«El hombre que aullaba»: Charles Beaumont; relato y análisis


«El hombre que aullaba»: Charles Beaumont; relato y análisis.




El hombre que aullaba (The Howling Man) es un relato de terror del escritor norteamericano Charles Beaumont (1929-1967), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1959 de la revista Rogue, y luego reeditado en la antología de 1960: Paseo nocturno y otros viajes (Night Ride and Other Journeys). El propio Charles Beaumont adaptó la historia para el episodio 41 de la serie La dimensión de desconocida (The Twilight Zone).

El hombre que aullaba, uno de los mejores cuentos de Charles Beaumont, relata la historia de David Ellington, quien, tras un disipado viaje inicial, decide dejar atrás sus indiscreciones y recorrer Europa en bicicleta, poco después de la Gran Guerra. Cierto día, en un área rural de Alemania, sufre un accidente, y es rescatado por unos monjes, quienes lo llevan al interior de la abadía de San Wulfran, donde, literalmente, algo aúlla espantosamente dentro de sus muros.

SPOILERS.

Charles Beaumont hace olvidarnos de los viejos monasterios de la literatura gótica, y nos presenta la misteriosa Abadía de St. Wulfran, posiblemente el peor albergue del mundo. Ubicada en un pintoresco valle alemán, la Abadía cuenta con pisos sucios, camas de paja y monjes excéntricos que se niegan a responder las preguntas más elementales de su más reciente huésped, el señor Ellington. Basta quedarse allí el tiempo suficiente para escuchar los aullidos del invitado más antiguo.

En efecto, desde algún lugar de St. Wulfran se oyen espantosos aullidos, totalmente inhumanos, que no cesan ni por un instante. Intrigado, Ellington logra eludir la vigilancia de los monjes, y descubre a este hombre encerrado en una celda, caminando en círculos, en cuatro patas, y aullando como un animal. El sujeto asegura que fue atrapado por en Abad hace cinco años, y que desde entonces está encerrado allí, como un bestia a la cual se le niegan las atenciones rudimentarias.

Finalmente, Ellington enfrenta al Abad. Este sostiene que el prisionero no es un hombre, sino el Diablo. Desde que fue encerrado, sostiene el Abad, no ha habido guerras en el mundo, y Alemania ha florecido nuevamente. Desde luego, Ellington considera que el padre delira. Se rehúsa a creer en la posibilidad de que el Diabo, y no un pobre hombre cualquiera, esté encerrado en la Abadía. Mediante un ardid, logra liberarlo, solo para descubrir que, efectivamente, el prisionero era el gran Adversario de Dios.

Ellington regresa a Boston, donde años después vuelve a ver el rostro del hombre que aullaba en los periódicos. Se trata nada menos que de Adolf Hitler.

La historia está impregnada de una sensación de nostalgia por la Alemania anterior a la Segunda Guerra Mundial. Charles Beaumont la compara con un paraíso; y se refiere al cruce de la frontera belga-alemana como si uno atravesara una puerta invisible hacia un reino de luz. Sin embargo, la Alemania de la posguerra nunca volverá a esa belleza. Como el Edén, el jardín ha sido estropeado por el pecado. ¿De quién? Del propio Ellington. Si bien Hitler es la encarnación del Diablo, la serpiente tentadora, es David Ellington quien lo libera en el mundo. En este contexto, es interesante cómo las experiencias liberales de Ellington lo condicionan a identificarse con el hombre que aullaba, y no con los monjes.

El hombre que aullaba de Charles Beaumont plantea la necesidad del bien para la liberación del mal, utilizando elementos extraños, pero eficaces, para explicar el surgimiento de Hitler en Europa. En esencia, se trata de una alegoría poco velada del relato cristiano de la Creación, donde el pecado original entra en el mundo debido a la tentación. En última instancia, el deseo de Ellington por creer que conoce la diferencia entre el bien y el mal, es su ruina. Al hacer el bien, liberando al hombre, trae el mal al mundo. La historia refleja muy bien aquello de que el camino al infierno está está pavimentado de buenas intenciones.

Sería un error grave atribuirle a El hombre que aullaba de Charles Beaumont la idea de que los nazis estaban relacionados con fuerzas sobrenaturales. Eso sería demasiado sencillo, precisamente porque los actos cometidos por Alemania podrían explicarse como producto de influencias más allá de la comprensión humana. Lamentablemente, Hitler no era más que un hombre, pero también una prueba de las profundidades extremas de la perversión humana, los horrores de los que solo el hombre es capaz.





El hombre que aullaba.
The Howling Man, Charles Beaumont (1929-1967)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


La Alemania de esa época era una tierra de valles y montañas y rápidos ríos oscuros, una tierra verde y fértil. No había otro país como este. Al cruzar la frontera desde Bélgica, donde los guardias con bigote y capa de lluvia saludaron, sonriendo, como soldados de la opereta, entrabas en un mundo completamente diferente. Aquí, la hierba se volvía tan rica y suave como el terciopelo; aparecían profundos y espesos bosques; el aire mismo, que había estado cargado con el perfume francés de vinos y salsas, cambiaba: el olor limpio y fresco de lagos, pinos y rocas entraba en tus pulmones.

