«La casa de la esquina»: E.F. Benson; relato y análisis.
La casa de la esquina (The Corner House) es un relato de terror del escritor inglés E.F. Benson (1867-1940), publicado originalmente en la edición de mayo de 1926 de la revista Woman, y luego reeditado en la antología de 1928: Cuentos de fantasmas (Spook Stories).
La casa de la esquina, quizás uno de los cuentos de E.F. Benson menos importantes, relata la historia de un hombre prosaico, casi insípido, quien poco a poco va descubriendo algunos rasgos inquietantes en la casa situada en la esquina, y sobre todo en la misteriosa mujer que la habita.
Es importante señalar que La casa de la esquina no es el típico relato de fantasmas de E.F. Benson, aunque utiliza algunos elementos típicos del género, como las casas embrujadas. Más bien, se trata de la historia de un lugar siniestro, y donde han ocurrido hechos tan horrorosos que no requieren de la presencia de lo sobrenatural para justificarlos.
La casa de la esquina.
The Corner House, E.F. Benson (1867-1940)
Hacía tiempo que Jim Purley y yo mismo conocíamos la existencia de Firham-by-Sea, aunque habíamos tenido cuidado de no hablar sobre ello, y durante años nos habíamos acostumbrado a escabullimos silenciosamente de Londres, bien solos, bien juntos, para pasar un día o dos de descanso en aquel delicioso e ignoto pueblito. No se trataba, y lo puedo decir con toda confianza, ni de proteger un instinto secreto ni de ejercer de perro del hortelano, sino más bien de preservar todo su encanto, el cual habría desaparecido si Firham llegara a ser conocido. Un Firham popular, de hecho, habría dejado de ser Firham; y mientras que nosotros hubiéramos sufrido su pérdida, nadie habría podido disfrutar de su ganancia.
Su localización remota, su aislamiento y su vacuidad eran sus cualidades más esenciales; habría sido imposible, o así lo sentíamos los dos, acudir a Firham con un grupo de amigos. La idea de ver su pequeña posada rebosante con un grupo de forasteros, o su curioso campo de golf de nueve hoyos con el pequeño cobertizo de hierro ondulado que hacía las veces de club llenándose de golfistas serios, habría bastado para hacernos desear no volver a jugar allí. Tampoco éramos, por cierto, culpables de egoísmo al conservar para nosotros mismos el secreto de la existencia de aquel recorrido de golf, ya que los hoyos eran cortos y monótonos, y la calle estaba mal cuidada.
Nuestra estancia en Firham era la única razón de que tan a menudo acudiéramos a recorrerlo, perdiendo bolas en arbustos de aulagas y terrenos pantanosos, y considerando un resultado lo suficientemente decente el no emplear más de tres putts en un solo green. Era un mal campo de golf, de hecho, y nadie con sentido común hubiera pensado acercarse a Firham para jugar mal al golf, cuando podía hacerse bien en tantos otros sitios más accesibles. De hecho, la única razón por la que he mencionado el golf es porque, de una manera distante e indirecta, está conectado con los primeros incidentes de la historia que allí se desarrolló y que, para mí al menos, destruyó la segura tranquilidad de nuestro pequeño y remoto refugio.
Llegar a Firham desde Londres, excepto si se conducen unos doscientos veinte kilómetros, es un proceso lento, y tras dos transbordos el tren acaba por dejarte nada menos que a diez kilómetros del destino final. Tras eso, una carretera repleta de cambios de rasante que termina en un gran declive te saca de las colinas de Norfolk para llegar a los extensos llanos robados al mar, protegidos de la invasión marina por diques y grandes bancos. Desde la cima de la última colina se tiene la primera impresión del pueblo: sus casas de ladrillo con tejados de teja brillando como si fueran ascuas candentes a la luz del atardecer, como si se tratase de una pequeña isla anclada en una inmensa extensión de verde, y, un par de kilómetros más allá, el azul difuso del mar.
