«Hora Cero»: Ray Bradbury; relato y análisis.
Hora Cero (Zero Hour) es un relato de terror del escritor norteamericano Ray Bradbury (1920-2012), publicado originalmente en la edición de otoño de 1947 de la revista Planet Stories, y luego reeditado en la antología de 1949: Invasión de Marte: relatos interplanetarios (Invasion from Mars: Interplanetary Stories).
Hora Cero, uno de los grandes cuentos de Ray Bradbury, nos sitúa en el futuro, donde una mujer, llamada Helen Morris, nota que su hija, sí como todos los niños del vecindario, parecen entretenidos con un extraño juego. Alarmada, Helen se comunica con una amiga, quien le comenta que en otras ciudades ocurre lo mismo: Nueva York, Boston; de hecho, todos los niños del mundo parecen estar jugando el juego.
Spoilers adelante.
El juego se llama Invasión, y sus reglas son bastante simples: solo pueden jugar los más pequeños, y cada uno debe encargarse de una tarea en particular, asignada por alguien de arriba. De este modo, Hora Cero de Ray Bradbury relata cómo todos los niños del orbe conspiran en secreto para que los extraterrestres puedan conquistar el mundo. Como estrategia no está nada mal.
Hora Cero.
Zero Hour, Ray Bradbury (1920-2012)
¡Oh, era maravilloso! ¡Qué juego! Nunca se habían divertido tanto. Los niños salían como disparados por una catapulta a través de los verdes jardines, gritándose unos a otros, tomados de la mano, corriendo en círculos, subiéndose a los árboles, riendo a carcajadas. Sobre ellos volaban los cohetes y los autosescarabajos susurraban en las calles. Pero los niños seguían jugando. Cuánta diversión, cuánta desbordante alegría, cuántos saltos y chillidos.
Mink entró corriendo en la casa, cubierta de polvo y sudor. Era, para sus siete años, alta, fuerte y decidida. Su madre, la señora Morris, apenas podía seguirla con los ojos mientras la niña abría violentamente los cajones y metía cacerolas y herramientas dentro de un saco.
—Cielos, Mink, ¿qué ocurre?
—¡El juego más maravilloso del mundo! —jadeó Mink, con el rostro enrojecido.
—Para un momento. Te va a hacer daño —le dijo su madre.
—No. Estoy bien —dijo Mink—. ¿Puedo llevarme esas cosas, mamá?
—Pero no las estropees —dijo la señora Morris.
—¡Gracias, gracias! —gritó Mink y ¡pum! ya se había ido, como un cohete. La señora Morris siguió con los ojos a la niña.
—¿Cómo se llama ese juego?
—¡La invasión! —gritó Mink, y dio un portazo.
Los niños salían de todas las casas con cuchillos y cucharas y atizadores. Aquellos que tenían diez años o más despreciaban el asunto y se paseaban desdeñosamente encaramados en zancos o se divertían con una dignificada versión personal del juego del escondite. Mientras tanto los padres iban y venían en sus escarabajos de cromo. Los obreros venían a arreglar los tubos neumáticos, a componer los aparatos de televisión de borrosas pantallas, o a martillar sobre las recalcitrantes máquinas de comida. La civilización adulta pasaba y volvía a pasar junto a los ocupados niños, celosa de esa feroz energía infantil, tolerantemente divertida, y deseosa de unirse a ellos.
—Esto y esto y esto —decía Mink, instruyendo a los otros y repartiéndoles tenedores y tenazas—. Hagan esto y traigan aquello. No, tonto, ¡aquí! Eso es. Ahora sepárense —Mink apoyaba la lengua en los dientes, arrugando pensativamente la cara—. Así. ¿Ven?
—¡Sí! —gritaban los chicos.
Joseph Connors, de doce años, se acercó corriendo.
—Vete —le dijo Mink, mirándolo.
—Quiero jugar —dijo Joseph.
—No puedes —dijo Mink.
—¿Por qué?
—Te ríes de nosotros.
—No. De veras, no me reiré.
—No. Te conocemos. Vete o te echamos de aquí a empujones.
