«El diario del señor Poynter»: M.R. James; relato y análisis.
El diario del señor Poynter (The Diary of Mr Poynter) es un relato de terror del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado en la antología de 1919: Un fantasma delgado y otros (A Thin Ghost and Others).
El diario del señor Poynter, uno de los mejores relatos de M.R. James, se aleja un poco de sus clásicos cuentos de fantasmas para incluir, entre otros ingredientes, el factor psicológico como elemento preponderante.
El diario del señor Poynter.
The Diary of Mr Poynter; M.R. James (1862-1936)
La sala de una casa de subastas de libros prestigiosa y antigua de Londres es, desde luego, un importante lugar de encuentro para coleccionistas, bibliotecarios y marchantes, no sólo durante la puja sino más especialmente quizá, cuando se hallan expuestos los libros que se van a subastar. Fue en una de estas salas donde empezaron la serie de sucesos sorprendentes que hace unos meses me refirió con detalle la persona a la que afectaron de manera principal, a saber: el señor James Denton, Lic. en Letras, M. de la Soc. de Ant., etc, etc, en otro tiempo residente en Trinity Hall y hoy, o hasta hace poco, en Rendcomb Manor, condado de Warwick.
Hace unos años, por primavera, pasó unos días en Londres, dedicado principalmente a hacer gestiones para amueblar la casa que acababa de construir en Rendcomb. Tal vez os decepcione saber que Rendcomb Manor es un edificio reciente, pero eso es algo que yo no puedo remediar. La verdad es que había habido allí una casa antigua, pero no había destacado ni por su belleza ni por su interés. Y aunque hubiese sido así, ni la belleza ni el interés la habrían salvado del incendio devastador que un par de años antes del comienzo de mi historia la arrasó por completo. Me alegra decir que se salvó cuanto contenía de valor, y que estaba asegurada. De manera que el señor Denton pudo afrontar con relativa alegría la tarea de construir una morada nueva y bastante más cómoda, para él y para su tía, que constituía toda su familia.
Dado que estaba en Londres, con tiempo de sobra, y no lejos de la casa de subastas a la que someramente me acabo de referir, al señor Denton se le ocurrió que podía detenerse allí una hora, para ver si descubría entre los manuscritos de la famosa colección Thomas que sabía que estaban expuestos, algo sobre la historia o la topografía de la comarca de Warwickshire donde vivía.
Entró, pues, compró el catálogo y subió a la sala, donde, como es costumbre, estaban expuestos los libros, unos en vitrinas y otros abiertos sobre largas mesas. Junto a las estanterías, o sentadas ante las mesas, había numerosas personas, a muchas de las cuales conocía. Intercambió un gesto o unas palabras de saludo con varias, y a continuación se dedicó a estudiar el catálogo y a señalar los ejemplares que podían tener algún interés para él. Había recorrido ya unos doscientos de los quinientos títulos —levantándose de cuando en cuando a sacar el correspondiente libro de la estantería y echarle una ojeada—, cuando una mano se posó en su hombro; alzó los ojos. El que le interrumpía era uno de esos intelectuales de barba puntiaguda y camisa de franela, de los que fue tan prolífico el último cuarto del siglo XIX.
No es mi propósito repetir la conversación entera que siguió entre el señor Denton y su amigo. Baste decir que gran parte versó sobre conocidos comunes, sobre el sobrino del amigo del señor Denton, por ejemplo, que se había casado hacía poco y había fijado residencia en Chelsea; sobre la cuñada del amigo del señor Denton, que acababa de pasar una grave enfermedad y ahora estaba mejor, y sobre una pieza de porcelana que el amigo del señor Denton había comprado unos meses antes a un precio muy por debajo de su valor real... de donde podéis inferir con toda justicia que más bien se trató de un monólogo. Llegado el momento, no obstante, el amigo cayó en la cuenta de que el señor Denton estaba allí con algún propósito, y dijo:
—¿Qué, estás buscando algo en particular? Me parece que no hay gran cosa esta vez.
—Ya; pensaba que podía haber alguna colección de estampas de Warwickshire; pero no veo nada de Warwick en el catálogo.
