«El gran pino»: Mary Wilkins Freeman; relato y análisis


«El gran pino»: Mary Wilkins Freeman; relato y análisis.




El gran pino (The Great Pine) es un relato victoriano de la escritora norteamericana Mary Wilkins Freeman, publicado en la antología de 1903: Seis árboles (Six Trees).

El gran pino, uno de los grandes cuentos de Mary Wilkins Freeman, se desliga de la tradición de la autora dentro del cuento de fantasmas, y nos introduce en un mundo completamente nuevo, más cotidiano y costumbrista, si se quiere, pero sumamente profundo y repleto de matices verdaderamente interesantes.

El gran pino, decíamos, integra la colección Seis árboles (Six Trees), donde cada cuento se relaciona con un árbol en particular. El resto de los relatos que integran la antología son: El olmo (The Elm-tree), El abedul blanco (The White Birch), El bálsamo del abeto (The Balsam Fir), El manzano (The Apple-tree) y El álamo (The Poplar).




El gran pino.
The Great Pine; Mary Wilkins Freeman (1852-1930)

Era en verano cuando el gran pino entonaba la canción invernal, porque siempre la voz de este árbol parecía provocar que quien la escuchaba pensase en lo que había pasado y lo que iba a llegar más que en el presente. En invierno, el árbol parecía que cantaba a la paz soñolienta bajo sus frondosas ramas, meciéndose con su aliento aromático, en los ardientes mediodías y cuando el viajero veraniego subía la ladera de la montaña y se sentaba bajo su sombra a descansar en la canícula, entonces la canción invernal sonaba mejor que nunca. Cuando el viento soplaba fuerte traía consigo la canción de los campos helados, de los torrentes de montaña gélidos, de los árboles ocultos tras una espesa barba y encorvados como los ancianos, de los pequeños animales salvajes que temblaban en sus nidos cuando los ruidos súbitos del hielo crujían en la calma tensa de las noches árticas y de la muerte lejana.

El hombre que reposaba bajo el árbol poseía una gran imaginación y, pese a su extrema ignorancia, vio sin embargo y escuchó lo que excedía a la mera observación. Extenuado por el calor, pensó en el invierno con ese inmenso placer que provoca en nuestra mente el contraste con la incomodidad. No sabía que oía la voz del árbol y no sus propios pensamientos, fusionándose la personalidad del gran pino con la suya. Era marinero y había escalado distintas alturas de montaña, incluso mástiles fabricados con ese tipo de árbol.

Breves momentos después, echó la cabeza hacía atrás y miró hacia arriba una y otra vez y pensó que se haría un mástil excelente con el árbol, sino fuera porque se trataba de un pino de madera blanda.

Hubo un leve movimiento en una rama y un pájaro que vivía en el árbol durante el verano le miró de reojo con una mirada aguda e inteligente pero el hombre no lo vio. Dio un gran suspiro y miró con decisión a la ladera que ascendía junto al árbol. Tenía que levantarse y seguir andando si quería atravesar la montaña antes de que anocheciera. Era un caminante sin recursos, tan pobre como el árbol o cualquiera de los animales salvajes que se escondían de él en el monte. Era incluso más pobre que ellos, porque carecía del derecho feudal de una morada en aquella montaña que ellos habitaban desde generaciones ancestrales de forma inalterable.

Incluso el minúsculo pájaro de mirada escrutadora tenía su pequeño hogar en las ramas del gran pino pero el hombre no tenía nada. Había regresado a un estado primitivo, era paupérrimo excepto por las facultades con las que había venido al mundo, y por dos prendas que estaban muy gastadas por un uso excesivo. La piel se le veía a través de las costuras y los bolsillos estaban vacíos. Adán después de su expulsión del paraíso no estaba en peores condiciones y este hombre también cargaba a sus espaldas el peso del castigo de sus malas obras.

El hombre se alzó, se quedó de pié durante un momento, dejando que el viento fresco abanicara su frente un poco más, se encogió de hombros con aire de decisión y prosiguió su ascenso por la orilla seca del arroyo en la que durante el invierno corría el agua del deshielo y la nieve. Más tarde, llegó a un paso estrecho de árboles caídos en la orilla que le impedían el paso y luego había una fuerte subida de roca que tuvo que sortear yendo por la parte inferior.