Otro niño de doce años se acercó en sus patines de motor.
—¡Eh, Joe! ¡Vamos! ¡No juegues con las mujeres!
Joseph titubeó, pensativo.
—Yo quiero jugar.
—Eres grande —dijo Mink con firmeza.
—No tan grande —dijo Joe reflexivamente.
—Te vas a reír y estropearás la invasión.
El muchacho de los patines de motor resopló.
—¡Vamos, Joe! ¡Siempre con sus cuentos de hadas! ¡Son unas tontas!
Joseph se alejó lentamente, sin dejar de mirar hacia atrás, hasta llegar a la esquina. Mink volvió a su tarea. Estaba construyendo, con sus utensilios, una especie de aparato. Otra niña, provista de lápiz y papel, tomaba notas, lenta y trabajosamente. Sus voces se elevaban y descendían bajo la cálida luz del sol.
Alrededor de los niños murmuraba la ciudad. En las calles se alineaban unos árboles verdes, rectos, pacíficos. Sólo el viento alteraba la calma de las casas, el país, el continente. En otro millar de ciudades había árboles y niños y calles y hombres de negocios que dictaban sus cartas en tranquilas oficinas o que miraban las pantallas de televisión. Los cohetes revoloteaban, como agujas de zurcir, por el cielo azul. Era la universal y tranquila quietud de los hombres acostumbrados a la paz, totalmente seguros de que nada volvería a turbarla.
Todos los hombres de la Tierra, tomados del brazo, formaban un frente unido. Las armas perfectas habían sido equitativamente repartidas entre todas las naciones. Se había establecido una situación de increíble y hermoso equilibrio. No había traidores, ni desgraciados, ni descontentos. El mundo se alzaba sobre bases firmes. La luz del sol iluminaba la mitad del planeta, y los árboles se adormecían acunados por una marea de aire cálido.
La madre de Mink, desde una ventana del primer piso, paseó los ojos por el jardín. Los niños. Los miró un rato y sacudió la cabeza. Bueno, comían bien, dormían bien, y el lunes volverían al colegio. Dios bendiga sus vigorosos cuerpecitos.
La mujer escuchó.
Mink hablaba seriamente con alguien que estaba cerca del rosal... pero no había nadie allí. Estos niños, qué raros. Y la niñita, ¿cómo se llamaba? ¿Anna? Anna anotaba en un bloc de papel. Mink le preguntaba algo al rosal y luego le pasaba la respuesta a Anna.
—Triángulo —dijo Mink.
—¿Qué es un triángulo? —dijo Anna con dificultad.
—No importa —dijo Mink.
—¿Cómo se escribe? —preguntó Anna.
—T-r-i... —deletreó Mink, lentamente—. ¡Oh! ¡Escribe! —Siguió con otras palabras—: Rayo...
—¡Todavía no he escrito tri... ángulo! —dijo Anna.
—¡Bueno, rápido, rápido! —gritó Mink.
La madre de Mink sacó el cuerpo fuera de la ventana.
—A-n-g-u-l-o —deletreó.
—Oh, gracias, señora Morris —dijo Anna.
—De nada —dijo la madre de Mink y se fue riéndose a limpiar el vestíbulo con la barredora electromagnética. Las voces temblaban en el aire luminoso.
—Rayo —dijo Anna, allá lejos.
—Cuatro, nueve, siete, A y B, y X —dijo la seria y apagada voz de Mink—. Y un tenedor y una cuerda y un hex.. hex... agón... ¡hexágono!
A la hora del almuerzo Mink bebió rápidamente su vaso de leche, devoró una rodaja de pan y se lanzó otra vez hacia el jardín. La madre golpeó la mesa.
—¡Siéntate! —ordenó—. Serviré la sopa dentro de un minuto.
La señora Morris apretó uno de los rojos botones de la cocinera automática y diez segundos más tarde algo cayó con un golpe sordo sobre la goma de la máquina receptora. La mujer abrió la máquina, sacó un recipiente con un par de tenazas de aluminio, lo abrió con una llave, y llenó de sopa el plato de Mink. La niña, mientras tanto, se agitaba en su asiento.
