suficiente para gobernar España. Lo que más me hirió de aquella gente fue que no quisiesen hablar gallego, sabiendo que los esqueletos no pueden hablar bien el castellano. No hay vuelta que darle: sin garganta no puede pronunciarse la “j” ni la “g” fuerte.
Oyéndoles decir que el progreso va hacia la unidad tomé la palabra para aclarar que el progreso iba hacia la armonía y que si el progreso fuese hacia esa unidad antipática, antiestética, antinatural y criminal, por encima del progreso está la perfección, y que nosotros, los gallegos, por un deseo de perfección y por una dignidad que ya va siendo dignidad personal, no debíamos consentir que en el habla de nuestros abuelos se expresase sólo la incultura que le debemos al centralismo. En aquel momento me olvidé de que no era hombre ni sujeto de derecho. ¡Ay! Yo ya morí y no soy nada y aún seré menos cuando la tierra me coma del todo. Comprendiendo que estaba en el mundo de los esqueletos, volví a decir:
—¿Cómo queréis hablar castellano si no tenéis garganta?
No acababa todavía de soltar la última palabra cuando un esqueleto estirado y fuerte, tirando de mí, me apartó de aquella reunión diciéndome:
—Vostede facer mal falar con oitocentistas. (Usted hacer mal hablar con ochocentistas)
¡Era un inglés que hablaba gallego! Soy muy amigo del inglés. Juntos paseamos muchas veces. Ayer salimos del cementerio y fuimos por la calle hablando de mil cosas; por cierto que un mozo que iba tocando en el acordeón un pasodoble flamenco, al vernos, tiró el acorrercerdos (así le llamaba yo cuando vivía) y huyó como un relámpago. El inglés y yo saltábamos para echar fuera la risa que teníamos en el alma.
Volviéndonos al cementerio hablamos de la tierra.
¡Mucho hablan de la tierra los vivos! Una cosa es la tierra y otra cosa es el paisaje. Para los vivos la tierra es una cosa muy hermosa por cierto, para los muertos la tierra son las tinieblas. Yo pienso que no moriríamos si la tierra no nos necesitase para echar hierbecitas y florecitas y lucirse a cuenta de los que se pudren. Creo que fue María Guerrero quien en un momento de cursilería y para embaucar a un hato de gallegos tontorrones, le dio un beso a un puñado de tierra gallega. ¡Mejor hubiera sido que besara la costra de un pino o la corteza de un roble! La tierra gallega metida en una olla es como la tierra castellana, pongo por comparación. Los hermanos pinos y los hermanos castaños, que ha de tragar la tierra, esos si que son gallegos. Acabo de descubrir un gran defecto en el inglés. El descubrimiento me ha costado una profunda pena. Parece mentira que un alma tan recta y tan inteligente tenga un humor tan poco noble.
El inglés viene a buscarme casi todos los días a mi tumba y, como yo soy perezoso para levantarme, se entretiene hablando y jugando con el esqueleto de un niño que reposa cerca de mí. Mirad qué clase de juego entretenía al inglés. Le daba un coscorrón en la calavera al chico y se la tiraba al suelo, y después se ponía a saltar. El pobre esqueletito buscaba a tientas la calavera y después se la ponía en su sitio diciéndole al inglés:
—¿Qué mal le hice yo? ¡Estése quieto!
El inglés prometía estarse quieto y enseguida volvía a tirarle la calavera al pobre esqueletito. Y así hizo muchas veces. Cuado me di cuenta de ello me enfrenté al inglés, que me respondió fríamente:
—Yo divertirme mucho. Yo sentir no estar en el otro mundo para dar al chico una esterlina.
Los obreros del mundo quieren las patatas baratas, los labriegos quieren que suban las patatas y hay hombres que no viven de las patatas. Aquí las patatas no son ningún problema; mas por lo que fuimos en el mundo respecto de las patatas, nos dividimos en dos castas. En el camposanto hay un patatero que murió de hambre y que hoy tiene un mausoleo de mármol. Fue un hombre de gran merecimiento en vida; pero ahora es insoportable a fuerza de pensar que no nacerá en el mundo quién lo aventaje como poeta. Otro esqueleto de mausoleo de mármol fue un americano que, harto de embaucar a los indios en el Chaco con cuentas de vidrio, murió en olor de santidad, dejando dinero para escuelas y hospitales. Su mausoleo tiene en el pico un símbolo de la Caridad en forma de ama de cría. Este filántropo todavía conserva un bisoñé que me hace saltar de risa.
