«Bocetos entre las ruinas de mi mente»: Philip José Farmer; relato y análisis


«Bocetos entre las ruinas de mi mente»: Philip José Farmer; relato y análisis.




Bocetos entre las ruinas de mi mente (Sketches Among the Ruins of My Mind) —a veces titulado en español: Las ruinas de mi mente— es un relato fantástico del escritor norteamericano Philip José Farmer (1918-2009), publicado en la antología de 1973: Nova 3 (Nova 3).

Bocetos entre las ruinas de mi mente, probablemente uno de los mejores cuentos de Philip José Farmer, nos sitúa en una realidad en donde las personas son despojadas periódicamente del recuerdo de los últimos cuatro días.

En este sentido, Bocetos entre las ruinas de mi mente de Philip José Farmer cuenta la historia de Mark Franham, su esposa, Carole, y sus dos hijos, Tom y Mike, quienes creen estar viviendo la noche del 28 de mayo de 1980. De alguna forma, desde que se fueron a dormir la noche anterior han perdido cuatro días de recuerdos.

Llega entonces el periódico del domingo, publicado antes de la 1:00 am, con la información necesaria para llenar las piezas faltantes. Al parecer, un objeto esférico gigantesco, que los astrónomos han estado rastreando durante tres semanas, ha cambiado de curso y se dirige directamente hacia la Tierra. Mark encuentra copias de los periódicos del jueves, el viernes y el sábado, los cuales confirman la edición del domingo. Pero no puede recordar esos cuatro días faltantes.

Solo queda una opción: irse a dormir y repetir la misma rutina de olvidos y descubrimientos, un bucle en el tiempo, que no conduce a nada.




Bocetos entre las ruinas de mi mente.
Sketches Among the Ruins of My Mind, Philip José Farmer (1918-2009)

1 de junio de 1980.

Son las 11 de la noche y tengo miedo de acostarme. No soy yo solo. Todo el mundo tiene miedo de dormir.

Esta mañana me levanté a las 6.30, como cada miércoles. Mientras me afeitaba y tomaba una ducha, meditaba sobre el caso del Estado de Illinois contra Josep Lankers, acusado de asesinato. Empezaba a apestar como si se tratase de un pescado con más de tres días. Sin duda mi testigo estelar sería acusado de perjurio.

Me vestí, bajé y di los buenos días a Carole con un beso. Me sirvió una taza de café y me dijo: El periódico no ha llegado aún. Esto me puso de mal humor. Necesito tanto el café como el periódico de la mañana para ponerme en marcha. Dos veces durante el desayuno, me levanté de la mesa y miré al exterior. Ni el periódico ni el repartidor aparecían por parte alguna.

A las siete, Carole subió a las habitaciones para despertar a Mike y a Tom, que tienen, respectivamente, diez y ocho años. Los sábados y los domingos se levantan temprano. Los días que deben ir al colegio tienen que ser materialmente arrancados de la cama. La tercera vez que me asomé a la puerta, Joe Gale, el repartidor, estaba a la puerta de al lado. Mi periódico estaba en el descanso de la escalera.

Me sentí tan desorientado como si me hubiese equivocado de sala en el Palacio de Justicia o como si el juez hubiese condenado a la pena capital a un ratero cliente mío. Me sentía desconectado del mundo. No podía ser que fuera domingo. ¿Pero, qué hacía allí el ejemplar del domingo con su portada en colores ilustrando la sección de humorismo? Hoy era miércoles.

Salí para recogerlo y vi a la anciana señora Douglas, mi vecina de la puerta izquierda. Miraba la portada del periódico como si no pudiera creerlo. El mundo se reestructura dentro de las líneas de la polarización. Mi pánico inicial se desvaneció. Pensé que en esta ocasión el Star se había pasado. En realidad, esto ocurre por confiar demasiado en las computadoras. Un pequeño cortocircuito, y el periódico del miércoles aparece con el formato del domingo.

El turno del Star debió decidir dejarlo pasar, ya que era demasiado tarde para rectificar el error.

—¡Buenos días, señora. Douglas! —dije—. Dígame, ¿qué día es hoy?

—Veintiocho de mayo —respondió—. Creo.

Salí al patio y llamé a Joe. De mala gana, dio vuelta al manillar de su bicicleta y se vino hacia mí.

—¿Qué es esto? —dije, agitando el periódico—. Los del Star han perdido un tornillo, supongo.