Entonces, en la frontera, mientras observabas a los halcones que volaban en círculos te preguntabas, con un poco de miedo, cómo podría ocurrir tal cosa. En menos de un minuto habías pasado de una habitación vieja y mohosa, a través de una puerta invisible, a un reino de vientos y luz. ¡Increíble! Pero allí, a tus pies, claramente a la vista, estaba Bélgica, como todo el resto de Europa, un tapiz desvaído de una mansión olvidada.

En ese tiempo, antes de haber oído hablar de St. Wulfran, del miserable que arañó las piedras de una celda cerrada, llorando en las horas de la medianoche, o de los tontos hermanos y su loco abad, tenía las piernas fuertes y la mente centrada. En un instante volveré a eso. Sentiremos la enfermedad, la caída y el vuelo al borde de la muerte, juntos. Pero no soy escritor, solo alguien que ama las palabras salvajes e ininterrumpidas. Mi historia debe tener un comienzo.

París me llamó en mi juventud. Y la escuché, por la razón que la mayoría de los hombres jóvenes recién salidos de la universidad prestan atención, aunque nunca lo admitirían: acostarse con misteriosas mujeres hermosas.

Una educación sólida y tradicional en Boston había tenido éxito. Pero mis sueños nocturnos de horas oscuras y retorcidas, más allá de lo imaginable, alcanzaron, finalmente, la insoportable etapa más allá de la cual yace la locura o la respetabilidad. Sin imaginarme nada, logré convencer a mis padres de que un año en el extranjero agregaría exactamente la cantidad adecuada de condimento a mi madurez, como una pizca de curry en una sopa, por lo demás insípida.

Me temo que mi padre captó el brillo de mis ojos, pero fue amable. Describiendo, en detalle y con inmenso efecto, las horribles consecuencias de la despilfarro. Narró historias de hombres que habían ido a Europa, inocentemente, y habían caído en disoluciones tan profundas que ya nunca se supo más de ellos. Pero yo era un Ellington, de manera que finalmente me salí con la mía.

París, por supuesto, era encantador y aterrador, como lo debe ser una jungla para un mono nacido en un zoológico. Por respeto a los muertos honrados, y a papá, hice un rápido paseo por las Tullerías, el Louvre y bajé por los Campos Elíseos hasta el Arco del Triunfo; luego, con la caída de la noche, me dirigí a Montmartre y la Rue Pigalle, embarcándome en la Gran Aventura. Sinópticamente, no resultó ser tan grandioso como había imaginado; tampoco fue, después de la cuarta semana, tan terriblemente aventurero. Aun así: es importante mencionarlo para lo que siguió.

Mi salud se debilitó a su debido tiempo y, como mi sed había estado bien y verdaderamente apagada, no estaba muy descontento por hundirme de nuevo en el capullo contemplativo para el que, aparentemente, estaba más adaptado. Estuve acostado durante un mes, en silencio célibe y con una inactividad casi total. Entonces, sin duda como un gesto final de rebelión, se me ocurrió la idea, que podríamos calificar como no ellingtoniana.

Yo exploraría Europa. Pero no como turista, seguro y gordo en su autobús gordo y seguro, aislado de la belleza y la fealdad de las culturas cambiantes por un cristal y una habitación en un hotel de habla inglesa. No. Iría como un viento sin protección, una hoja con botas de siete ligas, un pájaro sin nido, y vería esta tierra extraña y oscura con la visión de un niño. Iría en bicicleta, pobre y solo y buscando, tan pobre y solo y buscando, de todos modos, como uno puede estar con cien mil en el banco y una sociedad en Ellington, Carruthers and Blake esperando.

Y así fue.

La sangre y los músculos de Nueva Inglaterra se marchitaron en el primer día de pedaleo. Como una hormiga que se arrastra, decaída, recorrí el cuerpo de Europa. Cené en restaurantes donde colgaban cabezas de jabalí, dormí en posadas de campo y respiré humedad, y a veces las chicas venían a la puerta y llamaban y me preguntaban si tenía todo lo que necesitaba ("Bueno...")

No profundizo en la respuesta. No importa.

Fuera de Francia pedaleé, en Bélgica, entre las vacas y bosques, montañas, arroyos y gente risueña, hasta Alemania. (Me he rapsodizado a propósito porque creo que es muy importante recordar cuán completamente paradisíaca era esa tierra entonces)

Me veía extraño, de pie allí. El guardia fronterizo me preguntó si me había perdido, no respondí nada. Serpenteé a través de bosques, ciudades, pueblos, aldeas. Irrazonablemente, pedaleé como hacia un destino: en el país del valle del Mosela, en las desoladas colinas de esmeralda.

En un ferry, caído en desuso, viajé hasta un bosque. Los árboles se cerraron a la vez. Bebí el aire fragante y pedaleé y pedaleé, pero un calor comenzó a crecer dentro de mi cuerpo. Me empezó a doler la cabeza. Me sentí débil. Dos millas más y me vi obligado a parar. ¿Conoces los signos de la neumonía? Un agotamiento de la fuerza, un temblor, destellos de calor y frío; visiones.

