«La silla de ruedas»: E.F. Benson; relato y análisis


«La silla de ruedas»: E.F. Benson; relato y análisis.




La silla de ruedas (The Bath-Chair) es un relato de fantasmas del escritor inglés E.F. Benson (1867-1940), publicado en la antología de 1934: Más historias de fantasmas (More Spook Stories).

La silla de ruedas, acaso uno de los mejores cuentos de E.F. Benson, relata la historia de Alice Faraday, una mujer condenada a cuidar a su hermano, a quien detesta profundamente, a tal punto que conspira contra él con la ayuda de un siniestro colaborador: su padre, ya muerto, en lo que bien podríamos denominar un intento de asesinato sobrenatural.

Las mujeres rara vez aparecen como los personajes principales en los relatos de terror de E.F. Benson, y, cuando lo hacen, sus intenciones son más bien diabólicas. Alice Faraday es un ejemplo claro de esa aversión —o miedo— subyacente por la mujer. En cierto modo, Alice nos recuerda a la Señora Amworth (Mrs Amworth), que también vampiriza a sus víctimas, aunque de un modo más relacionado con lo fantástico.

Más allá de estos detalles, La silla de ruedas es un notable relato psicológico que pone de manifiesto la feroz rivalidad entre dos hermanos que, en definitiva, cultivan el mismo deseo patricida reprimido.




La silla de ruedas.
The Bath-Chair, E.F. Benson (1867-1940)

A los cincuenta años de edad, Edmund Faraday tenía todas las razones para estar satisfecho de la vida: poseía todo lo que realmente deseaba, y además en abundancia. La salud era una de las principales causas de su satisfacción, y a menudo pensaba que la profesión médica tendría muy poca cosa que hacer si todo el mundo fuese como él. Su apreciación de su buena suerte le permitía en ocasiones tentarla: comía sin mesura y consumía grandes (aunque nunca excesivas) cantidades de alcohol proveniente de diversos tipos de licor, aludiendo agradablemente a su inmunidad ante cualquier efecto desagradable.

También hacía saber a todo el mundo que cada mañana tomaba un baño de agua fría, que pasaba diez minutos frente a una ventana haciendo ejercicios y flexiones, y que se tomaba el desayuno con gran apetito. No resultaba tan popular, sin embargo, su escaso respeto por aquellos que tenían que cuidarse. Y no es que lo expresase en términos despreciativos, sino más bien al contrario: mostraba una jovial simpatía por todos aquellos hombres, quizá diez años más jóvenes que él, que elegían ser prudentes con el alcohol.

—Eso que se pierde, abuelo —comentaba—, pero ya espabilará.

Además de estas ventajas físicas, era dueño de unos considerables ingresos derivados de sus acciones en una compañía muy segura dedicada a los grandes almacenes, que él mismo había fundado y de la que era presidente: aquello y sus ahorros acumulados le permitían vivir como le apeteciese. Tenía una casa cerca de Ascot en la que pasaba casi todos los fines de semana, desde el viernes hasta el lunes, jugando constantemente al golf, y otra en Massington Square, convenientemente cercana a su negocio.

Podía esperar una razonable y próspera travesía en aquel último tramo de la vida que en los hombres acomodados suele continuar hasta bastante después de haber cumplido los setenta. En Londres estaba acostumbrado a jugar todos los días al bridge durante un par de horas en su club, antes de regresar a su hogar de soltero, del que se encargaba su hermana, y desde la mañana hasta la noche su vida se centraba en disfrutar o procurarse placeres.

Alice Faraday era, dentro de su propio campo, una de las claves de su próspera existencia, ya que era la que se encargaba de los asuntos domésticos. El la veía poco, ya que siempre desayunaba solo y durante la mañana únicamente coincidían unos instantes, cuando él descendía las escaleras para dirigirse hacia su oficina y le decía si vendrían algunos amigos a cenar o si por el contrario era él quien cenaría en otro lugar; entonces ella hablaba con el cocinero, telefoneaba a los proveedores, y recorría la casa para asegurarse de que todo estaba ordenado e impoluto. Al final del día era también rara la ocasión en la que recibían juntos la noche, ya que o bien él cenaba fuera dejándola sola, o bien invitaba a tres o quizá a siete amigos, entre los que formaban una o dos mesas de bridge.

En aquellas ocasiones, Alice nunca participaba. No le gustaba jugar a las cartas, estaba bastante sorda, mantenía un silencio nada decorativo y sentía que ya había quedado representada por la admirable comida que les había proporcionado tanto a él como a sus amigos. En la residencia de Ascot desempeñaba un papel parecido, acudiendo allí en tren los viernes por la mañana para que la casa estuviera preparada cuando llegara él montado en su coche algo más tarde.