—No lo sé, señor Franham —dijo él—. Ninguno de nosotros lo sabe, a decir verdad.

Por nosotros se refería, con toda seguridad, a los otros muchachos con los que se reunía por la mañana a la salida del periódico.

—Todos pensábamos que era miércoles. Por eso he llegado tarde. No podíamos comprender lo que ocurría; pasamos un buen rato discutiendo y entonces Bill Ambers llamó a la oficina. Gates, que es el jefe de distribución, estaba tan desconcertado como nosotros. La cabeza le daba vueltas. Los componentes del turno de noche se habían dormido durante un par de horas, y algún gracioso había estado trasteando con la computadora.

—¿Esto es lo que ocurrió? —dije.

Me sentí aliviado.

Cuando entré, saqué los periódicos de los cuatro últimos días. Me senté en el sofá y les di un vistazo.

El titular del miércoles decía: UN OBJETO MISTERIOSO EN LA ÓRBITA DE LA TIERRA.

Me acordaba de los artículos del martes que informaban de que un objeto grande, de forma esférica, avanzaba hacia un punto entre la tierra y la luna. Se había detectado hacía tres semanas, cuando atravesaba el llamado cinturón de los asteroides. En aquel momento Viajaba aproximadamente a 57.000 kilómetros por hora, en relación con el sol. Posteriormente su velocidad se había reducido, había cambiado de sentido varias veces y era obvio que, de no cambiar de rumbo otra vez, se acercaba a la tierra.

En el momento en que se encontraba a dos millones de kilómetros de distancia, el radar había podido determinar su tamaño y su forma, pero no el material de que estaba compuesto. Era perfectamente esférico y tenía exactamente un diámetro de medio kilómetro. No reflejaba mucha luz. Dado que había cambiado su rumbo con tanta frecuencia, tenía que ser artificial. Manos extrañas, o extrañas artes, lo habían construido.

Recordé el pánico y el gran número de artículos exaltados que aparecieron en la prensa y en las revistas, así como los programas especiales de TV, a altas horas de la noche, para discutir sobre su trascendencia.

Todos los esfuerzos por obtener respuesta, tanto a las señales de radio como a las procedentes de los rayos láser enviados desde la Tierra, habían fracasado. Muchos científicos dijeron que probablemente no contenía pasajeros vivientes. Debía ser de origen interestelar. Los seres sensibles de algún planeta, que giraba alrededor de alguna estrella, lo habían enviado, dotado de un equipo automático de determinadas características. Ningún ser podía vivir lo suficiente para viajar de una estrella a otra.

Se tardaría más de cuatro años en ir de la estrella más cercana a la tierra, incluso aunque el objeto pudiese viajar a la velocidad de la luz, y esto era imposible. Aun la velocidad de un dieciseisavo de la luz, parecía increíble, dada la ingente cantidad de energía que se precisa. No, este objeto había sido lanzado con instrumentos electromecánicos a bordo, sin pasajeros; había alcanzado su velocidad máxima, reducido su potencia y avanzaba por su propia gravedad, hasta situarse al borde de nuestro sistema solar.

Según los expertos, le era imposible aterrizar a causa de su tamaño y de su peso. Probablemente, se trataba de una nave de reconocimiento, la cual, después de haber tomado algunas fotografías y haber hecho algunos barridos de radar y de rayos láser, se pondría en marcha hacia su punto de destino regresando, probablemente, hacia la órbita del planeta del que procedía.


El pasado miércoles por la noche, el presidente nos había dicho que no teníamos nada que temer. Y trató de terminar con una nota optimista. Por lo menos, esto es lo que decía el periódico del miércoles. Los seres que habían enviado La Bola deben estar más avanzados que nosotros y deben tener muchos adelantos que poder traspasarnos. Y nosotros podemos aportarles, también, contribuciones provechosas. ¿Cuáles?, pensé. En la segunda página figuraban algunas fotografías de La Bola, tomadas desde uno de los laboratorios espaciales. Tenía el aspecto de una gigantesca bola negra de billar. Un «comic» de la TV sugirió que en la otra cara, a lo mejor, llevaba un enorme 8, pintado en blanco.

Puede que el pasado miércoles pensase que todo esto era gracioso, pero ahora no lo creía así. Me parecía muy probable que La Bola tuviera relación con la pérdida de memoria de aquellos cuatro días. ¿Cómo?, no tenía ni la más mínima idea.