Me acosté en una cama de hojas húmedas por un tiempo.

Me pareció ver un pueblo del siglo XIII, gris y de calles estrechas, empedrado a los escaparates ocultos de la tienda. Varias personas mayores con trajes de campesinos levantaron la vista cuando me vieron. La debilidad, como el ácido, quemaba mis nervios y músculos.

Desperté con el olor a orina y heno. La fiebre había pasado, pero mis brazos y piernas estaban pesados como troncos, mi cabeza palpitaba horriblemente y había un agujero vacío dentro de mi estómago. Durante un tiempo no me moví ni abrí los ojos. La respiración fue un gran esfuerzo. Pero la conciencia llegó, eventualmente. Estaba en una habitación pequeña. Las paredes y el techo eran de áspera piedra gris, la única ventana sin vidrio tenía forma de arco, el piso era de tierra. Mi cama no era una cama, sino una manta arrojada sobre una pila desordenada de paja. A mi lado, una mesa tosca; sobre ella, una jarra; debajo de ella, un cubo. Al lado de la mesa, un taburete. Y sentado allí, dormido, una cabeza colgaba dormida sobre una túnica, un monje.

Debo haber gruñido, porque el monje se movió precipitadamente. Dos senderos plateados brillaban por las esquinas de la boca repentinamente expuesta, que caía en un ceño fruncido. Los ojos entrecerrados parpadearon.

—Es la infinita misericordia de Dios —suspiró el pequeño hombre parecido a un gnomo—. Te has recuperado.

—Todavía no —le dije.

Sin éxito, traté de recordar lo que había sucedido. Entonces hice algunas preguntas.

—Soy el Hermano Christophorus. Esta es la Abadía de San Wulfran. El Burgemeister de Schwartzhof, Herr Barth, lo trajo a nosotros hace nueve días. El padre Jerome dijo que morirías y me envió a mirar, porque nunca he visto morir a un hombre, y el padre Jerome sostiene que es beneficioso para un hermano tener este tipo de experiencia. Pero ahora supongo que no morirás —Sacudió la cabeza con pesar.

—Su desilusión me apena —dije—. Sin embargo, no abandone la esperanza.

—No —dijo el hermano Christophorus con tristeza—. Se recuperará. Tomará tiempo. Pero se recuperará.

—Qué ingratitud de mi parte, después de todo lo que has hecho. ¿Cómo puedo expresar mis disculpas?

Él parpadeó de nuevo. Con la inocencia de un niño, dijo:

—¿Perdón?

—Nada.

Me quejé de las mantas, un fuego, algo de comida para comer, y luego volví a caer en el pozo del sueño. Llegó un sueño febril de bosques llenos de bestias gigantes de dos cabezas, luego el sonido de gritos.

Desperté. El grito continuó: fuerte, alto, cortante, como un grito de ayuda.

—¿Qué es ese sonido? —pregunté.

El monje sonrió.

—¿Sonido? No escucho ningún sonido —dijo.

Se detuvo.

Asentí.

—Estaba soñando. Probablemente escucharé mucho más antes de que termine. No debería haber dejado París en tan mal estado.

—No —dijo—. No deberías haber dejado París.

Amablemente ahora, resignado a mi recuperación, el hermano Christophorus me dispensó grandes atenciones. Como una niña, me echó sopas espesas, aplicó compresas, recitó oraciones relajantes y vació el cubo de orina por la ventana. El tiempo pasó lentamente. Mientras luchaba contra la enfermedad, los sueños se volvieron menos vívidos, pero los gritos nocturnos no disminuyeron. Estaban tan llenos de terror y soledad como antes, fuertes, reales en mis oídos. Traté de excluirlos, pero no lo conseguí. Aun así, ¿cómo podrían ser fuertes y reales, excepto en mi delirio? El hermano Christophorus no los escuchaba. Lo observé de cerca cuando la luz del sol se desvaneció al gris del anochecer y comenzaron los gritos, pero él estaba sordo para ellos, si es que existían en absoluto.

—Quédate quieto, hijo mío. Es la fiebre la que te hace oír estos ruidos. Eso es bastante natural. ¿No es eso completamente natural? Duerme.

—¡Pero la fiebre se fue! Estoy bien ahora. ¡Escucha! ¿Quieres decir que no escuchas eso?

—Solo te escucho a ti, hijo mío.

Los gritos, esa decimocuarta noche, continuaron hasta el amanecer. Fueron totalmente diferentes a cualquier sonido en mi experiencia. Imposible creer que un humano pudiera emitirlos y sostenerlos, sin embargo, no parecían ser animales. Escuché, allí en la penumbra, mis manos se apretaron en puños, y supe, de repente, que una de las dos cosas debía ser cierta. O alguien o algo estaba haciendo estos horribles sonidos, y el hermano Christophorus estaba mintiendo, o... me estaba volviendo loco.

Tendría que encontrar la respuesta: eso lo sabía. Y por mí mismo.