—¡Rápido, mamá! ¡Es cuestión de vida o muerte!
—A mí me pasaba lo mismo cuando tenía tus años. Siempre era cuestión de vida o muerte. Conozco la historia.
Mink se lanzó sobre la sopa.
—Despacio —dijo su madre.
—No puedo —dijo Mink—. Drill me está esperando.
—¿Quién es Drill? ¡Qué nombre raro! —dijo la señora Morris.
—No lo conoces —dijo Mink.
—¿Un vecino nuevo? —preguntó la mujer.
—Sí, es nuevo, de veras —dijo Mink, y comenzó a devorar su segundo plato.
—¿Dónde vive Drill? —preguntó su madre.
—Por ahí —dijo Mink, evasiva—. Te vas a reír. Todos se ríen, pobre.
—¿Es muy tímido?
—Sí. No. Algo. Oh, mamá. Voy a tener que correr para que haya invasión.
—¿Qué invasión es ésa?
—Los marcianos invaden la Tierra. Bueno, no son marcianos realmente. Son... No sé. De arriba.
Mink apuntó con la cuchara.
—Y de adentro —dijo la madre, tocando la afiebrada frente de Mink.
Mink protestó.
—¡Te estás riendo! ¡Matarás a Drill y a todos!
—No quisiera hacerlo. ¿Drill es un marciano?
—No. Es... bueno... viene de Júpiter o de Saturno o de Venus. Pero le ha costado mucho.
La señora Morris se llevó una mano a la boca.
—Me lo imagino.
—No sabían cómo atacar a los terrestres.
—Somos inexpugnables —dijo la mujer con una seriedad burlona.
—¡Eso mismo dijo Drill! Esa misma palabra, mamá.
—Caramba, caramba. Drill es un niño muy inteligente. Sabe palabras difíciles.
—No sabían cómo atacar, mamá. Drill dice... dice que para ganar una pelea hay que sorprender a la gente. Y dice también que hay que recibir ayuda del enemigo.
—La quinta columna.
—Sí. Eso dice Drill. Y no sabían cómo sorprender a los terrestres, y no encontraban a nadie que los ayudara.
—No me asombra. Somos muy unidos.
La señora Morris se rió, retirando los platos. Mink siguió allí, con los ojos clavados en la mesa, absorta en lo que estaba diciendo:
—Hasta que un día —susurró Mink melodramáticamente— ¡pensaron en los niños!
—¡Vaya, vaya! —dijo la sonriente señora Morris.
—Y pensaron que como los grandes están siempre ocupados no mirarían en los jardines. ni debajo de los rosales.
—Sólo para buscar hongos o caracoles.
—Y además están las dim-dims.
—¿Las dim-dims?
—Las dims... ones.
—¿Dimensiones?
—¡Sí! ¡Cuatro! Y también los niños más pequeños, y la imaginación... Es divertido oírlo a Drill.
La señora Morris estaba cansada.
—Sí, seguramente. Se está haciendo tarde, y si quieres terminar tu invasión antes del baño, será mejor que corras.
—¿Tengo que bañarme, mamá?
—Claro. ¿Por qué los niños odiarán el agua? Todos los niños, en todas las épocas de la historia han odiado que les laven las orejas.
—Drill dice que no tendré que bañarme.
—Oh, ¿dice eso, eh?
—Se lo dice a todos los chicos. No más baños. Y nos quedaremos levantados hasta las diez, ¡y veremos dos funciones de televisión en vez de una!
—Bueno, el señor Drill se está metiendo en camisa de once varas. Hablaré con su madre y...
Mink fue hacia la puerta.
—Pete Britz y Dale Jerrick nos dan mucho trabajo. Están creciendo. Se ríen. Son peores que los papás y las mamás. No creen en Drill. Son así porque están creciendo. Y no se dan cuenta. Hace dos años eran chicos todavía. Los odio más que a nadie. Los mataremos primero.
—¿Y luego a tu padre y a mí?
