«La flor del membrillo»: Henry Harland; relato y análisis.
La flor del membrillo (Flower O' the Quince) es un relato victoriano del escritor norteamericano Henry Harland (1861-1915), publicado en la antología de 1895: Rosas grises (Grey Roses).
La flor del membrillo, uno de los cuentos de Henry Harland más interesantes, relata el desencuentro amoroso de un hombre y una mujer, a su vez, sometidos a los prejuicios típicos de la era victoriana; entre ellos, que la comunicación abierta, franca, respecto de los sentimientos, a menudo se sustituía por un cortejo exagerado, protocolar.
El título del cuento hace alusión a la vida efímera de esta flor, pero también al lenguaje de las flores utilizado en la época victoriana, mediante el cual podían combinarse distintas especies de flores para armar ramos que comunicaran un mensaje.
La flor del membrillo.
Flower O' the Quince, Henry Harland (1861-1915)
Theodore Vellan había estado fuera de Inglaterra más de tres décadas. Treinta y tantos años antes, su círculo de amistades se quedó perplejo y alarmado ante su repentina marcha y desaparición. En aquella época, su situación parecía especialmente afortunada. Era joven (tenía veintisiete o veintiocho años); su posición era bastante acomodada (poseía una renta de alrededor de tres mil libras anuales); pertenecía a una familia excelente, los Shropshire Vellan, cuyo título nobiliario estaba en manos de su tío, lord Vellan de Norshingfield; era amable, atractivo, simpático, popular; y acababa de obtener un escaño en la Cámara de los Comunes (como segundo diputado por Sheffingham), donde todos esperaban que su ambición y su inteligencia lo llevaran lejos.
Entonces, inesperadamente, renunció a su escaño y abandonó Inglaterra. No quiso explicar a nadie la causa de su insólito proceder. Se limitó a escribir breves cartas de despedida a unos pocos amigos: «Voy a hacer un viaje alrededor del mundo. Estaré fuera un tiempo indefinido». El tiempo indefinido terminó convirtiéndose en más de treinta años; los veinte primeros, sólo su abogado y sus banqueros conocían su dirección, y jamás se la comunicaron a nadie. En cuanto a los diez últimos, se supo que vivía en la isla de Puerto Rico, donde tenía una plantación de azúcar.
Entretanto, el tío había muerto, y un primo (que era su único hijo) había heredado el título nobiliario. Pero éste también acababa de fallecer, sin hijos, y todos los bienes y dignidades habían recaído sobre él. Debido a ese motivo, se vio obligado a regresar a Inglaterra; en el testamento de su primo, una veintena de pequeños beneficiarios no podían recibir su herencia a menos que el nuevo lord estuviera cerca.
La señora Sandryl-Kempton, sentada junto a la chimenea de su espacioso, aireado y desvaído salón, pensaba en el Theodore Vellan de los viejos tiempos y se preguntaba qué aspecto tendría el actual lord Vellan. Había recibido una nota suya esa mañana, enviada la víspera desde Southampton, en la que le anunciaba:
—Estaré en la ciudad mañana en el Hotel Bowden de Cork Street. Quería saber, asimismo, cuándo podría verla.
Le había respondido con un telegrama:
—Ven a cenar esta noche, a las ocho —y él había aceptado.
Por ese motivo, le había dicho a su hijo que cenara en el club; y ahora se hallaba junto a la chimenea, esperando la llegada de Theodore Vellan y rememorando lo ocurrido treinta años antes.
En aquella época, estaba soltera; y una ferviente amistad, que se remontaba a la época en que habían estudiado juntos en Oxford, unía a su futuro marido, a su hermano Paul y a Theodore Vellan. Recordó a los tres jóvenes, tan apuestos, felices e inteligentes, y el brillante futuro de cada uno de ellos: su marido en el cuerpo de abogados, su hermano en la Iglesia, y Vellan, no en la política, ella jamás logró entender sus aspiraciones políticas, que no parecían armonizar con el resto de su carácter, sino en la literatura, como poeta, pues escribía unos versos que ella consideraba muy hermosos y originales.
Evocó todo aquello, y entonces se dio cuenta de que su marido estaba muerto, de que su hermano estaba muerto, y de que Theodore Vellan llevaba muerto para su mundo, en cualquier caso, más de treinta años. Ninguno de los tres se había distinguido en nada; ninguno había estado a la altura de lo que se esperaba de él.
Sus recuerdos eran dulces y amargos al mismo tiempo; llenaron su corazón de alegría y de tristeza. Para ella, Vellan había sido sobre todo un joven tierno y sensible. Tenía ingenio, sentido del humor e imaginación; pero, por encima de todo, era tierno y sensible, lo que se reflejaba en su voz, en su mirada, en sus ademanes. Y su ternura era la base de su encanto; su ternura, que no era más que una parte de su modestia.
—Era tan tierno y sensible, tan modesto, tan simpático y amable —se dijo a sí misma.