A veces Faraday se preguntaba si no se sentiría más a gusto casándose y proporcionándole a Alice una casa modesta que fuera de su propiedad y una renta equivalente, ya que, aunque raras veces la veía, su presencia le repugnaba ligeramente. Pero el matrimonio era algo arriesgado, especialmente para un hombre de su edad, que se había librado durante tanto tiempo, y además podría topar con una esposa que tuviera voluntad propia, y que no entendiera, del modo que lo hacía Alice, que la única razón de su existencia debería ser hacerle sentir cómodo. De nuevo se preguntó si unos criados tan perfectamente adiestrados como los suyos no podrían llevar la casa de una manera tan eficiente como lo hacía su hermana, en cuyo caso ella estaría mejor en otro lugar; él desde luego se sentiría más a gusto si no viviera bajo el mismo techo.

Pero podría pasar que su cocinero se despidiera, o que la chica que limpiaba la casa hiciera mal su trabajo, y además había facturas de las que encargarse, e impuestos que pagar, y había que pensar en el abastecimiento. Alice se encargaba de todo aquello, y lo único que él tenía que hacer era extenderle un cheque mensual, refunfuñando al ver el total. Y respecto a sus ocasionales cenas con ella, aunque era aburridísimo sentarse frente a aquella criatura medio sorda, grosera y huesuda, aquellas noches eran las menos, y en cuanto acababa de cenar se retiraba a su estudio y pasaba una o dos horas tolerables entretenido con un libro o un crucigrama. A qué se dedicaba ella, no tenía ni idea, y tampoco es que le importara mientras ella no le importunase.

Probablemente leería aquellos espantosos libros sobre el subconsciente y las ciencias ocultas que tanto le gustaban. Para él, con el consciente ya le bastaba, y ella tenía poco espacio reservado en el suyo. Qué mujer tan desagradable y enigmática: qué extraño que él, tan pulcro y robusto, llevara su misma sangre.

Aquel régimen, sin duda el más cómodo que había podido idear para sí mismo, había sido prácticamente impuesto sobre Alice. Ella había cuidado de la casa de su padre hasta la muerte de éste, quien al ir envejeciendo había caído en las malas costumbres. Había perdido un capital considerable especulando estúpidamente en el mercado de valores, y durante sus últimos cinco años había pasado a depender completamente de su hijo, que los había alojado a ambos en un pequeño y sórdido piso a la vuelta de la esquina de Massington Square. Entonces el viejo sufrió un ataque y quedó parcialmente paralizado, y Edmund, siempre despreciativo de los enfermos y los incapaces, le había tacañeado hasta el último penique del par de cientos de libras que le pasaba anualmente.

Al mismo tiempo, admiraba la habilidad para la gestión y la economía exhibidos por su hermana, que conseguía ofrecerle a su padre una existencia cómoda pese a su magra miseria. Por ejemplo, incluso había conseguido comprarle una silla de ruedas de segunda mano, destartalada y desgastada por el uso, con la que los días soleados le paseaba por los jardines de Massington Square, o sencillamente se sentaba a su lado para leerle. Ciertamente, sabía cómo aprovechar el dinero, de modo que, al morir su padre, y ya que era su deber ocuparse de ella, Edmund le ofreció cien libras al año, alojamiento y manutención, a cambio de que llevara la casa por él. Si no aceptaba aquella oferta, debería arreglárselas sola, y dado que no poseía un penique, no estuvo en su mano oponerse. Habían traído consigo la silla de ruedas, y la había guardado en un gran trastero que había en el jardín trasero de la casa de su hermano. Quizá podría ser de algún uso en otra ocasión.

Edmund Faraday era un hombre astuto, pero nunca sospechó que existiese alguna razón, aparte de la necesidad material, por la que Alice hubiera aceptado su oferta de tan buen grado. Brevemente, esta razón era que su hermana le profesaba un odio que se incrementaba y brillaba furioso ante su presencia. Ella lo abrazaba, lo atesoraba y lo alimentaba, pero para hacer todo aquello necesitaba estar cerca de él: de otra manera, podría enfriarse y morir. Oírle llegar alguna tarde la emocionaba al sentir su cercanía; sentarse con él en silencio durante sus escasas y solitarias cenas, observarle, servirle... representaba un festín para ella. No tenía ningún deseo personal de dañarle, incluso aunque eso hubiera sido posible, pero sentía que debía estar cerca, esperando a que cayera sobre él alguna desgracia inconjeturable, la cual, aunque pudiera demorarse todo lo que quisiera, acabaría por llegar con toda seguridad, al menos mientras ella mantuviera la dinamo de su odio constantemente encendida.

Toda emoción intensa, ella lo sabía, representaba una fuerza en el mundo, y antes o después acabaría por realizarse con creces. Durante sus horas solitarias, cuando las tareas del hogar estaban completadas, ella centraba su mente en él, como un proyector, y estudiaba libros de magia y ciencias ocultas que le revelaban o le hacían intuir los poderes otorgados por la concentración. Las brujas y los magos, en los tiempos antiguos, ignorantes de la causa subyacente, pronunciaban hechizos y encantamientos o construían muñecos de cera que representasen a sus víctimas, y los ataban y los pinchaban con agujas con el propósito de producir malestar físico y agudos dolores. Pero todo aquel trabajo con símbolos era un juego de niños: la verdadera fuerza que se escondía detrás, aquella que más convendría dejar libre para realizar su voluntad sin interferencias, era el odio.

