«El estatuto de las limitaciones»: Ernest Dowson; relato y análisis.
El estatuto de las limitaciones (The Statute of Limitations) es un relato decadentista del escritor inglés Ernest Dowson (1867-1900), publicado en 1893 en la revista literaria The Hobby Horse, y luego reeditado en la antología de 1895: Dilemmas (Dilemmas).
El estatuto de las limitaciones, uno de los grandes cuentos de Ernest Dowson, combina exquisitamente la complejidad de una relación sentimental con los misterios del mar. De hecho, es probable que hayan sido las experiencias personales del autor en el mar las que le otorgaron al autor el marco perfecto para este relato mórbido acerca de una relación condenada entre un mercader colonial y su novia inglesa.
También es importante mencionar que, para muchos críticos, El estatuto de las limitaciones fue la principal fuente de inspiración para el clásico de Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas (The Heart of Darkness).
El estatuto de las limitaciones.
The Statute of Limitations, Ernest Dowson (1867-1900)
Durante los cinco años de relación casi diaria con Michael Garth, en un paraje solitario de Chile, que hizo que dos hombres como nosotros -que hablábamos la misma lengua pero apenas compartíamos intereses- tuviéramos que soportarnos el uno al otro, llegué a tener con él, si no una amistad íntima, al menos cierta familiaridad, que me permitió acercarme a su carácter y conocer los detalles más relevantes de su historia. Hablo de un carácter muy singular, y de una historia rica en enseñanzas. Deduje gran parte de ella de los comentarios que dejó escapar mucho antes de que yo supiera su final.
Por poco simpático que me resultara el hombre, era imposible no interesarse por su historia. A medida que fuimos conociéndonos, cada vez tuvo más visos de ser (me refiero a su carácter) un difícil problema psicológico, que yo estaba obsesionado en resolver. Me dediqué a estudiarlo en mi tiempo libre, después de vigilar las fluctuaciones en el precio de los nitratos. De modo que, cuando logré hacerme rico, en lugar de volver a casa en seguida, preferí esperar más de tres meses para regresar en el mismo barco que él. Gracias a esta demora, puedo transcribir el desenlace de mis impresiones: las encuentro edificantes, aunque sólo sea por su extraña ironía.
De sus labios apenas recabé información; aunque en nuestra travesía de vuelta, aquellas largas noches en que paseábamos por cubierta bajo la Cruz del Sur, su reticencia cedía de vez en cuando, lo que me permitió vislumbrar muchas más cosas de él que en todo nuestro tiempo juntos en la salitrera. Adiviné más, sin embargo, de lo que me contó; y logré atar todos los cabos con posterioridad, después de conversar con la joven a quien comuniqué la noticia de su muerte.
El mencionó su nombre, por primera vez, un día o dos antes de su desaparición: una confidencia tan inaudita que debí estar ciego para no darme cuenta de lo que presagiaba. Había visto su retrato el primer día que entré en casa de Garth, donde su fotografía colgaba en un lugar bien visible de la pared: el rostro ovalado y adorable de una jovencita, casi una niña, con unos ojos enormes que, no sé por qué motivo, se adivinaban del color de las violetas, contemplando el mundo con singular tristeza entre un manto ondulante de cabellos negros. Él me contó después que era la fotografía de su prometida, pero, antes de eso, no habían faltado indicios de que había una mujer en su vida.
Iquique no es París; ni siquiera Valparaíso; pero sí una ciudad del mundo civilizado; y, tan sólo a dos días a caballo del lugar pestilente y caluroso donde alimentábamos tenazmente nuestras vidas de quinina y de ilusión, era la mejor esperanza de evasión. Las existencias de casi todos los ingleses que dirigían trabajos en el interior de aquellas tierras eran muy parecidas: no era difícil reconocerlos por cierta expresión hambrienta y salvaje en su mirada. Entretanto, mientras esperaban su suerte, la mayoría sentía una gran alegría cuando algún asunto de negocios les obligaba a pasar un día o dos en Iquique. Hay tiendas y calles, calles iluminadas por las que pasan señoritas de ojos negros con mantillas de encaje; y también hay cafés; y partidas de faraón para los que quieren apostar; y corridas de toros, y periódicos con menos de seis semanas de retraso; y en el puerto, cargando nitrato, muchos barcos, a los que no se puede mirar sin envidia, pues regresarán a Inglaterra en pocos días.