Escuché con un nuevo oído los aullidos. Arrastrando debajo de la puerta, se elevaron al tono de la ópera, se calmaron, se reanudaron, como los gritos de un niño hosco e histérico. Para probar su realidad, tarareé por lo bajo, me tapé la cabeza con una manta, tosí. Ninguna diferencia. La calidad de la sustancia, de la existencia, estaba allí. Intenté, entonces, localizar los gritos; y, en la decimoquinta noche, estaba seguro de que venían de un lugar no muy lejos del pasillo.

—Los sonidos que escuchan los maníacos les parecen bastante reales.

—Lo sé. ¡Lo sé!

El monje estaba a mi lado, manteniendo una vigilancia constante incluso a través de las horas de oración. Se unía a los cantos lejanos, y rezaba en exceso. Pero nada podría tentarlo. Nos traían la comida, al igual que todas las demás necesidades. Vería al abad, el padre Jerome, una vez que me recuperara. Mientras tanto.

—Me siento mejor, hermano. Quizás quieras mostrarme el lugar. No he visto nada de St. Wulfran excepto esta pequeña habitación.

—No hay mucho para ver. Nuestra orden es austera. Los franciscanos, ahora, se permiten el placer estético; nosotros no. Es, para nosotros, un lujo. Tenemos un trabajo único e inusual. No hay nada que ver.

—Pero seguramente la abadía es muy antigua.

—Sí, eso es verdad.

—¿Qué es lo que no quieres que vea? ¿De qué tienes miedo, hermano?

—Señor Ellington, no tengo la autoridad para otorgarle su solicitud. Cuando esté lo suficientemente bien como para irse, el padre Jerome sin duda estará encantado de complacerlo.

—¿Se alegrará también de explicar los gritos que escuché todas las noches desde que estuve aquí?

—Descansa, hijo mío. Descansa.

El chillido profano y agudo se desató y rebotó en los duros muros de piedra. El hermano Christophorus se santiguó, a propósito de nada, y se sentó en el taburete. Sabía que le caía bien. Especialmente, tal vez. Nos habíamos llevado bastante bien en todas nuestras charlas, pero no lograba sacarle nada a su discurso.

Cerré mis ojos. Conté hasta trescientos. Volví a abrirlos.

El buen monje estaba dormido. Blasfemé, suavemente, pero él no se movió, así que balanceé mis piernas sobre el costado de la cama de paja y me abrí paso por el piso de tierra hasta la pesada puerta. Descansé allí un tiempo, en la oscuridad sin velas, escuchando los aullidos; luego, con discreción bostoniana, levanté el cerrojo. Las bisagras oxidadas crujieron, pero el hermano Christophorus estaba inmerso en el mármol celestial: su cabeza caía sobre su pecho.

Jadeando, débil como un pez en la orilla, salí al pasillo.

Los gritos se volvieron imposiblemente fuertes. Me llevé las manos a los oídos, instintivamente, y me pregunté cómo alguien podría dormir con tal furor. ¿Acaso estaba en mi mente? La idea me pareció irreal. El monasterio se sacudía con estos agudos gritos. Podías sentir su vibración en los dientes.

Pasé la celda de un hermano y escuché, luego otra; entonces me detuve. Una puerta gruesa, hecha de roble o pino, estaba cerrada con llave delante de mí. Detrás estaban los gritos.

Un escalofrío me atravesó al borde de esos gritos indecibles de angustia desesperada e impotente, y por un momento consideré regresar, no a mi habitación, no a mi cama de paja, sino de regreso al mundo. Pero el deber me retuvo. Respiré y caminé hacia la estrecha ventana cruzada por una barra de hierro y miré adentro.

Un hombre estaba en la celda, en cuatro patas, dando vueltas como una bestia, con la cabeza echada hacia atrás, un hombre.

La luz de la luna mostraba su rostro. No puede ser descrito, al menos no por mí. Un hombre después de la muerte podría verse así, una víctima de los tormentos de la Inquisición, la estaca, las pinzas: seguramente no un humano en la tercera década del siglo XX. Nunca había visto tanto sufrimiento en dos ojos, un sufrimiento tan perdido y loco. Desnudo, se arrastró por la tierra, lloró, se puso de pie de un salto y arañó las duras paredes de piedra con furia.

Entonces me vio.

Los gritos cesaron. Se acurrucó, parpadeando, en la esquina de su celda. Y luego, como si no estuviera seguro de lo que había visto, caminó directamente hacia la puerta. En alemán, siseó:

—¿Quién eres?

—David Ellington —le dije—. ¿Estás encerrado? ¿Por qué te han encerrado?

Sacudió la cabeza.

—Quédate quieto, quédate quieto. ¿No eres alemán?

—No.

Le conté cómo llegué a estar en St. Wulfran.