El filántropo y el poeta se tienen mucha manía. El filántropo dice que el poeta no hizo más que macanas (supongo que querrá decir versos). El poeta dice que el filántropo fue un bestia. De esos que sobre el bien y el mal consultan simplemente el código penal.
El poeta no tiene mucho seso. Anda siempre pidiendo una calavera prestada para recitar el monólogo de Hamlet, y aún hace más locuras. El filántropo no hace ni dice nada que merezca contarse. Sin dinero tiene muertas todas sus actividades. Ahora ya se por qué el inglés me tenía en tan gran estima. ¡Ya lo veo! Me pidió prestado el ojo; pero yo con dulces palabras y muy buenas razones le dije que no se lo prestaba. Debajo de una cruz de palo mal pintada con herrumbre, reposa un esqueleto que, según dice, fue tan desventurado en el otro mundo como feliz es en éste.
—Yo era criada de servir —me contó— . Aunque no era bonita tenía juventud. Un día se me cayó un diente y cierto demonio de señorito, que andaba detrás de mí, me ofreció dinero para que fuese al dentista. Me miré al espejo y enseguida comprendí cuánto me afeaba aquel hueco en la boca, y tanto revolvió el señorito en mi locura juvenil que me dejé poner el diente… ¡Ay!, aquel diente me costó un hijo; aquel hijo me costo el crédito y cuanto tenía de buena moza. Caí en picado y me encontré con la muerte, sin saber lo que era un traje de seda ni un sorbo de champán. Fea viví, maltratada y golpeada; ahora puedo dormir.
Esta sencilla historieta me dejó entristecido. Me acuerdo de que siendo yo niño llegó mi padre de América. El pobre no trajo más que unos borceguíes viejos y un tarro mediado de bicarbonato; venía enfermo y murió pronto. Siempre lloré el fracaso de mi padre que, en mi admiración de hijo, lo tuve por el más bueno, valiente, inteligente y fuerte del mundo entero. Aquellas tierras lejanas que sorbieron la vida de mi padre fueron muy a menudo malditas por mí. Mi padre era digno de volver sano y millonario. Ayer en la plaza hablábamos de nuestras vidas y me llego el turno de contar la mía. Todavía no había terminado de contarla, cuando un esqueleto, de esos esqueletos que parecen tontos, se levantó como un relámpago y me dio un abrazo tan fuerte que me rompió una costilla.
¡Era mi padre! Con cierto esqueleto que se trajo en la cabeza una biblioteca entera hablo de muchas cosas y de todas sabe muchas mi amigo. De todas sabe mucho, menos de lo que es el humorismo. Cuando llegamos en nuestras controversias a tal punto, mi amigo hace cuatro o cinco funambulismos filosóficos, estudia el humorismo de los grandes humoristas, pasan las horas y al final terminamos sin saber nada del asunto. A veces parece que va a llegar a la definición y de repente enreda más el hilo. Un esqueleto tiene que tener humor y un esqueleto gallego mucho más todavía. Un gallego es siempre socarrón o humorista y la socarronería es el humorismo de los incultos así como el humorismo es la socarronería de los cultos. Un esqueleto gallego que trajo una biblioteca en la cabeza debía definir el humorismo y no lo define, y según dice no hubo nadie que lo definiese todavía.
Yo que no traje más de tres o cuatro libros en la cabeza, le pongo ejemplos como estos:
—Un niño pequeñito rompe una botella de aceite en los adoquines de la calle y el pobre se echa a llorar. Un hombre gordo desde la puerta de una tienda mira al niño y se ríe ¿cuál de las figuras le interesa más al humorista?
—Por la puerta de una iglesia salen dos novios recién casados. La novia -¡pobrecilla!- no puede tapar lo que lleva de siete meses. En la puerta de la iglesia hay mucha gente. A una mujer gorda le tiembla la barriga de risa. Un hombre, que tiene un libro debajo del brazo, mira sereno la escena. Una mujer del pueblo pone cara de pena. Otra mujer, también del pueblo, arruga la nariz y murmura por lo bajo palabras como estas: ¡Sinvergüenza! ¿Quién de estos es el humorista?