Y no merecía la pena ser impaciente: era la paciencia la que realizaba un trabajo perfecto. Quizá, cuando su maldición empezara a tomar forma, se le podría ayudar de alguna manera: los miedos podían ser potenciados, se podía aumentar la desesperanza... pero nada más. Tan sólo la espera fatigosa, el deseo intenso, la insaciable y negra llama...

A menudo sentía que el espíritu de su padre se mantenía en contacto con ella, ya que también él había aborrecido a su hijo, y mientras yacía paralizado, sin poder hablar, ella inventaba historias sobre Edmund para entretenerle: cómo perdería todo su dinero, cómo se descubriría un gran fraude en su negocio, cómo le traicionaría su tan cacareada salud, y cómo le atenazaría el cáncer o alguna enfermedad degenerativa; entonces, los ojos del viejo brillaban con alegría, gorjeaba sin poder decir nada y se retorcía de placer. Desde la muerte de su padre, Alice aún no había sentido que éste la abandonara; su espíritu estaba cerca de ella y su malevolencia no había disminuido. Ella, por su parte, le hacía el compañero de sus pensamientos: a veces, Edmund llegaba tarde del trabajo, y mientras los minutos se deslizaban sin que él hubiera aparecido aún, ella se sentía como si todavía estuviera inventando historias para su padre, y le contaba que el teléfono sonaría de un momento a otro, y que la llamada provendría de algún hospital al que Edmund habría sido conducido tras sufrir un accidente de tráfico.

Pero entonces recordaba que debía mantener a raya sus pensamientos; no debía permitirse definir excesivamente sus ideas ni sugerir nada a la fuerza que se estaba preparando para actuar sobre él. Y aunque en aquellos momentos todo parecía marchar a la perfección, y los siguientes meses incluso le proporcionaron nuevos beneficios, Alice nunca dudó que llegaría el día de la retribución, siempre y cuando ella fuese paciente y mantuviera aquella dinamo del odio en marcha.

Edmund Faraday se había trasladado hacía relativamente poco a la casa que ahora ocupaba. Previamente había vivido en otra de la misma plaza, una docena de puertas más allá, pero siempre había deseado ésta: era más espaciosa, y contaba en la parte trasera con una considerable parcela de tierra rodeada por una alta pared de ladrillo y ocupada por un jardín de césped y lechos de flores. Sin embargo, aún no había conseguido alquilar la otra casa, y el cartel que el agente inmobiliario había colocado frente a ella era sencillamente horroroso, pero lo peor era que mientras estuviera libre habría dinero por ganar. No obstante, aquella noche, mientras se acercaba a ella, caminando vigorosamente al regresar de su oficina, vio que había un hombre asomado al balcón de la sala de estar: evidentemente, había alguien visitándola.

Cuando se estaba acercando, el hombre dio media vuelta, dio un par de pasos hacia la puerta y entró en la casa. Faraday pudo darse cuenta de que cojeaba pesadamente, apoyándose en un bastón y arrojando el cuerpo hacia adelante cada vez que avanzaba la pierna izquierda, como si la articulación no siguiera su juego. Pero aquel no era problema suyo, y se sentía satisfecho con pensar que alguien había acudido a visitar su vacía propiedad. A la mañana siguiente, de camino a la oficina, pasó a ver al agente en cuyas manos había dejado la casa, y le preguntó quién se había interesado por ella. El agente no sabía nada al respecto: no le había cedido las llaves a nadie.

—Pero anoche vi a un hombre en el balcón —dijo Faraday—. Tuvo que hacerse con las llaves de alguna manera.

Sin embargo, las llaves estaban en su lugar habitual, y el agente prometió enviar a alguien de inmediato para asegurarse de que la vivienda estuviera apropiadamente cerrada. Faraday se tomó la molestia de pasar de nuevo cuando regresaba a su casa para enterarse de que todo estaba en orden, que tanto la puerta principal como la trasera estaban cerradas y que no había ni rastro de que hubieran entrado ladrones. De alguna manera, aquel extraño incidente se grabó en la mente de Faraday, y algo más de una semana más tarde tuvo motivos para recordarlo. Una mañana vio en la calle, un poco por delante de él, a un hombre que cojeaba y se doblaba sobre su bastón, reconociendo de inmediato al visitante de la casa vacía, ya que su constitución y su modo de moverse eran los mismos, por lo que aceleró sus pasos con el objetivo de intentar echarle un vistazo.