—No, parece que no —dijo el amigo—. Aunque creo que he visto algo así como un diario de Warwickshire. ¿Cómo se llamaba el autor? ¿Drayton? ¿Potter? ¿Painter?... Empezaba por P o por D, estoy seguro —pasó hojas rápidamente—. Sí. Aquí está: Poynter. Lote 486. Tal vez te interese esto. Allí están los libros, creo: en aquella mesa. Los estaba mirando alguien. Bueno, tengo que irme. Hasta pronto. Vendrás a vernos, ¿de acuerdo? ¿Podría ser esta tarde? Tenemos un poco de música a eso de las cuatro. Bueno, entonces la próxima vez que vengas a la capital.
Se fue. El señor Denton consultó su reloj y, para su confusión, vio que sólo disponía de un momento antes de pasar a recoger el equipaje y salir para la estación. Y ese momento le bastó para localizar cuatro grandes volúmenes del diario: correspondían a la década de 1710, y al parecer contenían bastantes anotaciones de diversa naturaleza. Pensó que merecía la pena dejar una puja de hasta veinticinco libras, cosa que pudo hacer porque justamente entró en la sala su agente habitual cuando él estaba a punto de marcharse.
Esa noche se reunió con su tía en su domicilio provisional: una pequeña vivienda a unos centenares de yardas de la mansión. Por la mañana reanudaron una discusión que ya duraba varias semanas sobre el equipamiento de la nueva casa. El señor Denton presentó a su tía un informe de sus gestiones en la capital: detalles sobre alfombras, sillas, armarios y loza de dormitorio.
—Sí, cariño —dijo su tía—. Pero aquí no veo nada sobre la tela de zaraza. ¿Fuiste a...?
El señor Denton dio una patada en el suelo (¿dónde iba a darla si no?):
—¡Vaya por Dios! —dijo—; es lo único que se me ha olvidado. Lo siento de veras. El caso es que me dirigía allí cuando pasé casualmente por delante de Robin's...
Su tía alzó las manos.
—¿De Robin's? Entonces no tardará en llegar otro paquete de libros horribles y viejos a un precio de escándalo. Creo, James, que dado que me tomo todos estos trabajos por ti, podías esforzarte en recordar el par de cosas que te suplico especialmente que me busques. No las pido para mí. No sé si habrás creído que eran para darme gusto a mí misma, pero si es eso lo que crees te puedo asegurar que es al revés. No te puedes imaginar las preocupaciones, molestias y quebraderos de cabeza que representa para mí; en cambio tú lo único que tienes que hacer es ir a la tienda y pedirlo.
El señor Denton suspiró.
—Oh, tía...
—Sí; todo eso está muy bien, cariño; no quiero ser severa contigo, pero tienes que reconocer que es un fastidio; sobre todo porque retrasará todo nuestro trabajo hasta no sé cuándo. Hoy es miércoles: mañana vienen los Simpson y no puedes desatenderles. Después, sabes que hemos quedado en que el sábado vendrán amigos a jugar al tenis. Sí, dijiste que les invitarías tú, pero naturalmente, he tenido que escribir yo las invitaciones; y es ridículo que tuerzas el gesto, James: de cuando en cuando hay que ser amables con los vecinos; no querrás que vayan diciendo por ahí que somos unos cavernícolas. ¿Qué estaba diciendo? En fin, a lo que me refiero es a que no volverás a la capital lo menos hasta el jueves que viene, y mientras no decidamos la tela para esas cortinas no podemos ocuparnos de nada más.
El señor Denton se atrevió a insinuar que, puesto que ya estaban encargados el papel y la pintura para las paredes, esa forma de ver las cosas era demasiado rigurosa; pero su tía no estaba dispuesta a admitir semejante opinión en este momento. Ni habría podido él expresar ninguna otra, en realidad, que su tía se hubiera sentido inclinada a admitir. Sin embargo, conforme avanzaba el día, fue ablandando su actitud: examinó cada vez con menos displicencia las muestras y precios que le había traído el sobrino, e incluso en algunos casos dio su aprobación de experta a lo escogido.
En cuanto a él, se sentía un poco contrariado por la conciencia de no haber cumplido todos los encargos, pero sobre todo por la perspectiva de tener que jugar al tenis, un mal que, aunque inevitable en agosto, había creído que no era de temer que le cayese encima en mayo. Pero el viernes por la mañana vino a levantarle el ánimo en cierta medida el anuncio de que había conseguido los cuatro tomos del diario manuscrito de Poynter al precio de 12 libras y diez chelines, y aún se lo levantó más la llegada, a la mañana siguiente, del diario propiamente dicho.
