«Los habitantes del pozo»: Abraham Merritt; relato y análisis.
Los habitantes del pozo (The People of the Pit) es un relato de terror del escritor norteamericano Abraham Merritt (1884-1943), publicado el 5 de enero de 1918 de la revista pulp All-Story Weekly, y luego reeditado en la antología de 1949: La mujer zorro y otros relatos (The Fox Woman and Other Stories).
Los habitantes del pozo, sin dudas uno de los mejores relatos de terror de Abraham Merritt, narra la historia de dos aventureros quienes, durante una expedición en el norte, se encuentran con un hombre desesperado: el único sobreviviente de los habitantes del pozo.
Lo macabro, lo grotesco, pero en especial lo sobrenatural, representado en las formas imposibles que habitan en el pozo, también están presentes en este clásico del relato pulp de Abraham Merritt, un autor que nada tiene que envidiarle a los grandes maestros del horror de la época, como H.P. Lovecraft, Algernon Blackwood o Arthur Machen.
Los habitantes del pozo.
The People of the Pit; Abraham Merritt (1884-1943)
Hacia nuestro norte, una lanza de luz se alzaba hasta llegar el cenit. Surgía detrás de la áspera montaña hacia la que nos habíamos dirigido todo el día. Atravesaba una columna de niebla azul cuyos costados estaban tan bien marcados como la lluvia que cae de los bordes de una nube tormentosa. Era como el haz de un proyector, y no creaba sombras.
Mientras subía recortaba con aristas duras las cinco cimas, y vimos que la montaña, en su conjunto, estaba modelada en forma de mano. Y, mientras la luz los silueteaba, los gigantescos picos que eran los dedos parecían extenderse, y la tremenda masa que formaba la palma, empujar. Era como si se moviese para rechazar algo. El haz brillante permaneció durante unos momentos, luego se dispersó en una multitud de pequeños globos luminosos. Parecían estar buscando algo.
El bosque estaba silencioso. Cada uno de los ruidos que antes lo llenaban contenía la respiración. Noté como los perros se apretaban contra mis piernas. También ellos callaban, pero cada uno de los músculos de sus cuerpos temblaba; tenían el pelo erizado, y sus ojos, clavados en las chispas fosforescentes que caían, estaban cubiertos por una fina película de terror. Me volví hacia Starr Anderson. Estaba mirando al Norte.
—¡La montaña con forma de mano! —hablé sin mover los labios.
—Es la montaña que hemos estado buscando —contestó en el mismo tono.
—Pero, ¿qué es esa luz? Seguro que no es la aurora boreal —dije.
—¿Quién ha oído hablar de una aurora boreal en esta época del año?
Había expresado el pensamiento que yo tenía en mente.
—Algo me hace pensar que ahí arriba están persiguiendo a alguien —prosiguió—. Esas luces están buscando, llevan a cabo alguna terrible persecución. Es bueno que estemos fuera de su alcance.
—La montaña parece moverse cada vez que ese haz se alza —comenté—. ¿Qué es lo que trata de mantener alejado, Starr? Me hace recordar la mano de nubes heladas que Shan Nadour colocó frente a la Puerta de los Ogros para mantenerlos en las madrigueras que les había excavado Eblis.
Alzó una mano, mientras escuchaba algo. De lo alto llegó un susurro. No era el roce de la aurora, ese sonido quebradizo, que parece hecho por los fantasmas de los vientos que soplaron durante la Creación mientras corren por entre las hojas que dieron cobijo a Lilith. No, este susurro contenía una orden. Era autoritario. Nos llamaba. ¡Nos... atraía!
Había en él una nota de inexorable insistencia. Aferraba mi corazón como minúsculos dedos con uñas de miedo, y me llenaba de una tremenda ansia por correr hasta fundirme en la luz. Era algo similar a lo que debió sentir Ulises cuando se debatía contra el mástil para tratar de obedecer al canto de cristal de las sirenas. El susurro se hizo más fuerte.
—¿Qué demonios les pasa a los perros? —gritó salvajemente Starr Anderson—. ¡Míralos!
Los perros esquimales, aullando lastimeramente, estaban corriendo hacia la luz. Los vimos desaparecer entre los árboles. Nos llegó un gemido lleno de tristeza. Luego esto también murió, y solo dejó tras de sí el insistente murmullo en lo alto.
El claro en el que acampamos miraba directamente al Norte. Supongo que habíamos llegado al primer gran meandro del río Kuskokwim, a unos quinientos kilómetros en dirección al Yukon. Lo que era seguro es que nos hallábamos en una parte inexplorada de los bosques. Habíamos partido de Dawson al iniciarse la primavera, siguiendo una pista bastante convincente que prometía llevarnos a una montaña perdida entre cuyos cinco picos, al menos eso nos había asegurado aquel hechicero de la tribu Athabascana. No conseguimos que ningún indio aceptase venir con nosotros. Decían que la tierra de la Montaña con forma de Mano estaba maldita.