Y cientos de ejemplos de su ternura, modestia y amabilidad acudieron a su mente. Y no es que no fuera varonil. Estaba lleno de energía, de optimismo; le gustaba saltar y brincar alegremente como un niño. Y entonces se acordó de una escena que había tenido lugar en esa misma estancia hacía más de treinta años. Era la hora del té, y habían dejado sobre la mesa un plato de galletas almibaradas; ella, su marido y Vellan estaban solos. Su marido tomó un puñado de galletas y las lanzó al aire de una en una, mientras Vellan echaba la cabeza hacia atrás y las recogía en la boca, una de sus habilidades. La señora Kempton sonrió al recordarlo, aunque, al mismo tiempo, se llevó el pañuelo a los ojos.
—¿Por qué se marchó? ¿Qué fue lo que pasó? —se preguntó, mientras la antigua perplejidad ante la conducta de su amigo, el antiguo deseo de comprenderlo renacían con toda su fuerza—. ¿Podría haber sido...? ¿Podría haber sido...?
Y una vieja conjetura, una vieja teoría que jamás había comentado con nadie, pero sobre la que había reflexionado largamente en silencio, volvió a llenar su cabeza de interrogantes.
La puerta se abrió; el mayordomo musitó un nombre; y ella vio a un hombre mayor, alto y pálido, de cabellos blancos, que le sonreía y le tendía las manos. Tardó algún tiempo en comprender quién era. Despreciando, sin darse cuenta, el paso del tiempo, había estado esperando a un joven de veintiocho años, de pelo castaño y tez rubicunda.
Es muy posible que él, por su parte, se sorprendiera al encontrar a una dama de mediana edad con una cofia.
Después de cenar, Theodore Vellan no quiso separarse de su amiga, y la siguió al salón, donde ella dijo que podía fumar. El sacó unos pequeños cigarros cubanos, muy curiosos, cuyo aroma era fragante y delicado. Habían hablado de lo divino y lo humano; se habían reído y habían suspirado recordando antiguas penas y alegrías. Todos sabemos cómo en las Salas de la Memoria, la Dicha y la Melancolía caminan sin rumbo fijo de la mano. Ella había llorado un poco cuando empezaron a hablar de su marido y de su hermano, pero un instante después, al rememorar algo gracioso de ellos, sonrió con los ojos llenos de lágrimas:
—¿Te acuerdas de fulano? —y— ¿Qué habrá sido de él? —eran la clase de preguntas que se hacían, evocando viejos amigos y enemigos como fantasmas salidos del pasado.
Incidentalmente, él había descrito Puerto Rico, sus negros y sus españoles, su clima, su flora y su fauna.
En el salón, se sentaron cada uno a un lado de la chimenea, y guardaron unos momentos de silencio. Aprovechando su permiso, Theodore Vellan sacó uno de sus pequeños cigarros cubanos, lo abrió por sus extremos, lo desenrolló, volvió a enrollarlo y lo encendió.
—Ha llegado la hora de que me cuentes lo que más deseo saber —dijo ella.
—¿Y qué es?
—¿Por qué te marchaste?
—¡Oh! —murmuró su invitado.
Ella esperó unos instantes.
—Cuéntamelo —le suplicó.
—¿Te acuerdas de Mary Isona? —preguntó él.
Ella le lanzó una mirada, como si estuviera muy sorprendida.
—¿Mary Isona? Sí, por supuesto.
—Pues bien, estaba enamorado de ella.
—¿Estabas enamorado de Mary Isona?
—Sí, estaba terriblemente enamorado de ella. Me parece que jamás lo he superado.
La señora Kempton contempló fijamente el fuego, apretando los labios. Vio a una muchacha delgada, con un sencillo vestido negro, un rostro sensible y pálido, unos ojos tristes, oscuros y luminosos, y una abundante cabellera negra y ondulada.
Mary Isona, de origen italiano, una modesta profesora de música, cuya única relación con el mundo en que vivía Theodore Vellan era profesional. Venía de vez en cuando una hora o dos para tocar el piano o dar una clase de música.
—Sí —repitió él—; estaba enamorado de Mary Isona. Nunca lo he estado de ninguna otra mujer. Es ridículo que un hombre viejo diga estas cosas, pero aún sigo enamorado de ella. ¿Un hombre viejo? ¿Acaso llegamos a ser realmente viejos? Nuestro cuerpo envejece, nuestra piel se llena de arrugas, nuestro pelo se vuelve blanco; pero ¿y la mente, el corazón, el espíritu? Eso que llamamos «yo». De cualquier manera, no pasa un día, ni una hora sin que piense en ella, sin que la eche de menos, sin que llore su pérdida. Tú la conocías, sabías cómo era. ¿Recuerdas cómo tocaba? ¿Y sus maravillosos ojos? ¿Y su hermoso y pálido semblante? ¿Y el modo en que le crecían los cabellos alrededor de la frente? ¡Y su conversación, su voz, su inteligencia! Su gusto, su instinto, en literatura, en arte, era el más exquisito que he encontrado jamás.