El árbol quedó en solitario. Permaneció inactivo junto al viento con su verde plumaje. Pertenecía a una de las formas de vida más simples que no puede ir más allá de su propia existencia para juzgarla. No sabía que el hombre volvería y se recostaría en su tronco con un golpe seco, aunque fuera nimio para su grandeza. Pero el hombre miró hacia arriba del árbol y lo maldijo. Se había perdido al intentar sortear el precipicio rocoso y había andado en círculo hasta volver de nuevo junto al árbol. Permaneció allí unos minutos para recobrar el aliento y a continuación se levantó porque los rayos de sol del ocaso se filtraban en gotas doradas a través del follaje bajo el pino y continuó andando con fatiga.

Transcurrieron veinte minutos hasta que regresó.

Cuando vio el pino maldijo en voz más alta que la vez anterior. El sol se ponía lentamente. La montaña parecía que aumentaba de tamaño y los valles se convertían rápidamente en simas de negro enigma. El hombre miró al árbol con resentimiento. Palpó en su bolsillo una navaja que tenía, luego una cerilla, y después el tabaco y la pipa que en otras ocasiones le habían reconfortado pero no los tenía. El pensar que había perdido la pipa y el tabaco le produjo una rabieta infantil.

Pensó que tenía que calmar su mal genio con algo externo a él y cogió dos palos secos y empezó a frotarlos. Tenía cierta destreza para hacer fuego con la madera y al poco brilló una chispa y después otra. Añadió un puñado de hojas secas y la humareda ahumó su rostro y luego nació una llama. El hombre continuó su camino, dejando el fuego tras de sí y juró que no aquel árbol no le volvería a atrapar.

Caminó penosamente por el antiguo cauce, dejando a un lado los esqueletos postrados de árboles gigantes, trepando por piedras que podían haber sido sus sepulcros y gateando precipicios como una pantera. Después de una impetuosa ascensión, se detuvo para recobrar el aliento y , de pié desde un saledizo de piedra, miró hacia abajo. A sus pies yacía una oscuridad temblorosa llena de susurros tenues y rumores. Parecía mecerse y arremolinarse como el mar desde la cubierta de un barco, y, desde luego, se trataba de otra profundidad, el aire en vez del agua.

De repente se dio cuenta que no había luz y que el fuego que había encendido tenía que haberse apagado. Se fijó en la oscuridad movediza a sus pies e inspiró profundamente. Pudo oler levemente el humo aunque no podía ver ningún fuego. Entonces repentinamente vislumbró un brillo rojo y luego anaranjado de una llama. De repente, ninguna persona podría explicar cómo sucedió, él menos aún que nadie, qué motivo fugaz, surgido de las experiencias de su propia vida, o quizá de las de sus antepasados, le impulsó a actuar.

Volvió sobre sus pasos, dando tropezones, cayéndose a veces y volviendo a ponerse en pié, desprendiéndose piedras a su paso, corriendo el riesgo de romperse las costillas pero sin cejar en su empeño hasta que llegó junto al pino. Se quedó de pié ante el fulgor de las llamas, después empezó a dar golpes con palos, a sofocarlas a pisotones, hasta que se hizo daño en los pies. Al fin extinguió el fuego. Las personas que lo habían visto desde una plaza en el valle se marcharon.

—El fuego se ha apagado —dijeron, con la pena de aquellas personas que, aunque en el fondo albergaban un ansia de destrucción.

—El fuego se ha apagado —dijeron, pero el fuego estaba bajo y seguía en la montaña.

El hombre que había invocado a la destrucción para satisfacer su propia ira y amargura y que luego se había arrepentido, se sentó unos minutos junto al circulo ennegrecido en torno al gran pino, respirando con dificultad. Se paso la ruda manga por la frente para secarse el sudor y miró de nuevo al árbol, que se erguía ante él como un profeta que le daba la bendición solemne y que profetizaba en un lenguaje ampuloso que el desconocía.