Habíamos visto la montaña por primera vez la noche anterior, con su recortada cima dibujada sobre un resplandor pulsante. Y ahora, iluminados por la luz que nos había guiado, veíamos que realmente era el lugar que andábamos buscando. Anderson se puso rígido. Por entre el susurro se dejaba oír un curioso sonido apagado y un roce. Sonaba como si un oso pequeño se estuviera acercando a nosotros. Eché una brazada de leña al fuego y, mientras la llama se alzaba, vi como algo aparecía entre los matorrales. Caminaba a cuatro patas, pero no parecía ser un oso. De repente, una imagen se formó en mi mente: era como un niño subiendo unas escaleras a gatas. Las extremidades delanteras se alzaban en un movimiento grotescamente infantil. Era grotesco, pero también era... horrible.
Se acercó. Tomamos nuestras armas y las dejamos caer. ¡Súbitamente, supimos que aquella cosa que gateaba era un hombre! Era un hombre. Se acercó al fuego con aquel mismo apagado forcejeo. Se detuvo.
—A salvo —susurró el hombre, con una voz que era un eco del susurro que se oía por sobre nuestras cabezas—. Estoy bastante a salvo aquí. No pueden salir del azul ¿saben? No pueden atraparte a menos que les respondas.
—Está loco —dijo Anderson; y luego, con suavidad, dirigiéndose a aquella piltrafa de lo que había sido un hombre.
—Tiene razón. Nadie le persigue.
—No les respondan —repitió el hombre—. Me refiero a las luces.
—Las luces —grité, olvidándome hasta de mi compasión—. ¿Qué son esas luces?
—¡Los habitantes del pozo! —murmuró. Luego se desplomó sobre un costado.
Corrimos a atenderle. Anderson se arrodilló a su lado.
—¡Dios mío! —gritó— ¡Mira esto, Frank!
Señaló a las manos del desconocido. Las muñecas estaban cubiertas por jirones desgarrados de su gruesa camisa. Sus manos... ¡solo eran unos muñones! Los dedos se habían pegado a las palmas, y la carne se había desgastado hasta que el hueso sobresalía. ¡Parecían las patas de un diminuto elefante! Mis ojos recorrieron su cuerpo. Alrededor de su cintura llevaba una pesada banda de metal dorado de la que colgaba una anilla y una docena de eslabones de una brillante cadena blanca.
—¿Quién puede ser? ¿De dónde vendrá? —preguntó Anderson—. Mira, está profundamente dormido y, aún en sueños, sus brazos tratan de escalar y sus piernas se alzan una tras la otra. Y sus rodillas... ¿cómo, en el nombre de Dios, ha podido moverse sobre ellas?
Era como decía. Hasta en el profundo sueño sus brazos y piernas continuaban alzándose en un deliberado y aterrador movimiento de escalada. Era como si tuvieran vida propia. Realizaban sus movimientos con independencia del cuerpo. Si ustedes han ido en alguna ocasión en la cola de un tren y mirado como suben y bajan los brazos de los semáforos sabrán a lo que me refiero.
De pronto, el susurro en lo alto cesó. El chorro de luz cayó y no volvió a alzarse. El hombre que gateaba se quedó quieto. A nuestro alrededor comenzó a aparecer un suave resplandor: la corta noche del verano de Alaska había terminado. Anderson se frotó los ojos y volvió hacia mi un rostro trasnochado.
—¡Chico! —exclamó—. Parece que hayas estado enfermo.
—¡Pues si te vieras tu mismo, Starr! —repliqué— ¡Ha sido algo realmente horroroso! ¿Qué sacas en claro de todo ello?
—Estoy creyendo que la única respuesta la tiene ese individuo —me contestó, señalando a la figura que yacía, completamente inmóvil, bajo las mantas con que la habíamos arropado—. Esas luces no eran una aurora, Frank. Eran como la abertura a algún infierno del que nunca nos hablaron los predicadores.
—Ya no seguiremos adelante hoy —dije—. No lo despertaría ni por todo el oro que corre por entre los dedos de los cinco picos... ni por todos los demonios que puedan estar persiguiéndolo.
El hombre yacía en un sueño tan profundo como la laguna Estigia. Le lavamos y vendamos los muñones que antes habían sido sus manos. Sus brazos y piernas estaban tan rígidos que más parecían muletas. No se movió mientras hacíamos esto. Yacía tal como se había desplomado, con los brazos algo alzados y las rodillas dobladas. Comencé a limar la banda que rodeaba la cintura del durmiente. Era de oro, pero de un oro distinto a todo otro oro que yo jamás hubiera visto. El oro puro es blando. Este también lo era, pero tenía una vida sucia y viscosa que le era propia. Embotaba la lima y hubiera podido jurar que se retorcía como un ser vivo cuando lo cortaba. Lo hendí, lo doblé arrancándolo del cuerpo, y lo lancé a lo lejos. Era repugnante.