—Un médico busca el bacilo de Koch en el esputo de un amigo suyo y de repente levanta la cabeza, respira fuerte y dice suspirando: ¡Lo encontré! ¿Puede ser humorista este hombre?
—Vestir a un niño de torero o de militar en carnaval, ¿puede ser humorismo?
—Le diré... le diré —contesta siempre el esqueleto sabio—. Y no me dice nada.
Yo bien podía escribir algo de la Santa Compaña; pero el pueblo gallego se quedaría sin un misterio en las largas noches de invierno, cuando la imaginación hierve en la cabeza como el caldo en la olla. No; yo callaré como una lápida. El que anda con los muertos que pierda el color de las mejillas, que enflaquezca y que muera. La Santa Compaña hace falta en las cocinas cálidas alrededor del lar, cuando silba el viento en las tinieblas de la noche. Hoy mi padre, con un lagarto apresado en las manos, me habló de este modo:
—Tengo que ir a San Andrés de Teixido para cumplir una ofrenda que hice y no cumplí en vida. Mi alma tiene que reencarnarse en este lagarto y tardaré mucho en volver. Te pido que cuides mi tumba y que de vez en cuando le eches un vistazo a mi esqueleto, porque tengo un vecino cojo y puede robarme una pierna.
Quisiera estar enterrado en un cementerio aldeano, en el atrio de la iglesia… ¡con qué gusto escucharía en las alegres mañanas de domingo las conversaciones de los feligreses! En este cementerio de ciudad la gente no viene más que a hablar de los muertos, ¡y cuántas tonterías dicen…! Luego mis compañeros, acostumbrados a las regalías del otro mundo o fracasados en la vida, no hacen más que llorar por lo que perdieron o por lo que no consiguieron. Desde hace tiempo vengo advirtiendo que un hombre de carne y hueso sale de una tumba, escala por la pared del cementerio y huye hacia la ciudad. De ahí a dos o tres horas vuelve al cementerio enterrándose en un decir amén debajo de la tierra. La primera vez que me di cuenta de tal cosa no quería dar crédito a mi ojo; pero el caso se repitió muchas veces seguidas.
Una noche me puse al acecho esperando a que surgiese de la tierra y fui detrás de él. Correr corría el condenado; pero yo, escurriéndome por las sombras de los muros, no le quité el ojo de encima. Llegó al barrio más pobre de la ciudad y se paró delante de una chabola entrando después en ella por una rendija de la puerta. Yo subí al tejado y salté a la huerta que daba a la parte de atrás de la chabola, y por un agujerito pude ver la escena más horrible que pudiera imaginarse. Una lamparita de aceite alumbraba suavemente la carita flaca y cadavérica de una muchacha que dormía en un lecho misérrimo. El fantasma se acercó a ella y estuvo un montón de tiempo con los labios posados en el cuello de la muchacha. Cuando se levantó tenía la boca orillada de rojo, mientras del pescuezo de la joven corría un hilo de sangre y en la piel de su carita flaca se adivinaba la blancura de la muerte.
Aquel fantasma era un vampiro.
Al día siguiente el fantasma chupó la última sangre que podía dar la pobre muchacha. Cuando todavía estaba caliente la última campanada de las doce en el campanario de la iglesia, aullaron los perros oliendo la muerte. El vampiro siguió sorbiendo la sangre de más víctimas, que iban muriendo como las lámparas de aceite chupadas por los murciélagos. Quise saber quién había sido el vampiro en el mundo de los hombres y fui a leer su nombre de bronce en el rico mármol de la lápida. El nombre solo fue bastante: había sido un canalla que robaba para darle gusto a su estómago de cerdo; dueño de la justicia, robaba desde su cómoda casa. ¿Para qué decir más? Era... ¡era un cacique!
Yo quería encontrar la manera de darle muerte al vampiro. Busca por aquí, revuelve por allá… no pude abarcar en los recovecos de mi mente una buena manera de matarlo, y quise hablar con el esqueleto que trajo una biblioteca en la cabeza para ver si me iluminaba su conversación.
