«La hija del castigo»: Paul Féval; relato y análisis.
La hija del castigo (L´enfant de la Punition) es un relato del escritor francés Paul Féval (1816-1887), publicado en la antología de 1878: Reuniones familiares (Veillées de famille).
La hija del castigo, uno de los mejores relatos de Paul Féval, narra la historia de Margarita Breuilh, una niña que nace a los pies del patíbulo durante una de las épocas más convulsionadas en la historia de Francia.
En pleno embarazo, la madre de la niña asiste a la ejecución de un sacerdote; pero el verdugo se ausenta, de modo tal que es el padre de la protagonista quien asume ese que requiere dosis iguales de destreza y depravación. Margarita Breuilh nace esa misma tarde, bajo los gritos sádicos de la muchedumbre que clama por sangre.
Esta joven hermosa y delicada ha quedado marcada para siempre por escenario macabro de su nacimiento. No sabe hablar: sólo repite una y otra vez aquello que aprendió, o que las circunstancias imprimieron a fuego en su alma, como una lóbrega canción de cuna.
La hija del castigo.
L´enfant de la Punition; Paul Féval (1816-1887)
En 1810, vivía en Saint-Maló una joven de diecisiete años, cuyo verdadero nombre era Margarita Breuilh. Era hija de Jacques Breuilh, el calafatero, que habiéndose quedado sin trabajo en las canteras del puerto se hizo contrabandista. Esta es la primera página que yo publiqué, hace cuarenta años. La entrego a manera de curiosidad y para demostrar que comencé creyendo algo que me perdió.
Margarita era bella. Aquellos que la veían y no conocían su historia, se paraban para mirarla andar a lo largo del agua. Siempre estaba vestida pobremente. Su vestido de tela ordinaria ajustado a la cintura con la ayuda de un trozo de cuerda, le caía tan bien como a otras muchachas la muselina o la seda; sus largos cabellos rubios caían desordenados sobre su espalda, y tenían un reflejo de oro bruñido. Ella iba, alegre y graciosa, rozando ligeramente con sus pies la arena de la playa. Cuando se sentía observada, sus grandes ojos azules, limpios y dulces, no bajaban ante la mirada del otro. Una sonrisa melancólica asomaba a sus labios. Y se ponía a cantar con voz triste, tan triste que el que la escuchaba, lloraba.
Mi madre me dijo: yo lloré.
Su canto era extraño. Sus palabras, indiferentes. Era una de esas canciones que entonaban las mujeres de los marineros mientras los esperan junto a las orillas del mar que resuena, se eleva y se confunde con la línea azul sombría del cielo de Bretaña. Es quizás un cántico desconocido, una plegaria. Pero de a poco, su voz se extendía, las palabras llegaban claras, se comprendían. La emoción apretaba el corazón del oyente; el enternecimiento dejaba lugar al horror. Y obligaba a alejarse. Esto cantaba Margarita, que estaba loca:
...Sangre, sangre, mucha ¡sangre! A torrentes beberemos de la máquina. Saciémonos al pie de la guillotina. ¡Sangre, sangre, mucha sangre!
Y mientras cantaba el horrible estribillo que la loca había aprendido durante el Terror, alrededor del tablado levantado junto a la guillotina, la mirada azul de Margarita se elevaba dulce y pura hacia el cielo. Su frente era de tal dulzura como la de los ángeles. Su voz melodiosa y penetrante, plena de vibraciones y de encanto. El contraste entre su voz y la canción erizaba la piel. Mientras era de día ella corría por la playa. Las tempestades no la asustaban. Se la veía incluso hasta en la tormenta, trepar, ágil como un pájaro, a lo largo de los flancos escarpados del Fuerte del Emperador. Se colgaba de cualquier saliente; el huracán la mecía; la cresta espumante y furiosa de las olas lamía los blancos pies; alrededor de ella las gaviotas se balanceaban suspendidas en sus largas alas, y lanzaban sus gritos quejumbrosos y ásperos, a los que respondía la pobre joven con su eterno refrán. El mar subía. Entonces ella ganaba la cumbre aguda de las rocas. Ahí se sentaba; la cabeza apoyada en sus manos. El viento desordenaba su cabello, que le tapaba la cara. Desde lejos parecía una estatua, erigida sobre un pedestal gigante.