Durante todo el día, el hombre durmió. Llegó la obscuridad, y seguía durmiendo. Pero aquella noche no hubo ninguna columna de luz azulada detrás de los picos, ni escudriñantes globos luminosos, ni susurros. Parecía que aquella horrible maldición se hubiera retirado, aunque no muy lejos. Tanto a Anderson como a mí nos parecía que la amenaza estaba allí, tal vez oculta, pero acechante. Ya era mediodía de la jornada siguiente cuando el hombre se despertó. Di un salto cuando oí sonar su placentera pero insegura voz.
—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó. Sus pálidos ojos azules se poblaron de ansiedad mientras yo lo contemplaba.
—Una noche y casi dos días —respondí.
—¿Hubo luces arriba? —señaló con la cabeza, ansiosamente, hacia el norte— ¿Se oyeron susurros?
—Ninguna de las dos cosas —le contesté.
Su cabeza cayó hacia atrás y se quedó mirando al cielo.
—Entonces, ¿han abandonado la persecución? —preguntó al fin.
—¿Quién le perseguía? —preguntó Anderson.
Y, una vez más, nos contestó:
—¡Los habitantes del pozo!
Nos quedamos mirándole y de nuevo, débilmente, sentí aquel deseo enloquecedor que había parecido acompañar a las luces.
—Los habitantes del pozo —repitió—. Unas cosas que algún dios creó antes del Diluvio y que, en alguna forma, escaparon a la venganza del Dios del Bien. ¡Me estaban llamando! —añadió simplemente.
Anderson y yo cruzamos las miradas, con el mismo pensamiento en nuestras mentes.
—No —intervino el hombre, adivinando cuál era—, no estoy loco. Denme algo de beber. Pronto moriré. ¿Me llevarán tan al Sur como puedan antes de que esto suceda? Y después, ¿elevarán una pira y me quemarán en ella? Quiero quedar en una forma en la que ninguna infernal vileza que intenten pueda arrastrar a mi cuerpo de vuelta hasta ellos. Estoy seguro que lo harán cuando les haya hablado de ellos —finalizó, cuando vio que dudábamos.
Bebió el coñac y el agua que le llevamos a los labios.
—Tengo los brazos y piernas muertos —comentó—, tan muertos como yo mismo lo estaré pronto. Bueno, cumplieron bien con su misión. Ahora les diré lo que hay allá arriba, detrás de aquella mano: ¡Un infierno! Escuchen. Mi nombre es Stanton. Sinclair Stanton, de la promoción de 1900 en Yale. Explorador. Salí de Dawson el año pasado para buscar cinco picos que formaban una mano en una tierra embrujada y por entre los cuales corría el oro puro. ¿Es lo mismo que ustedes andan buscando? Ya me lo pensé. A finales del pasado otoño, mi compañero se puso enfermo, y lo mandé de vuelta con unos indios. Poco después, los que seguían conmigo averiguaron lo que perseguía. Huyeron, abandonándome. Decidí proseguir. Me construí un refugio, lo llené de provisiones y me dispuse a pasar el invierno. No me fue muy mal... recordarán que fue un invierno poco riguroso. Al llegar la primavera, empecé de nuevo la búsqueda. Hace unas dos semanas divisé los cinco picos. Pero no desde este lado, sino del otro. Denme algo más de coñac.
»Había dado una vuelta demasiado grande. Había llegado demasiado al Norte: tuve que regresar. Desde este lado no ven más que bosques hasta la base de la mano. Por el otro lado.
Estuvo callado un momento.
—Allí también hay bosques, pero no llegan muy lejos. ¡No! Salí de ellos. Ante mí se extendía, por muchos kilómetros, una llanura. Se veía tan rota y gastada como el desierto que rodea las ruinas de Babilonia. En su extremo más lejano se alzaban los picos. Entre ellos y el lugar en que me hallaba se alzaba, muy a lo lejos, lo que parecía ser un farallón de rocas de poca altura. Y entonces me encontré con el sendero.
—¡El sendero! —gritó asombrado Anderson.
—El sendero —afirmó el hombre—. Un buen sendero, liso, que se dirigía recto hacia la montaña. Oh, seguro que era un sendero y se veía gastado como si por él hubieran pasado millones de pies durante millares de años. A cada uno de sus lados se veía arena y montones de piedras. Al cabo de un tiempo comencé a fijarme en esas piedras. Estaban talladas, y la forma de los montones me hizo venir la idea de que, tal vez, hacía un centenar de millares de años, hubieran sido casas. Parecían así de antiguas. Notaba que eran obra del hombre, y al mismo tiempo las veía de una inmemorable antigüedad. Los picos se fueron acercando. Los montones de ruinas se hicieron más frecuentes. Algo inexplicablemente desolador planeaba sobre ellas, algo siniestro; algo que me llegaba desde las mismas y golpeaba mi corazón como si fuera el paso de unos fantasmas tan viejos que solo podían ser fantasmas de fantasmas.