Pero Iquique no tenía el menor atractivo para Michael Garth, y, cuando alguno de nosotros tenía que ir, era normalmente yo, su subordinado, quien me dirigía allí alegrándome de su indiferencia. Los dólares ganados con el sudor de la frente se desvanecían en Iquique; y para Garth la vida en Chile se limitaba, desde hacía mucho tiempo, a hacer acopio de dólares. Así que se quedaba en el calor abrasador de Aguas Blancas, y contaba con determinación los días y el dinero (aunque su naturaleza, en mi opinión, era esencialmente generosa, su obsesión por conseguir aquel propósito le había convertido en un hombre de una avaricia malsana) que lo devolverían a su preciosa amada.
A pesar de lo taciturno, desconfiado e insociable que se había vuelto, descubrí poco a poco que aún sentía cierto amor por las humanidades, y que su buen gusto sólo podía ser fruto de un profundo conocimiento de la mejor literatura. Puso a mi disposición su reducida biblioteca unas pocas novelas francesas, un Horacio, y algunos volúmenes muy manoseados de poetas ingleses modernos en la conocida edición de Tauchnitz-, a cambio de mi colección, bastante similar, aunque algo más numerosa. En los escasos momentos en que se mostraba cordial, podía hablar de esos temas con verve y originalidad; con más frecuencia, prefería perseguir con odio exacerbado a un fetiche abstracto que él denominaba su «suerte».
Era por naturaleza terriblemente pesimista; y parecía atribuir a la Providencia cierta cualidad inconcebiblemente cruel, que dirigía en todo momento contra su persona. Logré explicarme, e incluso justificar, en cierto modo, su profunda amargura y su avaricia, muy similares, cuando supe que había sufrido la mayor de las pobrezas y que, además, estaba locamente enamorado... enamorado comme on ne l’ést plus. Cuáles habían sido sus recursos antes era algo que yo desconocía, así como la causa de su fracaso; pero colegí que la crisis había sobrevenido en un momento en que su vida se había complicado con la repentina transformación de una vieja amistad en amor... un amor que, en su caso, sería absoluto y definitivo. La muchacha también era pobre; ambos eran más pobres que la mayoría de la gente pobre.
¿Cómo podía él rechazar el empleo que, gracias a los buenos oficios de un amigo, le ofrecieron inesperadamente entonces? Es verdad que significaba marcharse del país, y pasar cinco años de soledad en América Ecuatorial. La separación y el cambio debían tenerse también en cuenta; quizá la enfermedad y la muerte, además de su «suerte», que parecía incluir todos los males. Pero a la vez prometía, cuando el período de exilio terminara (y había posibilidades de disminuir su duración) cierta autoridad y, probablemente, riqueza; y, si lograba zafarse de todos los riesgos, el matrimonio. Parecía ser el único camino. La muchacha era muy joven: casarse antes de su marcha era impensable; ni siquiera se comprometieron formalmente.
Garth se negó a aceptar su promesa de matrimonio, aunque aseguró que él la amaría mientras siguiera con vida; se mantendría célibe para reclamar su mano cuando regresara al cabo de cinco, diez o veinte años, si ella no había elegido a alguien mejor. Quería que se sintiera libre; aunque imagino cuánto debió impresionar a la joven de los ojos violetas la renuncia de aquel semblante oscuro y resentido, y con cuánta ternura rechazó su libertad. Ella consiguió un trabajo de institutriz, y se sentó a esperar. Y la ausencia solo sirvió para remachar con más fuerza la cadena de su afecto, y asentar mejor la imagen de Garth en su pedestal; pues en el amor casi siempre ocurre lo contrario que en esta máxima social, les absents ont toujours tort, que siempre se cumple.