Por la noche no volvía a la ciudad. ¿Dónde pasaba la noche? Nadie lo sabía. Es necesario contar la lúgubre historia de su nacimiento. En 1793, después que Carpentier diezmó legalmente la población de Saint-Maló, Jacques Breulih era un joven obrero portuario, fuerte y honesto. Abundaba el trabajo después de la desocupación que trajo el Terror. Breuilh se ganaba fácilmente la vida. Tenía una mujer bella que lo amaba. Era feliz. El viento de las doctrinas revolucionarias había pasado y como en todas partes había trastocado muchas cabezas, Breuilh, sin saber por qué, tendía a odiar mortalmente a los aristócratas, aunque había vivido de sus beneficencias y sobre todo a los sacerdotes; a uno de ellos en especial debía su buena suerte, a un buen eclesiástico que le había tendido una mano caritativa en su juventud. No quería recordar en absoluto que el abate Saulnier, cura de Saint-Sauveur, había sido como un padre para él. Era un sacerdote y los sacerdotes eran considerados pérfidos, malvados, enemigos del pueblo. No convenía a Breuilh ir en contra de este argumento sin réplica.
Su mujer era fanáticamente revolucionaria. Sabía de memoria todo el catecismo republicano, y no dejaba, los días de ejecución, de reservar anticipadamente su lugar al pie de la guillotina; allí tejía sin que se le escapara un punto de la malla, mientras las cabezas rodaban. Estaba muy próxima a ser madre. Breulih no la dejaba sola nunca. Había dejado su trabajo para cuidar a su mujer y la ciudadana se apoyaba en el brazo conyugal para estar siempre presente en la plaza de las ejecuciones. Cuando la máquina terminaba sus faenas, la pareja regresaba a soñar sobre el porvenir del niño que llegaría.
—Si es varón —decía Jacques— se llamará Bruto como el virtuoso ciudadano de Italia, que atravesó con sus espada el cuerpo de un Cardenal romano.
—¡De un Papa! —interrumpía la ciudadana—. En Italia, has visto Jacques, los verdaderos tiranos son los Papas. Jacques admiraba la erudición superior de su compañera.
—Si es una niña —continuaba ella— la llamaremos Brutusa.
—¡Vaya!
—Será muy bella, Jacques, muy bella. Y procuraremos que la nombren por decreto diosa de la Libertad!
Los dos esposos, ante tan brillante perspectiva, bailaban con verdadero frenesí. Un cierto día del mes de Messidor del año 1793 se llevaría a cabo en la Comuna de Saint-Maló una ejecución muy interesante. La víctima era M. Sauliner, viejo cura de Saint-Sauveur. Todos conocían muy bien al sacerdote. Todos ansiaban ver qué cara tendría sobre el patíbulo. La guillotina estaba ubicada en medio de la plaza, frente al tribunal revolucionario. La multitud rodeaba el tarimado de la guillotina. Nuestra buena ama de casa estaba en su puesto. En el momento en que esa masa murmurante se abría para dejar paso a la carreta que traía al reo, la ciudadana Breuilh fue presa de los dolores de parto. Un heroico y casi omnipresente esfuerzo frenó sus gritos. Esperaba; el señor Abate Saulnier subió los escalones del patíbulo. De pronto un murmullo de enojo recorrió la asamblea. El verdugo no había llegado. La ciudadana Breulih se enfureció por el contratiempo.
—¡Qué desgracia! —se lamentó ella.
—El verdugo ha cruzado el agua —dijo alguien desde la multitud—; se fue a Southampton porque no quería echar mano sobre le abate Saulnier, que fue tan bueno con él en otro tiempo.
—¡Es que se trata de eso! —replicó Jacques Breuilh, encogiéndose de hombros.
Nadie respondió. El abate Saunier había sido realmente muy caritativo con todos los desdichados. En este supremo momento, la piedad, como un espectro, golpeaba los corazones.
—¿Hay algún ciudadano de buena voluntad que reemplace al verdugo? —preguntó un funcionario de la República.
Se hizo un gran silencio.
—Jacques —dijo por lo bajo la ciudadana Breuilh— yo quiero...
No terminó la frase, pero su mirada acariciaba el patíbulo. Para un corazón republicano, el deseo de una ciudadana es una orden suprema. Jacques, en tres saltos subió los escalones del estrado.
—¡Aquí estoy! —gritó.
