«Si los muertos pudieran hablar»: Cornell Woolrich; relato y análisis.
Si los muertos pudieran hablar (If the Dead Could Talk) —también publicado en español como: Si el muerto pudiera hablar— es un relato de detectives del escritor norteamericano Cornell Woolrich (1903-1968) —más conocido por su seudónimo: William Irish—, publicado originalmente en la edición de febrero de 1943 de la revista Black Mask, y luego reeditado en la antología de 1948: El blues del hombre muerto (Dead Man Blues).
Si los muertos pudieran hablar, sin dudas uno de los mejores cuentos de Cornell Woolrich, relata la historia de un hombre que planea el asesinato de su mejor amigo, ambos integrantes de un circo, luego de que éste se comprometa con la mujer que ama, la cual además participa con ellos en un arriesgado número acrobático.
Es interesante como el autor recurre a la idea de que los grandes odios siempre son precedidos por un gran afecto, como si de hecho la amistad fuese un requisito indispensable para el odio. En este sentido, Si los muertos pudieran hablar es menos un relato detectivesco que un cuento policial, ya que desde el inicio Cornell Woolrich nos informa quién es el perpetrador de aquel crimen, y cuáles son las causas que lo motivan a llevarlo a cabo. La verdadera sorpresa ocurre al final del cuento, que naturalmente no vamos a revelar aquí.
Si los muertos pudieran hablar.
If the Dead Could Talk, Cornell Woolrich (1903-1968)
Se hallaba en una habitación pequeña, situada detrás de la pista. Las lentejuelas de la blusa daban brillo y colorido a su figura; las mallas hacían resaltar los músculos de sus piernas. Su expresión era apacible. Estaba muerto.
Dos payasos lo contemplaban desde la puerta; tenían la mirada triste de todos los payasos vistos de cerca. A un lado del cadáver se encontraba un conductor de cuadriga romana, de brillante coraza y empenachado casco; al otro, una ecuyère de ligera túnica color de rosa. Lo miraron por última vez, luego salieron sin pronunciar una palabra. La representación continuaba; no podían entretenerse.
Tan sólo quedó una muchacha ataviada con mallas como él, envuelta en una capa; lo contemplaba en silencio. No dejaba de mirarlo, como si no pudiera apartar los ojos de él. A su lado, había un hombre joven con el mismo atuendo, que la enlazaba por la cintura con una mano. La otra, vendada con una gasa blanca, la mantenía abierta como si tuviera una herida reciente. No contemplaba el cuerpo inmóvil, sino a la muchacha.
Ninguno de los dos hablaba. Nada tenían que decir: era una de esas cosas que ocurren en su profesión.
Un detective iba tomando notas en una libreta. Había concluido su trabajo. Hizo algunas preguntas, metió las narices por todas partes y puso en claro el asunto. No era muy complicado. Casi unas mil personas habían asistido al drama. Lo puso en claro, por lo menos en parte. Esto era lo que había anotado:
Nombre: Crosby, Joseph.
Edad: Veinticinco años.
Profesión: Trapecista.
Causa de la muerte…
Ningún ser vivo podía decirle…
Edad: Veinticinco años.
Profesión: Trapecista.
Causa de la muerte…
Ningún ser vivo podía decirle…
Supe que lo mataría la noche en que ella me dijo:
—Lo siento, Joe, pero es a él a quien quiero.
El problema estaba en cómo y cuándo iba a hacerlo. Yo era así y no podía cambiar. Y, sin embargo, luché contra ese sentimiento con todas mis fuerzas, aunque sabía que era inútil. Un día u otro, se desencadenaría el drama y no podía impedirlo. Cualquier nimiedad lo provocaría; un beso que él le diera, una mirada de posesión. Quisiera o no, sucedería.
Es curioso: cuanto más se aprecia a un hombre, más se le odia en el momento en que nos quita algo que creemos que nos pertenece. No éramos hermanos, pero nos queríamos como si lo fuésemos. Huimos de casa en la misma noche y nos encontramos por casualidad. Yo era algo mayor que él. Dos días antes, un circo instaló sus tiendas en nuestro pueblo; ambos deseábamos formar parte de su compañía. ¿No es ésta una señal de lo próximos que estábamos uno al otro?