Abrió la boca mientras le miraba y su rostro parecía en blanco. Palpó en su bolsillo la pipa que creía perdida, sacó la mano bruscamente y la hizo pedazos contra el suelo. Luego suspiró, musitó una maldición de cansancio y miseria más que de ira. Después se estiró poco a poco, como un camello viejo y prosiguió el viaje.

Al cabo de un rato, se volvió a detener y miró hacia atrás. La luna brillaba y podía ver con nitidez el gran pino coronado por una luz blanca, estirando sus brazos como flechas y lanzas de plata.

—¡Vaya pedazo de pino! —murmuró, con cierto orgullo de sí mismo.

Sentía que ese ser majestuoso le debía su ser, al haber sido capaz de controlar que ardiera. Si no lo hubiera logrado, se habría convertido en un simple tronco quemado. En ese momento, por primera vez en la vida, sintió que trascendía su propia vida. De forma desconocida, este suceso en apariencia trivial le había puesto en una especie de sintonía con un lugar superior en la escala de valores que siempre había tenido. Al salvar al árbol de sí mismo, había logrado un crecimiento espiritual mayor que el árbol al brotar por primera vez.

¿Quién puede saber con certeza dónde puede detenerse la influencia recíproca de todas las formas de creación visible?. Un hombre puede talar un árbol y plantar otro. ¿Quién puede saber el efecto que puede surtir en el hombre, en su fortuna o perdición?.

Más tarde, el hombre frunció el ceño y asintió con la cabeza de forma extraña, como si pusiera en duda su propia identidad; luego siguió su camino ascendente. Después de alcanzar la cumbre, bajó la otra ladera de la montaña y prosiguió hacia el norte a través de un estrecho desfiladero del valle al que no llegaba la luz de la luna. Este valle resultaba aterrador entre los muros omnipotentes de la oscuridad plateada. El hombre sintió lo pequeño que era y la grandeza de la naturaleza que parecía rodearle.

El espíritu se sentía intimidado ante la materia. El hombre, tosco y sin formación, pese a su vida ruda y monótona, se dio cuenta, miró arriba a ambos lados y echó a correr como si le persiguieran.

Cuando llegó a la cima de un pequeño repecho en el camino del valle, se detuvo e indagó con ansiedad agudizando la vista la ladera derecha y dio un gran suspiro de alivio. Vio lo que quería ver, el tenue brillo de una lámpara de la ventana de una casa, la única en aquel camino solitario a ocho kilómetros a la redonda.

Era la casa de una granja pequeña cuyo dueño era el padre de la mujer con la que se había casado hacía quince años. Hace diez años, cuando él se marchó, su mujer, su hija, y su suegra vivían en la granja. Su suegro había fallecido dos años antes y el hombre, que tenía sangre indómita en las venas, se había rebelado contra el yugo de las penalidades de ganarse la vida por sí mismo como granjero en la montaña. Por eso se marchó una mañana, dejando tras sí una nota diciendo que se iba de marino y que escribiría y mandaría dinero, que ganaría más que en la granja.

Pero nunca escribió ni envió dinero. Se cruzó en su destino el pecado y el desastre y al fin había vuelto a casa, inerme pero no arrepentido, cansado de vivir una mala vida y de jornales exiguos. Se había retirado del mundo por un impulso innoble, ansiando la seguridad de la estrechez, y el pan y los peces, que, al fin y al cabo, podían hallarse en la granja con toda seguridad, pero ahora, mientras se aproximaba, tomó conciencia de algo más importante. Un impulso generoso provocaba otros como obedeciendo a una ley de reproducción espiritual. Empezó a pensar cómo podía trabajar más que antes y agradar a su mujer y a su suegra.

Contempló la luz de la ventana ante sí con algo similar a la gratitud. Recordaba lo buena que había sido su mujer con él y lo bien que se llevaban. Su suegra también era una mujer agradable, sólo con ojos de reproche pero nunca con lengua viperina. Se acordó de su hija pequeña con gran ternura y curiosidad. Habría crecido ahora y sería como su madre.

