«La partida de ajedrez»: Ambrose Bierce; relato y análisis.
La partida de ajedrez (Moxon's Master) —a veces traducido como El amo de Moxon— es un relato fantástico del escritor norteamericano Ambrose Bierce (1842-1914), publicado originalmente en la edición del 16 de abril de 1899 del periódico San Francisco Examiner, y luego reeditado en la antología de 1910: ¿Pueden estas cosas existir? (Can Such Things Be?).
La partida de ajedrez es, sin dudas, uno de los cuentos de Ambrose Bierce más destacados, donde se narra la historia de un robot, o mejor dicho, de un autómata, con una gran destreza para el ajedrez, así también como para ejercer el mayor grado de crueldad sobre su creador.
En este contexto, La partida de ajedrez es probablemente uno de los primeros relatos de robots en plantear la superioridad de la inteligencia artificial sobre la humana, y no solo en el estrecho pero fascinante terreno del ajedrez, sino además en el de la criminalidad. En esencia, se trata de uno de los mejores Ambrose Bierce de aquellos años.
La partida de ajedrez.
Moxon's Master, Ambrose Bierce (1842-1914)
—¿Lo dice en serio? ¿De veras cree que una máquina puede pensar?
La respuesta tardó en llegar. Moxon concentraba su mirada en los fantásticos dibujos que proyectaban las llamas del hogar. Desde hace unos días que yo observaba en él una tendencia creciente a postergar la respuesta a la más anodina de las preguntas. Y no obstante, tenía un aspecto preocupado, más que de meditación.
—¿Qué es una máquina? —inquirió—. Esta palabra tiene diversas acepciones. Por ejemplo, tomemos la definición de un diccionario: instrumento u organización por el que se aplica y hace efectiva la energía, o produce un efecto deseado. De ser así, ¿acaso el hombre no es una máquina? Y admitirá usted que el hombre piensa... o al menos eso se imagina.
—Si no desea responder a lo que le pregunté —repliqué—, dígalo claramente. Usted se sale por la tangente, mi querido amigo. De sobra sabe que al referirnos a las máquinas, no hablamos de los hombres, sino de un objeto fabricado por él para su satisfacción.
—A veces no es así —objetó Moxon—. A veces es la máquina la que domina al hombre; a veces es la máquina la que se satisface.
Moxon se levantó y se aproximó al ventanal, en cuyos cristales tabaleaba la lluvia que hacía aún más oscura aquella noche de tormenta.
—Perdóneme —sonrió—. No intentaba salirme por la tangente. Puedo responder a su pregunta de manera directa: opino que las máquinas piensan en el trabajo que realizan.
Desde luego, era una respuesta directa. Y no muy grata, ya que casi confirmaba mi suposición respecto que la devoción de Moxon por el estudio, y el trabajo en su taller no le beneficiaban en absoluto. Por ejemplo, yo sabía que sufría de insomnio, dolencia que no es trivial en modo alguno. ¿Acaso esto estaba afectando a su cerebro? Su respuesta así parecía indicarlo. Tal vez hoy día no albergaría tal sospecha, pero en aquellos tiempos yo era muy joven, y la juventud, aunque lo niegue, siempre es ignorante.
—Bien, si carece de cerebro —proseguí la discusión—, ¿cómo piensa la máquina?
—¿Cómo piensa una planta, que tampoco posee cerebro?
—Ah, de manera que también las plantas piensan. Vaya, me encantaría conocer varias de sus conclusiones al respecto, aunque puede guardarse para usted las premisas.
—Tal vez sea posible para algunas personas deducir las convicciones de los actos propios. Bien, no hablaré de los conocidos ejemplos de la sensible mimosa, de las flores insectívoras y de aquellas cuyos estambres se inclinan y sacuden su polen sobre la abeja para que ésta lo transporte a otras flores. En mi jardín planté en cierta ocasión una trepadora. Cuando la planta surgió a la superficie, clavé una estaca en la tierra a un metro de distancia de la plantita. La trepadora se alargó inmediatamente en aquella dirección, más al cabo de unos días, cuando estaba a punto de alcanzar la estaca, la arranqué y la clavé en dirección opuesta. Inmediatamente, la enredadera cambió de orientación, trazó un ángulo agudo y volvió a alargarse hacia la estaca. Repetí el experimento varias veces, siempre con idéntico resultado. Al fin, descorazonada la planta, se dirigió hacia un árbol y comenzó a trepar por su tronco.
Moxon hizo una pausa y reanudó sus explicaciones.