La obligación, el sábado por la mañana, de sacar al señor y la señora Simpson a dar un paseo en coche y atender a sus vecinos e invitados por la tarde le impidió hacer otra cosa que abrir el paquete; hasta el sábado por la noche, una vez que se habían retirado todos a descansar. Fue entonces cuando comprobó —hasta ahora había sido mera suposición— que había adquirido efectivamente el diario de William Poynter, dueño de Acrington (a unas cuatro millas de su propio municipio): el mismo Poynter que durante un tiempo fue miembro del círculo de anticuarios de Oxford, cuya alma era Thomas Hearne, y con el que al parecer Hearne acabó peleándose: episodio nada insólito en la carrera de este hombre extraordinario. Como en el caso de las colecciones del propio Hearne, el diario de Poynter contenía multitud de notas tomadas de libros publicados, descripciones de monedas y otras antigüedades sometidas a su juicio, así como borradores de cartas sobre estas cuestiones, además de la crónica de los acontecimientos diarios. La descripción que traía el catálogo de la subasta no había hecho sospechar al señor Denton el interés que parecía encerrar la obra, y permaneció leyendo el primero de los cuatro volúmenes hasta una hora censurablemente tardía.
El domingo por la mañana entró su tía en el despacho al regresar de la iglesia, y al ver los cuatro libros en piel marrón sobre la mesa se le fue de la cabeza lo que venía a decirle.
—¿Qué es eso? —dijo con recelo—. ¿Son nuevos? ¡Ah!, ¿eso es lo que te hizo olvidar mi tela para las cortinas? Me lo figuraba. Una repugnancia. ¿Se puede saber qué te han costado? ¿Más de diez libras? James, es un escándalo. Bueno, si tienes dinero para dilapidarlo en esas cosas no puede haber ninguna razón para que no te suscribas (y generosamente) a mi Liga Antivivisección. Verdaderamente no la hay, James; y me disgustaría mucho si... ¿Quién dices que lo escribió? ¿El viejo señor Poynter de Acrington? Bueno, por supuesto, no está mal reunir viejos escritos de este contorno ¡Pero diez libras! —tomó uno de los volúmenes, no el que había estado leyendo su sobrino, lo abrió al azar, y lo soltó al instante siguiente con una exclamación de repugnancia, al tiempo que salía de entre sus páginas una tijereta.
El señor Denton lo recogió del suelo, reprimiendo un exabrupto, y dijo:
—¡Pobre libro! Creo que eres demasiado adusta con el señor Poynter.
—¿De veras, cariño? Pues le pido perdón, pero ya sabes que no soporto esos bichos horribles. Déjame ver si lo he estropeado.
—No; creo que no ha pasado nada. Pero mira por dónde lo has abierto.
—¡Dios mío, es verdad! ¡Qué interesante! Despréndelo, James, y déjame que lo vea.
Era un trozo de tela estampada del tamaño de la página en cuarto a la que estaba sujeto con un alfiler anticuado. James lo desprendió y se lo tendió a su tía, volviendo a clavar cuidadosamente el alfiler en el papel.
Bien, yo no sé exactamente qué clase de tejido era, pero tenía un dibujo que fascinó totalmente a la señorita Denton. Se sintió entusiasmada, lo puso sobre la pared, pidió a James que lo sujetara él, a fin de poder observarlo ella a cierta distancia; después lo examinó de cerca, y terminó expresando, en los términos más encendidos, su apreciación del gusto del viejo señor Poynter, que había tenido la feliz idea de conservar esta muestra en su diario.
—Es un estampado precioso de verdad —dijo—; y muy original. Mira qué ondulaciones más bonitas hacen las rayas. Recuerdan mucho las del pelo, ¿verdad? Y con esos lazos a intervalos. Dan el tono de color preciso. Me pregunto...
—Iba a decirte —dijo James con deferencia—, si costaría mucho encargar que lo copiaran para nuestras cortinas.
—¿Mandarlo copiar? ¿Y cómo podría hacerse una cosa así, james?
—Bueno, yo el proceso no lo sé, pero supongo que es un dibujo impreso, y puede sacarse un molde en madera o en metal.