Empezó a imaginarse lo que harían y dirían y lo que le prepararían para cenar. Pensó que le apetecería una loncha de jamón curado de la granja con huevos recién puestos. Tomaría algunas galletas que hacía su suegra, mantequilla fresca y miel del panal de la granja. Bebería té y tomaría nata. Le pareció oler el té y el jamón y sintió un hambre más atroz que nunca.

De repente, el vagabundo se moría de hambre del hogar. Había naufragado y había estado a punto de morirse de hambre pero nunca había sentido un hambre como ésta. Había pensado discursos de arrepentimiento pero ahora no planeaba nada. No temía los reproches de quién había hecho daño, sólo temía la propia necesidad que sentía de su familia. Apretó el paso y parecía que estaba corriendo una carrera.

Al fin se acercó a la casa. La luz estaba en la ventana que daba al camino y la cortina estaba levantada. Pudo ver una figura que pasaba de un lado a otro. Se aproximó más y vio que era una niña pequeña con un bebé en brazos y que caminaba de un lado a otro acunándole. Sus oídos escucharon un llanto débil aunque las puertas y ventanas estaban cerradas. Hacía fresco aunque fuera verano en las montañas.

Rodeó la casa hasta la puerta lateral y vio que el huerto de la izquierda estaba cubierto de hierba seca que se tenía que haber cortado hace tiempo, reparando que tampoco había estacas que separaran el jardín y que la casa parecía gris y destartalada a la luz de la luna, que faltaban algunas persianas y que una ventana estaba rota. Se apoyó un segundo en la puerta y luego la abrió y entró. Penetró en un vestíbulo cuadrado diminuto; a un lado estaba la puerta de la cocina y al otro la habitación donde estaba la luz. Abrió la puerta de ésta última y se quedó mirando, porque no vio nada de lo que había imaginado, salvo la niña pequeña.

Ésta le contempló, medio alarmada, medio sorprendida, aferrando al bebé que era enclenque pero que tenía como un año aproximadamente. Dos niños pequeños permanecían cerca de la mesa donde ardía la lámpara y le miraron con la boca y los ojos muy abiertos. Pero lo que le sorprendió más al intruso fue descubrir un hombre en cama en la esquina. Le reconoció de inmediato como el granjero que había vivido, cuando él se marchó, a unos siete kilómetros del pueblo. Rememoró que su mujer acababa de morir cuando él se fue. El hombre, cuyo rostro azulado y fantasmal yacía en la almohada, le contempló. Extendió una mano cadavérica como para amenazarle.

La niña pequeña con el bebé y los dos niños pequeños se acercaron a la cama como para protegerle.

—¿Quién es usted? —le preguntó el hombre enfermo, con una débil tono amenazador— ¿Qué quiere y cómo se atreve a entrar así?

Era como el gruñido de un perro enfermo.

El otro hombre se acercó a la cama y le preguntó:

—¿Dónde está mi mujer? —con una voz extraña que indicaba horror, enfado y desilusión.

—¿No serás …Dick? -—dijo con voz entrecortada el enfermo.

—Sí, y se quién eres tú, Johnny Wilcox, ¿dónde está mi mujer y qué haces tú aquí?

—Tu mujer ha muerto —respondió el hombre con voz ahogada.

Empezó a toser y se intentó levantar apoyándose en un codo. Tenía los ojos saltones y parecía un niño enfermo. La niña pequeña rápidamente dejó al bebé en la cama y corrió hacia el armario de la chimenea a por una botella de jarabe que le dio con una cuchara. El enfermo se recostó intentando recuperar el aliento. Parecía como si estuviera ya muerto, su mandíbula estaba caída y había hoyos azulados horribles en su rostro.

—¡Muerta! —repitió el visitante, pensando en su mujer y no en la otra imagen de la muerte ante él.

—Sí, está muerta.

—¿Dónde está mi hija pequeña?

El enfermo levantó una mano temblorosa y señaló a la niña que había tomado al bebe que lloriqueaba.

—¿Es esa?

El enfermo asintió.

