«Así niego a Beelzy»: John Collier; relato y análisis


«Así niego a Beelzy»: John Collier; relato y análisis.




Así niego a Beelzy (Thus I Refute Beelzy) es un relato de terror del escritor británico John Collier (1901-1980), escrito en 1931 y publicado originalmente en la edición de octubre de 1940 de la revista Atlantic Monthly. Luego sería reeditado en la antología de 1941: Presentando la luz de la luna (Presenting Moonshine).

Así niego a Beelzy, uno de los grandes cuentos de John Collier, pone de manifiesto una vez más la predilección de este autor por los relatos de demonios; y este es probablemente el mejor de todos.

Aquí, un niño llamado Simón juega solo casi todo el tiempo, aunque él mismo afirma tener un amigo que nadie más puede ver: el señor Beelzy. El padre del niño, el señor Carter, quien sigue a rajatabla las tendencias psicológicas de la época, está resuelto a charlar con su hijo para hacerle llegar a la conclusión de que su compañero de juegos es, de hecho, un amigo imaginario.

Así como debajo de la superficie de razonabilidad de este padre subyace la amenaza de la fuerza, y en consecuencia la imposición de una idea firme sobre lo que es real y lo que no; debajo de lúdica fachada de aquel inofensivo amigo imaginario, el señor Beelzy, se esconde un antiguo demonio, presente en todos los diccionarios demonológicos: Belcebú, el señor de las moscas.

Quizás lo más interesante de Así niego a Beelzy es que aquí se establecen los parámetros para un larga lista de historias de terror de amigos imaginarios y niños malvados, aunque en realidad este únicamente se defienda a sí mismo, y sea la arrogancia intelectual de su padre la que finalmente provoca su perdición.




Así niego a Beelzy.
Thus I Refute Beelzy, John Collier (1901-1980)

—Voy a tocar la campanilla para el té —dijo la señora Carter—. Espero que Simon la oiga.

Miraron por la ventana del salón. El largo jardín, que ofrecía un aspecto de agradable descuido, terminaba en una parcela de terreno baldío. Allí se alzaba un pequeño invernadero, casi totalmente en ruinas, pero que aún conservaba algún vestigio de su pasado esplendor. Era el escondite de Simon. Las ramas entrelazadas de un manzano y un peral, plantados demasiado cerca el uno del otro, como siempre ocurren los jardines de los barrios periféricos, lo tapaban casi por completo. Lo veían a lo lejos trotar de aquí para allá, haciendo muecas y gesticulaciones, interpretando todas las solemnes pantomimas de los niños pequeño que se pasan largas tardes en los olvidados rincones de largos jardines.

—Allí está, bendito sea —exclamó Betty.

—Siempre jugando a ese juego suyo —añadió la señora Carter—. Ya no quiere jugar con los demás niños. Y si voy allí, ¡Qué genio saca! Lo peor es que vuelve siempre agotado.

—Pero ¿es que no duerme la siesta por las tardes? —preguntó Betty.

—Ya sabes cuales son las ideas de su padre —le contestó la señora Carter—. ¡Que elija por sí mismo!, dice. Y ahí tienes lo que elige. Y cuando entra en casa siempre viene pálido como la cera.

—Mire. Ha oído la campanilla —observó Betty.

La frase tenía su justificación, aunque la campanilla hubiera dejado de sonar hacía ya un minuto largo. Simon pequeño interrumpió el desfile como si el tintineo del metal hubiese llegado en aquel preciso instante a sus oídos. Le vieron barrer y escarbar ritualmente el suelo con su pequeño bastón y luego cruzar con paso renqueante el marchito y caliente césped del jardín en dirección a la casa.

La señora Carter condujo a su invitada al piso de abajo, al cuarto de los niños, o pabellón del jardín, que también hacía las veces de sala de té los días de mucho calor. En otros tiempos había sido espacioso lavadero de aquella casa georgiana de varios pisos. Ahora las paredes estaban pintadas en un tono crema, visillos azules de un tul bastante ordinario cubrían las ventanas, había unos cuantos sillones tapizados de loneta, el suelo era de baldosas y una reproducción de Los Girasoles de Van Gogh colgaba sobre la repisa de la chimenea.

Simon entró arrastrando los pies y saludó a Betty con un gesto maquinal. Su rostro, que acababa en un prominente barbilla, tenía la forma de un triángulo casi perfecto, y estaba más pálido aún de lo que era normal en él.

—¡Ah, ya está aquí el pequeño diablillo! —exclamó Betty.

Simon la miró.

—No —dijo secamente.

En ese momento se abrió la puerta y entró el señor Carter frotándose las manos. Era dentista y se lavaba antes y después de todo lo que hacía.

—¡Tú! —exclamó su mujer—. ¡En casa a esta hora!

—Espero no ser mal recibido —le respondió el señor Carter, mientras saludaba a Betty con una inclinación de cabeza—. Dos personas cancelaron sus citas, así que decidí venirme a casa. Espero no ser mal recibido, repito.

—No seas tonto —le contestó su mujer—. Pues claro que no.