—Las raíces de los eucaliptos se prolongan de modo increíble en busca de humedad. Un agricultor relató que una raíz de eucalipto penetró en una tubería subterránea seca y la fue siguiendo hasta que llegó a un muro de piedra que obturaba dicha tubería. La raíz, entonces, salió de la tubería y recorrió la pared hasta hallar la abertura, por la que se introdujo, dando la vuelta en busca de la tubería por el otro lado del muro.
—¿Y bien?
—¿No entiende lo que significa? Significa que las plantas tienen conciencia. Demuestra que las plantas poseen raciocinio.
—De acuerdo, las plantas piensan. Mas no nos referíamos a plantas, sino a máquinas. Las máquinas pueden estar fabricadas, totalmente o en parte, de madera, que ha perdido su vitalidad, o ser metálicas en su conjunto. ¿Es que los minerales también piensan?
—Amigo mío, ¿qué otra explicación cabe darle al fenómeno de la cristalización?
—Nunca intenté explicarlo.
—En caso contrario tendría que admitir lo que no es posible negar, o sea la colaboración de manera inteligente entre los diversos elementos que constituyen los cristales. Cuando los soldados de un cuartel forman filas o cuadros, usted está seguro que ellos razonan. Cuando los patos silvestres, en sus emigraciones, forman una V, usted dice que es por instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral cualquiera, que se mueven libremente en una solución, adoptan formas matemáticas de asombrosa perfección, o unas partículas húmedas se agrupan para construir los copos de nieve, usted no puede decir nada. Ni siquiera se ha inventado una palabra que disimule su inmensa sinrazón.
Moxon peroraba con gran seriedad y animación. De pronto, cuando calló, oí en una estancia contigua un sonido raro, como el golpeteo de una mesa con la palma de la mano. Se trataba del taller de Moxon, lugar al que nadie tenía acceso, aparte del dueño de la casa. Moxon también oyó aquel ruido y, súbitamente excitado, se levantó y penetró en el taller. Me pareció extraño que hubiese alguien allí dentro, y la curiosidad me hizo escuchar con suma atención, aunque no incurrí en la descortesía de aplicar el oído a la puerta. Hubo unos rumores confusos, como de lucha, y el suelo retembló. Luego oí también una respiración jadeante y un susurro ronco:
—¡Maldito seas!
Todo volvió a quedar en silencio. Moxon reapareció y observé que trataba de sonreír sin conseguirlo.
—Perdone que le haya dejado solo. Tengo ahí dentro una máquina que a veces pierde los estribos.
Al ver su mejilla izquierda, donde había cuatro arañazos paralelos y ensangrentados, comenté:
—Por lo visto, esa máquina tiene las uñas largas.
No estaba la cosa para chistes. Moxon no intentó siquiera sonreír. Se sentó de nuevo y continuó con su monólogo como si nada hubiese ocurrido.
—Sí, naturalmente, usted no está de acuerdo con quienes aseguran que toda la materia es sensible, que cada átomo es un ser individual, vivo y consciente. Yo sí. La materia inerte, muerta, no existe; toda está viva; toda la materia posee fuerza, instinto, energía real y potencial. Toda la materia es sensible a las fuerzas que la rodean y puede asimilar las facultades que residen en organismos superiores con los que se pone en contacto, como por ejemplo las del hombre cuando transforma dicha materia en instrumentos. La materia absorbe en tal caso parte de la inteligencia y de las intenciones del ser humano que la modifica, haciéndolo en mayor grado cuanto más complicados sean el mecanismo y su trabajo a realizar.
Moxon se levantó para atizar las brasas del hogar y volvió a sentarse antes de continuar su discurso.
—¿Recuerda la definición de «vida» dada por Herbert Spencer? Yo la conozco desde hace unos treinta años. Y al cabo de tanto tiempo me parece perfecta en toda su extensión. Creo que no sólo es la mejor definición de la vida, sino la única posible. La vida es una combinación definida de cambios heterogéneos, simultáneos y sucesivos, relacionados con coexistencias y secuencias externas.
—Si —asentí—, eso define el fenómeno, pero —objeté—, no aporta la menor clave para descubrir su causa.
—Claro, esto es cuanto puede hacer una definición —replicó Moxon—. Como dice Mills, lo único que sabemos de la causa es que se trata de un antecedente, de igual forma ignoramos todo sobre el efecto, salvo que es una consecuencia. Sin embargo, nuestra percepción puede inducirnos a error; por ejemplo, quien haya visto a un conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado, puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro. Pero creo que me desvío de la cuestión principal —prosiguió—. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo, también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto.
Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de manera absorta.
Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.
Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del taller.
—Moxon —indagué— ¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.
—Nadie —repuso—. El incidente que a usted lo inquieta fue provocado por mi descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras yo me entregaba a la imposible labor de iluminarle a usted sobre algunas verdades. ¿Sabe, por ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?
—Oh, ya vuelve a salirse por la tangente —le reproché, levantándome y poniéndome el abrigo—. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que usted dejó funcionando por equivocación, lleve guantes la próxima vez que intente usted pararla.
Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa. Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de Moxon, que correspondía precisamente a su taller. Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con su destino.
Sí, casi me convencí que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última observación: «La Conciencia es hija del Ritmo». Y cada vez hallaba en ella un significado más profundo y una nueva sugerencia. Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa senda de la observación práctica?
Aquella fe era nueva para mi, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme a su causa; mas de pronto tuve la impresión que brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina «la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico».
Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me impulsasen a través del aire. Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de Moxon.
Estaba empapado por la lluvia que caía sin cesar, mas no experimentaba ninguna molestia. Ni siquiera se me ocurrió golpear con el aldabón, sino que giré el pomo de la puerta; no tardé en estar de nuevo en la estancia que poco antes abandoné. Todo estaba a oscuras y en silencio, como suponía. Moxon, claro está, se hallaba en el taller. Tanteé la pared hasta hallar la puerta de comunicación y llamé varias veces sin obtener respuesta, lo que atribuí al estruendo de la tempestad que rugía fuera. Jamás fui invitado a entrar en el taller. En realidad, Moxon me prohibió entrar allí, como a todo el mundo, con una sola excepción: la de un hábil obrero metalúrgico, de quien nadie sabía nada, salvo que se llamaba Haley, muy callado por naturaleza. En mi excitación espiritual, olvidé toda discreción y abrí bruscamente la puerta. Lo que vi me arrancó al momento de mis especulaciones filosóficas.
Moxon estaba sentado frente a la puerta, ante una mesita sobre la que una vela proyectaba la única luz de la habitación. Delante de él, de espaldas a mí, había otra persona. Encima de la mesa, entre ambos, había un tablero de ajedrez; al ver pocas piezas encima del mismo intuí que la partida se hallaba muy avanzada. Moxon demostraba un enorme interés, aunque no tanto, al parecer, en el juego como en su contrincante, al que miraba de forma tan intensa y penetrante que, pese a estar directamente en su campo visual, no se fijó en mi presencia. Tenía el semblante muy pálido y sus pupilas relucían como carbunclos. A su adversario sólo le veía la espalda, pero aquello me bastó, pues creo que en mi interior no deseaba verle el rostro.
Por lo visto, sólo medía metro veinte de estatura, con unas proporciones semejantes a las de un gorila, muy ancho de hombros, cuello corto y recto, y una cabeza cuadrada con un fez colorado sobre una enmarañada mata de pelambre. Una túnica, también colorada, cubría la parte superior de su cuerpo, cayendo en pliegues sobre el asiento, que era una especie de cajón, en donde aquel extraño personaje se hallaba casi encaramado. Las piernas y los pies resultaban invisibles. Su antebrazo izquierdo se apoyaba sobre su regazo, al parecer; movía las piezas con la mano derecha, que era colosalmente larga y ancha. Me aparté ligeramente a un lado; de esta manera, si Moxon levantaba la vista sólo vería la puerta abierta. No sé qué me impedía entrar del todo o retirarme, pues tenía la sensación de estar ante una tragedia inminente, por lo que pensé que si me quedaba tal vez tendría ocasión de acudir en ayuda de mi amigo. Sin rebelarme contra lo indelicado de mi acción, me quedé. La partida se realizaba velozmente. Moxon apenas miraba el tablero antes de efectuar un movimiento, nervioso y rápido. Su contrincante, en cambio, movía las piezas lentamente, de manera uniforme, mecánica. Era un espectáculo imponente; y me estremecí. Claro que ello podía deberse al agua que empapaba mis ropas.
Tras mover una pieza, y por dos o tres veces, el extraño ser inclinó levemente la cabeza, y observé que en cada ocasión, Moxon movía su rey. De repente se me ocurrió que aquel hombre era mudo. Luego pensé que se trataba de una máquina. ¡Un jugador de ajedrez autómata! Recordé que, en cierta ocasión, Moxon me explicó que acababa de inventar un mecanismo de tal especie, aunque no creí que lo hubiese construido ya.