»Seguí adelante. Vi entonces que lo que había tomado por unas colinas bajas situadas al pie de los picos era en realidad un amontonamiento más grande de ruinas. La Montaña de la Mano estaba, en realidad, mucho más lejos. El sendero pasaba por entre esas ruinas, enmarcado por dos rocas altas que se alzaban como un arco.
El hombre hizo una pausa. Sus manos comenzaron a golpear rítmicamente de nuevo. En su frente se formaron pequeñas gotitas de sudor sangriento. Tras unos momentos, se quedó tranquilo de nuevo. Sonrió.
»Formaban una entrada. Llegué hasta ella. La atravesé. Me tiré al suelo, aferrándome a la tierra con pánico y asombro, pues me hallaba en una amplia plataforma de piedra. Ante mí se extendía... ¡el vacío! Imagínense el Gran Cañón del Colorado, pero tres veces más ancho, más o menos circular y con el fondo hundido. Así tendrán una idea de lo que yo estaba contemplando. Era como mirar hacia abajo, por el borde de un mundo hendido, allí a la infinidad en donde ruedan los planetas. En el extremo más alejado se alzaban los cinco picos. Se veían como una gigantesca mano irguiéndose hacia el cielo en un signo de advertencia. La boca del abismo se apartaba en curva a ambos lados de donde yo estaba. Podía ver hasta unos trescientos metros más abajo. Entonces comenzaba una espesa niebla azul que cortaba la visión. Era como el azul que se acumula en las altas colinas al atardecer. Pero el pozo... ¡era aterrador! Aterrador como el Golfo de Ranalak de los maories, que se alza entre los vivos y los muertos y que tan solo un alma recién salida del cuerpo puede cruzar de un salto, aunque ya no le queden fuerzas para volverlo a saltar hacia atrás.
»Me arrastré, alejándome del borde, y me puse en pie, débil y estremeciéndome. Mi mano descansaba sobre una de las rocas de la entrada. Había en ella una talla. En un bajorrelieve profundo se veía la silueta heroica de un hombre. Estaba vuelto de espaldas y tenía los brazos extendidos sobre la cabeza, llevando entre ellos algo que parecía el disco del sol, del que irradiaban líneas de luz. En el disco estaban grabados unos símbolos que me recordaban el antiguo lenguaje chino. Pero no era chino. ¡No! Habían sido realizados por manos convertidas en polvo eones antes de que los chinos se agitasen en el seno del tiempo. Miré a la roca opuesta. Tenía una figura similar. Ambas llevaban un extraño sombrero aguzado. En cuanto a las rocas, eran triangulares, y las tallas se encontraban en los lados más próximos al pozo. El gesto de los hombres parecía ser el de estar echando hacia atrás algo, el de estar impidiendo el paso. Miré las figuras de más cerca. Tras las manos extendidas y el disco, me parecía entrever una multitud de figuras informes y, claramente, una hueste de globos.
»Los toqué vagamente con los dedos. Y, al pronto, me sentí inexplicablemente descompuesto. Me había venido la impresión, no puedo decir que lo viese, la impresión de que eran enormes babosas puestas en pie. Sus henchidos cuerpos parecían disolverse, luego aparecer a la vista, y disolverse de nuevo excepto por los globos que formaban sus cabezas y que siempre permanecían visibles. Eran inenarrablemente repugnantes. Atacado por una inexplicable y avasalladora náusea, me recosté contra el pilar y, entonces ¡Vi la escalera que descendía al pozo!
—¿Una escalera? —coreamos.
—Una escalera —repitió el hombre con la paciencia de antes—. No parecía tallada en la roca, sino más bien construida sobre ella. Cada escalón tendría aproximadamente siete metros de largo y dos de ancho. Surgían de la plataforma y desaparecían en la niebla azul.
—Una escalera —dijo incrédulo Anderson— construida en la pared de un precipicio y que lleva hacia las profundidades de un pozo sin fondo.
—No es sin fondo —interrumpió el hombre—. Hay un fondo. Sí. Yo lo alcancé —prosiguió—. Bajando las escaleras, bajando.
Pareció aferrar su mente, que se le escapaba.
»Sí —continuó con más firmeza—. Descendí, pero no aquel día. Acampé junto a la entrada. Al amanecer llené mi mochila de comida, mis dos cantimploras con agua de una fuente que brota cerca de las ruinas, atravesé los monolitos tallados y crucé el borde del pozo. Los escalones bajan a lo largo de las paredes del pozo con un declive de unos cuarenta grados. Mientras bajaba, los estudié. Estaban tallados en una roca verdosa bastante diferente al granito porfírico que formaban las paredes del pozo.