—Simon no parece estar tan seguro —prosiguió el señor Carter—. Simon, ¿te molesta que haya venido a tomar el té contigo?

—No.

—¿No qué?

—No, padre.

—Eso está mejor. Simon mayor y Simon pequeño. Así suena más amistoso, ¿no te parece? En otros tiempos los niños pequeños tenían que llamar a su padre señor. Y si se les olvidaba, una buena zurra —dijo el señor Carter, mientras se lavaba otra vez las manos con su invisibles agua y jabón.

El niño se puso como la grana de vergüenza o de rabia.

—Pero ahora, ya ves —intervino Betty tratando de ayudar—, puedes llamar a tu padre como quieras.

—¿Y qué ha hecho esta tarde Simon pequeño —preguntó el señor Carter— mientras Simon mayor estaba trabajando?

—Nada —masculló su hijo.

—Pues en ese caso te habrías aburrido de lo lindo —respondió el señor Carter—. Haz de aprender de la experiencia. Mañana haz algo que te divierta y ya verás cómo no te aburres. Yo quiero que aprenda de la experiencia, Betty. Ése es mi método, el nuevo método.

—Ya he aprendido —respondió el pequeño con ese tono de persona anciana y cansada que tan a menudo emplean los niños.

—¡Pues quién lo diría! —replicó el señor Carter—, ¡si te pasas toda la tarde calentando el asiento sin hacer nada! Si mi padre me hubiera pillado cruzado de brazos, no habría podido volverme a sentar en una temporada.

—Ha estado jugando —intervino la señora Carter.

—Un poquito —puntualizó el niño.

—Un poquito bastante —corrigió la señora Carter—. Cuando entra en casa es un manojo de nervios y está como aturdido. Debería dormir la siesta.

—Ha cumplido seis años —le replicó su marido—. Ya tiene uso de razón. Ha de saber elegir por sí mismo. Bueno, Simon pequeño, ¿y qué juego es ese tan divertido que te pone tan nervioso y te aturde tanto? Debe de haber pocos juegos tan emocionantes como ése.

—No es nada —contestó el niño.

—Oh,vamos —protestó su padre—. ¿Somos o no somos amigos? A mí puedes contármelo todo. En mis tiempos yo también fui un Simon pequeño como tú y jugaba a las mismas cosas a las que juegas tú ahora. Claro que en aquellos tiempos no había aviones. ¿Y con quién juegas a ese juego tan entretenido? Vamos, todos hemos de contestar cuando nos hacen preguntas tan educadas o, de lo contrario,el mundo no podría seguir dando vueltas. ¿Con quién juegas, eh?

—Con el señor Beelzy —le contestó el niño, dándose por vencido.

—¿El señor Beelzy? —repitió el padre arqueando las cejas e interrogando con la mirada a su mujer.

—Es un juego que él se inventa —aclaró la madre.

—¡No, no me lo invento! —gritó el niño—. ¡Tonta!

—Eres un mentiroso —le respondió su madre—. Y además, un maleducado. Bueno, mejor será que cambiemos de conversación.

—Si primero dices que cuenta mentiras y a continuación propones que cambiemos de tema —arguyó el señor Carter—, no es de extrañar que sea maleducado. Él te cuenta sus fantasías y tú le inculcas un sentimiento de culpabilidad. ¿Qué puedes esperar entonces? Pues un mecanismo de defensa. Y entonces es cuando miente de verdad.

—Es como en Estas tres —intervino Betty—. Sólo que distinto, claro. La protagonista era una pequeña mentirosa que no se sonrojaba por nada.

—Pues ya la habría hecho yo sonrojarse —replicó el señor Carter—. Pero Simon pequeño está aún en la fase de la infancia. ¿Verdad que sí, Simon pequeño, que lo que pasa es que inventas cosas?

—No, no invento nada —respondió el niño.

—Sí, sí que lo haces —insistió el padre—. Y como tú sabes que sí, aún no es demasiado tarde para tratar de razonar contigo. Nada hay de malo en la fantasía, querido amigo. Lo único es que tienes quedarte cuenta de la diferencia que existe entre lo que uno sueña despierto y las cosas tal como son en la realidad, o de lo contrario tu cerebro nunca será el de una persona adulta. No será nunca el cerebro de un Simon mayor. Así que vamos a ver. Cuéntanos algo de ese señor Beelzy tuyo. Vamos. ¿A qué se parece?

—No se parece a nada —respondió el niño.

—¿A nada de nada? ¡Pues vaya tipo tan horrible! —bromeó su padre.

—A mí no me da miedo —contestó el pequeño—. Ningún miedo.

—¡Eso faltaría! —exclamó su padre—. Si te diera miedo estarías dándote miedo a ti mismo. Mira, yo siempre le digo a la gente, a gente que tiene más años que tú, que lo que les pasa es que tienen miedo de sí mismos. Y que, ¿Es un payaso?¿O un gigante?

—A veces sí —respondió el niño.

—Así que unas veces es una cosa y otras otra —resumió el padre—. Todo es un poco vago, ¿no te parece? ¿Por qué no puedes decirnos qué aspecto tiene?

—Yo lo quiero. Y el me quiere a mí —dijo el pequeño.