Pero la acera estaba repleta de gente, y antes de que pudiera alcanzarle el hombre había saltado a la calzada y había sorteado el abundante tráfico, de modo que Edmund le perdió de vista. En otra ocasión, mientras recorría la plaza hacia su casa, le vio caminando por el otro lado y en dirección opuesta, así que retrocedió para intentar interceptarle en el otro extremo del jardín. Pero para cuando llegó a la otra acera, ya no había ni rastro de él. Recorrió con la mirada la calle de arriba abajo; seguramente aquel modo de andar debería de ser visible desde una gran distancia. Se trataba de un hombre grande, de anchos hombros y fornido: debería haber sido fácil distinguirle.

Faraday estaba seguro de que no se trataba de un vecino de la plaza, ya que de otro modo le habría visto con anterioridad. ¿Qué habría estado haciendo en su casa cerrada? ¿Y por qué, de repente, le veía casi cada día? De una manera bastante irracional, sintió que aquel entrometido y sin embargo elusivo extraño tenía algo que ver con él.

Al día siguiente iba a desplazarse hasta Ascot, y aquella noche fue una de esas escasas ocasiones en las que cenó con su hermana. Apenas tenía apetito, y estaba culpando mentalmente a la comida cuando el habitual silencio se rompió. De repente, su hermana le obsequió con una de aquellas risas suyas que parecía un balido y dijo:

—Se me había olvidado decírtelo. Hoy ha venido un hombre que deseaba hablar contigo sobre el alquiler de la otra casa. No dio ningún nombre y le he dicho que eso era cosa del agente inmobiliario, así que le he dado la dirección. ¿He hecho bien, Edmund?

—¿Cómo era? —dijo él violentamente.

—No he llegado a ver su cara con claridad. Cuando yo he bajado al recibidor ya se había colocado de pie frente a la ventana. Pero era corpulento, más o menos como tú, aunque tullido. Cojeaba mucho y se apoyaba en un bastón.

—¿A qué hora ha sido?

—Un par de minutos antes de que llegaras.

—¿Y entonces?

—Bueno, cuando le he dicho que se dirigiera al agente inmobiliario se ha dado la vuelta y se ha marchado y, como te decía, no he llegado a ver su cara. En todo caso tenía algo raro. Le he observado desde la ventana y le he visto rodear la plaza para marcharse por la otra acera. Un par de minutos después te he oído entrar.

Ella le observó mientras hablaba, y vio que la preocupación teñía su cara.

—No logro averiguar quién es ese tipo —dijo él—. Por tu descripción parece un hombre al que vi en el balcón de la otra casa hace una semana. Sin embargo, cuando fui a preguntarle al agente, resultó que nadie le había solicitado las llaves, y la casa estaba completamente cerrada. Le he visto varias veces desde entonces, aunque nunca de cerca. ¿Por qué no le has preguntado su nombre o su dirección?

—Sinceramente no se me ha ocurrido —respondió ella.

—Si vuelve a aparecer, no te olvides de hacerlo. Y ahora, si has terminado, puedes retirarte. Mañana por la mañana irás a Ascot y prepararás una buena comida. Vendrán tres amigos míos a pasar el fin de semana.

Faraday acudió a su ronda de golf del sábado por la mañana de excelente humor: había ganado sobradamente al bridge la noche anterior y se sentía vigoroso y agudo. La mañana era muy calurosa y el sol resplandecía con fuerza, pero un pequeño grupo de oscuras nubes se aproximaba por el este, amenazando con un chaparrón. Además, resultaba desesperante tener que esperar en uno de los hoyos cortos a que la pareja que iba delante de él dejara de enredarse en las trampas de arena que sembraban el green. Finalmente consiguieron superarlas, y Faraday, mientras esperaba a que cambiaran de hoyo, vio que un hombre fornido, que se apoyaba en un bastón y cojeaba pesadamente, les estaba observando.

—Está aquí —dijo para sí—. Ahora podré verle bien.

Pero cuando llegó al green el hombre ya se había marchado, y no pudo encontrar ni rastro de él en ninguna parte. En todo caso, conocía a la pareja que iba delante de él, y podría preguntarles quién era su amigo cuando se encontraran en el club. En aquel momento empezó a llover, durante poco tiempo pero con gran intensidad, por lo que su compañero fue a cambiarse en cuanto entraron en el local. Faraday se burló de aquella precaución: él nunca había cogido un mínimo resfriado, y tampoco había sufrido en su vida la menor punzada de reumatismo, de modo que mientras esperaba a su no tan robusto compañero aprovechó para preguntar sobre quién era aquel tullido a la pareja que había estado jugando por delante de él. Pero ninguno de ellos le conocía: de hecho, ninguno de los dos le había visto siquiera.

De alguna manera aquello estropeó su sensación de bienestar, ya que se trataba de un asunto de lo más extraño. Pero el domingo amaneció despejado y brillante, por lo que nada más despertarse saltó de la cama con la intención de ir a dar un paseo por el jardín antes de tomar su baño. Inmediatamente tuvo que agarrarse a una silla para no caer al suelo. Su pierna izquierda había cedido bajo su peso y un dolor punzante le sacudió la cadera. Qué fastidio: quizá debiera haberse quitado aquellas ropas húmedas la tarde anterior. Se vistió con dificultad y descendió las escaleras cojeando. Alice estaba allí, colocando flores frescas sobre la mesa.