Apenas se pueden ver un par de árboles en aquel amplio paisaje, y los que hay están atrofiados e inclinados por el imperante viento de la costa. La mayor parte de la zona está compuesta de campos sin rasgos distintivos, divididos por diques de drenaje y puntuados por escasos grupos de ganado. Un perezoso riachuelo, bordeado por cañaverales y maleza dispersa, entre la que cacarean las pollas de agua, pasa justo al lado del pueblo, antes de ser atravesado, un par de cientos de metros más adelante, por un puente y una esclusa. A partir de allí se ensancha formando un estuario, repleto de agua brillante durante la marea alta y de bancos de lodo durante la marea baja, y atravesando hileras de dunas, repletas de matas de hierba, hasta llegar al mar.
La carretera que desciende de las tierras altas del interior atraviesa estas marismas reclamadas al océano y, tras casi dos kilómetros de viaje solitario, entra en el pueblo de Firham. A derecha e izquierda se pueden ver un par de cottages apartados, encalados y con el techo de paja, cada uno de ellos con su correspondiente jardincillo en el frente y quizá una red de pescador extendida sobre el muro para secarse. Pero antes de que formen nada que pudiera llamarse calle, la carretera realiza un giro inesperado y anguloso, y en un instante se encuentra uno en una plaza que, de hecho, forma el pueblo entero. A cada lado de este espacio amplio y adoquinado hay una hilera de casas.
A un lado está la oficina de correos, la estación de la policía y una docena de pequeñas tiendas en las que se pueden comprar los más rudimentarios útiles de supervivencia: hay un panadero, un carnicero, un estanco... Al otro lado se eleva una hilera de pequeñas residencias, a medio camino entre quintas y cottages, mientras que en el extremo más alejado hay una iglesia gris y rechoncha con su vicaría, resguardándose ambas tras una valla verde y más bien deteriorada.
En el extremo más cercano está El Hogar del Pescador, el modesto hostal en el que siempre nos alojamos, flanqueado por otras dos o tres casas de ladrillo, de las cuales la más alejada, justo en el lugar en el que la carretera vuelve a abandonar la plaza, es la casa de la esquina alrededor de la cual versa esta historia.
La casa de la esquina era un objeto de ligera curiosidad para Jim y para mí, ya que mientras el resto de casas de la plaza, tanto tiendas como residencias, mostraban una apariencia ordenada y bien cuidada, con cierto aire de prosperidad aunque a escala reducida, la casa de la esquina presentaba un marcado y curioso contraste. La desdibujada pintura de la puerta estaba cuarteada y repleta de burbujas, el escalón del umbral de la entrada nunca se blanqueaba y aparecía parcialmente cubierto por una invasión de musgo, como si apenas se utilizara.
Sobre las ventanas, en el interior, se podían apreciar unas desteñidas cortinas, y una trepadora de Virginia, que se desparramaba sin ataduras sobre el descolorido frontal de la casa, caía sobre los cubiertos cristales como cae el pelo de un terrier sobre sus ojos. A veces, junto a una u otra de aquellas ventanas se sentaba un lúgubre gato gris; pero durante todo el día no se veía ningún otro signo de vida que revelase la existencia de un ocupante. Detrás de la casa había un espacioso jardín delimitado por una pequeña pared de ladrillo, y desde las ventanas superiores de El Hogar del Pescador era posible ver su interior. Había un sendero de grava que lo recorría, semioculto bajo la maleza, y lo que había sido un lecho de flores justo bajo la valla se había convertido en una jungla de malas hierbas entre las que asomaban en verano dos o tres rosales que daban alguna que otra magra flor. En un extremo había un depósito de agua, y en el medio un taburete de hierro completamente oxidado, pero nunca, ni por la mañana ni al mediodía ni por la tarde, vi allí figura humana alguna; parecía completamente abandonado y no visitado.
Con la llegada del ocaso las raídas cortinas eran echadas sobre las ventanas que se asomaban a la plaza, y entonces, a través de algún resquicio se podía apreciar que en una de las habitaciones había luz. La casa, era evidente, había sido en su momento una pequeña pero muy digna residencia; estaba construida con ladrillos rojos y pertenecía al primer período del georgiano, cuadrada y cómoda y con su pequeña parcela cerrada en la parte trasera; uno se preguntaba, como ya he dicho, con ligera curiosidad, qué plaga podía haber caído sobre ella, qué clase de persona podía moverse silenciosa e invisible tras aquellas cortinas deslucidas durante el día y permanecer sentada en aquella habitación cuando había caído la noche.