—En el vampirismo creen muchos pueblos y hay muchas pruebas judiciales de apariciones de fantasmas que chupaban la sangre de personas; pero yo creo que no se les debe dar crédito a semejantes cuentos. Pasaron los tiempos en los que el verdugo quemaba los cadáveres sospechosos de vampirismo, y hoy no se permitiría a nadie clavar una estaca en el corazón de un cadáver.
Mi amigo, lleno de ciencia oficial, se burlaba de la gente sencilla que cree en los vampiros. Yo guardé mi secreto para no pasar por tonto y seguí preguntando solapadamente:
—¿Y hay sabios en el mundo que crean en el vampirismo?
—Los hay. La fundadora de la Teosofía habla de eso y cuenta muchos hechos. Si mal no recuerdo recoge la explicación del fenómeno por causas físicas. Cuando un muerto aparente estuvo muy apegado a la materia y fue en vida un malvado, su cuerpo astral, envuelto en su doble etéreo, sale de la sepultura con el objeto de mantener el cuerpo físico con la sangre que chupa de los vivos, y de esta manera se perpetúa el estado cataléptico del enterrado. El cuerpo astral transfiere la sangre de una manera todavía desconocida, pero esperan que cualquier día sea explicado por la ciencia psicológica.
—¿Y usted ni siquiera tiene dudas?
—Yo, que soy un hombre sesudo, no creo; aunque, la verdad, me hacen pensar ciertas cosas, como son las muertes aparentes y el hecho de que se hayan encontrado cadáveres que todavía tenían la carne blanda, los ojos abiertos, la piel sonrosada, la boca y la nariz llenas de sangre fresca, que también surgía de las heridas que, por asesinato o por ajusticiamiento, les produjeron la muerte. Eso cuentan viejos documentos.
—¿Y de qué manera se le da muerte al vampiro?
—Pues para apartar el cuerpo astral del físico no hay otro remedio que quemar el cadáver.
No quise saber más. Me aparté de mi biblioteca y pensé para mis adentros: vampiros hay; por tanto, por las buenas o por las malas, debía quemarse a todos los caciques. Los caciques son capaces de hacerse los muertos para seguir viviendo a cuenta de los pobrecillos.
Fin
Lector:
Ya que leíste las memorias del esqueleto enterrado en un cementerio de ciudad y ya que te entretuviste aprendiendo cosas del más allá que no sabías, bien puedes escucharme un ratito a mí para terminar rápido. Una cosa que hice con premeditación y nocturnidad podría llevarme a la cárcel si hubiera testigos, mas yo te aseguro que no fue por hacer mal. Escucha. Con el ojo de vidrio comprado al enterrador de ciudad tomé el camino de la parroquia de Tal y allí, en el atrio de la iglesia y ayudado por un hombre valiente, pasada la media noche, abrí la sepultura donde reposa para siempre jamás un amigo mío. ¡Miedo pasé!
Mi amigo fue un muchacho de gran inteligencia y espíritu superior a toda alabanza. Estudiamos juntos en la vieja Compostela y la gripe me lo escamoteó. Como última prueba de honda amistad quise hacerle el regalo del ojo de vidrio. ¡Después de todo yo no lo quería para nada…! Abrimos la tapa de la caja bien despacio para no descolocar el esqueleto. Oh, lector: mi amigo conservaba su traje y sus zapatos nuevos, prueba de que el enterrador de aldea es mejor cristiano que su colega de la ciudad. En la cuenca derecha de su calavera dejé el ojo de vidrio, encima de sus manos deje un bloc de papel y un lápiz. Y acercándome al agujero del oído, le dije así:
—Querido Pedro: ahí te dejo un ojo de vidrio para que veas, papel y lápiz para que escribas. Serás el rey en este cementerio, pero te ruego que no te vuelvas cacique. Pasados unos meses vendré a recoger cuanto escribas. Perdóname, querido, que no te dé un beso. Adiós y hasta luego.
Si cuanto escriba mi amigo es digno de interés te aseguro que será publicado para que compares y veas que no es lo mismo ser enterrado en el atrio de una iglesia que en un cementerio de ciudad.
Entretente como puedas, lector, y no te digo más.
Alfonso Castelao (1886-1950)
Relatos góticos. I Relatos de Alfonso Castelao.
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El análisis y resumen del cuento de Alfonso Castelao: Un ojo de vidrio. Memorias de un esqueleto (Un ollo de vidro. Memorias dun esquelete), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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