Su mujer inició un grito de alegría que concluyó en un quejido delirante. La angustia la aterrorizaba. Pero, a instancias de Jeanne d´Albret, reprimió sus gemidos y entonó con voz firme su canción favorita:
Sangre, sangre, mucha ¡sangre! A torrentes beberemos de la máquina Saciémonos al pie de la guillotina ¡Sangre, sangre, mucha sangre!
Al escuchar esta canción, la piedad de la multitud se desvaneció. Una alegría general se transmitió y un coro inmenso rugió la copla sangrienta. Mientras tanto, Jacques Breuilh, a pesar de su falta de experiencia, reemplazó al verdugo, eficazmente. El sacerdote lo bendijo mientras Jacques se afanaba en los preparativos. La venerable cabeza rodó por los escalones del patíbulo. Los funcionarios republicanos agradecieron al calafatero. Jacques recibió las felicitaciones con modesto orgullo. Tenía conciencia de haber cumplido con la patria. Cuando regresó junto a su mujer, la ciudadana tenía en sus brazos una bellísima niña. Jacques la abrazó con entusiasmo.
—Ha nacido en un día de fiesta —dijo la madre—, el Ser Supremo le tiene reservado un destino feliz.
Jacques aprobó y repitió las palabras de su esposa. Cuando la pareja estuvo de regreso en la choza, examinó amorosamente el regalo que acababan de recibir del Ser Supremo. La pequeña era encantadora. Algo los inquietó; alrededor de su cuello pequeño una línea roja se enroscaba como un collarcito de coral.
—¿Qué es esto? —preguntó el ciudadano Breuilh.
—El cuchillo... —murmuró.
—¡Bah! —dijo la ciudadana intentando sonreir—. Es una señal.
La pequeña creció. A medida que crecía, el círculo sangriento de su cuello se iba borrando, hasta que llegó a parecer un collar pálidamente rosado. La ciudadana Breuilh era feliz, el amor maternal había reemplazado de a poco sus lúgubres manías.
—Después de todo —decía— la guillotina casi no dejó rastros. Margarita será la perla de Saint-Maló y dentro de diez años nadie se acordará que nació al pie de la guillotina.
—¿Quién se acordará? —repetía el dócil calafatero.
No todos se olvidaron. El Terror había terminado hacía dos años. La guillotina perdió popularidad. Todos comenzaron a alejarse de Jacques, a quién llamaban el verdugo. Un consuelo le quedaba: su hija, su Margarita que parecía un ángel cuando sonreía. Pero Margarita no hablaba. Su madre había pasado largas horas repitiéndole una misma palabra, sin cesar y la niña permanecía muda. Al anochecer su lengua se destrabó. La ciudadana Breuilh creyó oirla hablar desde lejos. Llamó a su marido y corrieron junto a la cuna. La pobre madre no podía contener su alegría:
—Habla, Margarita, habla, mi linda —decía.
Se inclinó para escuchar.
La niña guardó silencio. Después, fijando sus grandes ojos azules sobre su madre, la niña empezó a cantar suavemente:
—¡Hace falta sangre, sangre, mucha sangre!
La pobre madre cayó de espaldas. Jacques se apuró a levantarla. En tanto la niña continuaba:
—A torrentes beberemos de la máquina Saciémonos al pie de la guillotina
—¡Oh! ¡Cállate! —dijo la madre con voz agonizante.
La niña siguió:
—¡Sangre, sangre, mucha sangre!
Jacques aterrado, paseaba su mirada desde su hija hasta la mujer desvanecida. De pronto esta se levantó. Sus ojos empañados miraban gélidamente; los rizos caían sobre su pálida frente. Había envejecido diez años en un minuto. Al día siguiente ella intentó una segunda prueba. La niña esbozando una sonrisa angelical, empezó a cantar con su pequeña voz el refrán maldito. Nunca nadie le escuchó pronunciar otras palabras que las de esa canción.
La ciudadana Breuilh, frío el corazón, llevó durante unos meses una existencia lánguida y murió de honda tristeza. En el último momento de su agonía, escuchó la voz de Margarita que cantaba: ¡Sangre, sangre, hace falta mucha sangre! Jacques Breuilh lloró a su mujer. Se quedó solo con su hija, imagen viva del remordimiento. Cada vez que él volvía de su trabajo, Margarita lo recibía cantando. A pesar de todo, adoraba a su hija y todo el amor que quedaba en su corazón era para ella. A los diez años resultó imposible retenerla en la casa. Su instinto vagabundo la empujaba a salir. Cuando empezaron las salidas, la ciudad toda se enteró del funesto secreto. Se apartaban de ella con horror. Murmuraban sobre su locura y la atribuían a los trágicos acontecimientos que acompañaban su nacimiento. La empezaron a llamar: la hija del castigo.
