«Drencula»: Boris Vian; relato y análisis


«Drencula»: Boris Vian; relato y análisis.




Drencula (Drencula) es un relato de vampiros del escritor francés Boris Vian (1920-1959), escrito en 1940 y publicado de manera póstuma en 1980, con el título: Drencula, extracto del diario de David Benson (Drencula, Extraits du journal de David Benson).

Drencula, posiblemente uno de los cuentos de Boris Vian más conocidos, realiza una breve e interesante parodia del género, especialmente de la clásica novela de vampiros de Bram Stoker: Drácula (Dracula).




Drencula.
Drencula, Boris Vian (1920-1959)

No hacía siquiera una hora que me encontraba en el castillo del conde Drencula y el aspecto siniestro del lugar ya provocaba los más sombríos presentimientos en mi corazón.

La morada del conde se elevaba sobre una de las regiones más salvajes de los grandes bosques de Transilvania, que proyectan al asalto de los primeros contrafuertes de los Cárpatos sus hordas negras de grandes pinos de Austria y de alerces de frente desdeñosa; el castillo, en lo más alto de un promontorio de roca, dominaba un profundo barranco a cuyos pies gruñía un torrente espumoso.

El conde había rogado al bufete de abogados que me empleaba en Londres que le enviase uno de sus representantes con el fin —había escrito— de poner en orden ciertos papeles importantes; yo llevaba en mi cartera la copia de la respuesta que me acreditaba ante el conde, y aquella pequeña hoja blanca era lo único que podía disipar un poco mi angustia del momento.

Pues, en efecto, desde la hora que había franqueado el umbral del austero edificio de piedra gris, ni un alma se había ofrecido a mi mirada. Tan sólo algunos murciélagos se arremolinaban extrañamente en el aire, poblando con sus agrios gritos el silencio opresivo, y no era preciso más que el recuerdo de mi gran despacho artesonado de Londres para devolverme el aplomo.

Al recorrer, una tras otra, las salas desiertas, terminé sin embargo por descubrir, encajada tras una torreta cuadrada que se alzaba al norte, una cámara en la que rugía un fuego de leña. Una tarjeta, colocada en una mesa junto a un copioso almuerzo, me informaba de que el propietario, de caza desde hacía dos días, se excusaba por recibirme de forma tan desconsiderada, rogándome que me acomodase lo mejor que pudiera mientras esperaba su regreso. Cosa extraña: el lado misterioso del asunto, lejos de aumentar mi alarma, la disipó, y sin preocupaciones ingerí una cena de lo más conveniente.

Después, tras desvestirme completamente, pues el calor era asfixiante, me tendí frente al fuego sobre una inmensa piel de oso negro que aún conservaba un ligero perfume de fiera, y esto debido sin duda a los métodos rudimentarios empleados en su conservación por los montañeros del lugar.


Me sacó de mi aturdimiento una sensación de ahogo y otro tipo de sensación, ésta perfectamente desconocida para mí. Mi pasado de soltero formal no me había preparado, desde luego, para semejante experiencia; pues, al mismo tiempo que un peso que se me antojo considerable se apoyaba en mi pecho, tuve la impresión de que mis regiones más privadas se encontraban sumergidas en una caverna caliente, singularmente móvil, y que recibían de este contacto un aumento de fuerza y de volumen perfectamente anormal.

Recuperando poco a poco la consciencia, me apercibí de que mi nariz y mi boca se hallaban apresadas en un plumón elástico; un olor particular, algo aturdidor, llenaba mis narinas y, al alzar las manos, me encontré con dos globos lisos y sedosos que se estremecieron al contacto y se irguieron un poco; fue en ese instante cuando, percibiendo una cierta humedad sobre mi labio superior, una hendidura carnosa y ardiente que al momento emprendió una larga serie de contracciones. Aspiraba el jugo suculento que ahora me corría por la boca cuando me di cuenta de que alguien se había tendido a lo largo sobre mi cuerpo y, pies contra cabeza, me roía en tanto yo, del otro lado, le devolvía el cumplido.