Garth, por su parte, escribiéndole un mes tras otro, mientras su retrato le sonreía desde la pared, aunque tenía siempre la delicadeza de recordarle su total libertad, añadía tantas cosas que su renuncia perdía valor. Vivía soñando con ella; y el recuerdo de sus ojos y de su pelo le acompañaban a todas horas, y eran más reales que los hombres de carne y hueso con los que despachaba de forma maquinal todos los días. Consumido por el deseo de estrecharla entre sus brazos, no cesaba de contar las horas que aún le separaban de ese momento. Y, sin embargo, cuando terminaron sus cinco años de contrato, aplazó el regreso, aunque su situación económica lo habría justificado; y prolongó su estancia otros cinco años, que se convertirían en siete.
Lo cierto es que el recuerdo de su antigua pobreza, y las humillaciones que conllevaba, se había transformado en una furia que le perseguía sin cesar fustigándole con su látigo. El deseo voraz de aumentar sus ganancias, siempre por amor a la joven —de ahí que fuera sacrosanto—, se había convertido en su segunda naturaleza; una locura interior que le impedía vivir en paz. Su peor pesadilla era despertarse sobresaltado, pensando que lo había perdido todo, que había quedado sumido en la pobreza anterior: un sudor frío recorría todo su cuerpo hasta que conseguía vencer su horror. La repetición de aquel sueño, una y otra vez, le hacía jurar solemnemente que volvería a su país rico, lo bastante rico para reírse de las fantasías de su suerte. Ésta parecía haber cambiado en los últimos tiempos; así que tuvo la fortuna de poder cumplir su juramento.
Al final, ganaba dinero a espuertas: todas sus operaciones tenían éxito, incluso aquellas que se asemejaban al juego más insensato; y las especulaciones más osadas daban un vuelco y obtenían una sustanciosa cosecha cuando Garth intervenía en ellas.
Y mientras seguía esperando y planeando, en Aguas Blancas, febrilmente concentrado en sí mismo, su encuentro definitivo con la joven en Inglaterra, el hombre envejecía: al principio poco a poco, y de un modo apenas perceptible; pero cerca del final, a pasos agigantados, cada vez más consciente de cuánto encanecía y cambiaba, lo que aumentaba su negra melancolía. De ello se dio cuenta, quizá, brutalmente y de forma indirecta, cuando recibió otra fotografía de Inglaterra. Era un rostro muy hermoso todavía, pero el rostro de una mujer que ha perdido la frescura de la juventud (habían transcurrido siete años) y adquirido una dignidad teñida de tristeza: un rostro sobre el que la vida había escrito algunas de sus crueldades.
Los días posteriores a su llegada, Garth estuvo incluso más malhumorado y silencioso que de costumbre; luego ocultó deliberadamente el retrato. Volvió a lanzarse con furia a su batalla económica; había recobrado su antigua inspiración, la de la vieja fotografía: el rostro ovalado y adorable de una jovencita, casi una niña, con unos ojos enormes que, no se por qué motivo, se adivinaban del color de las violetas.
A medida que se acercaba el momento de nuestra partida, una semana o dos antes de que nos dirigiéramos a Valparaíso, donde Garth tenía asuntos que liquidar, pude estudiar con mayor profundidad el demonio malsano que lo poseía. Era realmente extraño: nadie había odiado tanto aquel país, ni había estado mas firmemente decidido a escapar de él; y ahora que tenía la oportunidad de hacerlo, sentía algo más cercano al terror que a la alegría de un hombre razonable que estuviera a punto de conseguir el sueño de su vida. Había respetado el pacto que había sellado consigo mismo; era un hombre rico, más rico de lo que jamás había imaginado. Y aún seguía lleno de vigor, apenas había cruzado el umbral de la edad madura, y volvía a casa para reunirse con la mujer a la que durante los últimos quince años había adorado con constancia sin igual, y cuya fidelidad había sido para él, en el exilio, como la sombra de una roca en medio del desierto; volvía a casa para contraer un honroso matrimonio.