El hombre contempló a la niña, bastante alta para su edad pero muy delgada, sus frágiles hombros ya encorvados de tanto trabajar. Ella le miró, seria, con sus ojos azules en un rostro menguado, con una expresión tan tierna que parecía una sonrisa. Los ojos del hombre fueron de la niña al bebé en sus brazos y los dos niños pequeños.

—¿Qué hacéis todos aquí? —preguntó, hosco, e hizo un movimiento hacia la cama. La niña pequeña se puso pálida y asió al bebe más cerca.

El enfermo musitó una protesta débil y se quejó.

—¿Qué hacéis todos aquí? —volvió a preguntar el otro.

—Me casé con tu mujer cuando tuvimos noticias de que tu barco había naufragado. Nos dijo Abel Dennison que formabas parte de la tripulación, vino a casa y dijo que estabas muerto desde hacía ocho años. Entonces ella dijo que se casaba conmigo. La había estado cortejando hacía tiempo después de la muerte de mi mujer y de que mi casa se quemara. Siempre me había gustado. Al principio no estaba muy dispuesta pero al final accedió.

El hombre al que había llamado Dick le miró atónito sin palabras.

—Pensamos que te habías muerto —dijo el enfermo, con un deje de desaprobación que estaba claramente fuera de lugar.

Dick miró a los niños.

—Tuvimos a los tres —dijo el enfermo—, y ella se murió cuando el bebé tenía dos meses. Tu hija Lottie ha estado cuidando de él. Ha sido bastante difícil para ella. Enfermé y no he podido hacer nada. Tan sólo arrastrarme. Lottie puede ordeñar —nos queda una vaca— y da de comer a las gallinas y el hermano de mi primera mujer nos ha dado algo de harina y carne y nos corta algo de leña para combustible; hemos ahorrado pero no podremos resistir cuando llegue el invierno. Tenemos que hacer algo —De repente la sorpresa le transfiguró el rostro al pensar—. ¡Cielo santo todo esto es tuyo! Ahora es todo tuyo.

—¿Dónde está la anciana? —preguntó Dick de repente, ignorando lo que el otro había dicho.

—¿Tu suegra? Murió de neumonía hace dos años. Tu mujer lo pasó muy mal. Era una gran ayuda con los niños.

Dick asintió:

—Era una buena trabajadora.

—Sí, y tu mujer no era muy fuerte.

—Nunca lo fue.

—No.

—¿Supongo que pudiste enterrarla decentemente?

—Vendí el bosque para leña del camino trasero. Tiene una tumba. Por suerte, lo hice antes de caer enfermo.

—¿Lo estáis pasando muy mal?

—Fatal, no podemos aguantar mucho más. Hay suficiente leña para cortar, en caso de que pudiera, que podría darnos algo de dinero y el heno, que se está pudriendo. No puedo hacer nada, no tenemos nada excepto el techo de esta casa —De nuevo le volvió a asaltar la sorpresa y dijo entre dientes—. ¡Dios mío, es toda tuya y de la niña de todos modos!

—¿Hace ella todo el trabajo? —preguntó Dick, señalándola.

—Sí, lo hace lo mejor que puede pero no está muy crecida y no hay dinero para que los niños vayan como Dios manda y no cocinamos mucho.

Dick caminó con decisión hacia la puerta.

—¿A dónde vas, Dick? —preguntó el enfermo con una curiosa melancolía— ¿No te irás esta noche?

—¿Qué hay en la casa para comer?

—¿Qué hay en la casa, Lottie?

—Queda algo de comida, leche y huevos —respondió la niña, con una voz dulce.

—Ven aquí y danos un beso, Lottie —dijo Dick de repente.

La niña se acercó a él con timidez, bamboleándose por el peso del bebé. Elevó su cara y el hombre la dio un beso con una cierta solemnidad.

—Soy tu padre, Lottie.

Los dos se miraron el uno al otro y la niña se echó hacia atrás pero sonreía.

—¿Estás contenta de que esté en casa? —preguntó el hombre.

—Sí, señor.