Lo que Moxon habló aquella misma noche respecto a la conciencia y la inteligencia de las máquinas, ¿era sólo un preludio a una exhibición de tal ingenio..., un simple truco para aumentar el efecto de su acción mecánica sobre mí, en la ignorancia de su secreto? ¡Precioso final para mis arrebatos intelectuales, para mi «infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico»!
Iba ya a retirarme muy enojado, cuando algo llamó mi atención. Observé que aquel ser encogía sus inmensos hombros, como con irritación, mas el movimiento era tan natural, tan totalmente humano, que me desconcertó. Aquello no fue todo, pues un instante más tarde golpeó la mesa con el puño. Ante aquel gesto, Moxon pareció incluso más desconcertado que yo. Como alarmado, echó su silla hacia atrás. Súbitamente, Moxon levantó una mano provista de una pieza de ajedrez, y la dejó caer, gritando:
—¡Jaque mate!
Se puso en pie velozmente y se situó detrás de la silla. El autómata continuó sentado, inmóvil, en plena concentración.
Fuera, ya no rugía el viento, pero a intervalos se oía el estruendo sordo del trueno. Mezclado al mismo, se oía como un zumbido que parecía proceder del cuerpo del autómata, como si su mecanismo se hubiera descoyuntado. No tuve tiempo de reflexionar mucho, pues mi atención volvió a ser atraída por los extraños movimientos del autómata. Parecía haberse apoderado de su cuerpo una leve pero continua convulsión. Su cuerpo y su cabeza se estremecían como si fuera presa de un ataque de epilepsia, y el movimiento progresó hasta que todo aquel ser estuvo violentamente agitado. Se puso en pie con brusquedad, derribó la mesa al hacerlo, y extendió ambos brazos al frente, con la postura del nadador que está a punto de zambullirse en el agua. Moxon quiso retroceder, pero ya era tarde; vi las manos del extraño personaje cerrarse en torno a la garganta de un amigo, unos instantes antes que la vela, que cayó al suelo al volcarse la mesa, se apagara, dejando a oscuras la habitación.
No obstante esto, el rumor de la lucha era perfectamente audible, siendo lo más horrible los estertores de Moxon en sus desesperados esfuerzos por respirar. Guiado por aquel ruido, traté de acudir en ayuda de mi amigo, mas apenas había dado un paso cuando la estancia quedó inundada de claridad, una claridad casi cegadora que imprimió en mi cerebro, mi corazón y mi recuerdo, una visión lúcida de los combatientes caídos en tierra. Moxon se hallaba debajo, con la garganta apresada todavía por aquellas manazas de hierro, con los ojos desorbitados, la lengua fuera.
Y, ¡oh contraste espantoso!, en el pintado semblante de su asesino, se veía una expresión meditabunda y serena, como si estuviese ocupado en la solución de un problema de ajedrez. Un momento más tarde..., todo estuvo en tinieblas y en completo silencio. Recobré el conocimiento tres días más tarde en el hospital. Cuando recordé aquel trágico suceso, reconocí en el hombre que me atendía al obrero metalúrgico que había trabajado para Moxon. Si, era Haley. Respondiendo a mis miradas, se me aproximó con la sonrisa a flor de labios.
—Cuéntemelo todo —le supliqué débilmente—. Absolutamente todo.
—Claro —sonrió—. Le trajeron aquí inconsciente, desde una casa incendiada, la de Moxon. Nadie sabe por qué estaba usted allí. También sigue en misterio el origen del incendio. Mi opinión personal es que la casa fue alcanzada por un rayo.
—¿Y Moxon?
—Ayer lo enterraron. Bueno, lo que quedaba de él.
Por lo visto, aquel hombre tan silencioso en algunas ocasiones, sabía ser amable y comunicativo en otras. Transcurridos unos segundos, formulé otra pregunta.
—¿Quién me salvó?
—Pues si tanto le interesa saberlo, yo.
—Gracias, amigo Haley y que Dios lo bendiga. ¿Salvó también usted a aquel fascinante producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que asesinó a su creador?
El obrero permaneció largo rato en silencio, sin mirarme. Finalmente, se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Está usted enterado de esto?
—Desde luego. Yo vi cómo estrangulaba a Moxon...
Todo esto sucedió muchos años atrás. Si hoy me lo preguntasen, mi respuesta sería mucho menos categórica.
Ambrose Bierce (1842-1914)
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