No era sólo para nosotros, sino también para los oriundos de Firham, que los habitantes de la casa de la esquina residían tras un velo de misterio. El dueño de nuestra posada, por ejemplo, respondiendo a preguntas casuales, podía contarnos muy poco de su vida en la actualidad, pero lo que sabía de ellos indicaba que algo bastante macabro acechaba tras aquellas cortinas. La que allí vivía era una pareja casada, y él podía recordar la llegada del señor y la señora Labson unos diez años antes.
—Ella era una mujer grande y atractiva —dijo—, rondando los treinta. Él era bastante más joven; en aquel entonces apenas parecía recién entrado en la veintena: un joven delgaducho, media cabeza más bajo que su esposa. Me atrevería a decir que ustedes le han visto en el campo de golf, dándole a la pelota completamente solo, ya que va allí cada tarde.
Yo me había fijado más de una vez en un hombre que jugaba solo, y que llevaba un par de palos. Si estaba en un green y nos veía acercarse, siempre se marchaba apresuradamente o se retiraba a cierta distancia, dándonos la espalda y esperando a que pasáramos. Pero ninguno de los dos le habíamos prestado especial atención.
—¿Ella no va con él? —pregunté.
—Ella nunca abandona la casa, al menos por lo que yo sé —respondió el posadero—, aunque es bien cierto que no siempre ha sido así. Al principio, cuando llegaron, siempre estaban juntos, jugando al golf, paseando en barca o pescando, y por las tardes llegaba el sonido de canciones o de un piano desde esa habitación del frontal. No vivían aquí todo el año, pero venían de Londres, donde tenían una casa, para pasar dos o tres meses durante el verano, y quizá uno en Navidades y otro en Pascua. Traían consigo amigos que pasaban con ellos gran parte del tiempo, y siempre se notaba que se lo pasaban en grande jugando y bailando, con un gramófono en el que ponían canciones hasta medianoche y más tarde aún. Y entonces, repentinamente, hará unos cinco años o quizá un poco más, algo sucedió y todo cambió. Sí, aquello fue una cosa extraña, y tan repentina, ya digo, como el estallido de un trueno.
—¡Qué interesante! —dijo Jim—. ¿Qué es lo que pasó?
—Bueno, tal y como nosotros lo vemos, fue de la siguiente manera —respondió él—. El señor y la señora Labson estaban pasando aquí juntos el verano, y una mañana, mientras pasaba frente a su puerta, oí la voz de ella, regañándole y recriminándole algo, a él o a otra persona. Probablemente a él, según nos enteramos más tarde. Todo el día se lo pasó gritándole: resultaba asombroso pensar que una mujer pudiera guardar tanto aliento en su cuerpo y tanto odio en su cerebro. Al día siguiente todos los criados, los cinco o seis que tenían, mayordomo, ama de llaves, ayuda de cámara, camarera y cocinero, fueron despedidos; así que se marcharon. Al jardinero se le pagó el sueldo del mes y también se le dijo que ya no eran necesarios sus servicios, de modo que el señor y la señora Labson se quedaron solos en la casa. Pero también durante la mitad de aquel segundo día continuaron los chillidos y los gritos, por lo que resulta que debía de ser a él a quien estaba recriminando e insultando desde un principio. Se comportaba como una loca, y a él no se le oía ni una palabra. Después hubo un rato de silencio antes de que ella empezara otra vez, y día tras día la cosa siguió así, silencio y después ella gritando. A medida que fueron pasando las semanas el silencio se impuso entre ellos; de vez en cuando ella volvía a empezar, cosa que todavía hace actualmente, pero ahora pasan meses entre estallido y estallido. Meses en los que no se oye ni una mosca.
—¿Y cuál fue la causa de todo aquello? —pregunté.
—Salió en los periódicos —dijo él—, cuando el señor Labson se declaró en quiebra. Había estado especulando en la bolsa de valores, no sólo con su dinero, sino también con el de ella, y había perdido hasta el último penique. Tuvo que vender su casa de Londres, y todo lo que les quedó fue ésta de aquí, que le pertenecía a ella, y una pequeña cantidad de dinero a la que él no había tenido acceso, y que les proporciona una o dos libras semanales. Ya no tienen criados, y ahora el señor Labson sale temprano cada mañana con su cesta de la compra en el brazo y vuelve con provisiones para la cena compradas con uno o dos chelines que ella le da. Dicen que también se encarga de cocinar, y de las labores del hogar, aunque de esto último no se ocupa mucho, a juzgar por lo que se ve desde fuera, mientras ella se sienta con las manos cruzadas sobre el regazo, sin hacer nada desde la mañana hasta la noche. Sentada allí y odiándole, podríamos decir.