»Al principio pensé que sus constructores habrían aprovechado un estrato que sobresaliese, tallando la colosal escalinata en él, pero la regularidad del ángulo con que descendía me hizo dudar de esta teoría. Después de haber bajado tal vez un kilómetro, me hallé en un descansillo. Desde él, las escaleras formaban un ángulo en V y descendían de nuevo, aferrándose al despeñadero con el mismo ángulo que las anteriores. Después de haber hallado tres de esos ángulos, me di cuenta de que la escalera caía recta hacia abajo, fuera cual fuese su destino, en una sucesión de ángulos. Ningún estrato podía ser tan regular. ¡No, la escalera había sido erigida totalmente a mano!
»Pero, ¿por quién? ¿Y para qué? La respuesta está en esas ruinas que rodean el borde del pozo aunque no creo que jamás sea hallada. Hacia el mediodía ya había perdido de vista el borde del abismo. Por encima de mi, por debajo de mí; no había sino la niebla azul. No sentía mareos, ni miedo, tan solo una tremenda curiosidad. ¿Qué era lo que iba a descubrir? ¿Alguna antigua y maravillosa civilización que había florecido cuando los polos eran jardines tropicales? ¿Un nuevo mundo? ¿La clave de los misterios del Hombre mismo? No hallaría nada viviente, de eso estaba seguro, todo era demasiado antiguo para que quedase nada con vida. Y, sin embargo, sabía que una obra tan maravillosa debía de llevar a un lugar igualmente maravilloso. ¿Cómo sería? Continué.
»A intervalos regulares había cruzado las bocas de unas pequeñas cavernas. Debían de haber unos tres mil escalones y luego una entrada, otros tres mil escalones y otra entrada, así continuamente. Avanzada ya la tarde, me detuve frente a uno de esos huecos. Supongo que habría bajado entonces a unos cinco kilómetros de la superficie, aunque, debido a los ángulos, habría caminado unos quince kilómetros. Examiné la entrada. A cada uno de sus lados estaban talladas las mismas figuras que en la entrada del borde del pozo, pero esta vez se hallaban de frente, con los brazos extendidos con sus discos, como reteniendo algo que viniese del pozo mismo. Sus rostros estaban cubiertos con velos y no se veían figuras repugnantes tras ellos.
»Me introduje en la caverna. Se extendía unos veinte metros, como una madriguera. Estaba seca y perfectamente iluminada. Podía ver, fuera, la niebla azul alzándose como una columna. Noté una extraordinaria sensación de seguridad, aunque anteriormente no había experimentado, conscientemente, miedo alguno. Notaba que las figuras de la entrada eran guardianes, pero ¿contra qué me guardaban? Me sentía tan seguro que hasta perdí la curiosidad sobre este punto.
»La niebla azul se hizo más espesa y algo luminescente. Supuse que allá arriba seria la hora del crepúsculo. Comí y bebí algo y me eché a dormir. Cuando me desperté, el azul se había aclarado de nuevo, e imaginé que arriba habría despuntado el alba. Continué. Me olvidé del golfo que bostezaba a mi costado. No sentía fatiga alguna y casi no notaba el hambre ni la sed, aunque había comido y bebido bien poco. Esa noche la pasé en otra de las cavernas y, al amanecer, descendí de nuevo. Fue cuando ya terminaba aquel día cuando vi la ciudad por primera vez.
Se quedó silencioso durante un rato.
»La ciudad —dijo al fin—. ¡La ciudad del pozo! No una ciudad como las que ustedes han visto, ni como la haya visto ningún otro hombre que haya podido vivir para contarlo. Creo que el pozo debe de tener la forma de una botella: la abertura que se encuentra frente a los cinco picos es el cuello de la misma. Pero no sé lo amplia que es su base, puede que tenga millares de kilómetros. Y tampoco conozco lo que pueda haber más allá de la ciudad. Allá abajo, entre lo azul, se habían empezado a ver ligeros destellos de luz. Luego contemplé las copas de los árboles, pues supongo que eso es lo que eran. Aunque no eran como nuestros árboles, estos eran repugnantes, reptiloides. Se erguían sobre altos troncos delgados y sus copas nidos de gruesos tentáculos con feas hojuelas parecidas a cabezas estrechas, cabezas de serpientes. Los árboles eran rojos, de un brillante rojo airado. Aquí y allá comencé a entrever manchas de amarillo intenso. Sabía que eran agua porque podía ver cosas surgiendo en su superficie, o al menos podía ver los chapoteos y salpicones, aunque nunca logré ver lo que los producía.
»Justamente debajo mío se hallaba la ciudad. Kilómetro tras kilómetro de cilindros apretujados que yacían sobre sus costados, apilados en pirámides de tres, de cinco o de docenas de ellos. Es difícil lograrles explicar a ustedes cómo se veía la ciudad. Miren, imagínense que tienen cañerías de una cierta longitud y que colocan tres sobre sus costados y sobre esas colocan otras dos, y sobre estas otra; o supongan que toman como base cinco y sobre esas colocan cuatro y luego tres, dos y una. ¿Lo imaginan? Así es como se veía. Y estaban rematadas por torres, minaretes, ensanchamientos, voladizos y monstruosidades retorcidas. Brillaban como si estuviesen recubiertas con pálidas llamas rosas. A su costado se alzaban los árboles rojos como si fueran las cabezas de hidras guardando manadas de gigantescos gusanos enjoyados. Unos metros más abajo de donde me hallaba, la escalera llegaba a un titánico arco, irreal como el puente que sobrevuela el Infierno y lleva a Asgard. Se curvaba por encima de la cumbre del montón más alto de cilindros tallados y desaparecía en él. Era anonadador, demoníaco.