Conecté el canal de noticias de las 7.30, pero no aclararon mucho, exceptuando el hecho de que a todas las personas en todo el mundo les había ocurrido lo mismo. Incluso se habían visto afectados los que se encontraban en las minas de diamantes más profundas o en los submarinos. El presidente estaba en una reunión, pero, en el transcurso de hoy, haría una declaración a la cadena de emisoras. Entretanto, se supo que no se había detectado ningún tipo de radiación emanante de La Bola. No había prueba alguna de que el objeto fuese el causante de la pérdida de memoria. O, como los locutores la denominaban en su jerga, la memopérdida.

Soy abogado, y me gusta pensar con lógica, no solamente sobre lo que ha pasado sino sobre lo que podría pasar. Así hice una extrapolación sobre la base de las escasas pruebas, o datos, de que se disponía. El día primero de junio, domingo, nos levantamos sin memoria retrospectiva de los días 31 al 28 de mayo. Pensamos que ayer era veintisiete y que esta mañana era la del día veintiocho.

Si La Bola era la causante de este suceso, ¿por qué había borrado solamente cuatro días de nuestra memoria? No lo sabía. Nadie lo sabía. Pero quizá La Bola, es decir, sus meca-mismos, tenían un alcance limitado. Quizá no podían arrancar, a la vez, más de cuatro días de la memoria de todos los habitantes de la Tierra.

Supongamos que éste es el caso. ¿Qué ocurre si lo mismo pasa mañana? Nos levantaremos mañana, 2 de junio, habiendo perdido todos los recuerdos de ayer, día 1 de junio, y los de otros tres días de mayo, del veintisiete al veinticinco. Ocho días de un solo golpe. Y si este suceso fantasmagórico ocurre el día siguiente, 3 de junio, perderemos otros cuatro días. Todos los recuerdos del día 2 de junio desaparecerán. Con ello se desvanecerán los de otros tres días más, desde el veinticuatro de mayo al veintidós. ¡Doce días, contando hacia atrás, a partir del 2 de junio!

¿Y mañana? El día 3 se perderá, también, junto con el 21 de mayo hasta el 19 de mayo. Dieciséis días totalmente en blanco. ¿Y mañana?, ¿y el otro?

No, este pensamiento es demasiado espantoso y demasiado fantástico. Mientras estábamos mirando la TV, Carole y los chicos me asediaron a preguntas. Ella estaba fuera de sí. Los chicos parecía que disfrutaban con el misterio. Se habían despertado esperando ir a la escuela y ahora tenían fiesta. A todas sus preguntas, yo respondía: No lo sé. Nadie lo sabe. No iba a asustarles con mis extrapolaciones. Además, ni yo mismo me las creía.

—Vale más que llames a la oficina y les digas que no puedes ir hoy —dijo Carole—. Seguramente el juez Payne aplazará la sesión de hoy.

—Carole, es domingo, no miércoles, ¿recuerdas? —dije.

Lloró unos minutos. Después que se hubo secado las lágrimas, dijo:

—¡No me acuerdo! ¿Dios mío, qué ocurre?

Los tele-informadores comunicaron también que la Casa Blanca estaba inundada de telegramas y de llamadas telefónicas pidiendo que se lanzasen cohetes contra La Bola dotados de una cabeza nuclear. Los programas especiales, que se transmitían después de las noticias, se dedicaban a La Bola. Fueron presentados por varias autoridades científicas, militares, eclesiásticas y autores de ciencia-ficción. Ninguno de ellos irradiaba confianza, pero todos estuvieron moderados en su modo de enfocar el problema. Supongo que habían sido escogidos por su sentido común. La red de emisoras evitó a los impulsivos y a los que se les sube la sangre a la cabeza.

Pero Anel Robertson, convencido representante de una secta cuyos miembros creen en la curación por la fe, había declarado, a través de su propia estación de radio y TV que La Bola era el juicio de Dios para un planeta pecador. Era el Ángel Exterminador. Lo supe a través de la señora Douglas, la cual, si bien no era una fanática, era una verdadera entusiasta, que me telefoneó para decirme que conectase el programa. Robertson había hablado durante una hora, dijo, e iba a seguir hablando durante todo el día.

Su voz sonaba como asustada, pero, por debajo de su temor, había una nota de alegría. Sin duda, ella no pensaba que cuando llegasen las postrimerías se había de encontrar entre las cabras, sino que se encontraría, de buen seguro, entre los más blancos corderos. Finalmente, mi curiosidad sobrepasó mi desagrado hacia Robertson. Sintonicé el canal correcto, pero no apareció más que la carta de ajuste.