—Pues, sí; sería realmente maravilloso, James. Casi me alegro de que fueras tan... de que olvidaras la tela de zaraza el miércoles. Desde luego te prometo perdonártelo y olvidarlo si consigues que te copien esta antigua maravilla. Nadie tendrá algo así ni de lejos; y recuerda, James, que no hay que consentir que vendan tela con este dibujo. Ahora tengo que irme; se me ha olvidado por completo qué venía a decirte. No importa; ya me acordaré.
Después de marcharse su tía, James Denton dedicó unos minutos a examinar el dibujo más detenidamente de lo que había tenido ocasión de hacer. Le tenía perplejo lo mucho que había impresionado a la señorita Denton. No le parecía especialmente bonito ni original. Desde luego estaba bastante bien para dibujo de cortina: formaba franjas verticales e insinuaban una tendencia a converger hacia arriba. También tenía razón su tía al decir que estas franjas amplias semejaban mechones de cabello ondulado, casi rizado. Bueno, lo principal era encontrar en los anuarios comerciales una empresa que pudiera llevar a cabo la reproducción de un viejo dibujo de este género. Para no entretener al lector con los pormenores de esta parte de la historia: el señor Denton se hizo una lista de empresas capaces de realizar el trabajo, y fijó el día para hacerles una visita con la muestra.
Las dos primeras visitas que hizo fueron infructuosas; pero a la tercera va la vencida: la empresa de Bermondsey, que era la tercera de la lista, estaba acostumbrada a este tipo de trabajos. Las pruebas que le mostraron justificaban que les confiase el encargo. «Nuestro señor Cattel» se tomó un entusiasta interés personal en él.
—Es impresionante —dijo— la cantidad de hermosos paños medievales de esta clase que permanecen guardados en tantas de nuestras mansiones campestres; muchos de ellos, supongo, en peligro de ir a la basura... como insignificantes bagatelas, como dice Shakespeare. ¡Ah!, yo siempre digo, señor, que es un hombre que tiene una palabra para cada uno de nosotros. Me refiero a Shakespeare; aunque sé muy bien que no todos coinciden en eso. El otro día tuve una pequeña discusión con un señor que vino: un nombre de alcurnia, además; y recuerdo que me dijo que había escrito algo sobre este tema. Yo cité casualmente lo de Hércules y la tela teñida. ¡Válgame Dios!, no vea usted cómo se puso. Pero en cuanto a este trabajo que tiene la gentileza de confiarnos, lo haremos con verdadero entusiasmo, poniendo en ello toda nuestra pericia. Lo que ha hecho el hombre, como le decía yo hace unas semanas a otro estimado cliente, el hombre lo puede hacer, y en el plazo de tres o cuatro semanas, si todo va bien, esperamos poder presentarle la prueba fehaciente. Señor Higgins, tome nota, haga el favor.
Ése fue el tenor general del discurso del señor Cattell con ocasión de su primera entrevista con el señor Denton. Como un mes más tarde, avisado de que tenían ya preparadas unas muestras para que las viese, el señor Denton volvió a hablar con él, y al parecer tuvo motivos para sentirse satisfecho de la fidelidad con que habían logrado reproducir el dibujo. Habían completado la parte superior conforme a la indicación a que he hecho referencia, de forma que las franjas verticales se unían arriba. Sin embargo, todavía había que sacar el color del original. El señor Cattell hizo una serie de sugerencias de carácter técnico, con las que no tengo por qué importunaros. Además, se mostró vagamente escéptico en cuanto a la posibilidad de que el dibujo tuviera buena acogida en el mercado:
—¿Dice que no desea que se suministre este estampado a nadie salvo a amigos personales provistos de una autorización suya? Descuide. Comprendo su deseo de tenerlo en exclusiva: da originalidad al juego del dormitorio, ¿verdad? Lo que es de todos, dicen, no es de nadie.
—¿Cree que se popularizaría si fuese accesible al público? —preguntó el señor Denton.
—No lo creo, señor —dijo Cattell, cogiéndose pensativamente la barba—. No lo creo. No me parece de gusto corriente; no le ha parecido corriente al señor Higgins, que es quien ha hecho las plantillas.
—¿Le ha resultado un trabajo difícil?