Me iba deslizando entre las roulottes, alineadas en un descampado; era luna llena. Procuraba ocultarme del guardián y encontrar un camión en el que esconderme. De uno de ellos salió una mano que me hizo una seña, mientras una voz murmuraba:
—Ven aquí.
Me pareció que se trataba de alguien de mi edad y me introduje por la abertura que me indicaba; volvimos a cerrarla y trabamos amistad en las tinieblas que nos rodeaban, como dos fugitivos que éramos.
—Me llamo Tommy Sloan —me dijo—. ¿Y tú?
—Joe Crosby. ¿Te has escapado de tu casa?
—Sí. Quiero quedarme a trabajar en este circo.
—Yo también.
No nos sorprendió haber tenido la misma idea y ponerla en práctica la misma noche. Pero pensar que algún día uno de los dos mataría al otro nos hubiese parecido absurdo.
—Se van a Gloversville. Iremos hasta allí en este camión. He oído cómo el guardián se lo decía a otra persona. No tenemos más que quedarnos quietos, sin llamar la atención.
Se abrazó las rodillas, después de darme sus últimas galletas.
—Yo quiero trabajar en el número de los trapecistas; aquel en el que un señor y una señora lanzan por el aire a una chica. Sí, en los trapecios —suspiró ilusionado.
Yo tenía la misma idea. Para mí, no había nada más en el mundo; aunque no hubiera sabido explicar el motivo. Supongo que eso es lo que llaman vocación.
—Quisiera saber si van a contratarnos —exclamó Sloan.
—Tal vez. Pero antes tendremos que aprender el oficio. Quizá nos dejen probar algunas veces para irnos ejercitando.
En la oscuridad del camión hubo un doble suspiro de ansiedad.
—Lo único que quiero es ser trapecista —repitió en voz baja y soñadora.
—Y yo también —aseguré.
Así fue como comenzó todo. Cuando se dieron cuenta de que no podrían librarse de nosotros y de que en nuestras casas no se oponían, nos aceptaron.
Madame Bissel, la trapecista, hizo de madre nuestra. Fue preciso adiestrarnos para ese trabajo; no teníamos los músculos lo bastante elásticos, pero estábamos en la mejor edad para lograrlo. No había concluido aún nuestro aprendizaje cuando perdimos a Ma Bissel. Murió en la cama, y no en la pista, como era su deseo. La lloramos igual que si efectivamente hubiera sido nuestra madre.
Entonces, Pa Bissel nos tomó como ayudantes. Era preciso continuar el número y nosotros ya estábamos en condiciones de hacerlo. ¡Qué orgullosos nos sentimos la noche en que debutamos! En la plataforma, junto a ella y a Pa, nos erguíamos, altos y delgados, vestidos con nuestras mallas nuevas. Aquélla fue la primera ocasión en que volamos por el espacio sin redes que nos protegieran.
Dicen que el hecho de actuar en un escenario intoxica al artista y que ya nunca puede olvidarlo. Tommy y yo lo experimentamos aquella noche. Comprendimos que lanzarse desde un trapecio a otro era lo único que verdaderamente nos importaba.
Al principio éramos cuatro en el número, pero poco tiempo después, Pa debió retirarse, se le iba envarando el cuerpo y se le debilitaban los músculos. Nos había enseñado todo cuanto sabía. Se marchó a una aldea tranquila, adonde íbamos a verle cada vez que pasábamos cerca, hasta el día en que ya no fue necesario. Así es la vida: unos mueren y otros deben continuar.
Nos habíamos convertido en dos hombres y una mujer, Ya no éramos muchachos delgados, sino atletas en la plenitud de su forma. Introdujimos algunos cambios en el número. Ejecutábamos un triple salto mortal muy peligroso, con los ojos vendados. Uno de nosotros se colgaba cabeza abajo de un trapecio para sujetar por las muñecas al saltador. Pa nos lo había hecho ensayar. Cuando lo tuvimos bien sincronizado, retiramos la red. De todos modos no iba a servirnos de nada, pero nos daba cierta sensación de seguridad.
Ella había aprendido el salto igual que Tommy para poderle sustituir en caso de que surgiera algún inconveniente, Este salto era el número fuerte de nuestro espectáculo y no podíamos suprimirlo. En nuestro oficio es preciso preverlo todo. ¿Quién sabe? Uno de nosotros podía tener dolor de vientre o pillarse la mano al cerrar una puerta.