Era una historia extraña y siniestra, y a partir de aquel momento la casa adquirió ante mis ojos una capa más profunda de severidad que pasó a formar parte de su esencia. Su aspecto desolado y desatendido había sido ganado a pulso: las ventanas sucias y la puerta descolorida parecían una expresión adecuada del espíritu que allí habitaba; la casa era la fiel expresión de aquellos que residían en su interior, del hombre cuya inconsciencia o avaricia les había arrastrado hacia una penuria que se acercaba a la ruina, y de la mujer a la cual nunca se veía, pero que se sentaba tras las sucias cortinas odiándole y haciéndole su esclavo... porque él era su esclavo; aquellas horas en las que ella le gritaba y se enfurecía habían quebrado con toda seguridad su espíritu por completo, o de otro modo, fuese cual fuese su delito, se habría rebelado contra una existencia tan servil y sombría. Tan sólo contaba con aquellas dos horas de remisión que ella le otorgaba por las tardes para poder tomar el aire y ejercitarse para mantener la salud antes de regresar a su vida de sumisión, a la reclusión y a la hostilidad a flor de piel.
Tal y como sucede a veces cuando se comienza un tema, el conjunto de experiencias triviales y cotidianas empezó a sembrarse de alusiones y referencias al mismo, y una vez que aquel asunto de la casa de la esquina se puso en marcha, Jim y yo empezamos a ser conscientes de una manera constante de su presencia. Era exactamente igual que si a un reloj le hubieran dado cuerda y se hubiera puesto en marcha: de repente empezábamos a oír, de una manera que no habíamos percibido anteriormente, el constante tic-tac de su maquinaria, mientras las agujas se movían hacia una hora inconjeturable.
Fantasiosamente, me pregunté qué hora sería aquella hacia la que se arrastraban las silenciosas agujas. ¿Habría algún tipo de murmullo discordante que nos avisara de que la hora se acercaba, o no lo percibiríamos para vernos súbitamente alterados por un impacto reverberante? Semejante idea era, por supuesto, puro producto de mi imaginación; pero de alguna manera se había adueñado de mí, y acostumbraba a pasar frente a la casa de la esquina lanzando una mirada inquieta hacia sus sórdidas ventanas, como si fueran el dial que pudiera interpretar el progreso de su sombrío mecanismo interior.
El lector deberá entender que todo esto no se había convertido en una impresión continua. Jim y yo acudíamos a Firham sólo para visitas breves, con intervalos de semanas e incluso meses entre sí. Pero ciertamente, una vez que hubo surgido el tema, tuvimos posibilidad de observar más a menudo al señor Labson. Día tras día veíamos su huidiza figura en el campo de golf, manteniendo las distancias y retirándose a nuestro paso; pero una vez nos acercamos lo suficiente a él antes de que se apercibiera de nuestra presencia.
Era una tarde en la que había amenazado lluvia, y con el propósito de estar más cerca de un lugar cubierto en caso de que la tormenta estallara repentinamente, nos habíamos saltado dos recorridos y atravesado una extensión de terreno accidentado hasta llegar a un hoyo que nos ponía en dirección a casa. Estaba colocando su pelota en zona de tee cuando alzó la mirada y vio que estábamos detrás de él; dejó escapar un pequeño chillido de terror, recogió su pelota y se escabulló arrastrando los pies, con una mueca de terror abyecto pintada sobre su cara blanca y magra. No nos dio ni una palabra de respuesta cuando Jim le rogó que por favor nos precediera. Ni siquiera se volvió para mirarnos una sola vez.
—Pero si ese hombre está temblando de miedo —dije yo mientras desaparecía—. Apenas podía recoger la pelota.
—¡Pobre Diablo! —dijo Jim—. Desde luego algo inaudito pasa en la casa de la esquina.