Real o falsa, esta idea del castigo divino fue para Jacques una especie de muerte civil. Sus camaradas lo repudiaron; el capataz de la cantera donde trabajaba, lo hizo echar. Así, sin trabajo, se vio obligado a caer en el contrabando para dar de comer a Margarita.
Amaba a su pobre hija. Era lo único que tenía. Durante muchos años, Jacques contrabandeó encajes y cuchillería de Inglaterra. Como estaba muy necesitado, maniobraba con excesiva prudencia y los que suponían o desconfiaban de él no encontraban un detalle para acusarlo formalmente. Pero llegó el día en que fue sorprendido cuando desembarcaba unos bultos a noche cerrada. Los aduaneros hicieron una descarga desde lo algo del gran Bé; él consiguió escapar, pero lo habían reconocido. En adelante, ya no estaría seguro en Saint-Maló. Y fue así que comenzó para Margarita esa vida extraña y misteriosa de la que hablamos al comienzo de este relato.
Durante el día ella vagaba por las playas jugando con la espuma, recogiendo la pálida flor de las algas o buscando en las cuevas costeras esos delicados y caprichosos arabescos que forman las algas. Los lugareños que la encontraban se alejaban pero no la insultaban nunca, porque su aspecto angelical hubiera despertado piedad y ternura aún en el duro corazón de un tigre. Cuando un extranjero, atraído por la belleza de la niña, se acercaba a ella, una infantil sonrisa asomaba a sus labios y empezaba a cantar el horrible refrán. Por la noche, buscaba el amparo de su padre.
Tiempo después, bajo el Imperio, la represión del contrabando fue severísima y las penas eran como en las épocas de guerra. Día y noche los gendarmes vigilaban. A veces se encontraba el cadáver de un inglés sobre la playa, al día siguiente era el de un gendarme aduanero. Jacques no se hacía a la mar. Su trabajo era el más peligroso de todos: era descargador. Cuando una bujía pirata se encendía en la costa, con la señal convenida, saltaba sobre su barca y se acercaba al barco, cargaba los bultos y los traía a tierra; seguidamente recibía una módica suma como todo beneficio. Hasta ahora había conseguido mantenerse oculto y se había salvado de toda acción judicial. Su refugio, mejor dicho sus refugios eran hábilmente elegidos. Y Margarita mientras tanto corría por las playas. Hasta que cierto día un guardacostas más astuto que sus colegas la siguió desde lejos a la caída de la noche. Fue una tarea difícil. La jovencita, después de haber seguido por el borde de la playa que se extendía como un tapiz, pasó el Fuerte Real hasta Rotheneuf y se metió en un laberinto de rocas angulosas y quebradas que defienden a manera de inmensa empalizada el orgulloso acantilado de la Varde.
Una vez que llegó, Margarita no aminoró su marcha. Saltaba entre las rocas, esbelta y graciosa como un antílope. Ningún obstáculo la detenía. Sus pies rozaban la mata aceitosa de las algas. El aduanero en cambio sudaba sangre y agua. Pobre desdichado. Las suelas con tachas de hierro se enganchaban en las rocas; resbalaba sobre las algas, tropezaba. A veces caía pesadamente en profundos pozos poblados de Jibias y cangrejos. Pero no se daba por vencido: le esperaba una fuerte recompensa al final de estos esfuerzos. Margarita iba delante. No había un punto de luna en el cielo, pero a la luz lejana de las estrellas se veía una forma blanca sobre el fondo oscuro de las rocas. El viento traía en ráfagas al oído atento del aduanero algunas notas de la canción de la muchacha. De pronto ella desapareció y su voz dejó de oirse. El aduanero se detuvo, indeciso. Estaba sobre el más alto de los grupos de rocas que circundan el acantilado de la Varde. A cien pies debajo de él el mar rompía contra la base del acantilado. Avanzó otra vez. El sendero, justo allí, en el lugar donde había perdido de vista a Margarita, era plano y liso y terminaba en una fisura que se abría como una enorme boca sobre el mar y que de ninguna manera podía franquear. Naturalmente la mirada del aduanero requisó hasta el fondo de ese agujero. Descubrió un débil resplandor que se reflejaba en las paredes húmedas de la grieta.