Por esta razón tanto ella como Tommy aprendieron el mismo salto. Yo servía de base. Era demasiado pesado para girar con la necesaria rapidez en el aire, pero lo bastante fuerte para sujetar al que saltaba en el vacío. Ambos eran más bajos que yo; disponían de más tiempo para dar los tres saltos antes de enderezarse, aferrándose a mis manos. Por lo general, sólo Tommy realizaba el número. Ella seguía en la plataforma, como figura decorativa.
¡Qué hermosa estaba! Era preferible que fuera ella en lugar de un hombre quien presenciara el salto. Al público no hay que descuidarle estos detalles.
Quiero advertir que el número tenía gran éxito. Gracias a él conseguimos ver nuestros nombres con grandes letras en los carteles y actuar en ciudades importantes. Mientras, Natalia estaba cada día más guapa. Siempre nos acompañaba, con sus grandes ojos, su sonrisa y sus cabellos rubios. Así fue desde que éramos tres niños, pero en la actualidad nos habíamos convertido en dos hombres y una mujer. Sin embargo, ella no podía amarnos a los dos del mismo modo. Ni podía, ni nosotros lo hubiéramos querido.
Una noche, al volver al hotel, llamó a la puerta de mi habitación. Estábamos en Toledo; él no la acompañaba y seguramente debía de pasearse a la luz de la luna.
—Lo siento mucho, Joe. Acabo de darme cuenta de pronto: es a él a quien quiero. Me pediste que fuera sincera y prefiero decírtelo.
En aquel momento no supe qué decir. Me limité a mirarla.
—Buenas noches, Joe —se despidió ella con dulzura.
Yo volví a cerrar la puerta.
Al saberlo, no sufrí mucho. Sólo la había visto a ella; la herida no estaba aún envenenada.
Tommy y yo compartíamos siempre el mismo dormitorio. Llegó poco después; estuvo silbando en la oscuridad mientras se desnudaba. Comprendí entonces cuánto iba a sufrir. También comprendí que le mataría antes de permitir que ella fuera suya. Claro que podría contenerme durante algún tiempo, pero no eternamente. En alguna ocasión, este impulso sería más fuerte que yo. Era preciso que lo matara.
La crisis fue llegando con lentitud, pero inexorablemente. Sus miradas mientras comíamos, sus paseos, el modo que tenían de estrecharse las manos cuando creían que no los veía nadie, me agotaban la paciencia.
En Saint Louis compré un revólver. Conocía a un tipo del otro lado del río, al este de la ciudad; era prestamista y lo consiguió merced a no se sabe qué circunstancias. Se avino a vendérmelo sin hacer preguntas. En la siguiente ciudad donde actuamos, las cosas se desarrollaron a favor mío. Una noche, pude pasearme a solas con él. Esperaba aquella ocasión desde hacía mucho tiempo. Natalia debía encontrarse con Tommy en un parque de atracciones situado en las afueras de la ciudad. Ella se entretuvo al concluir el espectáculo, y Sloan le dejó una nota, por debajo de la puerta, citándola. Era la oportunidad que necesitaba.
Me apoderé de la nota y la rompí. Luego, tras darle un cuarto de hora de ventaja, lo fui siguiendo. Llevaba encima el revólver.
El parque de atracciones se levantaba en las afueras de la ciudad, junto a un bosque. En torno a las barracas iluminadas y a los puestos de feria se extendían las sombras de los árboles. Era el lugar ideal; no habría podido encontrar otro mejor.
Lo vi detenido ante un bar, bebiendo una cerveza. La estaba esperando. Le dije que Natalia se sentía fatigada y que había preferido acostarse; que me enviaba para decírselo. Como él iba a regresar enseguida, tuve que esforzarme en disuadirle. Conseguí atraerle hacia un paseo lejos de las luces y de posibles testigos.
Quería que pasara por un accidente.
Mientras manejaba el revólver, jugando, se había disparado. O bien estábamos persiguiendo algún animal y él se colocó en la línea de tiro. No podrían demostrar que mentía.
Nos tendimos sobre la hierba, al pie de un árbol. Tommy, como un imbécil, no cesaba de hablarme de ella. Me decía que Natalia era extraordinaria y que él había tenido mucha suerte. ¡Como si yo no lo supiera!