A última hora de hoy me enteré de que su estación había sido clausurada por alguna infracción de las normas de la FCC. Por lo menos, ésta fue la explicación que se dio en las noticias; pero sospecho que el Gobierno le consideró como un charlatán histérico.

A las once, Carole me recordó que era domingo y que, si no nos dábamos prisa, perderíamos el servicio dominical.

La iglesia presbiteriana de Forrest Hill cuenta con una buena asistencia, pero su amplio aparcamiento ha sido siempre suficiente para todos. Esta mañana, sin embargo, hemos tenido que aparcar dos manzanas más arriba y bajar andando a la iglesia. Todos los asientos estaban ocupados. Tuvimos que permanecer de pie en el vestíbulo de la entrada principal. La multitud temblaba de miedo. Sus caras estaban pálidas e inanimadas; sus ojos, agrandados. El aire acondicionado no lograba desvanecer el calor y la humedad de aquel hato de cuerpos sudorosos. El coro sonaba con fuerza, pero trémulo; la canción Roca de los Tiempos se desmoronaba.

En otra ocasión, el doctor Boynton hubiese preparado su sermón el sábado por la tarde, como solía hacer; pero hoy hablaba de forma improvisada. Quizá, dijo, esta pérdida de memoria ha sido causada por La Bola. Quizás albergaba seres vivos que nos habían despojado de cuatro días, no como un movimiento hostil, sino sólo para demostrar sus inmensos poderes. No había razón alguna para esperar que hubiésemos de sufrir otra pérdida de memoria. Estos seres solamente deseaban mostrarnos que éramos infinitamente inferiores en cuanto a nivel científico y que no podíamos lanzar un ataque contra ellos, con posibilidades de éxito.

¿Qué diablos hace? —pensé—. ¿Trata de hacernos morir de miedo?

Boynton se apresuró a decir que seres dotados de tales poderes no serían ni podían ser hostiles. Estarían en un plano ético demasiado elevado para males tales como la guerra, a menos que se les atacase, naturalmente. Nos considerarían como a seres que no han progresado aún hasta su nivel, pero que tienen un potencial, el potencial que les ha dado Dios para ser educados y avanzar hacia un plano superior. Estaba seguro de que, cuando se pusiesen en contacto con nosotros, nos dirían que todo fue para nuestro bien.

Nos dirían que debíamos convertirnos en verdaderos cristianos, tanto si nos gustaba como si no. Al menos, debemos todos: budistas, mahometanos, etc., ser cristianos en espíritu, sea cual sea nuestra religión o falta de creencia. Ellos nos habrían de enseñar cómo vivir como hermanos, cómo ser felices, cómo amar de verdad. Sin duda, Dios había mandado La Bola, ya que nada ocurre sin su conocimiento y su consentimiento. Él había enviado a estos seres, quienesquiera que fuesen, no como Ángeles Exterminadores sino como Dispensadores de la Paz, del Amor y de la Prosperidad.

Esta última palabra, con una P mayúscula y sonora, pareció aquietar a la mayor parte de la congregación. Boynton no había olvidado que la mayoría de sus fieles eran hombres de negocios y profesionales libres. Ni tampoco había olvidado la inscripción que figuraba en el arco sobre la puerta de entrada, que decía: PROSPERAN LOS QUE TE AMAN.


La tarde era calurosa y despejada, como suelen ser en el mes de junio. Levanté la mirada hacia el cielo, pero, naturalmente, no vi ninguna Bola. Los medios informativos habían dicho que, a pesar de la gran distancia a que se encontraba de la Tierra, daba la vuelta a la misma cada sesenta y cinco minutos. No se movía en una órbita de caída libre. Aplicaba una fuerza continua para mantener su dirección, aunque no se detectaban emanaciones de energía procedentes de ella.

La pérdida de memoria había ocurrido en todo el mundo entre la 1 y las 2 de la madrugada. Aquellos que no estaban ya dormidos se durmieron durante un mínimo de una hora. Naturalmente, se produjeron cientos de miles de accidentes. Los aviones que no funcionaban con piloto automático se estrellaron, los trenes chocaron o descarrilaron, los barcos se hundieron y más de doscientas mil personas habían muerto o habían sido gravemente heridas. Al menos, un millón de conductores de vehículos y sus pasajeros resultaron heridos. Los servicios de ambulancia y de hospitales eran incapaces de manejar la situación. El hecho de que su personal había estado dormido durante un lapso mínimo de una hora y que habían tardado algún tiempo en recuperarse de la confusión al despertarse, había agravado la situación considerablemente. Muchos de los que habían muerto se hubieran salvado si se hubiese dispuesto de asistencia inmediata.