Apenas había acabado de hablar cuando la lluvia empezó a caer torrencialmente, de modo que trotamos a la mayor velocidad de la que son capaces dos caballeros de mediada edad hacia el cobertizo de hierro ondulado que hacía las veces de club. Sin embargo, el señor Labson no se nos unió en busca de refugio; le vimos avanzar laboriosamente bajo el chaparrón prefiriendo empaparse antes que enfrentarse a sus semejantes.
Aquella visión cercana del señor Labson había convertido el asunto de la casa de la esquina en algo mucho más real. Tras las cortinas en las que se encendía una luz por las noches, se sentaba un hombre en cuya alma se había entronizado el terror. ¿Era el terror a su compañera, la cual se sentaba allí con él, el que reinaba tan supremo que incluso cuando se alejaba hasta el campo de golf aún le dominaba? ¿Le había arrebatado hasta el último poso de masculinidad y de valor hasta el punto de que ni siquiera era capaz de huir, sino que regresaba a aquella siniestra casa por miedo a su miedo, igual que a un conejo acechado por una comadreja le falta el coraje para escapar a toda velocidad y ponerse a salvo de sus dientes blancos y afilados? ¿O es que existían unos lazos de afecto entre él y la mujer a la que su temeridad había arrastrado hasta la penuria, de modo que como penitencia voluntaria cocinaba y se dejaba esclavizar por ella?
Y entonces pensé en la voz que le había estado gritando durante todo aquel día; era más probable que, como Jim había dicho, pasara algo inaudito en la casa de la esquina, ante la cual se acobardaba y de la cual no tenía la fuerza de voluntad para huir.
Le vislumbramos en más ocasiones, como cuando con la cesta de la compra en el brazo, por la mañana temprano, llevaba a la casa pan, leche, y unos despojos baratos del carnicero. En una ocasión le vi entrar en su casa al regresar de las compras. Debía de haber cerrado la puerta con llave antes de salir, ya que en aquel momento volvió a abrirla y, una vez dentro, oí cómo la llave volvía a girar en la cerradura. En otra ocasión, aunque sólo pude apreciar su silueta, vi a aquella con la que compartía su soledad, ya que al pasar frente a la casa de la esquina al atardecer, la lámpara acababa de ser encendida y pude vislumbrar a través de la ventana una habitación sin alfombrar, un techo ennegrecido y un gran sillón colocado frente al fuego de la chimenea.
En aquel momento la forma de una mujer se interpuso entre la luz y yo. Era muy alta, e inmensamente ancha y robusta, y sus manos, grandes como las de un hombre, agarraron las cortinas. Un momento más tarde, con un soniquete de anillas moviéndose, las había echado, encerrándose a sí misma y al hombre para pasar la larga tarde invernal y la noche que seguiría.
Esa misma tarde, recuerdo, Jim había tenido ocasión de acudir a la oficina de correos, y regresó a nuestra pequeña y cálida sala de estar con algo de horror en los ojos.
—Tú la has visto —dijo—, y yo la he oído.
—¿A quién? Oh, ¿te refieres a la casa de la esquina? —pregunté.
—Sí. Estaba pasando por delante cuando ella empezó. Te aseguro que me asusté. Apenas parecía una voz humana, o por lo menos no parecía la voz de una persona cuerda. Era más bien como un farfullar estridente y violento de una sola nota, continua, sin pausa. De locos.
El retrato mental de ambos se hizo más siniestro. Era un pensamiento espantoso el que los reunía a los dos, tras las cortinas descoloridas y en aquella habitación desnuda: aquel hombrecillo aterrorizado y aquella mujer monstruosa gritándole y vociferando. Y sin embargo, ¿qué podíamos hacer nosotros? Parecía imposible intervenir de ninguna manera. No era asunto de dos visitantes de Londres el interferir en los asuntos domésticos de dos perfectos extraños. Y, sin embargo, el desenlace probó que cualquier intervención habría estado justificada.