—Drill dice que sois peligrosos. ¿Sabes por qué? ¡Porque no creéis en los marcianos! Van a dejar que nosotros mandemos en el mundo. Bueno, nosotros solos, no. También los chicos que viven enfrente. Yo seré reina —Mink abrió la puerta—. ¿Mamá? ¿Qué quiere decir lógica?
—¿Lógica? Bueno, querida, la lógica dice qué cosas son ciertas y cuáles no.
—Drill entendió eso —dijo Mink—. ¿Y qué quiere decir im-pre-sio-na-ble?
—Bueno, quiere decir... —La señora Morris miró las tablas del piso, riéndose suavemente—. Quiere decir... ser un niño, querida.
—¡Gracias por el almuerzo! —Mink salió corriendo, y en seguida se detuvo y volvió la cabeza—. Mamá, espero que no te duela mucho, de veras.
—Bueno, gracias —dijo la madre.
A las cuatro se oyó el zumbido del audiovisor. La señora Morris movió la llavecita.
—¡Hola, Helen! —saludó.
—Hola, Mary ¿Cómo andan las cosas en Nueva York?
—Muy bien. ¿Y en Scranton? Pareces cansada.
—Tú también. Los niños. Me agotan —dijo Helen. La señora Morris suspiró.
—Mink es igual. La superinvasión.
Helen se rió.
—¿También tus chicos juegan a eso?
—Dios, sí. Mañana se tratará de asnos geométricos o de arbustos motorizados. ¿Éramos así en el año 48?
—Peores Japoneses y nazis. No sé cómo mis padres me aguantaban. Yo era casi como un muchacho.
—Los padres aprenden a hacerse los sordos.
Un silencio.
—¿Qué te pasa, Mary? —preguntó Helen.
La señora Morris había bajado la vista y se pasaba la lengua lenta y pensativamente por el labio inferior.
—¿Eh? —preguntó sobresaltada—. Oh, nada importante. Sólo eso. Hacerse los sordos y esas cosas. ¿Qué estábamos diciendo?
—Mi hijo Tim sólo habla de alguien llamado... Drill. Sí, creo que así se llama.
—Debe de ser una nueva contraseña. Mink también está enloquecida con ese Drill.
—No sabía que hubiese llegado hasta Nueva York. De boca en boca, me imagino. Una moda. Hablé con Josephine y me dijo que sus hijos —en Boston— están entusiasmadísimos con ese juego.
En ese momento Mink entró en la cocina, dando saltos. Venía a beber un vaso de agua. La señora Morris se volvió hacia ella.
—¿Cómo andan las cosas?
—Falta poco.
—Magnífico —dijo la señora Morris—. ¿Qué es eso?
—Un yo-yo —dijo Mink—. Fíjate —Mink dejó caer el yo-yo. Cuando ya llegaba al final del hilo, el yo-yo desapareció—. ¿Viste? —dijo Mink—. ¡Hop! —Abrió la mano y el yo-yo apareció de nuevo subiendo por el hilo.
—Hazlo otra vez —le dijo su madre.
—No puedo. ¡La hora cero es a las cinco! ¡Adiós! —Mink se fue jugando con su yo-yo.
En el audiovisor, Helen se reía.
—Tim trajo uno de esos yo-yos esta mañana. No quería mostrármelo, y cuando al fin traté de hacerlo funcionar, no pude.
—No eres impresionable —dijo la señora Morris.
—¿Qué?
—Nada. Algo que he pensado. ¿Qué querías, Helen?
—¿Podrías darme la receta de esa torta blanca y negra?
La hora pasó lentamente. El día se desvaneció. El sol bajó en el pacífico cielo azul. Las sombras se alargaron en los prados verdes. Las risas y la excitación de los niños seguían como antes. Una niñita se escapó llorando. La señora Morris se asomó a la puerta.
—Mink, ¿por qué lloraba Peggy Ann?
Mink estaba en el jardín, en cuclillas, cerca del rosal.
—Oh, es una miedosa. No queremos que juegue con nosotros. Es demasiado grande para jugar. Me parece que creció de pronto.