Tal constatación me golpeó en el mismo instante en el que, violentamente transportado, dejaba escapar una gran cantidad de líquido, engullido tan pronto como era emitido. Al mismo tiempo, los muslos que me apresaban la cabeza se tensaron; por mi parte, me emplee lo mejor que fui capaz, mientras absorbía todo lo que podía extraer de aquel cáliz exasperado que danzaba contra mi boca. Tampoco mis manos se mantenían inactivas, pues recorrían de arriba abajo la raya perfumada en la que mi nariz venteaba un aroma divino; mis dedos tanteaban por momentos en una fosa diferente y de más difícil acceso.

—Estoy perdido —pensé—. El conde es un vampiro y esta persona está a su servicio. Y hete aquí cómo me convertiré en vampiro.

En ese instante, la criatura empujó sus espaldas un poco más contra mi nariz y noté que venía al asalto de mi mentón un grosor velludo. Palpando el objeto, reconocí que se prolongaba, turgente, y que forcejeaba por introducirse en mi boca.

—Sueño —pensé—. Los dos géneros no pueden reunirse en una misma persona.

Y como hay que aprovechar los sueños para acrecentar la experiencia, chupé tan bien como pude, tratando de llevar hasta su conclusión mis indagaciones topográficas. La actividad del vampiro continuaba alrededor de mi vientre y, sin saber cómo, ayudado sin duda por un repliegue que yo había debido efectuar sin darme cuenta, sentí una lengua puntiaguda y móvil como una cabeza de serpiente.

Una última elongación del tallo que yo acariciaba ávidamente me advirtió de un cambio repentino y pronto tuve la boca llena de cinco o seis ráfagas de un sabroso néctar, cuyo gusto a lejía dejó enseguida lugar para un discreto aroma de trufas. Antes de que tuviese tiempo de tragarlo todo, el vampiro hizo un rápido giro y su boca se pegó contra la mía, hurgando en mis encías y en mi gaznate con el fin de recuperar los pocos filamentos que allí todavía quedaban.

Esforzándome por recobrar la consciencia, tuve tiempo de pensar que tenía que tratarse forzosamente de un sueño, puesto que las metamorfosis del otro cuerpo eran constantes, y yo seguía disfrutando de ellas.

La bestia me recorría el rostro con lametones rápidos y fugaces en torno a los ojos, las orejas y las sienes, lugares que yo jamás hubiese imaginado tan sensibles. Tenía ganas de ver a aquella criatura, pero los fulgores moribundos del fuego apenas me permitían distinguir una parte de su sombra, que se recortaba a contraluz sobre el rubor apagado del hogar. Mas tales pensamientos se vieron interrumpidos por la nueva oleada que me embargaba, y arrojé un río de licor al fondo de la presa que me oprimía. Crispando mis manos, perdí el conocimiento, agotado por tan terribles y tan fuertes impresiones.



El diario de David Benson se detiene aquí. Estas pocas cuartillas fueron descubiertas junto a su cuerpo, en los alrededores del castillo habitado por Radzaganyi, en Hungría. David Benson había sido devorado en parte por las bestias feroces, que, cosa curiosa, se habían cebado en su bajo vientre, completamente roído, y cubierto su rostro de excrementos y orina.

Boris Vian (1920-1959)




Relatos góticos. I Relatos de Boris Vian.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Boris Vian: Drencula (Drencula), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

Priscilla Candia dijo...

La mejor que he leído hasta ahora. Qué buen escritor el hombre, fantástico final, me lo transformó por completo.

Anónimo dijo...

a mi el final me resulto flojo, como hecho a las apuradas, pero el relato esta bueno como fantasia erotica, más no tiene.

readingdeworld (Natalia B F) dijo...

La verdad es que descubrí a Boris Vian gracias a este relato. Gracias. Es interesante, a parte de morboso. Y siempre he pensado que tiene que haber escritores que se salgan de lo ''políticamente correcto''. Doblemente a valorar, escrito en otra época en la que la hipocresía era más fuerte que ahora...

Por cierto, felicidades por este blog tan increíble!!



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Relato de Walter de la Mare.
Mitología.
Poema de Emily Dickinson.

Relato de Vincent O'Sullivan.
Taller gótico.
Poema de Robert Graves.