La chica que fabricaba monstruos.


La chica que fabricaba monstruos.




Alejandra era una auténtica admiradora de las leyendas urbanas que circulan por internet: Slenderman, Gente Sombra, el Hombre Polilla, entre una larga lista de sujetos más o menos aterradores. Desde luego, no creía realmente en ninguna de estas historias, y precisamente ahí radicaba el placer que sentía al investigarlas.

Su escepticismo la llevó a poner a prueba buena parte de este inmenso corpus virtual: realizó invocaciones, ritos, visitó sitios considerados como malditos, se volvió experta en el tablero Ouija, en el juego de la copa, en fin; lo hizo todo para confirmar al menos una de las cientos de leyendas urbanas que había estudiado, y no halló, siquiera de casualidad, una mísera evidencia que las confirmara.

Decepcionada, Alejandra consideró que el error fundamental de toda leyenda urbana, así también como su mayor virtud, reside en su naturaleza cooperativa. Si cualquiera puede alterar, añadir, suprimir, expandir o modificar una leyenda de acuerdo a sus gustos personales, es prácticamente imposible llegar a conocer su verdadero núcleo.

En todo caso, la única forma de despejar la maleza y disfrutar de la matriz de una leyenda es, precisamente, creándola.

Que sean otros —pensó— los que se encarguen de añadirle detalles circunstanciales; ella forjaría el inicio de una leyenda: un monstruo, un ser, un algo. ¿Pero cómo? Naturalmente, tendría que ser algo elemental, básico, incluso rudimentario. Después de todo, aún las teologías más complejas, las cosmogonías, tuvieron un inicio: una piedra fundacional, un símbolo.

Alejandra imaginó entonces una gran catedral, con su nave imponente, uterina, y sus gigantescas torres levantándose hacia el cielo: y luego retrocedió, en su imaginación, hasta la tosca representación en piedra de una mujer, puro torso y tetas y muslos: la hembra primordial, sin rostro, la madre de todos los cultos.

Si esa representación elemental del principio creador evolucionó, con el tiempo, hasta convertirse en una cifra inconcebible de cultos y panteones, entonces quizá sería posible reproducirla, lógicamente, a una escala mucho menor.

En todo esto pensaba Alejandra, sola en su habitación, mientras intentaba definir esa esencia primordial que anima todas las creencias. Supo entonces que, para encontrarla, debía colocarse a sí misma en un contexto que le permitiera aflorar sus propios miedos atávicos.

Entonces apagó la luz.

La oscuridad era importante, desde luego, pero no alcanzaba para que sus temores primordiales ascendieran hasta la consciencia. Después de todo —pensó— el miedo, ese que nace en el estómago y se esparce por todo el sistema nervioso como una descarga eléctrica, siempre es proporcional a nuestro estado de indefensión.

Entonces se desnudó.

Y fue así, desnuda y a oscuras, acostada boca arriba en la cama, que Alejandra empezó a darle forma a su monstruo.

Entonces empezó a temblar.

Y temblaba porque en ese estado de total indefensión, Alejandra empezó a recordar.

El reencuentro con sus miedos primordiales fue, al principio, una mezcla de pavor y exquisita nostalgia. No recordaba su nombre; de hecho, estaba segura de que no lo tenía. Lo llamaba simplemente «Él». Tampoco tenía forma, o mejor dicho, no tenía una forma definida. A veces era una silueta recortada contra la oscuridad de su cuarto; otras, una nube, una masa negra, amorfa, una cerrazón.

Entonces Alejandra empezó a llorar.

Y lloraba, claro, porque el recuerdo se le escapaba, como la nube, como la silueta incierta que saturaba el cuarto, flotando sobre ella, impregnándolo todo con una humedad salitre.

Entonces Alejandra pensó en «Él».

Y pensó en cómo los otros, además de ella, podrían conocerlo; porque de nada sirve crear un monstruo si por error o temeraria curiosidad uno no puede invocarlo.

¿Diciendo su nombre frente al espejo?

Muy trillado.

¿Deseando que nos visite en sueños?

Demasiado obvio.

¿Haciéndolo habitar un objeto maldito, un talismán, quizás, o una muñeca?

Demasiado cinematográfico.

Entonces Alejandra recordó de qué modo ella lo invocaba.

Y lo recordó porque en el pasado, cuando era una niña, se empeñaba en no pensar en «Él».

Si lograba evacuarlo de sus pensamientos, «Él» no aparecía. Si, en cambio, fracasaba, y siquiera por un instante lo hacia ascender hasta su consciencia, unos pasos quedos se oían en el pasillo, dedos invisibles acariciaban la puerta de la habitación, anunciándole su llegada; a veces como una silueta, a veces como una nube, y se posaba lentamente sobre ella, presionándole el vientre con un aguijón retráctil, rosado, impregnándola con esa humedad nauseabunda, pegajosa, alcalina, que la asfixiaba.

Entonces supo que esa noche «Él» regresaría.

Lo supo como se saben estas cosas: con absoluta claridad, un instante antes de que su padre golpeara a la puerta.




Egosofía. I Feminología.


El artículo: La chica que fabricaba monstruos fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Unknown dijo...

Que padre me gusto

Unknown dijo...

Bueno,
La inmaginacion es muy una arma de doble filo



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Poema de Emily Dickinson.
Relato de Vincent O'Sullivan.
Taller gótico.

Poema de Robert Graves.
Relato de May Sinclair.
¿Por qué a las 03:00 AM?