—Vaya, Edmund, ¿qué te pasa? —preguntó.

—Un leve ataque de reumatismo —dijo—. Ya se me pasará en cuanto me mueva un poco.

Pero moverse no resultaba tan fácil: el golf quedaba más allá de toda consideración, y tuvo que quedarse sentado todo el día en el jardín, maldiciendo aquella desacostumbrada aflicción, y durante todo el día la imagen de aquel hombre tullido, cuya complexión era la misma que la suya, se le enterró en el cerebro como un topo. De regreso a Londres, Faraday visitó a un médico fiable, el cual, tras enterarse de sus baños de agua fría y su indisciplinado uso de los placeres de la mesa y la bodega, le puso a régimen, lo que para él era una de las humillaciones más amargas, ya que acababa de alistarse en el despreciable ejército de los cuidadosos.

—Moderación, mi querido señor —dijo el doctor aconsejándole—. Se acabaron para usted los baños de agua fría y el oporto, y ponga límite a su insaciable apetito. Sería también recomendable que empezara a hacer un poco de ejercicio en los días de diario y reducir el de los fines de semana. Siga trabajando, jugando sus partidas y viendo a sus amigos. Pero sobre todo, moderación, y pronto volveremos a tenerle en plena forma.

De acuerdo a aquellos desagradables consejos, Faraday tomó la costumbre de regresar caminando hasta casa cada vez que acudía a cenar cerca del vecindario, y de dar un par de vueltas a la plaza antes de irse a la cama si lo hacía en casa. Aquella semana, contrariamente a la costumbre, las noches pasaron sin invitados, y la última de ellas, antes de regresar al campo, salió cojeando a eso de las once sintiéndose inquieto y mostrando una extraña aprensión hacia el futuro. Aunque la violencia del ataque había remitido, caminar seguía siendo doloroso y difícil, y sus titubeantes pasos, estaba convencido, no podían sino despertar una despreciable compasión en todos aquellos que le conocían y sabían el hombre dinámico y ágil que había sido.

La noche aparecía cubierta de nubes y sofocantemente calurosa, y en el ambiente se respiraban una tensión y una opresión que iban a la par con su humor. Todos los placeres de su vida le habían sido arrebatados por aquella indisposición, y en su interior sentía con terrible seguridad que aquello no era sino la sombra de un visitante mucho más espantoso que se estaba acercando. Durante toda aquella semana, además, Alice se había comportado de una manera extraña. Parecía esperar algo, y aquella espera la llenaba de un regocijo secreto. Le vigilaba, tomaba notas, estaba alerta...

Había completado su primera ronda a la plaza y se encontraba ahora realizando la segunda, tras la cual se retiraría. Unos cien metros le separaban de su casa, y tanto la acera como la calzada aparecían completamente desiertas. Entonces, a medida que se acercaba a su puerta, vio que una figura avanzaba en su dirección; como él, cojeaba y se apoyaba en un bastón. Pero aunque hacía una semana había querido encontrarse con aquel hombre cara a cara, algo en su mente había cambiado, y ahora la perspectiva de encontrárselo le llenaba de un tembloroso terror. No había manera, en todo caso, de evitar aquel encuentro, a no ser que volviera a retroceder, y pensar que aquel hombre le estaba siguiendo le parecía algo más intolerable aún que enfrentarse a él.

Entonces, mientras se encontraba a unos doce metros, vio que el otro se había detenido justo frente a su puerta, como si le estuviese esperando. Faraday agarró sus llaves, preparado para entrar. No pensaba mirar al tipo en absoluto, sino pasar a su lado con la cabeza inclinada. Cuando apenas se encontraba a medio metro de él, el otro extendió la mano como haciendo un gesto que reclamara su detención, e involuntariamente Faraday se volvió. El hombre se encontraba junto a una lámpara, y su cara aparecía completamente iluminada. Y aquella cara era la cara de Faraday: era como si se estuviera enfrentando a su propia imagen en un espejo... Respirando dificultosamente, entró en su casa y cerró de un portazo. Allí estaba Alice, a su lado, esperándole, con toda seguridad.

—Edmund —dijo, y junto a esa misma seguridad percibió en su voz un temblor que delataba alegría—, acabo de salir para echar una carta al correo y me he encontrado con el hombre que vino el otro día a preguntar por la casa. Qué curioso.

Él se limpió los goterones de sudor frío que le invadían la frente.

—¿Le has visto bien? —preguntó—. ¿Cómo era?

Ella dejó escapar su risa bovina, y sus ojos brillaron alegres.

—¡Es algo de lo más extraordinario! —dijo—. Se te parece tanto que llegué a hablarle antes de darme cuenta de que no eras tú. Su modo de andar, su complexión, su rostro: todo. ¡Extraordinario! Bueno, me voy a la cama. Ya es tarde, pero pensé que querrías saber que estaba por aquí, por si acaso querías charlar con él. Me pregunto quién será y qué querrá. ¡Felices sueños!