—Ahí está el nido —murmuró.
Y desandando el camino se apresuró hasta ganar la posta de Rotheneuf, donde pidió refuerzos. Una hora después cinco hombres se detenían al borde de la fisura. Bajaron en silencio. En el fondo del pozo vieron una pequeña cabaña, tan escondida que si no hubieran sabido a priori de su existencia les hubiera costado realmente descubrirla. Adentro la luz ya estaba apagada. Los aduaneros llamaron. Volvieron a llamar golpeando con fuerza. Entraron. Sobre un montón de algas secas, Margarita estaba totalmente vestida. Dormía. Su rostro calmo y dulce era la viva imagen del candor. Estaba sola en la cabaña. ¿Dónde estaba el contrabandista? Los empleados de la aduana llamaron a Margarita que se despertó sonriendo. A la vista de esos hombres armados sus grandes ojos azules no bajaron la mirada. Abrió la boca y murmuró dulcemente:
—¡Sangre, sangre, mucha sangre!
—¡Sí! —dijo uno de los aduaneros exagerando— ¡Eso hace falta y cuando llegue la brigada tendremos sangre!
Una nube empañó la frente de la joven. Por un momento, el instinto del amor filial haya disipado las tinieblas de su inteligencia. Fue un relámpago. Después de unos segundos de silencio continuó:
—A torrentes beberemos de la máquina Saciémonos al pie de la guillotina.
—¡Escuchen! —gritó uno de los aduaneros.
Todos hicieron silencio. Margarita misma interrumpió su canto. Se escuchó sobre el mar, más allá de las rocas un ruido sordo y regular. Era un barco que avanzaba con remos.
—¡Aquí está! —dijeron los aduaneros aprestando sus armas—, ¡Ya lo tenemos!
Margarita llevó la mano a su frente. De un salto pasó entre los gendarmes y se inclinó sobre el borde de la rampa.
—¡Quédate quieta! —dijo por lo bajo, amenazante, uno de los guardias—, ¡O te mato!.
La pobre no podía desobedecer. No sabía hablar. Pero en un momento que los gendarmes se descuidaron, asió con fuerza la cuerda que servía de escalera a su padre y se dejó caer al fondo del hondo pozo. Los aduaneros se consultaron entre ellos; luego el jefe da un golpe sobre la cuerda, que de vieja se rompe al instante. Una voz débil llegaba desde lo más profundo del precipicio.
—¡Sangre, sangre, mucha sangre!...
—¡Pobre niña! —murmuraron los aduaneros.
La barca continuaba avanzando. Margarita, que se había arrojado desde una altura enorme sobre la playa, no le pudo advertir a su padre. Jacques fue tomado prisionero. Al día siguiente no fue posible encontrar el cuerpo de Margarita. Como Jacques se había resistido fue condenado a muerte. El día de la ejecución, el patíbulo fue levantado por la Comuna en la misma plaza donde Jacques, diecisiete años atrás, había reemplazado al verdugo. Todos se acordaban de esta circunstancia y no hubo ni un solo gesto de piedad entre los espectadores. Jacques subió, con la cabeza baja, los escalones del patíbulo. En ese momento, una mujer pálida, con la ropa hecha jirones, el cuerpo cubierto de lastimaduras, se abrió paso entre la muchedumbre y cayó moribunda al pie de la guillotina.
—¡Hija mía! —grito Jacques, extendiendo sus brazos como para protegerla.
Margarita se levantó a medias. Miró el aparato fatal y sonriendo, murmuró:
—¡Hace falta sangre, sangre, mucha sangre, Saciémonos al pie de la guillotina!
Después cayó para no levantarse más.
Jacques dio un grito angustiante y ofreció su cabeza al verdugo. El gentío se retiró, silencioso y en hondo recogimiento. Si la falta fue grave, el castigo fue terrible y más de uno había sentido piedad por esa triste familia sobre la cual había caído duramente el dedo de Dios. Y ahora que mucho tiempo pasó, se puede decir que las catástrofes de ese tipo no se olvidan, y en mi juventud he encontrado muchas veces en Saint-Maló o en Saint-Sauveur, numerosos testigos que contaban como yo lo acabo de hacer, la lamentable historia de la hija del castigo.
Paul Féval (1816-1887)
Relatos góticos. I Relatos de Paul Féval.
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