—¡Ah! —temblando, sus dedos córneos se cerraron en los barrotes—. Escúchame, solo tenemos unos momentos. Están locos. ¿Oyes? Los monjes. Todos locos. Estaba en el pueblo, acostado con mi mujer, cuando su loco Abad irrumpió en la casa y me golpeó con su pesada cruz. Me desperté aquí. Me azotaron. Pedí comida, no me la dieron. Me quitaron la ropa. Me arrojaron a esta sucia celda.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —gimió—. Ojalá lo supiera. Eso ha sido lo peor. Cinco años encarcelado, golpeado, torturado, muerto de hambre, y sin una razón, ni una palabra: Señor Ellington, he pecado, pero, ¿quién no? Con mi mujer, en silencio, solo con mi mujer, mi amor. Y este lunático borracho, Dios, Jerome, no puede soportarlo. ¡Ayúdame!

Su aliento salpicaba mi cara. Di un paso atrás e intenté pensar. No podía creer que en este siglo pudiera suceder algo tan aterrador. Sin embargo, la Abadía estaba aislada, fuera del mundo, atemporal. ¿Qué no podría suceder aquí, en secreto?

—Hablaré con el Abad.

—¡No! Es el más loco de todos. No le digas nada.

—Entonces, ¿cómo puedo ayudarte?

Presionó su boca contra los barrotes.

—Solo de una manera. Alrededor del cuello de Jerome hay una llave. Encaja en esta cerradura. Si solo pudieras…

—¡Señor Ellington!

Me volví y me enfrenté a una feroz pintura de El Greco de un hombre. Salió de la oscuridad con barba blanca, nariz de proa, regio como un emperador debajo de la túnica de pico gris.

—Señor Ellington, no sabía que estaba lo suficientemente bien como para caminar. Venga conmigo, por favor.

El hombre desnudo comenzó a llorar histéricamente. Sentí un apretón de acero alrededor de mi brazo. A través de los pasillos, pasando por las celdas llenas de ronquidos, los ecos de la muerte llorando, continuamos a una habitación.

—Debo pedirle que se vaya de St. Wulfran —dijo el abad—. Carecemos de las instalaciones adecuadas para atender a los enfermos. Se harán arreglos en Schwartzhof.

—Un momento —dije—. Si bien es probable que sea cierto que el ayuda del hermano Christophorus me haya salvado la vida, y ciertamente es cierto que tengo con ustedes una deuda de gratitud, tengo que pedir una explicación. ¿Qué hace ese hombre en una celda?

—¿Qué hombre? —dijo el Abad suavemente.

—El que acabamos de dejar, el que ha gritado toda la noche, todas las noches.

—Ningún hombre ha estado gritando, señor Ellington.

Sintiéndome repentinamente muy débil, me senté. Entonces dije:

—Padre Jerome... ese es su nombre, ¿verdad? No soy necesariamente una persona irreligiosa, pero tampoco podría ser considerado particularmente religioso. No sé nada de monasterios, qué está permitido, qué no. Pero dudo seriamente de que tengan la autoridad de encarcelar a un hombre contra su voluntad.

—Esto es bastante cierto. No tenemos tal autoridad.

—Entonces, ¿por qué lo han hecho?

El Abad me miró fijamente. Con una voz firme e inflexible, dijo:

—Ningún hombre ha sido encarcelado en St. Wulfran.

—Él dice lo contrario.

—¿Quién dice lo contrario?

—El hombre en la celda al final del corredor.

—No hay ningún hombre en la celda al final del corredor.

—¡Estaba hablando con él cuando usted llegó!

—No estaba usted hablando con ningún hombre.

La convicción en su voz me sorprendió. Me agarré los brazos de la silla.

—Está enfermo, señor Ellington —dijo el hombre santo con barba—. Ha sufrido un delirio. Ha escuchado y visto cosas que no existen.

—Eso es cierto —dije—. Pero el hombre en la celda, cuya voz puedo escuchar ahora, no es una de esas cosas.

El Abad se encogió de hombros.

—Los sueños pueden parecer muy reales, hijo mío.

Eché un vistazo a la correa de cuero alrededor de su cuello de pavo engullido, casi oculta bajo la barba.

—Los hombres honestos son mentirosos muy poco convincentes —mentí convincentemente—. El hermano Christophorus tiene una forma de mirar el piso cada vez que niega los gritos en la noche. Me mira, pero su voz pierde firmeza. No puedo imaginar por qué, pero ambos están muy decididos a mantenerme alejado de la verdad. Lo cual no es solo un pobre cristianismo, sino también una pobre psicología. Solo dígamelo, padre; lo descubriré eventualmente.

—¿Qué quiere decir?

—Solo eso. Estoy seguro de que la policía estará interesada en saber de un hombre encarcelado en la Abadía.

—Insisto: ¡no hay tal hombre!

—Muy bien. Olvidemos el asunto.

—Señor Ellington —el Abad puso sus manos detrás de la espalda—. La persona en la celda es, ah, uno de los Hermanos. Sí. Está sujeto a... ataques, convulsiones. En estos momentos está en una de sus crisis, por cierto, intratables. Se pone violento. ¡Peligroso! Estamos obligados a encerrarlo en su celda, algo que seguramente puede entender.

—Entiendo —dije—, que todavía me está mintiendo. Si la respuesta fuera tan simple como esa, no habría pasado por el complicado asunto de fingir que estaba delirando. No habría sido necesario. Hay algo más, pero puedo esperar.