—No lo llamó así, señor; pero lo cierto es que el temperamento artístico (porque nuestros operarios, todos sin excepción, son tan artistas como los que el mundo califica así) es propenso a extrañas simpatías y antipatías difíciles de explicar, y éste es un ejemplo. Las dos o tres veces que he ido a ver cómo marchaba el trabajo, entendí sus palabras, porque ésa es la manera suya de hablar; pero no el evidente desagrado a lo que yo llamaría una cosa exquisita; ni consigo entenderlo ahora. Parecía —dijo el señor Cattell mirando fijamente al señor Denton— como si el hombre notara un olor infernal en el dibujo.
—¿De verdad? ¿Eso dijo? Pues yo no lo encuentro nada siniestro.
—Ni yo, señor. De hecho se lo dije así. «Vamos, Gatwick», dije, «¿qué le pasa? ¿A qué vienen esas aprensiones?... Porque no puedo llamarlo de otra manera». Pero nada; no le saqué ninguna explicación. Así que me limité, como ahora, a un encogimiento de hombros y un cui bono. Pero en fin, aquí está —y tras este comentario volvió a primer plano el aspecto técnico de la cuestión.
La tarea de sacar los colores para el fondo, la orilla y los lazos fue con mucho la parte más laboriosa del proceso, e hicieron falta muchas idas y venidas por correo de las muestras y nuevas pruebas. Además, durante parte de agosto y septiembre, los Denton estuvieron ausentes de casa, de manera que hasta bien entrado octubre no tuvieron hecha suficiente cantidad de tela para proveer de cortinas los tres o cuatro dormitorios que había que vestir.
El día de san Simón y san judas, tía y sobrino regresaron de una corta visita para encontrarlo todo terminado, y su satisfacción ante el efecto general fue inmensa. Las nuevas cortinas, sobre todo, iban admirablemente con el conjunto. Observando su habitación mientras se vestía para cenar, el señor Denton se congratulaba, una y otra vez de la suerte que primero le había hecho olvidarse del encargo de su tía, y después había puesto en sus manos este medio eficacísimo de reparar su olvido. Como dijo en la cena, el dibujo era sedante sin resultar insulso. Y la señorita Denton —que dicho sea de paso no tenía nada con esa tela en su habitación—, estuvo totalmente dispuesta a coincidir con él.
En el desayuno, a la mañana siguiente, matizó un poco, aunque muy ligeramente, su satisfacción.
—Hay una cosa que ahora me sabe mal —dijo—, y es haber dejado que unieran por arriba las franjas verticales. Creo que habría sido mejor dejarlas como eran.
—¿Sí? —dijo su tía interrogante.
—Sí; mientras leía en la cama, anoche, me distraían constantemente. O sea, a cada momento me sorprendía a mí mismo mirándolas. Era como si hubiese alguien espiando entre las cortinas en un lugar donde no había bordes de ninguna clase, y creo que se debía al hecho de juntarse arriba las franjas. Otra cosa que me ha molestado ha sido el viento.
—Vaya, pues a mí me ha parecido una noche de lo más apacible.
—Puede que soplara solamente por el lado de la casa donde duermo yo; pero era lo bastante fuerte como para agitar las cortinas y hacerlas susurrar más de lo que yo hubiera querido.
Esa noche llegó un amigo soltero de James Denton, y se le acomodó en una habitación de la misma planta que su anfitrión, aunque al final de un largo pasillo en cuya mitad había una puerta forrada de bayeta roja para impedir que se formasen corrientes y evitar ruidos.
Se habían retirado los tres. La señorita Denton mucho antes, y los dos hombres hacia las once. James Denton, que aún no tenía ganas de meterse en la cama, se sentó en una butaca a leer un rato. Se adormiló, se despabiló al poco rato y recordó que no había subido con él su spaniel marrón, que normalmente dormía también en su cuarto. Pero en seguida comprobó que se había equivocado; porque al mover la mano que le colgaba por encima del brazo del sillón a pocas pulgadas del suelo, notó en el dorso el roce leve de una superficie peluda; y extendiéndola en esa dirección, rascó y acarició parte de su redondez. Pero el tacto, y más aún el hecho de que en vez de responder con algún movimiento siguiera inmóvil, le hizo asomarse a mirar.