El día siguiente fue húmedo desde la mañana hasta la noche. Un vendaval de lluvia mezclada con aguanieve llegó rugiendo desde el noroeste, y ninguno de nosotros se asomó al exterior, sino que permanecimos cerca del fuego, escuchando al viento ulular en la chimenea y al vendaval arrojar cortinas de agua contra los postigos de las ventanas. Pero al caer la noche el viento cesó y se despejó el cielo, y cuando subí a mi cuarto para acostarme, adormecido por haber pasado todo el día encerrado, vi las sombras de las barras de la ventana completamente negras en oposición a la claridad que llegaba del exterior, y abriendo la persiana pude contemplar una luna radiante. Abajo, un poco a la izquierda, quedaba el descuidado jardín de la casa de la esquina, y allí, en mitad del sendero cubierto por la hierba, estaba la mujer cuya silueta había visto recortada contra la luz de la lámpara de su habitación.
Ahora la luna alumbraba de lleno su rostro, y me quedé momentáneamente sin resuello al contemplar aquel horroroso semblante. Era grueso y estaba hinchado más allá de lo creíble, los ojos no eran sino dos pequeños cortes sobre sus mejillas, y los contornos de la boca resultaban invisibles a su sombra. Pero ni siquiera la blancura de la luz lunar daba palidez a su cara, ya que estaba encendida con un matiz purpúreo tan intenso que casi parecía negro. Tan sólo pude observarla un instante, ya que quizá había oído el repiqueteo de mi persiana, por lo que miró hacia arriba y un minuto más tarde estaba de nuevo en el interior de la casa. Pero aquel momento fue suficiente; sentí que había visto algo infernal, algo más allá del amplio espectro de la humanidad. No era sólo la horrorosa fealdad física de aquella cara monstruosa lo que resultaba tan impactante; era la expresión en sus ojos y su boca, visible en aquel segundo en el que alzó la cara para mirar hacia mi ventana.
Había en ella un odio inhumano y una crueldad que estremecían el corazón; los contornos sin rasgos se habían rellenado con detalles más horribles de los que jamás hubiera imaginado.
Volvíamos a estar en el campo de golf a la tarde siguiente, en un día de luz líquida y aire fresco, pero alguna innombrable opresión del espíritu me mantenía aislado de la magnífica y tonificante calidez. La idea de aquel hombrecillo aterrorizado aprisionado todo el día y toda la noche, excepto por sus breves salidas, con aquella mujer que en cualquier momento podía estallar en un torrente de griterío, era como una pesadilla que me llegaba a pleno sol. Hubiera sido agradable haberle visto aquel día, y saber que estaba disfrutando de un pequeño respiro alejado de aquella terrible presencia; pero no vimos ni rastro de él, y cuando regresamos y pasamos frente a la casa de la esquina las cortinas ya estaban echadas y, como de costumbre, todo estaba en silencio.
Jim me tocó el brazo mientras pasábamos frente a las ventanas.
—Pero esta noche no hay ninguna luz —dijo.
Era cierto; las cortinas estaban agujereadas, tal y como yo sabía, en por lo menos media docena de sitios, pero ni a través de ninguno de estos agujeros ni a través de los resquicios de los extremos llegaba la más mínima luz. De alguna manera, este hecho añadió un horror que puso mis nervios en tensión.
—Bueno, no podemos llamar a la puerta y decirles que se han olvidado de encender la lámpara —dije.
Nos detuvimos un momento, e incluso mientras estábamos hablando vi llegar a través de la plaza, dirigiéndose hacia nosotros en el creciente crepúsculo, al hombre al que habíamos echado en falta en el campo de golf aquella tarde. Aunque no le había visto aproximarse, ni oído el sonido de sus pisadas sobre los adoquines, en aquel momento se encontraba a un par de metros de nosotros.
—En todo caso, aquí llega —dije.
Jim se giró.
—¿Dónde? —preguntó.
Había al menos una distancia de dos metros entre ambos, y mientras él preguntaba esto el hombre pasó entre los dos y avanzó hacia la puerta de la casa de la esquina. Y entonces, de manera instantánea, vi que Jim y yo estábamos solos. La puerta de la casa de la esquina no se había abierto, pero allí no había nadie.
Jim exclamó sobresaltado:
—¿Qué era eso? Algo me ha rozado.
—¿No has visto nada? —pregunté.
—No, pero he notado algo. No sé lo que era.
—Yo le he visto —dije.
Mis nervios alterados parecían haber infectado a Jim.
—¡Tonterías! —dijo—. ¿Cómo podrías haberle visto? ¿Adonde ha ido, si es que le has visto? No sé qué estamos haciendo aquí.