El hombre se detuvo. Sus ojos se pusieron en blanco. Tembló, y de nuevo sus brazos y piernas comenzaron aquel horrible movimiento de arrastre. De sus labios surgió un susurro que era un eco del murmullo que habíamos oído en lo alto la noche en que llegó hasta nosotros.
Puse mi mano sobre sus ojos. Se calmó.
»¡Execrables cosas! —dijo— ¡Los habitantes del pozo! ¿He susurrado? Si, ¡pero ya no pueden atraparme, ya no!
Al cabo de un tiempo continuó, tan tranquilo como antes:
»Crucé aquel arco. Me introduje por el techo de aquel edificio. La oscuridad azul me cegó por un momento, y noté cómo los escalones se curvaban en una espiral. Bajé girando y me hallé en lo alto de... no sé como decírselo. Tendré que llamarle habitación. No tenemos imágenes para reflejar lo que hay en el pozo. A unos treinta metros por debajo mío se hallaba el suelo. Las paredes bajaban, apartándose de donde yo me hallaba en una serie de medias lunas crecientes. El lugar era colosal, y estaba iluminado por una curiosa luz roja moteada. Era como la luz del interior de un ópalo punteado de oro y verde.
»Las escaleras en espiral seguían por debajo. Llegué hasta el último escalón. A lo lejos, frente a mí, se alzaba un altar sostenido por altas columnas. Sus pilares estaban tallados en monstruosas volutas, cual si fuesen pulpos locos con un millar invisible que se hallaba sobre el altar, y me arrastré por el suelo, al lado de los pilares. Imagínense la escena: solo en aquel lugar extrañamente iluminado y con el horror arcaico acechando encima mío, una Cosa monstruosa, una Cosa inimaginable, una Cosa invisible que emanaba terror.
»Al cabo de algún tiempo recuperé el control de mí mismo. Entonces vi, al costado de uno de los pilares, un cuenco amarillo lleno con un líquido blanco y espeso. Lo bebí. No me importaba si era venenoso; pero mientras lo estaba tragando noté un sabor agradable, y al acabarlo me volvieron instantáneamente las fuerzas. Veía a las claras que no me iban a matar de hambre. Fueran lo que fuesen aquellos habitantes del pozo, sabían bien cuales eran las necesidades humanas. Y otra vez comenzó a espesarse el rojizo brillo moteado. Y de nuevo se alzó allá afuera el zumbido, y por el círculo que era la puerta entró un torrente de globos. Se fueron colocando en hileras hasta llenar totalmente el templo. Su murmullo creció hasta transformarse en un canto, un susurrante canto cadencioso que se alzaba y caía, mientras los globos se alzaban y caían al mismo ritmo, se alzaban y caían.
»Las luces fueron y vinieron toda la noche, y toda la noche sonaron los cantos mientras ellas se alzaban y caían. Al final, me noté como un solitario átomo de conocimiento en aquel océano de susurros, un átomo que se alzaba y caía con los globos de luz. ¡Les aseguro que hasta mi corazón latía a ese mismo ritmo! Pero por fin se aclaró el brillo rojo, y las luces salieron; murieron los murmullos. De nuevo estaba solo, y supe que, en mi mundo, se había iniciado un nuevo día.
»Dormí. Cuando me desperté, hallé junto al pilar otro cuenco del líquido blanquecino. Volví a estudiar la cadena que me ataba al altar. Comencé a frotar dos de los eslabones entre sí. Lo hice durante horas. Cuando comenzó a espesarse el rojo, se veía una muesca desgastada en los eslabones. Comencé a sentir una cierta esperanza. Existía una posibilidad de escapar. Con el espesamiento regresaron las luces. Durante toda aquella noche sonó el canto susurrado, y los globos se alzaron y cayeron. El canto se apoderó de mí. Pulsó a través de mi cuerpo hasta que cada músculo y cada nervio vibraban con él. Se comenzaron a agitar mis labios. Palpitaban como los de un hombre tratando de gritar en medio de una pesadilla. Y por último, también ellos estuvieron murmurando, susurrando el infernal canto de los habitantes del pozo. Mi cuerpo se inclinaba al unísono con las luces. Me había identificado, ¡Dios me perdone!, en el sonido y el movimiento, con aquellas cosas innombrables, mientras mi alma retrocedía, enferma de horror, pero impotente. Y, en tanto susurraba, ¡los vi!