Pero también era un hombre enfermo de tristeza; angustiado y temeroso. A veces tenía la impresión de que se habría alegrado si ella hubiese faltado a su palabra, y hubiera aprovechado la libertad que él le otorgaba para eludir su promesa. Y lo más curioso es que jamás dudé de la fuerza de su amor; continuó siendo absorbente e inmutable la mayor parte de su vida. Ninguna sombra extraña se había interpuesto jamás entre Garth y el recuerdo de la muchacha de los ojos violetas, con la que al menos él estaba comprometido. Pero una sombra se cernía sobre ambos; al principio, me pareció imaginaria, demasiado grotesca para discutir sobre ella, pero, tal como llegué a descubrir, en esa misma insustancialidad residía todo su poder.
La imagen de la mujer en que ella se había convertido se interponía entre él y la joven que había amado, que aún amaba con pasión, y los separaba. Fue sólo en nuestra travesía de vuelta, mientras paseábamos juntos por cubierta —aquellas largas noches de calor abrasador en que no podíamos conciliar el sueño—, cuando me reveló, por primera vez sin subterfugios, la herida mortal que ese fantasma le había infligido y su lenta agonía. Y la vieja y amarga convicción de la crueldad de su suerte, que había permanecido dormida con la euforia de la prosperidad material, volvió a latir en su interior. Y creyó ver en aquel cambio aparente la última ironía de los poderes hostiles que lo habían acosado.
—Comprendí de repente —dijo Garth—, justo antes de abandonar Aguas Blancas, después de haber calculado mi fortuna y de haber visto que nada me retenía allí, que todo era un error. ¡Había sido un necio! Debería haber vuelto a casa hace mucho tiempo. ¿Dónde están los mejores años de mi vida? Consumidos, desperdiciados y enterrados en ese maldito infierno. ¿Dólares? Aunque tuviera todo el metal de Chile, no podría comprar un solo día de mi juventud. Ni de la juventud de ella; también ha desaparecido; y ¡eso es lo peor!
A pesar de todas mis protestas, su abatimiento era cada vez mayor a medida que el vapor iba navegando rumbo a Inglaterra, sin que su hélice dejara de vibrar, como el jadeo de una enorme bestia. Cierta ocasión en que habíamos estado hablando de otros asuntos, de algunos poetas vivos que él defendía, citó unos versos de El progreso del príncipe, de Christina Rossetti:
Hace diez años, hace cinco años,
un año atrás,
habrías llegado a tiempo,
aunque un poco lento,
para reconocer su rostro vivo,
ahora ya indescifrable.
un año atrás,
habrías llegado a tiempo,
aunque un poco lento,
para reconocer su rostro vivo,
ahora ya indescifrable.
Garth se detuvo bruscamente, como si quisiera dar a entender que aquellos versos eran un ejemplo de su situación.
—¡Qué dice usted! —protesté—. No veo la analogía. Usted no ha perdido el tiempo, ni regresa demasiado tarde. Una mujer valiente lo ha esperado; les aguarda una radiante felicidad... tanto mejor por lo laboriosamente que ha sido ganada. Por el amor de Dios, ¡sea razonable!
Él movió la cabeza tristemente; y después añadió con vehemencia, mirando por encima de la borda aquellas aguas grises que se agitaban:
—Todo ha terminado. No me queda valor...
—¡Ah! —exclamé impaciente—. Dígame de una vez para siempre, con franqueza, que se ha cansado de ella, que quiere volverse atrás.