El padre Jerome tiró de su barba con saña, como si fuera un demonio emplumado que se burlara de él.

—¿Verdaderamente iría a la policía? —preguntó.

—¿Acaso usted no lo haría, estando en mi posición? —dije.

Lo consideró durante mucho tiempo, tirando de la barba, asintiendo con la cabeza de proa; y los gritos continuaron, tan distantes, tan reales. Pensé en el hombre desnudo arañando su suciedad.

—¿Lo haría, padre?

—Señor Ellington, veo que tendré que ser honesto con usted, lo cual es una lástima —dijo—. Si hubiera seguido mi instinto original y me hubiera negado a permitirle entrar en la Abadía... pero no tuve otra opción. Estuvo cerca de la muerte. No había ningún médico disponible. Hubiera perecido. Aun así, tal vez eso hubiera sido mejor.

—Mi recuperación parece haber decepcionado a mucha gente —comenté—. Le aseguro que fue involuntario.

El viejo no hizo caso de mi comentario. Metiendo sus manos mandarinas en las mangas de su túnica, habló con gran determinación.

—Cuando dije que no había ningún hombre en la celda al final del corredor, estaba diciendo la verdad. ¡Siéntese, señor! ¡Por favor! Ahora —Él cerró los ojos—. Hay mucho en la historia, mucho que no entenderá ni creerá. Es usted sofisticado, o siente que lo es. Considera nuestra vida aquí, sin duda, como primitiva...

—En efecto, yo…

—De hecho, lo sé. Conozco las teorías actuales. Los monjes son inadaptados, neuróticos, frustrados sexuales y aberrantes. Se retiran del mundo porque no pueden hacer frente al mundo. Etcétera. ¿Le sorprende que sepa estas cosas?

Levantó la cabeza, revelando más de la correa de cuero.

—Hace cinco años, señor Ellington, no había gritos en St. Wulfran. Esta era una pequeña abadía sin distinciones en la salvaje región de la Montaña Negra, y el trabajo de sus reclusos era simplemente servir a Dios, salvar a las almas que podían mediante la oración constante. En ese momento, no mucho después de la guerra, el mundo estaba en caos. Schwartzhof no era el pueblo feliz que ves ahora. Era, hijo mío, un recurso para los pecadores, una colmena de vicios y corrupción, un pozo para los incautos, y también los cautelosos, si no tenían fuerzas. ¡Un lugar sin Dios! Abandonados, los fornicarios desfilaron por las calles. El juego estaba en todas partes. Robo y asesinato, borrachera y males tan profundos que no puedo expresarlos con palabras. ¡En todo el universo no podría haber encontrado un lugar más pestilente, señor. Ellington!

»Lamento decir que Wulfran sucumbió durante años a Schwartzhof. Hombres buenos, amantes de Dios, hombres castos vinieron aquí y pelearon, pero no pudieron vencer a las tentaciones negras. Finalmente se decidió que la Abadía se cerrara. Escuché de esto y discutí. ¿Eso no es rendición? Dije. ¿Debemos inclinarnos ante la fuerza del mal? Déjenme intentarlo, rogué a las autoridades. ¡Permítanme tratar de amplificar la palabra de Dios para que todos en Schwartzhof escuchen y vean sus oscuras transgresiones y se arrepientan!

El viejo estaba de pie junto a la ventana, una sombra temblorosa. Ahora tenía las manos juntas en un fervor de recuerdo.

—Me preguntaron —dijo— si me consideraba más virtuoso que mis predecesores, ya que esperaba tener éxito donde ellos habían fallado. Respondí que no, pero que tenía una ventaja. Era un converso. Había caminado con la maldad y conocía su rostro. Mi deseo fue concedido. Por un año. Solo un año.

»Así llegué aquí, señor Ellington; y una noche, de incógnito, caminé por las calles del pueblo. El olor del mal era intenso. Demasiado fuerte, pensé, incluso para alguien que, en el pasado, se había deleitado en los callejones de Marruecos, que había visto las guaridas de Hong Kong, París, España. Las orgías eran demasiado salvajes, los borrachos estaban demasiado borrachos, las blasfemias eran excesivamente profanas. Era como si el mal del mundo hubiera sido destilado y centrado aquí, como si un jefe tribal pagano, escondido, hubiera reunido todos sus rituales sobre él.

El Abad asintió con la cabeza.

—Pensé en Roma, en sus últimos días; en Bizancio; en… el Edén. Ese fue el primero de muchos indicios por venir. No importa lo que fueran. Regresé a la Abadía y me puse mi túnica sagrada y volví a Schwartzhof . Me hice visible. Algunos se burlaron, otros se encogieron, una voz gritó: ¡Maldito sea tu Dios tonto! Y luego una mano salió de la oscuridad, tocó mi hombro y escuché: Hola, padre, ¿está perdido?

El Abad se llevó las manos apretadas a la frente. Lucía agitado.

—Señor Ellington, tengo un poco de vino aquí. Por favor, tome un poco.

—Bebí, agradecido. Entonces el sacerdote continuó.