—Pero la suerte te abandona —me dije acariciando la culata del revólver que guardaba en el bolsillo.
Al fin, lo saqué, y le quité el seguro. Sin prisas, lo alcé y le apunté a la cabeza. Tommy miraba a otro lado. Al volverse, me vio, pero, en lugar de asustarse, preguntó con naturalidad de dónde lo había sacado y para qué lo tenía. Sí, eso fue exactamente lo que me preguntó.
Luego, rompiendo a reír, movió la mano como si espantara una mosca.
—Aparta eso, Joe. Puede dispararse.
Como no le hice caso, creyó que estaba bromeando. Cerró los puños, simulando boxear conmigo. ¡Y por esta razón no pude hacer fuego! Al mirarme, me sonreía. Y de improviso, vi el rostro de un muchacho que me ayudaba a subir a un camión. También recordé su rostro en la noche en que Pa Bissel nos hizo debutar. Inmóvil a mi lado, bajo la luz de los reflectores, me había dicho:
—¿Estás nervioso, Joe? A mí me tiemblan las rodillas.
En sus ojos brillaba una mirada de temor, que al mismo tiempo era de orgullo. Entonces, lo recordé todo. Bruscamente di media vuelta mientras gruñía:
—Vuelvo al hotel.
Y me alejé a toda prisa. De momento, quedó como paralizado por la sorpresa. Luego, con estúpida insistencia, pretendió alcanzarme. Ignoraba el peligro al que estuvo expuesto y que seguía amenazándole.
—Pero ¿qué te pasa, Joe? ¿Qué prisa tienes? Espérame, que te acompaño —gritó.
Volví la cabeza para advertirle en voz baja y temblorosa:
—¡Vete! ¡No te acerques a mí mientras estemos en el parque! ¡Vete!
Se detuvo, sorprendido de nuevo, y se pasó la mano por los cabellos, como para comprender mejor lo que ocurría. Me alejé deprisa, muy deprisa, y al pasar ante un estanque arrojé el revólver.
Al llegar al hotel, encontré a Natalia en la escalera. Lo esperaba, envuelta en una bata. Se hubiera dicho que sospechaba alguna cosa. Las mujeres tienen a veces curiosas intuiciones. Debía de aguardarle desde hacía hora y media y estaba muy pálida. Se estremeció al darse cuenta de que era yo quien llegaba.
—¿Joe? —murmuró—. Cuando él sale siempre me deja una nota.
—Estábamos juntos —respondí—. Ahí viene.
Me encaminé a mi dormitorio sin añadir palabra. Sentí que me seguía con la mirada. ¿Adivinaba algo?
Se casaron la semana siguiente. ¿Acaso aquel incidente adelantó las cosas? Lo ignoro. Pero si Natalia había intuido el peligro, estoy seguro de que Tommy no tenía la menor sospecha.
Aquella semana actuábamos, con gran éxito, en una importante ciudad. Se estaban retrasando precisamente para el comienzo de la representación del sábado por la tarde. Yo me estaba vistiendo muy lentamente. Nuestro número era de los últimos, pero el espectáculo comenzaba con un gran desfile de toda la compañía, y nunca hasta entonces habíamos dejado de tomar parte. Me disponía a ocupar mi puesto solo mientras continuaba buscándoles con la mirada. Sabía el motivo de su retraso.
Cuando me dirigía a la pista, oí un rumor a mi espalda y vi que los dos llegaban corriendo. Tommy quiso apresurarse tanto que llevaba las mallas mal puestas y ni siquiera se había maquillado. En realidad, no era necesario, porque su rostro resplandecía. Al bajar la vista me di cuenta de que Natalia ostentaba una alianza en la mano izquierda.
La orquesta inició una marcha y comenzó el desfile.
Tenía la seguridad de que se acercaba la catástrofe. El odio iba acelerando los latidos de mi corazón y me hacía hervir la sangre en las venas. Decidí abandonar el número; no quería que ocurriera en la pista.
Concluido el espectáculo, me fui solo a tomar una taza de café. Al cabo de un rato, como se acercaba la hora de la siguiente representación, me puse en pie maquinalmente. Me di cuenta de que volvía la espalda al circo y me iba alejando de la gran explanada donde se alzaban las tiendas. No quería actuar aquella noche. Estaba seguro de que algo ocurriría. Deseaba apartarme de Tommy; era el único medio de salvarle.