A pesar de aquellos buenos deseos, Faraday no durmió bien en absoluto. Siguiendo su costumbre, había abierto completamente las ventanas antes de acostarse, y estaba quedándose dormido cuando oyó en el exterior unos pasos irregulares y el sonido de un bastón golpeando contra el suelo; su propio paso, podría haber pensado, y el sonido de su propio bastón. Se paseaba frente a su casa, de un lado a otro, patrullando su reducido perímetro. A veces cesaba durante un rato, pero tan pronto como el sueño empezaba a rondarle empezaba de nuevo.

¿Debería mirar, se preguntaba, y ver si había alguien ahí? Desechó la idea, ya que la perspectiva de volver a mirarse a sí mismo, a su propia cara y a su propio cuerpo, le inundaba la frente de sudor. Finalmente, incapaz de seguir soportando aquella vigilia, se asomó a la ventana. Desde un extremo al otro, hasta donde le alcanzaba la vista, la plaza estaba vacía salvo por la presencia de un policía que realizaba su ronda en silencio, iluminándose con su linterna.

El doctor Inglis le visitó al día siguiente. Desde su última cita, había examinado las radiografías de la articulación dañada, y podía ofrecerle nuevos detalles. No había rastros de artritis; un reumatismo muscular, el cual sin duda desaparecería con el apropiado tratamiento, era todo el achaque. De modo que Faraday se dirigió a su oficina, mientras que el doctor se quedó para hablar con Alice, ya que, según le había confesado jovialmente el primero, sospechaba que no iba a ser un paciente demasiado obediente, y que debería decirle a su hermana cuáles eran sus instrucciones respecto a la comida y los medicamentos.

—Físicamente no tiene ningún problema demasiado grave, señorita Faraday —dijo—, pero hay algo que quiero consultarle. Le he encontrado muy nervioso y estoy seguro de que quería contarme algo, pero no se ha decidido a hacerlo. Debería haber superado este reumatismo hace días, pero tiene algo en la mente que está minando su vitalidad. ¿Tiene usted idea, en completa confidencialidad, por supuesto, de qué podría tratarse?

Ella lanzó un pequeño balido, riendo.

—Ya sé que no está bien que me ría, doctor Inglis —dijo—, pero es que me alivia tanto saber que no le pasa nada malo a mi querido Edmund... Sí, hay algo que le preocupa... ¡Caramba, es algo tan ridículo que apenas puedo hablar de ello!

—Pero quiero saberlo.

—Bueno, se trata de un tullido al que ha visto en varias ocasiones. Yo también le he visto, y lo más extraño es que es exactamente igual a Edmund. Anoche se lo encontró frente a la casa y entró... bueno, con un aspecto horrible.

—¿Y cuándo le vio por primera vez? Apuesto a que fue después de que le asaltara esta cojera.

—No. Fue antes. Ambos le vimos antes. Era como si... ¡va a sonar tan tonto!... como si esta especie de doble suyo le hubiera mostrado lo que iba a sucederle.

Había regocijo y placer en su voz. Y qué desaliñada y grosera resultaba su apariencia con aquel mechón de pelo gris revuelto sobre su frente y sus manos descuidadas. El doctor Inglis sintió disgusto: se preguntó si estaría del todo bien de la cabeza. Ella se agarró una rodilla con aquellos dedos largos y huesudos.

—De modo que eso es lo que le turba. Oh, le conozco perfectamente —dijo—. A Edmund le aterroriza ese hombre. No sabe lo que es. No quién es, sino qué es.

—¿Pero qué es lo que hay que temer? —preguntó el doctor—. El tullido no es producto de su alterada imaginación, ya que también usted le ha visto. Es un ser humano normal y corriente.

Ella se rió de nuevo y palmeó como una niña complacida.

—¡Oh, por supuesto, así debe ser! —dijo—. De modo que no hay nada que temer. ¡Espléndido! Tengo que decírselo a Edmund. ¡Qué alivio! Y en cuanto a las reglas que usted le ha impuesto, sobre la comida y toda eso, seré muy estricta con él. Comprobaré que hace exactamente lo que le ha dicho. Seré implacable.

Durante una semana o dos, Faraday no volvió a ver a aquel visitante no bienvenido, pero no le olvidó, y en algún lugar de su cerebro, bien enterrada, permanecía aquella sensación de miedo. Entonces llegó una noche en la que había estado fuera cenando con unos amigos: la comida y el vino eran excelentes, y los otros se habían burlado de él por su condición de abstemio, de modo que relajó un poco sus restricciones y disfrutó de una noche alegre, como en los viejos tiempos. Le parecía haber escapado de la sombra que se había cernido sobre él, y regresó caminando a casa de buen humor, cojeando y apoyándose en su bastón, pero con bastante más energía que en los días anteriores.