Antes de que pudiera responder oí en el interior de la casa de la esquina el sonido de unos pesados pasos arrastrándose; una llave giró en la cerradura, y la puerta se abrió. A través de ella, jadeando y resoplando, extrañamente agitada, surgió la mujer que había visto la noche anterior en el jardín. Había cerrado la puerta y vuelto a echar la llave antes de vernos. Iba sin sombrero y llevaba puestas unas enormes zapatillas cuyos tacones golpeaban el pavimento a cada paso; en su rostro se reflejaba el vacío provocado por algún terror innombrable. Su boca, una caverna en mitad de aquella montaña de carne, estaba abierta de par en par, y de ella nos llegó entonces algo a medio camino entre un jadeo y un estertor.
Después, al vernos, rápida como un lagarto, dio media vuelta, se trabó un momento con la llave que todavía llevaba en la mano, y de nuevo nos encontramos con una puerta cerrada y una calle vacía. Toda la escena transcurrió como el parpadeo de una fuerte luz vista entre las tinieblas. Había salido, empujada por un terror particular; después, había vuelto a entrar, al parecer aterrorizada por nuestra presencia.
Regresamos a la posada sin cruzar una sola palabra. En aquel preciso momento no había nada que decir; al menos por mi parte. Sabía que había algo que, por decirlo de alguna manera, estaba recubriendo mi cerebro: una superficie congelada de miedo miserable que debía de ser derretida a toda costa. Sabía lo que había visto, y sabía lo que Jim había notado: algo que no tenía una existencia tangible en el mundo material. Él había sentido lo que yo había visto, y yo había visto la forma y la apariencia corpórea del hombre que vivía en la casa de la esquina. Pero qué era lo que había visto su mujer para hacerla salir de la casa, y por qué al vernos había regresado a ella, no podía ni imaginarlo. Quizá cuando ese cierto horror físico que atenazaba mi cerebro se deshelara podría saberlo.
Poco después estábamos sentados en la pequeña y acogedora salita, con nuestro té preparado y el fuego ardiendo alegre en el hogar. Charlamos, por raro que pudiera parecer, de cualquier cosa excepto aquella, pero los silencios que se imponían entre que abandonábamos un tema y el momento en el que conseguíamos introducir otro eran cada vez mayores, hasta que por fin Jim habló.
—Ha pasado algo —dijo—. Tú has visto algo que no estaba allí y yo he sentido algo que tampoco estaba. ¿Qué es lo que hemos visto y sentido? ¿Y qué es lo que ha visto o sentido ella?
Apenas había acabado de hablar cuando tocaron en la puerta y entró el posadero. Durante el momento en el que la puerta estuvo abierta me llegó desde el bar de la posada una voz estridente y farfullante, que no había oído jamás, aunque inmediatamente supe que Jim sí lo había hecho.
—La señora Labson se ha acercado hasta el bar, caballeros —dijo—, y quiere saber si eran ustedes quienes se encontraban frente a su casa hace diez minutos. Ella cree que...
Hizo una pausa.
—Es difícil suponer qué es lo que pretende —dijo—. Su marido no ha estado en casa en todo el día, y aún no ha regresado, y ella piensa que ustedes podrían haberle visto en el campo de golf. Además ha dicho que está pensando en dejar su casa durante un mes, y se pregunta si a ustedes les interesaría alquilarla, pero va de una...
La puerta volvió a abrirse, y allí estaba ella, llenando el hueco de la puerta. Se había tocado la cabeza con un enorme sombrero de plumas, y se había cubierto los hombros con una capa de noche de un rojo brillante, raída y comida por las polillas, pero en sus pies aún permanecían las mismas zapatillas.
—Les parecerá extraño que una dama se entrometa de esta manera —dijo—, pero ¿ustedes son los caballeros a los que he visto admirando mi casa hace un momento?
Sus ojos, completamente vacuos por momentos, repentinamente agudos y escrutadores en otros, se posaron sobre la ventana. Las cortinas no estaban echadas y en el exterior la última luz diurna estaba desvaneciéndose. Arrastró las zapatillas a través de la habitación y echó la persiana, mirando antes hacia el ocaso.