—¡Vaya! ¡Esas son palabras mayores! —exclamó el señor Carter—. Mira, lo mejor es que reserves ese tipo de expresiones para la gente de carne y hueso, como Simon mayor y Simon pequeño, por ejemplo.

—Él es de carne y hueso —contestó el niño con vehemencia—. No es de mentira. Es de carne y hueso.

—Óyeme —ordenó su padre—. Cuando sales al jardín, allí no hay nadie, ¿verdad?

—No —respondió el niño.

—Y entonces piensas en él, aquí en tu cabeza, y se te aparece.

—No —contestó Simon pequeño—. Antes he de hacer algo con mi bastón.

—Eso no tiene importancia.

—Sí, sí que la tiene.

—Simon pequeño, estás siendo muy testarudo —advirtió el señor Carter—. Estoy tratando de explicarte algo. Llevo en este mundo más tiempo que tú, y por tanto soy mayor que tú y sé más cosas. Te estoy explicando que el señor Beelzy es una fantasía tuya. ¿Me oyes? ¿Entiendes lo que te digo?

—Sí, papá.

—Es un juego. Un producto de tu imaginación.

El niño hundió la vista en el plato con una sonrisa de resignación.

—Supongo que me estás escuchando —continuó su padre—. Lo único que tienes que hacer es decir: He estado jugando a un juego de mentira, con alguien que me invento y que se llama señor Beelzy. Entonces ya nadie podrá decir que mientes y te darás cuenta de la diferencia que hay entre los sueños y la realidad. El señor Beelzy es pura fantasía.

El niño seguía con los ojos fijos en el plato.

—Unas veces está ahí y otras veces, pues no —prosiguió el señor Carter—. Unas veces tiene tal aspecto y otras veces otro. Verlo, en realidad no puedes verlo. Al menos no como me ves a mí. Yo soy real.

El señor Carter alargó su blanca manaza de dentista y agarró a su hijo por el hombro. Calló un instante mientras apretaba la mano. El niño hundió aún más la cabeza en el plato.

—Ahora ya sabes la diferencia que hay entre lo real y lo imaginario —continuó el señor Carter—. Tú y yo somos una cosa, él es otra. ¿Cuál de las dos es imaginaria? Vamos, contéstame. ¿Cuál de las dos es imaginaria?

—Simon mayor y Simon pequeño —contestó el niño.

—¡No! —exclamó Betty, y en seguida se tapó la boca con la mano, pues, ¿a santo de qué había de gritar cuando un padre le está explicando cosas a su hijo de un modo tan científico y tan moderno?

—Muy bien, hijo —continuó el señor Carter—. Ya he dicho que hay que dejar que aprendas de la experiencia. Ve arriba. Sube derecho a tu cuarto. Vas a aprender qué es mejor: si razonar o ser un niño díscolo y testarudo. Ve arriba. Yo subiré ahora enseguida.

—No irás a castigarlo, ¿verdad? —imploró la señora Carter.

—No —intervino el niño—. El señor Beelzy no se lo permitiría.

—¡Vete arriba de una vez! —vociferó su padre.

Simon pequeño se detuvo al llegar a la puerta.

—Dijo que no dejaría que nadie me hiciera daño —gimoteó—. Dijo que se aparecería con forma de León, con alas y todo, y que se comería a quien lo intentase.

—¡Vas a ver lo real que es ese amigo tuyo! —le contestó el padre a gritos—. Si no quieres aprender por las buenas, vas a aprender por las manos. Pero antes voy a acabarme mi taza de té —concluyó dirigiéndose a las dos mujeres.

Ninguno de los tres dijo una palabra. El señor Carter se acabó su té y salió sin prisa de la habitación, lavándose siempre las manos con aquellos invisibles agua y jabón suyos.

La señora Carter no abrió la boca. A Betty no se le ocurrió nada que decir. Pero quería empezar una conversación a toda costa: tenía miedo de lo que pudieran escuchar sus oídos. Y de pronto se oyó un grito horrísono que pareció rasgar el aire.

—¡Dios bendito! —exclamó—. ¿Qué ha sido eso? ¡Lo debe de estar baldando!-se levantó de un salto de su asiento. Sus ojos bobalicones centellaban a través de sus gafas—. ¡Voy arriba a ver qué ha sido! —añadió temblorosa.

—Sí, vamos arriba, vamos arriba —coreó la señora Carter—. Eso no ha sido Simon pequeño.

Y en el descanso del segundo piso fue donde hallaron el zapato con el pie del hombre aún dentro, como ese último bocado que a veces cae de las fauces de un gato con prisa.

John Collier (1901-1980)




Relatos góticos. I Relatos de John Collier.


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El análisis y resumen del cuento de John Collier: Así niego a Beelzy (Thus I Refute Beelzy), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Cuando alguien quiere demostrar que algo sobrenatural, inquietante, no existe, inevitablemente termina muy mal. Un recurso que suele ser dar buenos resultados, en el género del terror.

César Figueroa dijo...

Gracias, gran cuento!!!

Warlord dijo...

Maravilloso relato, lo que es no creer.



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