No tenía prisa. Estuve paseando mucho rato hasta que al final llegué a un jardín público y me senté en un banco. Cuanto más tiempo pasaba, más nervioso me sentía. Me era difícil contenerme. Me parecía que algo más fuerte que mi voluntad me obligaba a regresar al circo. Jamás falté a una representación. Para mí era mucho más importante que beber, comer o respirar. Me sujeté enérgicamente al banco en que estaba sentado. Me iba repitiendo a mí mismo:
—¡No te muevas! ¡Quédate ahí! ¡No hagas eso, sobre todo ante el público!
Fue inútil. Me esforzaba en no mirar el reloj de pulsera, pero había uno público cerca del jardín. Aún faltaban ocho minutos para que comenzara el espectáculo.
—Puedo llegar a tiempo, incluso sin darme prisa. Cinco minutos. Tendré que correr. ¡Cuatro, tres minutos! ¡Ya debería estar cambiándome la ropa!
No me pude contener por más tiempo. Me levanté y eché a andar resueltamente en dirección opuesta a la explanada, pero después de recorrer unas yardas di media vuelta. Por encima de todo, yo era un trapecista y no podía faltar a mi compromiso. Regresé lentamente, contra mi voluntad. Poco a poco, fui acelerando el paso hasta echar a correr como un loco. Llegué finalmente al camerino sin aliento, resollando como un buey.
Es doloroso saber que va a ocurrir una cosa y que nada puede hacerse para evitarlo. Tommy se vestía a mi lado; no lo miré ni una sola vez. No me habló de su boda; se limitó a preguntarme:
—¿Adónde fuiste? Queríamos invitarte a cenar, pero ni Natalia ni yo pudimos encontrarte.
Era un modo indirecto de decirme que se habían casado. Me aferré a la mesa del tocador, como antes al banco del jardín. Me blanqueaban los nudillos por el esfuerzo. Temía estar a solas con él; había demasiadas posibles armas al alcance de mi mano. ¡Y Tommy mostraba aquel aire tan feliz! Se puso en pie para acabar de maquillarse.
—¡Abre la puerta! —le dije.
—Hay mucha gente.
—¡Déjala abierta! Me iré a ese rincón y no me verán. ¡Me ahogo aquí dentro!
Mi voz salía ronca.
No comprendió la verdad. Cuando en una persona se deposita la confianza se vuelve uno ciego.
—Sí, hace calor —dijo, sin mucha convicción.
Aquella noche, nada le inquietaba, nada parecía preocuparle. Era su noche de bodas.
Me puse las mallas y luego quedé inmóvil, incapaz de seguir adelante. Me iba diciendo a mí mismo:
—¡No lo hagas delante del público! ¡Después, si quieres, pero de ningún modo durante la representación!
Tommy se encontraba en el umbral, esperándome. Como yo seguía sentado, preguntó:
—¿Qué te pasa?
—No puedo trabajar esta noche —respondí.
Se acercó para intentar convencerme. Apoyó las manos en el respaldo de la silla; si me hubiera tocado, ignoro lo que habría ocurrido. Quizá le hubiese matado en aquel momento.
Me hablaba, pero yo no le escuchaba. En el espejo que se hallaba ante nosotros vi una calavera. ¡No bromeo! Estaban nuestras cabezas, la mía y la de Tommy, y apareció aquel cráneo de órbitas vacías y dientes descarnados que parecían sonreír. Quizá fuera un efecto de las luces; no lo sé. No recuerdo si la calavera cubrió el rostro de Tommy o el mío. Poco a poco, se fue borrando hasta desaparecer.
Tommy no conseguía convencerme y el tiempo pasaba. Al fin, salió y le oí cuchichear con alguien en el pasillo. Comprendí que le pedía a Natalia que me persuadiera. Tuve miedo, pues era la única persona capaz de lograrlo. Temí ceder.
Me puse en pie para cerrar la puerta, pero entró antes de que pudiera hacerlo, más hermosa que nunca. Apoyó la mano en el montante y otra vez distinguí la alianza en el dedo anular.
—¿Es por el número, Joe?