—Me enfrenté a un hombre de apariencia promedio. Tan promedio, de hecho, que sentí que lo conocía. No, le dije, ¡pero tú sí estás perdido! Se echó a reír a carcajadas: ¿No lo estamos todos, padre? Luego dijo algo muy peculiar: dijo que su esposa se estaba muriendo y me rogó que le diera la extremaunción. Nos apresuramos a su casa. Una mujer yacía en una cama, con el cuerpo desnudo. Es una Unción Extrema diferente que tengo en mente, susurró, riendo. Es el único, querido Padre, que ella entiende. Y los brazos de la mujer se deslizaron, suplicando hacia mí, redondos, sensuales y ardientes...

El padre Jerome se estremeció y se detuvo. Los chillidos, pensé, se estaban haciendo más fuertes desde el pasillo.

—Ya es suficiente —dijo—. Estaba bastante seguro entonces. Levanté la cruz y dije las palabras que había aprendido, y todo terminó. Gritó, como lo está haciendo ahora, y cayó de rodillas. No esperaba ser reconocido. Pero en mi vida lo había visto muchas veces, de muchas maneras. Lo traje a la Abadía. Lo encerré en la celda. Y así, mi hijo, ¿Ves por qué no debes hablar de las cosas que has visto y oído?

Sacudí la cabeza, como si temiera que el sueño terminara, como si la realidad de repente explotara sobre mí.

—Padre Jerome —dije—, no tengo la menor idea de lo que está hablando. ¿Quién es el hombre?

—¿Es tan tonto, señor Ellington, como para necesitar que se lo digan?

—¡Sí!

—Muy bien —dijo el Abad—. Él es Satanás. También conocido como el Ángel Oscuro, Asmodeo, Belial, Ahriman, Diabolus, el Diablo.

Abrí la boca.

—Veo que duda de mí. Eso es malo. Piense, señor Ellington, en la paz del mundo en estos cinco años. En la prosperidad, en la felicidad. Piense en este país, Alemania, ahora. Es otro desde que atrapamos al Diablo y lo encerramos aquí, no ha habido grandes guerras ni pesadillas abrumadoras: solo los sufrimientos que el hombre debía soportar. Crea lo que digo, hijo mío; se lo ruego. Esfuérzate por creer que la criatura con la que habló es Satanás. ¡Luche contra su cinismo, porque nace de él; es el padre del cinismo, señor Ellington! ¡Su plan era derrotar a Dios implantando dudas en las mentes de los súbditos del Cielo!

El Abad se aclaró la garganta.

—Por supuesto —dijo—, nunca podríamos liberar a nadie de St. Wulfran que tuviera alguna parte del Diablo en él.

Miré al viejo fanático y pensé en él merodeando por las calles, buscando el pecado; lo vio indignado ante la audaz cama del fornicario, invitándolo a la Abadía, cerrando esa pesada puerta, y aferrándose a su fantasía a causa de la paz temporal de la posguerra. ¡Qué sueño más grande para un hombre santo que capturar realmente al diablo!

—Le creo —dije.

—¿Verdaderamente?

—Sí. Dudé solo porque parecía un poco extraño que Satanás hubiera elegido una pequeña aldea alemana para su hogar.

—Se mueve —dijo el Abad—. Schwartzhof lo enamoró como las vírgenes adorables atraen a los pervertidos.

—Ya veo.

—Entonces, ¿crees realmente, hijo mío?

—Sí. Lo juro. De hecho, pensé que el sujeto me parecía familiar, pero simplemente no podía ubicarlo.

—¿Estás mintiendo?

—Padre, soy un bostoniano.

—¿Y prometes no mencionar esto a nadie?

—Lo prometo.

—Muy bien —El viejo suspiró—. Supongo que no considerarías unirte a nosotros como hermano en la Abadía?

—Créame, padre, nadie podría admirar la vocación más que yo. Pero no soy digno. No; está fuera de discusión. Sin embargo, tiene mi palabra de que su secreto está a salvo conmigo.

Estaba muy cansado. El sonido, en estos años, se había invertido para él: los gritos se habían convertido en silencio, el cese repentino de ellos, ruido. La conversación tranquila del prisionero conmigo lo había despertado de un sueño profundo. Ahora él asintió con cansancio, y vi que lo que tenía que hacer no sería difícil después de todo. De hecho, no era más difícil que ir a buscar a las autoridades.

Regresé a mi celda, donde el hermano Christophorus aún dormía, y me acosté. Pasaron dos horas. Me levanté de nuevo y regresé a las habitaciones del Abad. La puerta estaba cerrada pero sin llave. La abrí, sincronizando los crujidos de las bisagras con los gritos del prisionero. Entré de puntillas. El padre Jerome yacía roncando en su cama.

Lentamente, con cautela, saqué la correa de cuero y quedé un poco asombrado por mi técnica. Ningún Ellington había robado alguna vez. Sin embargo, una fuerza, no como la experiencia, gobernaba mis dedos. Encontré el nudo. Lo trabajé hasta soltarlo.

La cálida llave de hierro se deslizó en mi mano.