Debía levantarse por la mañana temprano, ya que se aproximaba la asamblea general de su compañía y al día siguiente tenía que acabar de escribir su discurso para los accionistas. Les ofrecería una agradable media hora; los almacenes Faraday habían conseguido un doce por ciento libre de impuestos y un cinco por ciento en el incremento de beneficios.

Tomó un atajo a través de la oscura callejuela en la que había residido su padre durante sus últimos años de enfermedad, y sus pensamientos retrocedieron, con el sentimiento de una carga liberada, a la última vez que le había visto vivo, sentado en su silla de ruedas en el jardín de la plaza, mientras Alice le leía. Edmund se había acercado hasta el jardín para charlar con él, pero su padre sólo le había mirado con malevolencia desde sus hundidos ojos, farfullando y murmullando desde su barba.

Era como un mono viejo, pensó Edmund, desdentado, furioso y débil, y entonces, súbitamente, le había golpeado con la mano que aún podía mover. Edmund le había respondido ofreciéndole el lado más agresivo de su labia; le había dicho que más le valía comportarse mejor si no quería que le retirase su pensión. ¡Vaya una manera más agradable de comportarse con un hijo que le había dado hasta el último penique que tenía!

De este modo, meditando agradablemente, salió de aquel desagradable callejón y se aproximó a la plaza. Aquella noche había bastante gente, los coches recorrían una y otra dirección y un taxi se había detenido en la casa que había al lado de la suya, privándole de cualquier otra visión de la calle. Al sobrepasarlo vio que justo debajo de la lámpara, frente a su propia puerta, había una silla de ruedas vacía. Detrás de ella, como si fuera a empujarla cuando su ocupante estuviera preparado, se alzaba un viejo de barba blanca y desordenada.

Observándole, Edmund pudo ver sus ojos hundidos y su boca balbuceante, y entonces lo reconoció. Las llaves se le escaparon de la mano, pero sin detenerse para recogerlas se abalanzó sobre las escaleras y, en un acceso de pánico incontrolable, empezó a llamar al timbre y al aldabón de la puerta además de golpearla con sus propias manos. Oyó pasos en el interior, y allí estaba Alice. La empujó y se derrumbó sobre una silla del recibidor. Antes de que ella cerrase la puerta y se le acercara, sonrió y besó la mano de alguien que esperaba en el exterior.

Con dificultad consiguieron subirle hasta su habitación, ya que aunque hasta entonces se hubiera mostrado activo, todas las fuerzas parecían haberle abandonado, los huesos le bailaban en sus articulaciones, y ascendió las escaleras balanceándose y retorciéndose cada vez que subía un escalón. Siguiendo sus directrices, Alice cerró con cerrojo las ventanas y echó las cortinas; él no dijo ni una sola palabra sobre lo que había visto, pero no hacía falta que lo hiciera. Después de dejarle, ella se retiró a su propia habitación, alerta y ansiosa, ya que ¿quién podía saber lo que podría pasar antes de que llegara el día?

Qué inteligente había sido dejando el trabajo en otras manos: no había tenido más que concentrarse y pensar, y ahora podía contemplar cómo sus pensamientos y la fuerza que había permanecido oculta detrás de ellos empezaban a tomar forma en el mundo material. El terror, ese gran mecanismo destructivo, tenía atenazado a Edmund, el cual había quedado atrapado entre su maquinaria y estaba siendo arrastrado hacia sus implacables tornos. Y aun así, ella no debía interferir: debía seguir odiándole y deseándole males. Qué momento tan maravilloso había resultado aquel en el que había aporreado la puerta, frenético de terror, y cuando al abrirla había visto la destartalada silla de ruedas y a su padre detrás de ella.

Apenas pudo dormir aquella noche, pero yació feliz y preguntándose, reconfortada y tensa, si la fuerza podría volver a reunirse en cualquier momento para otorgar el golpe que acabara de una vez por todas con todo. Pero la breve y cálida noche de verano pronto se convirtió en día, y ella retomó las tareas de la casa, de modo que todo resultara lo más cómodo posible para Edmund.

En aquel momento bajó su criado, con orden de telefonear al doctor Inglis. Después de que el doctor le viera, solicitó volver a hablar con Alice. Esta repetición de su entrevista le resultó tan encantadora... Era como la repetición de un fraseo musical en una sinfonía, amplificado e interpretado por más instrumentos, ya que el punto de vista que sobre su paciente le ofreció fue mucho más pesimista. Aquella repentina rigidez de las articulaciones no podía ser explicada mediante causas físicas, y además había llegado acompañada de una acentuada pérdida de energías que no podía ser explicada con ninguna lesión corporal. Ciertamente había recibido un shock tremendo, mas no quería hablar de ello.