—¡No! Nada tiene que ver con eso.
—Entonces —añadió ella—, no debemos estropear la representación. ¡Guárdate eso para ti, pero no nos hagas fracasar! ¡Sería lo peor que podrías hacer!
Me sentí acorralado. Grité:
—No insistas, Natalia. Arréglatelas para hacer el número con Tommy. Suprime el salto peligroso, pero no me pidas que trabaje esta noche.
Se inclinó hacia mí, acariciándome la cara. Era exactamente lo que temía; lo temía porque significaba una orden de ejecución.
—Te espero junto a la entrada —me dijo—; ya comienza la música.
Me peiné una vez más los cabellos y tomé el tubo de fijador que empleaba para que brillasen. Era una pomada a base de petróleo; lo había ido doblando conforme se gastaba. Sin la menor vacilación, me lo guardé en el ancho cinturón. Luego, salí del camerino para ocupar mi puesto en el desfile.
La representación se desarrolló como habíamos previsto. Nos movíamos con completa desenvoltura. A la vez, nos encaramamos por las escalas de cuerda para ocupar nuestros puestos en las plataformas, ellos juntos y yo enfrente. Llegamos al mismo tiempo. Dispusieron los proyectores, nos quitamos las capas, estallaron los aplausos y comenzó nuestro número.
Lo teníamos todo bien ensayado. Lo que al público le parecía tan peligroso no representaba para nosotros más que ejercicios de entrenamiento; saltar de un trapecio a otro, cambiar de trapecio mientras nos cruzábamos en el aire eran cosas que ya hacíamos a los dieciséis años. Pa Bissel nos había enseñado muy bien. Yo actuaba de un modo tan automático que nada me impedía pensar en otras cosas. Y aquella noche no lo deseaba.
Hice mi exhibición, luego Natalia y por último Tommy; pero aún faltaba lo más interesante. Realizamos algunos ejercicios más, los tres juntos. El sonido de los aplausos llegó hasta nosotros; parecía como si un gigante anduviera sobre la grava. Luego, nos detuvimos para descansar. Así podíamos recobrar la respiración. Estábamos en condiciones de encadenar los ejercicios sin ahogarnos, pero resultaba mejor de este modo.
Nuestro trabajo parecía más difícil. Por medio de un micrófono anunciaron nuestra siguiente exhibición. Nos pasamos una toalla. Esto nos entretuvo durante unos minutos.
Íbamos a comenzar la parte más importante de nuestro espectáculo. Tommy era el protagonista: se lanzaba al vacío con los ojos vendados. Yo le esperaba, a menos altura, colgado del trapecio cabeza abajo. Tommy realizaba un triple salto muy peligroso y yo le recogía al pasar ante mí. Sabía exactamente cuándo debía sujetarle.
Se inclinó para lanzarme la toalla. Luego, yo se la pasaría a Natalia. El orden era invariable. Nunca cambiábamos nada en nuestra representación, ni siquiera el más ínfimo detalle.
Me envolví las manos como si fuera a secármelas y, disimuladamente, tomé el tubo que ocultaba en el cinturón. Con la uña, hice saltar el tapón. Lo oprimí y se vació la crema entre mis manos igual que una serpiente brillante y fría. ¡Era una serpiente de veneno mortal! Volví a colocar el tubo en el cinturón. Más tarde me desembarazaría de él. Protegido por la toalla me engrasé las muñecas hasta que estuvieron escurridizas como anguilas. Era allí donde Tommy tenía que agarrarse.
La crema me dejaba sobre la piel una impresión de frescor. Luego, como hacía siempre, envié la toalla a Natalia.
Yo no corría ningún peligro. Me colgaba del trapecio por las piernas. La trampa iba destinada a Tommy.
El momento se acercaba. Me lancé a mi trapecio, que los tramoyistas bajaron un poco; se requería bastante espacio para realizar los tres peligrosos saltos. Natalia cruzó el espacio, como si volara, hasta alcanzar a Sloan. Era ella quien le vendaba los ojos y le colocaba al borde de la plataforma. Yo me colgué, cabeza abajo; extendí una y otra vez los brazos. Estaba dispuesto. Los proyectores enfocaron a Tommy. Era su gran hazaña, la última. Los preparativos siempre tenían la virtud de hacer estremecer al público. En esta ocasión, no quedarían defraudados.