El Abad se movió, luego se acomodó y me dirigí al pasillo.

El prisionero, cuando me vio, corrió hacia los barrotes.

—¡Te ha dicho mentiras, de eso estoy seguro! —susurró con voz ronca—. ¡No hagas caso al asqueroso loco!

—No dejes de gritar —dije.

—¿Qué?

Vio la llave y asintió, entonces, e hizo sus horribles sonidos. Al principio pensé que la cerradura se había oxidado, pero trabajé el metal lentamente y con el tiempo la llave giró.

Aullando todavía, de la manera más espantosa, el hombre salió al pasillo. Sentí un susto momentáneo cuando su mano arañada me tocó el hombro. Corrimos locamente hacia la puerta exterior, a través del suelo helado, hacia el pueblo.

La noche era muy negra.

Un dolor terrible llegó a mis piernas. Mi garganta se secó. Pensé que mi corazón se soltaría de sus amarres. Pero seguí corriendo.

—Espere.

Comencé a sentir un calor y una fatiga insoportables.

—¡Espere!

Me caí cerca de una hilera de tiendas. Mi pecho ardía de dolor, mi cabeza de miedo: sabía que los locos saldrían de su oscuro manicomio en la colina. Le grité al hombre desnudo:

—¡Alto! ¡Ayúdame!

—¿Ayudarte? —rio, un sonido agudo más horrible que los gritos; y luego se volvió y desapareció en la noche sin luna.

Encontré una puerta, de alguna manera.

Los golpes llamaron la atención de un burgués estriado. Finalmente llegaron policías y escucharon mi historia. Pero, por supuesto, fue negada por el padre Jerome y los hermanos de la Abadía.

—Este pobre viajero ha sufrido la visión de la neumonía. No había ningún hombre aullando en St. Wulfran. No, no, ciertamente no. ¡Absurdo! Ahora, si el señor Ellington deseara quedarse con nosotros, lo cuidaríamos felizmente, ¿no? Muy bien. Me temo que estarás delirando, hijo mío. Las cosas que ves serán bastante reales. ¡Qué pintoresco! Que has desatado al Diablo en el mundo y que la guerra por venir. ¿Qué guerra? ¿Acaso no siempre hay guerras? ¡Por supuesto! ¡Pensarás que es tu culpa! ¡Esos viejos ojos queman condenación! Y las noches que pasarás en vela, inseguro, asustado. ¡Que tonto!

Christophorus, parecía aterrorizado y triste. Me dijo, cuando el padre Jerome se retiró furiosamente:

—Hijo mío, no te culpes. Tu debilidad era su palanca. La duda desbloqueó esa puerta. Consuélate: lo cazaremos con nuestras redes, y un día…

—¿Un día qué?

Miré a la Abadía de St. Wulfran, enmarcada por el amanecer, y comencé a preguntarme, como me he preguntado mil veces desde entonces, si fue cierto lo que experimenté. La neumonía engendra delirio; el delirio genera visiones. ¿Era posible que hubiera imaginado todo esto?

No. Ni siquiera en Boston, donde crecían papadas, panzas, arrugas, sacos y dinero, en Ellington, Carruthers and Blake, podría aceptar esa respuesta.

Los monjes estaban locos, o el hombre que aullaba estaba loco. O todo fue una broma.

Realicé mi trabajo diario, como todo hombre debe hacer, si está cuerdo, aunque haya visto a los muertos levantarse o liberar a un djinn embotellado o luchar contra un dragón, una vez, hace mucho tiempo.

Pero no pude olvidar.

Cuando las imágenes del carpintero de Braumau-am-Inn comenzaron a aparecer en todos los periódicos, me puse nervioso; porque sentí que había visto a este hombre antes. Cuando el carpintero invadió Polonia, estaba seguro. Y cuando el mundo se vio sumido en la guerra y las ciudades sufrieron vísceras, y esa tierra agradable que había visitado se convirtió en un lugar de odio y muerte, ya no pude negarlo.

Soñé con él cada noche. Hasta esta semana.

Llegó una tarjeta. De Alemania. Una imagen del valle del Mosela, mostrando montañas llenas de uvas. En el otro lado de la tarjeta había un mensaje, firmado por el hermano Christophorus.

—Descansa ahora, hijo mío. Lo tenemos de nuevo con nosotros.

Charles Beaumont (1929-1967)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Charles Beaumont.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Charles Beaumont: El hombre que aullaba (The Howling Man), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

luis dijo...

Buenos dias,exelente relato y exelente el analisis,creo tambien que no es intencion del autor darle al nazismo un aura sobrenatural,el relato segun yo lo veo trata del libre albedrio y del mal uso que se le puede dar cuando la brujula moral no funciona bien,en definitiva el personaje no le creyo al abad porque el mismo deseaba la rebeldia en contra de la santidad,talvez aquello de mas vale rey en el infierno que sirviente en el cielo,hasta que vio las consecuencias de su acto no y se arrepintio,es el pecado de la humanidad,en realidad no sabemos,un saludo.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

La dimensión desconocido ha tenido grandes historias.
Adaptaciones, como este relato, tan logrado.



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