De nuevo el doctor le preguntó si sabía algo al respecto, pero todo lo que ella le pudo decir fue que había llegado la noche anterior en un estado de terror absoluto y de colapso completo. Además, había otra cosa. Estaba muy preocupado por el discurso que debía dar en su asamblea general. Era importantísimo que descansara y durmiera, y mientras aquel discurso ocupara su mente, evidentemente no podría conseguirlo. Estaba determinado a levantarse para descender a su estudio, donde tenía los papeles necesarios. Con la ayuda de su criado, podría llegar hasta allí, y cuando su trabajo estuviese acabado, podría descansar tranquilamente. El doctor Inglis regresaría por la tarde para volver a examinarle: también sería recomendable que pasara una o dos semanas en una casa de reposo. Le dijo a Alice que le vigilara intermitentemente, y que si algo la alarmaba enviara a alguien a avisarle.

Enseguida volvió al piso de arriba para ayudar a Edmund a bajar, y entonces se oyeron los ruidos de unas pesadas pisadas, y los crujidos del pasamanos, como si un peso muerto se estuviese deslizando sobre él. Aquello le trajo a Alice a la memoria el recuerdo del funeral de su padre, y del momento en el que habían descendido su ataúd por las estrechas escaleras de la pequeña casa que la generosidad de su hijo les había proporcionado.

Acompañó a su hermano y al doctor hasta el estudio y le acomodaron junto a la mesa. La habitación daba al jardín que había en la parte trasera de la casa, y una enorme ventana francesa, que se abría directamente sobre el suelo, se comunicaba con él. Destacaba en su interior un platanero con el follaje veraniego en todo su esplendor; aquella mañana bochornosa la habitación estaba oscurecida por la luz verdosa y crepuscular que se filtraba a través de sus hojas. La mesa estaba repleta de folios desparramados, y Faraday se sentó en una silla dándole la espalda a la ventana. Bajo aquella curiosa y sombría luz su rostro parecía extrañamente incoloro, mientras que los movimientos de sus manos parecían vacilar y tropezar entre los papeles.

Alice regresó una hora más tarde mientras él seguía allí sentado, tan ocupado que ni siquiera le dirigió la palabra, y ella encendió la luz eléctrica porque el día se había oscurecido aún más; y después cerró la ventana del jardín porque había empezado a llover intensamente. Mientras echaba los cerrojos, vio que la figura de su padre se erguía allí afuera, apenas a un metro de distancia. Él sonrió y asintió, y puso un dedo frente a sus labios, como si solicitara silencio; después le hizo un leve gesto indicándole que se retirara, y ella abandonó la habitación, dirigiendo una mirada hacia atrás al cerrar la puerta. Su hermano seguía afanándose con su trabajo, y la figura del exterior se había acercado aún más a la ventana.

Alice deseaba quedarse, deseaba ver con sus propios ojos lo que iba a suceder, pero era mejor obedecer aquel gesto y marcharse. El recibidor estaba muy oscuro, y ella permaneció allí unos instantes, escuchando atentamente. Entonces, de la puerta que acababa de cerrar, le llegó el inconfundible chasquido de una llave al ser echada, y de nuevo todo quedó en silencio salvo por el tamborileo de la lluvia y el chapoteo de los canalones rebosantes. Iba a suceder algo: ¿serían los estertores de una mortal agonía los que rompiesen el silencio, o continuarían los canalones borboteando hasta que todo hubiese acabado?

Entonces, el silencio se quebró en mil pedazos. La voz de Edmund se elevó progresivamente, enronqueciéndose en un balbuceo suplicante, hasta convertirse en un alarido que cesó tan repentinamente como si se hubiese tratado de un interruptor que se apaga. En el interior de la habitación algo se desplomó golpeándose contra el suelo. Desde el piso superior bajó el criado de Edmund.

—¿Qué ha sido eso, señorita? —dijo en un susurro asustado, girando la manecilla de la puerta—. Vaya, el señor se ha encerrado.

—Sí, está ocupado —dijo Alice—, quizá no quiere que le molesten. Pero yo también lo he oído, y después he oído algo que caía. Llama a la puerta y mira a ver si responde.

El hombre llamó, esperó un momento y volvió a llamar. Entonces, desde el interior, llegó el sonido de una llave deslizándose en la cerradura, y entraron. La habitación estaba vacía. La luz aún permanecía encendida sobre la mesa, pero la silla en la que había dejado a Edmund hacía cinco minutos yacía volcada, y la ventana que había cerrado estaba abierta de par en par. Alice observó el jardín, que aparecía tan vacío como la habitación. Pero la puerta del trastero en el que estaba guardada la silla de ruedas de su padre estaba abierta, y ella corrió bajo la lluvia para mirar en el interior. Edmund estaba sentado sobre la silla, y su cabeza colgaba inerte sobre el borde.

E.F. Benson (1867-1940)




Relatos góticos. I Relatos de E.F. Benson.


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El análisis y resumen del cuento de E.F. Benson: La silla de ruedas (The Bath-Chair), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Unknown dijo...

Me he llevado una pequeña decepción. Al principio me estaba pareciendo buenísimo, pero ya hacia la mitad se ha vuelto todo más predecible. Eso si: la hermana da yuyu. Es ella mil veces peor que el protagonista



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