Ignoro lo que pasó en la plataforma de Tommy. ¿Tuvo Natalia sospechas o efectivamente ocurrió un accidente? No lo sabré nunca. Quizá se dio cuenta de que la toalla estaba pegajosa cuando yo se la entregué. ¿Reconoció tal vez el perfume de mi fijador? A menos de que todo se debiera a su intuición, como aquella noche en Saint Louis.
Si tuvo sospechas, debió de sentir una angustia horrible. No era éste mi propósito. Natalia no disponía más que de unos segundos para tomar una decisión. Los proyectores los iluminaban ante miles de ojos anhelantes. Ya comenzaba el batir de los tambores. No podía sujetarle por el brazo e impedirle saltar. Nos hubieran silbado y no habríamos podido actuar más que en las ferias de pueblo. Una mujer enamorada encuentra siempre una solución. Pero tal vez no fue obra de ella. ¿Se trataría efectivamente de un paso en falso? Acababan de casarse y debían de estar nerviosos. A menos de que la suerte lo dispusiera así.
Cuando ocurrió yo miraba hacia otro lado. De improviso, cesó el batir de los tambores, al tiempo que del público se alzaba un grito de espanto. Yo seguía cabeza abajo; al enderezarme vi a Tommy cayendo por el espacio hacia abajo. Se hubiera dicho que había perdido pie en la plataforma y dado un paso en el vacío. Con una mano se había sujetado al cable más próximo; esto le salvó. Cualquier cosa pudo provocar este accidente: quizá ella le empujó sin querer o el mismo Sloan resbaló en el borde metálico de la plataforma.
Hubo un estremecimiento de terror entre el público, que lo asemejó a un bosque agitado por el viento. Tommy descendió en espiral, cada vez más deprisa, hasta llegar a la pista; pero no soltó la cuerda. Con una mano, se aferraba a ella desesperadamente. Debía quemarle la piel, penetrar hasta la carne, pero amortiguaba la caída.
Chocó violentamente contra el suelo, pero se levantó enseguida, antes de que le ayudaran. Por lo visto, no hubo rotura.
Pero se advertía, por el modo como bajaba la cabeza y se apretaba la mano contra el muslo, que el dolor era intolerable. Debía de haberse despellejado la mano.
Natalia no bajó de la plataforma. Llevaba el oficio en la sangre. No la vi hacer la señal al electricista y al locutor que se encontraban en la pista, pero volvieron a encenderse los proyectores y anunciaron que la representación continuaba. Natalia se colocó la venda en la frente. Por tanto, nada había adivinado; fue la suerte lo que acababa de salvar a Tommy.
Natalia me dirigió una mirada para advertirme que me preparase. En el instante en que yo iba a indicarle que se detuviera, se puso la venda sobre los ojos. Ya no podía prevenirla.
Los tambores batían desesperadamente. Natalia ni siquiera podía oír. No había medio de detenerla, a menos que…
Aflojé la pierna izquierda y me deslicé un poco en el trapecio. Luego, hice lo mismo con la derecha, y me deslicé aún más. Nadie se daría cuenta. La pierna izquierda comenzó a ceder, sin que hubiera medio de evitarlo. Después, perdí fuerza en la derecha.
Hasta mí llegó, vertiginosamente, el grito de miles de espectadores. Y luego…
Tenía un aspecto alegre, un aire despreocupado; estaba muerto.
Una muchacha mantenía la vista fija en él como hipnotizada. A su lado se encontraba un hombre joven que la enlazaba con una mano y la miraba. Un policía iba anotando algo en su libreta. A su juicio, el asunto resultaba muy claro. Esto era lo que había escrito:
Nombre: Crosby, Joseph.
Edad: Veinticinco años.
Profesión: Trapecista.
Causa de la muerte: Caída accidental durante la representación.
Edad: Veinticinco años.
Profesión: Trapecista.
Causa de la muerte: Caída accidental durante la representación.
Cornell Woolrich (1903-1968)
Relatos góticos. I Relatos de terror.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Cornell Woolrich: Si los muertos pudieran hablar (If the Dead Could Talk), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Magistral construcción del suspenso. No me extraña que Harlan Ellison lo considerara uno de sus tres relatos preferidos.
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