—¿Y por eso lloraba? Señorita, me va a contestar correctamente o se viene para adentro.
Mink se incorporó consternada y con cierta irritación.
—No puedo. Es casi la hora cero. Seré buena, mamá. Lo siento.
—¿Le pegaste a Peggy Ann?
—No, de veras. Pregúntaselo. Fue algo... bueno, es una nena miedosa.
Los chicos rodearon a Mink. La niña volvió a trabajar con sus cucharas y un rectángulo formado por martillos y tubos.
—Así y así —murmuró Mink.
—¿Qué pasa? —preguntó la señora Morris.
—Drill se atascó. A mitad de camino. Si pudiésemos sacarlo sería más fácil. Los otros vendrían detrás.
—¿Puedo ayudarte?
—No, mamá, gracias. Yo lo arreglaré.
—Muy bien. Dentro de media hora te llamaré para el baño. Me cansa mirarte.
La señora Morris entró en la casa y se sentó en la mecedora automática, bebiendo a sorbos un vaso de cerveza. La silla le masajeó la espalda. Niños, niños. Niños, y amor, y odio, todo junto. A veces los niños te quieren, a veces te odian, todo en un instante. Qué raros son. ¿Olvidarán o perdonarán los azotes, y las duras y estrictas voces de mando?
¿Cómo, se preguntó, puede uno olvidar y perdonar a esos seres de allá arriba, a esos altos y tontos dictadores?
Pasó el tiempo. Un curioso silencio, un silencio expectante, y cada vez más pesado, se posó sobre la calle. Las cinco. Un reloj cantó suavemente en algún rincón de la casa con una voz serena y musical:
—Las cinco... las cinco. El tiempo pasa. Las cinco —Y la voz se hundió en el silencio—. La hora cero.
La señora Morris se rió entre dientes. La hora cero. Un auto-escarabajo susurró en la avenida. El señor Morris. La señora Morris sonrió. El señor Morris salió del auto, cerró la puerta con llave, y saludó alegremente a Mink que seguía trabajando. Mink no le hizo caso. El hombre se rió y se detuvo un momento a observar a los niños. Luego subió los escalones que llevaban a la puerta.
—Hola, querida.
—Hola, Henry.
La señora Morris se sentó en el borde de la silla. Los chicos estaban callados. Demasiado callados. El señor Morris vació su pipa y volvió a llenarla.
—Qué día hermoso. Da gusto vivir.
Un zumbido.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Henry.
—No sé.
La mujer se incorporó de pronto, con los ojos muy abiertos. Iba a decir algo. Se detuvo. Era ridículo. Se estremeció.
—Esos niños no jugaban con nada peligroso, ¿no es cierto?
—Nada. Sólo caños y martillos. ¿Por qué?
—Nada eléctrico.
—Pero no —dijo Henry—. Me he fijado.
La señora Morris entró en la cocina. El zumbido continuaba.
—De todos modos, diles que basta por hoy. Pasan de las cinco. Diles que... —La mujer parpadeó y se rió, nerviosamente—. Diles que dejen la invasión para mañana.
El zumbido se hizo más intenso.
—¿Qué hacen? Bueno, iré a ver.
La explosión.
La casa se sacudió con un sordo ruido. Otras explosiones resonaron en otras casas, en otros jardines. La señora Morris gritó, involuntariamente:
—¡Vamos, arriba, rápido!
Su grito no tenía ningún sentido. Quizá había visto algo de reojo; quizá había olido un nuevo olor. No había tiempo para discutir con Henry. No había tiempo de convencerlo. Deja que piense que estás loca. Sí, ¡loca! Estremeciéndose, corrió escaleras arriba. Su marido la siguió.
—¡En el altillo! —gritó la mujer—. ¡Allí fue!
Era sólo una pobre excusa para encerrar a Henry en el altillo, mientras hubiese tiempo. Oh, Dios, tiempo. Otra explosión en la calle. Los niños gritaron entusiasmados como ante unos hermosos fuegos de artificio.