—Sí, sí, sí —dijo lentamente la señora Kempton—. Era una mujer muy poco común. Llegué a conocerla bastante íntimamente, mejor que nadie, supongo. Me enteré de todas las tristes circunstancias de su vida: una madre horrible, vulgar; un pobre padre soñador e incompetente; su pobreza, cuán duramente tenía trabajar. Si la amabas, ¿por qué no te casaste con ella?
—Porque mi amor no era correspondido.
—¿Se lo preguntaste?
—No. Era innecesario. Seguí amándola en silencio.
—Nunca se sabe. Deberías habérselo preguntado.
—Estuve a punto de hacerlo, como es natural, cientos de veces. Las dudas me atormentaban a todas horas pensando si tendría alguna oportunidad, esperanzado y temeroso. Pero siempre que me encontraba a solas con ella, comprendía que mi amor era imposible. Su forma de tratarme era franca y amistosa. No podía interpretarse de otra manera. Jamás se le pasó por la cabeza amarme.
—Cometiste un error al no preguntárselo. Nunca se puede estar seguro. ¡Oh! ¿Por qué no se lo preguntaste? —exclamó su vieja amiga, profundamente emocionada.
Theodore Vellan la miró extrañado, impaciente.
—¿De veras crees que podría haber sentido algo por mí?
—¡Oh! Deberías habérselo dicho; deberías habérselo preguntado —repitió ella.
—Bueno, ahora ya sabes por qué me marché.
—Sí.
—Cuando me enteré de su... su... muerte —no pudo llegar a decir suicidio—, todo terminó para mí. Fue tan espantoso, tan inefable. Seguir con mi vida de siempre, en el mismo lugar, entre la misma gente, era de todo punto imposible. Quería seguirla. Hacer lo mismo que ella. La única alternativa que me quedaba era huir lejos de Inglaterra, tan lejos de mí mismo como pudiera.
—Algunas veces —confesó poco después la señora Kempton—, algunas veces me pregunté si, posiblemente, tu desaparición no habría tenido algo que ver con la muerte de Mary. ¡Transcurrió tan poco tiempo entre ambas! Algunas veces me pregunté si, tal vez, no habrías estado enamorado de ella. Pero no podía creerlo, era sólo porque las dos cosas habían coincidido. ¡Ay! ¿Por qué no se lo dijiste? ¡Es terrible, terrible!
Cuando él se despidió, se quedó sentada un rato junto al fuego.
—Vivir es arriesgarse a cometer errores —pensó.
Era una frase que había leído en algún libro unos días antes; entonces había sonreído al verla; ahora resonaba en sus oídos como la voz de un diablo burlón.
—Sí, arriesgarse a cometer errores —musitó.
Se puso en pie y fue a su escritorio, abrió un cajón, removió su interior y sacó una carta, una vieja carta, pues el papel estaba amarillento y la tinta medio borrosa. Regresó junto a la chimenea, desdobló la misiva y la leyó. Eran seis páginas de una libreta llenas de una escritura pequeña y femenina. Se trataba de una carta que Mary Isona le había enviado a ella, Margaret Kempton, la víspera de su muerte, hacía más de treinta años.
La joven le contaba las duras circunstancias de su vida; pero todas habían sido soportables, aseguraba, excepto un terrible secreto. Se había enamorado de un hombre que apenas era consciente de su existencia; ella, una insignificante y desconocida italiana, profesora de música, se había enamorado de Theodore Vellan. Era como si se hubiera enamorado de un habitante de otro planeta, ¡pertenecían a dos mundos tan diferentes! Ella le amaba y sabía que su amor era imposible, y no podía resistirlo. Oh, sí; a veces se encontraba con él, aquí o allá, en las casas donde iba a tocar, a dar clase. Era muy educado con ella: y más que educado, era bondadoso; hablaba con ella de literatura, de música.
—Es tan amable, tan fuerte, tan sabio; pero jamás ha pensado en mí como una mujer capaz de amar y de ser amada. ¿Por qué iba a hacerlo? Si la polilla se enamora de una estrella, la polilla ha de sufrir. Soy cobarde; soy débil; piense de mí lo que quiera; pero tengo más de lo que puedo soportar. La vida es demasiado dura. Mañana estaré muerta. Y usted será la única persona que conozca el motivo, y siempre guardará mi secreto.
—¡Fue una lástima! ¡Una verdadera lástima! —murmuró la señora Kempton—. Me pregunto si debía haberle enseñado a Vellan la carta de Mary.
Henry Harland (1861-1905)
Relatos góticos. I Relatos de Henry Harland.
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El análisis y resumen del cuento de Henry Harland: La flor del membrillo (Flower O' the Quince), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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