—No —respondió, apesadumbrado—, no se trata de eso. No puedo reprocharme el menor titubeo. He tenido una única pasión; he dado mi vida por ella; y sigue ahí, consumiéndome. Pero la muchacha que amaba es como si ya hubiera muerto. Sí, está muerta, tan muerta como Helen; y no tengo el consuelo de saber dónde la han enterrado. Nuestro matrimonio será una horrible parodia: la unión de dos cadáveres. Su corazón, ¿cómo puede dármelo ella? Se lo entregó hace años al hombre que yo era, al hombre que ha muerto. Nosotros, los que quedamos, no somos nada el uno para el otro, tan sólo dos extraños.
Era imposible discutir algo tan perverso e irracional; carecía de sentido señalar que, en la vida, no existe una distinción tan arbitraria como la que le obsesionaba. Lo único que podía hacer era esperar, confiando en que, cuando se encontraran de verdad, su enfermedad se curaría, pero, ¿llegaría a celebrarse ese encuentro? Había momentos en que el miedo que éste le inspiraba parecía tan grande que sería capaz de cualquier cobardía, de cualquier compromiso para posponerlo, para hacerlo imposible. Garth temía que ella leyera la aversión en sus ojos, y sospechara cómo el tiempo y su propia fidelidad le habían proporcionado la única adversaria con la que jamás podría competir: el recuerdo de ella misma, de su adorable juventud, que se había desvanecido.
¿No podría alegrarse ella también de la ruptura, aunque se hubiera apresurado a acceder, por honor o por cansancio, a un matrimonio que no era más que una parodia de lo que podría haber sido?
En Lisboa tuve la esperanza de que se hubieran disipado sus dudas, y de que hubiera recobrado la sensatez y la razón, pues escribió una larga carta a su prometida que, posteriormente, despertó una gran curiosidad en mí; y, durante un día o dos, transmitía una calma que consiguió engañarme. Me gustaría saber qué puso en aquella misiva, hasta qué punto se había explicado, había justificado su extraña actitud. ¿O se trataba simplemente de un résumé, una conclusión a todas las cartas que le había escrito en Aguas Blancas, la última epístola que dirigiría a la jovencita de la primera fotografía?
Días después yo habría dado cualquier cosa por saberlo, pero también ella, la mujer que la leyó, guardó un silencio impenetrable. A cambio, jamás le revelé un secreto: mi interpretación del accidente que causó la muerte de Garth. Me parecía suficientemente trágico para ella que él hubiera acabado sus días del modo en que lo hizo, tan cerca de las aguas de Inglaterra; a escasos días del hogar con el que habían soñado tantos años.
Habría sido una crueldad aumentar su dolor levantando el velo de oscuridad que pende sobre esa noche serena y sin luna, señalando una cierta intención en su final. Pues la experiencia me dice que, en la vida real, no ocurren accidentes tan oportunos, y no podía olvidar que, para Garth, la muerte era indudablemente una solución. ¿No era, además, precisamente la solución que parecía haber encontrado poco tiempo antes? Lo cierto es que, una vez superada la conmoción que me produjo su muerte, sentí que, después de todo, era una solución: con el handicap de su «suerte», es posible que hubiera evitado algo peor que el fin que encontró. ¿Acaso la suerte de un hombre así no es fruto de su temperamento, de su carácter? Y ¿quién puede escapar a eso? ¿No había sido quizá una escapatoria para el pobre diablo, y para la mujer que lo amaba, que él eligiera arrojarse y desaparecer en las tranquilas e insondables profundidades del Atlántico en el momento en que lo hizo, llevándose con él al menos un ideal incólume, y dejando en la joven un recuerdo que la experiencia jamás podría empañar, ni la costumbre erosionar?
Ernest Dowson (1867-1900)
Relatos góticos. I Relatos de Ernest Dowson.
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El análisis y resumen del cuento de Ernest Dowson: El estatuto de las limitaciones (The Statute of Limitations), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
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