—¡No es en el altillo! —gritó Henry—. ¡Es afuera!
—¡No, no! —Sin aliento, jadeante, la mujer siguió corriendo—. Vas a ver. ¡Rápido! ¡Rápido!
Entraron en el altillo. La mujer cerró la puerta, y tiró la llave a un revuelto rincón. Unas palabras incomprensibles le salían de la boca. Todas las secretas sospechas y todos los temores que había sentido esa tarde y que habían fermentado en ella como un vino. Todas las menudas revelaciones y sensaciones que la habían acosado durante todo ese día y que lógicamente, cuidadosamente, razonablemente, había rechazado y censurado. Ahora estallaban en ella, y le destrozaban las entrañas.
—Aquí, aquí —decía sollozando, apoyada en la puerta—. Estaremos a salvo hasta la noche. Quizá podamos salvarnos. Quizá podamos escapar.
Henry perdió también la cabeza, pero por otro motivo.
—¿Estás loca? ¿Por qué has tirado la llave? ¡Esto no tiene sentido!
—Sí, sí. Estoy loca, si quieres, ¡pero quédate aquí!
—¡No sé cómo podría irme!
—Cállate. Pueden oírnos. ¡Oh, Dios, nos encontraran!
Allá abajo se oyó la voz de Mink. El señor Morris oyó un enorme zumbido, un susurro, un grito, una voz ahogada. En la planta baja llamaba el audiovisor, una y otra vez, insistentemente. ¿Será Helen quién llama?, pensó la señora Morris. ¿Y llamará por lo que creo que llama?
Unos pasos resonaron en el vestíbulo. Unos pasos pesados.
—¿Quién entra en la casa? —preguntó Henry, enojado—. ¿Quién anda allí?
Unos pies pesados. Veinte, treinta, cuarenta, cincuenta. Cincuenta personas andaban por la casa. Un murmullo. Las risas de los niños.
—¡Por aquí! —dijo la voz de Mink.
—¿Quién anda abajo? —rugió Henry—. ¿Quién anda ahí?
—Oh, no, no, no, no —dijo su mujer débilmente, abrazándolo—. Por favor, tranquilízate. Quizá se vayan.
—¿Mamá? —llamó Mink—. ¿Papá? —Una pausa—. ¿Dónde estáis?
Unos pies pesados, pesados, muy pesados, subían por las escaleras. Mink caminaba ante ellos.
—¿Mamá? —llamó Mink—. ¿Papá?
Un silencio, un momento de espera. Un murmullo. Las pisadas se acercaban al altillo. Mink iba adelante. El señor y la señora Morris se abrazaron temblando. El murmullo eléctrico, la luz fría y rara que de pronto asomó por debajo de la puerta, el olor desconocido, la voz curiosamente ávida de Mink, traspasaron al señor Henry Morris. Allí se quedó, estremeciéndose, en el oscuro silencio, cerca de su mujer.
—¡Mamá! ¡Papá!
Pisadas. Un ligero sonido. La cerradura se fundió. La puerta se abrió de par en par. Mink espió el interior del altillo. Unas sombras altas y azules se alzaban detrás de ella.
—Cucú —dijo Mink.
Ray Bradbury (1920-2012)
Relatos góticos. I Relatos de Ray Bradbury.
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El análisis y resumen del cuento de Ray Bradbury: Hora Cero (Zero Hour), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
Este relato que fue escrito hace tanto tiempo, en 1947, todavía funciona y lo hace bien, a pesar de que ahora gracias a los móviles e internet podrían invadirnos todas las razas de todos los planetas, pues no hay ningún control sobre esas pequeñas bestias que son los niños, jajajajajaja...
Siempre estorban, siempre te los quieres quitar de encima y por eso es tan verosímil el relato, porque las circunstancias son las mismas o incluso más aperturistas en cuanto a la vigilancia sobre lo que hacen los niños.
Muchas gracias por compartirlo y la traducción, a pesar de ser español latino está bien hecha.
Saludos, Aefwine.
Un genio, Bradbury, mil gracias por traducir y publicar :)
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