—En realidad no me asombra —siguió diciendo atropelladamente—, ya que mi casa suele ser muy admirada por los turistas. Estaba pensando abandonarla durante unas semanas, aunque no estoy segura de que fuera conveniente hacerlo justo ahora, e incluso aunque así fuese, debería retirar algunos de mis tesoros a un pequeño ático que hay en la parte superior de la casa y cerrarlo bien. Joyas de la familia, ya pueden imaginarse. Pero todo eso es circunstancial. He venido aquí, cometiendo una extraña intromisión, lo sé, para preguntarles si alguno de ustedes había visto a mi marido, el señor Labson (yo soy la señora Labson, tal y como debería haberles dicho)... si le habían visto esta tarde en el campo de golf. Acudió allí a eso de las dos de la tarde y aún no ha regresado. Es algo de lo más extraño, ya que normalmente tiene el té preparado a las cuatro y media.
Hizo una pausa y pareció escuchar con atención; después volvió a acercarse a la ventana y volvió a retirar la persiana.
—Pensé que había oído pasos en mi jardín, aquí al lado —dijo—, y me preguntaba si sería el señor Labson. Es un jardincito tan agradable... un tanto descuidado, quizá. Creo que vi a uno de ustedes, caballeros, apreciándolo anoche, mientras yo tomaba el fresco. Quizá, si no les apeteciese hacerse cargo de toda la casa, les gustaría alquilar un par de habitaciones. Podría proporcionarles una estancia de lo más agradable, el señor Labson siempre ha dicho que soy una magnífica cocinera y anfltriona, y en todos estos años nunca he recibido una palabra de queja por su parte.
Aun así, si se le ha metido en la cabeza marcharse repentinamente de esta manera, me encantaría tener un huésped en la casa, ya que no estoy acostumbrada a estar sola. Estar sola en una casa es algo que nunca he podido soportar.
Se volvió hacia el posadero.
—Tomaré una habitación aquí esta noche, si el señor Labson no regresa. Quizá podría enviar a alguien con una bolsa a recoger lo que necesite. No, eso no estaría bien; ya iré yo misma, si es usted tan amable de acompañarme hasta la puerta de la entrada. Uno nunca sabe con quién puede encontrarse a estas horas de la noche. Y si el señor Labson viniese aquí en mi busca, no le deje entrar en ningún caso. Dígale que no estoy aquí; dígale que me he ido de casa y que no he dejado ninguna dirección. Usted no querrá al señor Labson aquí, ya que no tiene ni un solo penique de su propiedad y no podría pagar el alojamiento, y yo no voy a mantener su holgazanería durante tanto tiempo. Él me arruinó, y así estaremos en paz. Le dije que...
El torrente de parloteo demente cesó de repente; sus ojos, fijos en un oscuro rincón que había a mis espaldas, se ensancharon aterrorizados, y su boca se abrió. Al mismo tiempo oí un jadeo de asombro y sobresalto de Jim, y me giré rápidamente para ver lo que él y la señora Labson estaban mirando. Allí estaba aquel al que yo había visto media hora antes apareciendo súbitamente en la plaza y desapareciendo en el interior de la casa de la esquina igual de súbitamente que había llegado. Al siguiente minuto ella había abierto de par en par la puerta y se había abalanzado al exterior. Jim y yo la seguimos y la vimos apresurarse por el pasillo y salir por la puerta del bar hacia la plaza. El terror daba alas a sus pies, y aquella enorme masa deforme salió disparada hasta perderse en la oscuridad de la noche.
Fuimos directamente a la comisaría de policía, y se registró la zona en busca de aquella mujer loca que, yo estaba seguro de ello, era además una asesina. Se dragó el río y, hacia la medianoche, unos pescadores encontraron el cuerpo de la mujer bajo la esclusa que daba comienzo al estuario. Mientras tanto, se había efectuado un registro en la casa de la esquina y, efectivamente, tras el depósito de agua, en el jardín, se descubrió el cadáver de su marido, estrangulado con un pañuelo de seda. Muy cerca del cuerpo se encontró un agujero medio excavado, en el que sin duda ella había pretendido enterrarle.
E.F. Benson (1867-1940)
Relatos góticos. I Relatos de E.F. Benson.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de E.F. Benson: La casa de la esquina (The Corner House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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