Hubo también muchos incendios, los de mayor magnitud proseguían con toda su fuerza en Tokio, Atenas, Napóles, Harlem y Baltimore. Pensé, ¿seres en un plano ético tan elevado nos hubiesen adormecido, sabiendo que tantas personas iban a morir o a resultar tan mal heridas?

Un hecho curioso acaeció a dos guardabosques que habían estado conduciendo una manada de elefantes en Kenia. Mientras dormían, fueron muertos por aplastamiento. Sea la que fuere la causa de todo esto, es muy específica. Solamente se ven afectados los seres humanos.

El optimismo que Boynton nos había transmitido en la iglesia se derritió con el sol. Muchos deben haber estado pensando como yo que, si las palabras de Boynton eran proféticas, no teníamos salvación. Fuera cual fuese la decisión de los sujetos de La Bola, tanto si eran seres vivientes o instrumentos mecánicos, sobre lo que iban a hacer para nosotros, o con nosotros, el caso es que habíamos dejado de ser dueños de nuestro propio destino. Algunos deben haber estado pensando acerca de lo que los blancos, con una tecnología superior, habían hecho a varias culturas aborígenes. Todo en nombre del progreso y de Dios.

Pero esto debería ser, debe ser, diferente, pensé. Boynton debe tener razón. Seguramente un pueblo tan avanzado no sería como éramos nosotros. Incluso nosotros no somos lo que éramos en aquellos oscuros tiempos. Hemos aprendido. Pero, a pesar de todo, una avanzada tecnología no va acompañada, necesariamente, de una ética avanzada.

—O lo que fuere —murmuré.

—¿Qué dijiste, querido? —dijo Carole.

Nada, pensé, y aparté su mano de mi brazo. Se había asido a mí durante todo el servicio dominical, como si yo fuera la roca de los tiempos. Me fui andando a ver al juez Payne, que tiene sesenta años y esta mañana parecía que tuviese ochenta. Las innumerables venillas rotas de su cara eran rojas, pero por debajo de las mismas aparecía un color grisáceo. Le saludé y después le pregunté si las cosas se habrían normalizado al día siguiente. No parecía entender el significado de mi pregunta, por lo que le dije:

—¿El juicio empezará puntualmente mañana?

—Ah sí, el juicio —dijo—. Claro, Mark. —Rió en tono lastimero y dijo—: Con tal de que todos no nos hayamos olvidado de hoy cuando despertemos mañana.

Esto parecía increíble, y así se lo dije.

—No son las Universidades de Derecho las que hacen buenos abogados —dijo—. Es la experiencia. Y la experiencia nos dice que las mismas malditas cosas, con variaciones insignificantes, ocurren una y otra vez, día tras día. Así, ¿qué le hace pensar que esta maldita cosa no volverá a ocurrir? Y si vuelve a ocurrir, ¿qué va a aprender del suceso si no puede recordarlo?

Yo no tenía ningún argumento lógico y él no quería hablar más. Agarró a su esposa por el brazo, y rodearon a la multitud como si pensasen que iban a poner el pie en el agujero de una alcantarilla e iban a ser ahogados en un mar de cuerpos.

Por la tarde, decidí grabar en una cinta magnetofónica todo lo que había ocurrido hoy. Ahora me acuesto para dormir, ruego al Señor que me conserve la memoria, si olvido mientras duermo.

La mayor parte del resto del día de hoy la he pasado delante del televisor. Carole pasó horas tratando de hablar por teléfono con sus amigas. Tres cuartas partes de las veces recibió señal de que comunicaban. Hubo avisos en la televisión pidiendo a la gente que no empleasen el teléfono excepto en casos de emergencia, pero ella no hizo caso hasta las ocho aproximadamente. Una nota de TV, transmitida por sexta vez en una hora, pedía que las líneas se mantuvieran libres. Unos veinte fuegos se hablan propagado en toda la ciudad, y los bomberos no habían podido ser informados a causa de! bloqueo de las líneas. Lo mismo ocurrió con las llamadas a los hospitales.