»Vi las cosas que había bajo las luces: Grandes cuerpos transparentes parecidos a los de caracoles sin caparazón, de los que crecían docenas de agitados tentáculos; con pequeñas bocas redondas y bostezantes colocadas bajo los luminosos globos visores. ¡Eran como los espectros de babosas inconcebiblemente monstruosas! Y, mientras las contemplaba, aún susurrando e inclinándome, llegó el alba y se dirigieron hacia la entrada, atravesándola. No caminaban ni se arrastraban, ¡flotaban!
»Flotaron, y se fueron. No dormí, sino que trabajé durante todo el día en frotar mi cadena. Para cuando se espesó el rojo, ya había desgastado un sexto de su espesor. Y toda la noche, bajo el maleficio, susurré y me incliné con los habitantes del pozo, uniéndome a su canto, a aquella cosa que acechaba encima mío. De nuevo, por dos veces, se espesó el rojo y el canto se apoderó de mí. Y finalmente, en la mañana del quinto día, rompí los eslabones desgastados. ¡Estaba libre!
»Corrí hacia la escalera, pasando con los ojos cerrados al lado del horror invisible que se hallaba más allá del borde del altar, y llegando hasta el puente. Lo crucé, y Comencé a subir por la escalera de la pared del pozo. ¿Pueden imaginarse lo que representa subir por el borde de un mundo hendido con el infierno a la espalda? Bueno, a mi espalda quedaba algo peor aún que el infierno, y el terror corría conmigo.
»Para cuando me di cuenta de que ya no podía subir más, hacia ya tiempo que la ciudad del pozo había desaparecido entre la niebla azul. Mi corazón batía en mis oídos como un martillo pilón. Me desplomé ante una de las pequeñas cavernas, notando que allí lograría, al fin, refugio. Me metí hasta lo más profundo y esperé a que la neblina se hiciese más densa. Esto ocurrió casi al momento, y de muy abajo me llegó un vasto e irritado murmullo. Apretándome contra el fondo de la caverna, vi como un rápido haz de luz se elevaba entre la niebla azul, desapareciendo en pedazos poco después; y mientras se apagaba y descomponía, vi miradas de los globos que constituyen los ojos de los habitantes del pozo cayendo hacia lo más profundo del abismo.
De nuevo, una y otra vez, la luz pulsó, y los globos se alzaron con ella para caer luego. ¡Me estaban persiguiendo! Sabían que debía encontrarme todavía en alguna parte de la escalera o, si es que me ocultaba allá abajo, que tendría que usarla en algún momento para escapar. El susurro se hizo más fuerte, más insistente.
»A través mío comenzó a latir un deseo aterrador por unirme al murmullo, tal como lo había hecho en el templo. Algo me dijo que, silo hacia, las figuras esculpidas ya no podrían guardarme; que saldría y bajaría para regresar al templo del que ya no escaparía nunca. Me mordí los labios hasta hacerme sangre para acallarlos, y durante toda aquella noche el haz de luz surgió desde el abismo, los globos planearon, y el susurró sonó mientras yo rezaba al poder de las cavernas y a las figuras esculpidas que todavía tenían la virtud de poder guardarlas.
Hizo una pausa, se estaban agotando sus energías. Luego, casi inaudiblemente, prosiguió:
»Me pregunté cuál habría sido el pueblo que las habría tallado, por qué habrían edificado su ciudad alrededor del borde, y para qué habrían construido aquella escalera en el pozo. ¿Qué habrían sido para las cosas que vivían en el fondo, y qué uso habrían hecho de ellas para tener que vivir junto a aquel lugar? Estaba seguro de que tras de todo aquello se escondía un propósito. En otra forma, no se hubiera llevado a cabo un trabajo tan asombroso como era la erección de aquella escalera. Pero, ¿cuál era ese propósito? Y, ¿por qué aquellos que habían vivido sobre el abismo habían fenecido hacía eones, mientras que los que habitaban en su interior seguían aún con vida?
Nos miró.
»No pude hallar respuesta. Me pregunto si lo sabré después de muerto, aunque lo dudo. Mientras me interrogaba sobre todo ello, llegó la aurora y, con ella, se hizo el silencio. Bebí el líquido que restaba en mi cantimplora, me arrastré fuera de la caverna y comencé a subir otra vez. Aquella tarde cedieron mis piernas. Rompí mi camisa y me hice unas almohadillas protectoras para las rodillas y unas envolturas para las manos. Gateé hacia arriba. Gateé subiendo y subiendo. Y una vez más me introduje en una de las cavernas y esperé que se espesase el azul, que surgiese de él el haz de luz, y que empezase el murmullo.