Dick salió de la cocina. Los niños le siguieron y se quedaron de pié en el umbral, observándole. Se puso a trabajar a conciencia con los utensilios y materiales que encontró, que eran bastante escasos. Encendió el fuego y preparó un pastel de maíz. Cocinó unas gachas para el enfermo y le llevo un cuenco bien caliente.

—No he comido algo así desde que ella murió —dijo el enfermo.

Después de cenar, Dick limpió la cocina, ordenó la otra habitación, hizo la cama, ordeñó y cortó leña con la que cocinar el desayuno al día siguiente.

—¿No te vas esta noche, Dick? —le preguntó el enfermo con ansiedad, cuando entró después de que hiciera el trabajo.

—No, no me voy.

—¡Dios mío!. He vuelto a olvidar que ésta es tu casa —dijo el enfermo.

—No me voy de todos modos —respondió Dick.

—Hay una cama arriba. ¿No tienes más ropa que la que llevas puesta, verdad?

—No —contestó Dick, lacónico.

—Bueno, puedes usar la mía que está en el armario fuera de esta habitación hasta que me levante. Hay algunas camisas y pantalones.

—De acuerdo —dijo Dick.

Al día siguiente Dick tomó el desayuno, cocinó huevos y pasteles de maíz con soltura. A continuación, después de vestirse con la camisa y los pantalones del enfermo, salió al bosque con el hacha en la mano. Trabajó durante todo el día en los bosques hasta que cortó madera suficiente y luego alquiló un caballo, que pagaría cuando vendiera la madera. Llevó carretas hasta arriba de leña a los hoteles y a las granjas que aceptaban huéspedes durante el verano. Se levantaba antes del amanecer, trabajaba en el campo y en la huerta, cortaba el heno y se acostaba tarde poniendo la casa en orden, lavaba y planchaba como una mujer. La casa dio un vuelco. Consiguió que viniera un doctor a visitar al enfermo pero le dio pocas esperanzas. Estaba tísico pero todavía podía durar bastante.

—No sé quién se va a hacer cargo del pobre —dijo el doctor.

—Yo —dijo Dick.

—También están los niños —repuso el doctor.

—Una es mi hija y cuidaré a los suyos —respondió Dick.

El médico le miró fijamente, con la mirada de alguien que contempla una buena obra en un mundo perverso, con una mezcla de admiración, desprecio e incredulidad.

—Bueno —dijo—, es una suerte que haya venido.

Después de esta visita Dick simplemente continuó con su nuevo estilo de vida. Trabajaba y les cuidaba. Resultaba increíble todo lo que podía hacer.

En el otoño pintó la casa; el sótano estaba lleno de verduras de invierno y había buenas reservas de leña. Los niños estaban bien abrigados y Lottie iba al colegio. Su padre había comprado un caballo antañón por una bicoca y la llevaba a la escuela todos los días. Una vez en enero tuvo la oportunidad de conducir por el otro lado de la montaña que había subido la noche de su regreso. Empezó a primera hora de la tarde para llegar a tiempo a recoger a Lottie.

Era un día despejado y gélido. Había un manto grueso y brillante de nieve en el suelo, con una ligera capa de hielo. El trineo resbalaba y silbaba por la superficie helada. Los árboles estaban desnudos y heridos por la última tormenta que había sido temible. La lluvia se había helado al caer y había caído un vendaval. Las ramas embestidas por el hielo se habían tronzado y a veces se habían partido árboles enteros.

Dick, deslizándose por la blanca línea del camino, contempló la cumbre de la montaña. Miraba una y otra vez. Después desistió. Alargó el brazo y tiró de las riendas del caballo.

—Vamos —le gritó, con brusquedad.

El gran pino había caído de su pedestal. Ya no se le veía dominando al resto de los árboles, destacando en solitaria majestad entre los de su especie. La tormenta le había aniquilado. Yacía postrado en la montaña.

Y el hombre en la carretera pasó fugaz como el viento y se alejó de la montaña dejando atrás el árbol inanimado.

Mary Wilkins Freeman (1852-1930)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Wilkins Freeman.


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El análisis y resumen del cuento de Mary Wilkins Freeman: El gran pino (The Great Pine), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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