Le dije a Carole que dejase el teléfono, y nos peleamos. Nuestra histeria reprimida se desató y los niños se retiraron arriba, a su habitación, y cerraron la puerta. Al cabo de un rato, Carole empezó a llorar y se echó en mis brazos, y después yo me puse a llorar. Nos besamos e hicimos las paces. Los muchachos bajaron y nos miraban como si les hubiésemos engañado; lo que, evidentemente, habíamos hecho. Para ellos, ya no era una divertida aventura de ciencia-ficción.

Mike dijo:

—Papá, ¿podrías ayudarme a repasar las lecciones de aritmética?

Yo no tenía ganas, pero quería disculparme por la incómoda escena anterior. Dije que sí y, después, cuando vi lo que tenía que hacer, dije:

—Pero, ¿qué es todo esto? ¿Qué le pasa a vuestro profesor? Nunca vi tanto...

Callé. Naturalmente, había olvidado lodo lo que había aprendido en los tres últimos días de escuela. Tenía que estudiar las lecciones de nuevo. Esto nos llevó hasta las once, aunque hubiésemos podido haber ido más rápidos si yo no hubiese insistido en ver las noticias cada media hora, durante diez minutos por lo menos. Pasamos media hora escuchando al Presidente, que apareció a las 9.30. No tenía nada que añadir a lo que el informador había dicho, excepto que, dentro de treinta días, el asunto de La Bola estaría completamente liquidado de una u otra forma. Si no daba respuesta alguna a nuestras señales en el transcurso de dos días, enviaríamos una expedición de cuatro hombres, para explorar La Bola. Si pueden entrar, pensé.

—Sin embargo, si La Bola comete cualquier otro acto hostil, los Estados Unidos lanzarán inmediatamente, junto con otras naciones, cohetes armados con bombas-H.

Mientras tanto, ¿quieren unirse al Presidente en una oración de intención internacional? Claro que sí.

A las once, pusimos a los chicos a dormir. Tom se durmió antes de que hubiésemos salido de la habitación. Pero una media hora más tarde, cuando pasé por su puerta, oí su televisor, que sonaba bajito. No dije nada a Mike, aunque tuviese que ir al colegio al día siguiente.

A las doce, grabé la primera parte de esta cinta. Es la una menos un minuto de la mañana. Si lo mismo que ocurrió ayer sucede esta noche, el hemisferio del lado noche se verá afectado primero. La gente en la zona horaria correspondiente a la bisectriz entre los océanos del Atlántico Norte y Sur, que cubre la mitad este de Groenlandia, se dormirán. En previsión de que esto ocurriese de nuevo, los aviones no han despegado. En estos precisos momentos, la televisión muestra el puente y el salón del trasatlántico «Pax». Son las cinco, allí, pero el salón está lleno. Los pasajeros llevan som-breritos de verbena y lanzan confeti, y hay globos flotando por doquier. No sé qué pueden estar celebrando.

El capitán dijo hace un rato que el barco estaba dirigido por medio del niloto automático, pero que no esperaba que se repitiese el hecho de la noche pasada. El entrevistador dijo que los gobiernos de las naciones de la zona diurna no habían conseguido mantener a la gente en casa. Recibimos imágenes de todas partes, las sirenas suenan quejumbrosas en todo el mundo; pero, excepto en las naciones con regímenes totalitarios, las calles del mundo diurno están llenas de coches. Los condenados locos no creen que vuelva a ocurrir.

Vuelta al puente y al salón del barco. ¡Dios mío! ¡Se están durmiendo!

Los locutores repiten consejos. Que todos permanezcan acostados para que no sufran heridas al caer. Asegúrense de que todos los utensilios domésticos que puedan provocar un fuego se hallen desconectados. Etcétera, etcétera...

Estoy sentado en una silla con el respaldo inclinado hacia atrás. Carole está en el sofá. Ahora, yo estoy en el sofá. Carole dijo que quería estar apoyada contra mí cuando aconteciese este horrible suceso. Los locutores se ponen histéricos. Dentro de pocos minutos, llegará a Nueva York. La mitad este de Sudamérica está bajo sus efectos. La parte Central lo va a estar en breve.

Philip José Farmer (1918-2009)




Relatos góticos. I Relatos de Philip José Farmer.


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El análisis y resumen del cuento de Philip José Farmer: Bocetos entre las ruinas de mi mente (Sketches Among the Ruins of My Mind), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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