»Pero había ahora una nueva tonalidad en el susurro. Ya no me amenazaba. Me llamaba y me tentaba. Me atraía. El terror se apoderó de mí. Me había invadido un tremendo deseo por abandonar la caverna y salir a donde se movían las luces, por dejar que me hicieran lo que deseasen, que me llevasen donde quisieran. El deseo se hizo más insistente. Ganaba fuerza con cada nuevo impulso del haz luminoso, hasta que al fin todo yo vibraba con el deseo de obedecerlo, tal y como había vibrado con el canto en el templo. Mi cuerpo era un péndulo. Se alzaba el haz, y yo me inclinaba hacia él. Tan solo mi alma permanecía inconmovible, manteniéndome sujeto contra el suelo de la caverna, y colocando una mano sobre mis labios para acallarlos. Y toda la noche luché con mi cuerpo y con mis labios contra el hechizo de los habitantes del pozo.
Llegó la mañana. Otra vez me arrastré fuera de la caverna y me enfrenté con la escalera. No podía ponerme en pie. Mis manos estaban desgarradas y ensangrentadas, mis rodillas me producían un dolor agónico. Me obligué a subir, milímetro a milímetro.
»Al rato dejé de notar mis manos, y el dolor abandonó mis rodillas. Se entumecieron. Paso a paso, mi fuerza de voluntad llevó a mi cuerpo hacia arriba sobre mis muertos miembros. Y en diversas ocasiones caía en la inconsciencia, para volver en mí al cabo de un tiempo y darme cuenta de que, a pesar de ello, había seguido subiendo sin pausa. Y luego, tan solo una pesadilla de gatear a lo largo de inmensas extensiones de escalones, recuerdos del abyecto terror mientras me agazapaba en las cavernas, mientras millares de luces pulsaban en el exterior, y los susurros me llamaban y tentaban, memorias de una ocasión en que me desperté para hallar que mi cuerpo estaba obedeciendo a la llamada y que ya me había llevado a medio camino por entre los guardianes de los portales, al tiempo que millares de globos luminosos flotaban en la niebla azul contemplándome. Visiones de amargas luchas contra el sueño y, siempre, una subida, arriba, arriba, a lo largo de infinitas distancias de escalones que me llevaban de un perdido Abbadon hasta el paraíso del cielo azul y el ancho mundo.
»Al fin tuve conciencia de que sobre mí se alzaba el cielo abierto, y ante mí el borde del pozo. Recuerdo haber pasado entre las grandes rocas que forman el portal y de haberme alejado de ellas. Soñé que gigantescos hombres que llevaban extrañas coronas aguzadas y los rostros velados me empujaban hacia adelante, y adelante y adelante, al tiempo que retenían los pulsantes globos de luz que buscaban atraerme de vuelta a un golfo en el que los planetas nadan entre las ramas de árboles rojos coronados de serpientes. Y más tarde un largo, largo sueño, solo Dios sabe cuán largo, en la hendidura de unas rocas; un despertar para ver, a lo lejos, hacia el Norte, el haz elevándose y cayendo, a las luces todavía buscando y al susurro, muy por encima mío, llamando con el convencimiento de que ya no podía atraerme.
»De nuevo gatear sobre brazos y piernas muertos que se movían, que se movían como la nave del Antiguo Marino, sin que yo lo ordenase. Y, entonces, su fuego, y esta seguridad.
El hombre nos sonrió por un momento, y luego cayó profundamente dormido.
Aquella misma tarde levantamos el campo y, llevándonos al hombre, iniciamos la marcha hacia el Sur. Lo llevamos durante tres días, en los que siguió durmiendo. Y, al tercer día, sin despertarse, murió. Hicimos una gran pira con ramas y quemamos su cadáver, como nos había pedido. Desparramamos sus cenizas, mezcladas con las de la madera que le habla consumido, por el bosque.
Se necesitaría una poderosa magia para desenmarañar esas cenizas y llevarlas, en una nube, hacia el pozo maldito. No creo que ni sus habitantes tengan un tal encantamiento. No. Pero Anderson y yo no volvimos a los cinco picos para comprobarlo. Y, si el oro corre por entre las cinco cimas de la Montaña de la Mano como el agua por entre una mano extendida, bueno, por lo que a nosotros se refiere, puede seguir así.
Abraham Merritt (1884-1943)
Relatos góticos. I Relatos de Abraham Merritt.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de A. Merritt: Los habitantes del pozo (The People of the Pit), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
5 comentarios:
ps ahí esta historia me hubiera gustado si los mounstruos tuvieran otra descripción, esta página está buenísima
Voy a tardar muxo en leer todo lo que hay aquí
disculpa no publiques esto pero creo que la fecha esta mal... por que Abraham Merrit Nacio en 1884 y ahi dice que el relato lo escribio en 1816 y para esa efcha el ni habia nacido...
Gracias por el aporte, camarada.
Al fin logre leer seguido desde principio al final. Creo que falta parte del relato, pues mientras leia, de pronto, Stanton ya estaba encadenado por los moradores, y las cadenas no estaban descritas. Aun asi es una historia emocionante. Gracias por publicarla en su Blog.
Gracias por notarlo, Dinaminzer. Voy a revisar si efectivamente han quedado algunas páginas afuera por error.
Publicar un comentario