Lo que había estado tocando se levantó hacia él. Tenía la postura del que ha entrado arrastrándose vientre a tierra y, según pudo recordar más tarde, forma humana. Pero de la cara que ahora se acercó a unas pulgadas de la suya no pudo discernir ningún rasgo; era toda pelo. Aunque informe, había en ella un aire tan horrible de amenaza que al saltar del sillón y salir despavorido se oyó a sí mismo exhalar un gemido de terror; y sin duda hizo bien en huir. Al chocar con la puerta que cortaba el pasillo, y —olvidando que se abría hacia él — mientras la empujaba con todas sus fuerzas, sintió que algo le arañaba inocuamente la espalda, y que dicha presión iba en aumento; como si la mano, o algo peor quizá, se fuera haciendo más material a medida que la furia del perseguidor se volvía más concentrada. Entonces recordó qué pasaba con la puerta: la abrió, cerró tras él, llegó a la habitación de su amigo, y eso es cuanto necesitamos saber.
Es curioso que durante todo el tiempo transcurrido desde que compró el diario del señor Poynter no hubiera buscado James Denton una explicación a la presencia del trozo de tela prendido en él; bueno, había leído el diario de principio a fin sin encontrar mención alguna, y concluyó que no había nada que decir. Pero al abandonar Rendcomb Manor (no sabía si para siempre), como naturalmente se empeñó en hacer al día siguiente de la espantosa experiencia que he intentado explicar con palabras, se llevó consigo el diario. Y en su alojamiento junto al mar examinó con más detenimiento el lugar donde había estado prendida la tela. Resultó ser cierto lo que recordaba haber sospechado al principio: había dos o tres hojas pegadas; pero estaban escritas, como quedó patente al mirarlas al trasluz. Al ponerlas al vapor se despegaron con facilidad, dado que el engrudo había perdido fuerza. Y el texto que contenían hacía referencia al dibujo de la tela.
La anotación era de 1797:
...El viejo señor Casbury de Acrington me ha hablado mucho hoy de sir Everard Charlett, al que recordaba de estudiante de la unibersidad (y consideraba de la misma familia que el doctor Arthur Charlett), hoy cabeza suprema de ese centro. Este Charlett era un joben de buena presencia, aunque también ateo irreconciliable, y gran Libador, como llamavan entonces a los muy bebedores, y aún siguen llamándolos por lo que sé. Fue muy sinificado, y ogeto de varias censuras en divesas ocasiones por sus estravagancias; y si se huviese llegado a conocer la historia entera de sus escándalos, sin duda habría sido espulsado de la unibersidad; eso si no movió ningún hilo en su favor, como sospechaba el señor Casbury. Era muy gentil de persona, y lucía siempre su propio cabello, que era muy abundante; debido a lo cual, y a su licenciosa vida, vinieron a ponerle el apodo de Absalón; y él solía decir que, en efeto, creía que había acortado los días de David, refiriéndose con ello a su padre, sir Job Charlett, un caballero anciano y respetable.
...Así mismo el señor Casbury dice que no recuerda el año de la muerte de sir Everard Charlett, pero que debió ser en 1692 o 93. Murió de súbito en octubre [se han suprimido varias líneas en las que se describen sus hábitos condenables y los desmanes que se le atribuyen]. Dado que le había visto rebosante de ánimo la víspera, el señor Casbury se quedó estupefato al enterarse de su muerte. Le encontraron en el foso de la ciudad, con el cavello arrancado de la cabeza. La mayoría de las campanas de Oxford doblaron por él, dado que era noble, y fue enterrado a la noche siguiente en la iglesia de san Pedro, en el lado este. Pero dos años más tarde, cuando su sucesor quiso trasladar sus restos a su propiedad solariega, se dijo que el ataúd, al romperse por acidente puso al descubierto que estaba lleno de cabello; cosa que parece fábula, aunque creo que hay registrados otros casos, como en la Historia de Staffordshire, del doctor Piot.
...Más tarde, al ser desguarnecidas sus cámaras, el señor Casbury guardó para sí parte de las colgaduras que dicen que había mandado hacer este Charlett a modo de homenage a su cabello, entregando al artesano encargado de dicha labor un mechón suyo para que lo siguiese, y el trozo que he prendido aquí es muestra del mismo, que el señor Casbury me ha facilitado. Dice que cree que el dibujo encierra alguna clase de artificio, aunque él no lo ha descubierto, ni le gusta pensar en eso...
Bien podían haber arrojado al fuego el dinero gastado en las cortinas, como arrojaron éstas. El comentario del señor Cattell cuando le contaron el episodio tomó forma de cita de Shakespeare. Seguro que la adivináis sin dificultad; empieza con estas palabras: «Hay más cosas...»
M.R. James (1862-1936)
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