«El sabueso»: Fritz Leiber; relato y análisis


«El sabueso»: Fritz Leiber; relato y análisis.




El sabueso (The Hound) es un relato de terror del escritor norteamericano Fritz Leiber (1910-1922), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1942 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1947: Los agentes negros de la noche (Night's Black Agents).

El sabueso, acaso uno de los cuentos de Fritz Leiber menos conocidos, es también un clásico relato de hombres lobo sin serlo realmente, o mejor dicho, un relato que utiliza la figura de los licántropos simplemente como marco de referencia, ya que la criatura en cuestión es, por mucho, más aterradora que un hombre lobo.

El «sabueso» del título remite a la idea de un canino monstruoso, pero lo cierto es que la criatura finalmente no puede ser descrita por los protagonistas en términos cabales, debido al horror que les infunde. Quizás sea un hombre lobo, quizás algo peor. Lo cierto es que el sabueso de Fritz Leiber hace parecer inocuos, casi inofensivos, a los licántropos de las leyendas.




El sabueso.
The Hound, Fritz Leiber (1910-1992)

David Lashley se acurrucó con las escasas mantas; aburrido, observó cómo la fría luz de la mañana se filtraba a través de la ventana de su cuarto y se endurecía. No lograba recordar la naturaleza exacta del terror contra el que había luchado hasta despertar, sólo sabía que en cierta manera había sido gigantesco, y que le había devuelto el desamparo, cargado de miedo, de la niñez. Había acechado junto a él durante toda la noche, y finalmente se había agazapado sobre él para abalanzársele sobre la cara.

El radiador gimoteó desconsoladamente al llegarle la primera ráfaga de vapor desde el sótano; por toda respuesta, él se echó a temblar. Pensó que su temblor era el reconocimiento irónicamente gracioso del hecho de que su cuarto nunca estaba caliente salvo cuando él no lo ocupaba. Pero había algo más que eso. El gimoteo penetrante había tocado algo en su mente, aunque no logró liberarlo del todo para que se hiciera consciente.

El rumor creciente del tráfico ciudadano y el ronco jadeo de una locomotora en los patios del ferrocarril se mezclaron con el sonido más cercano, intensificando su inquietante forcejeo con los temores ocultos. Por unos momentos permaneció inerte, escuchando. Notó además que en el cuarto había un olor desagradable, pero no era nada de lo que debiera sorprenderse. Más de una vez había experimentado las extrañas ilusiones olfativas que forman parte de las secuelas de la gripe. Oyó a su madre trajinar laboriosamente en la cocina, y eso lo movió a la acción.

—¿Te has resfriado otra vez? —le preguntó su madre, observándolo ansiosa mientras él engullía a cucharadas un huevo hervido, antes de que su calorcillo se perdiera por completo en el plato helado—. ¿Estás seguro? —insistió—. He oído resollar durante toda la noche.

—Quizás haya sido papá —comenzó a decir.

Ella negó con la cabeza.

—No, papá está bien. Ayer por la tarde le dolía mucho el costado, pero durmió bastante bien. Por eso pensé que serías tú, David. Me levanté dos veces para ver, pero... —Su voz se tornó un tanto dolorida—. Sé que no te gusta que fisgonee en tu cuarto a todas horas.

—¡Eso no es cierto! —la contradijo. Se la veía tan delicada, pequeña y consumida, allí de pie, frente a la estufa, envuelta en una de las batas sin forma del padre, tan parecida a un gorrión enfermo que trata de parecer alegre, que una vana irritación que no pudo evitar se agolpó en su interior, ahogándole un tanto la voz—. Es que no quiero que te levantes a todas horas y que pierdas el sueño. Ya tienes bastante con cuidar de papá durante todo el día. Y ya te he dicho una docena de veces que no tienes que prepararme el desayuno. Sabes que el médico ha dicho que debes descansar todo lo que puedas.

—Yo me encuentro bien —repuso ella rápidamente—, pero hubiera jurado que te habías resfriado. Durante toda la noche no he dejado de oír cómo alguien resollaba, husmeaba...

Cuando David volvió a apoyar la taza medio levantada, se derramó un poco de café en el platito. Las palabras de su madre habían reavivado el esquivo recuerdo, y ahora que había vuelto, no quería mirarlo directamente a la cara.

—Es tarde, he de darme prisa —dijo.

Lo acompañó hasta la puerta; estaba tan acostumbrada a sus prisas que no notó nada fuera de lo normal. Su lánguida voz lo siguió mientras bajaba la oscura escalera del apartamento:

—Espero que no se haya muerto alguna rata entre las paredes. ¿Has notado qué olor tan feo?

Entonces, traspuso el umbral y se perdió junto con sus recuerdos en el ajetreo ciudadano de primeras horas de la mañana. Los neumáticos cantando sobre el asfalto. Motores fríos tosiendo y poniéndose en marcha con un rugido. Tacones golpeteando sobre la acera, apresurados, trotando para converger en las intersecciones del tranvía y las estaciones elevadas. Tacones bajos, tacones altos, tacones de taquígrafas rumbo al centro, y de trabajadores de guerra que se dirigían a las fábricas de las afueras. Gritos de los vendedores de periódicos, y titulares vislumbrados: bombardeo aéreo sobre... acorazado hundido... corte de luz se espera en... retirada.

Sin embargo, sentado en la pomposa solemnidad del tranvía, era imposible abstenerse de pensar en ello por más tiempo. Además, el rancio olor medicinal del maderamen amarillo le devolvió inmediatamente a la memoria el otro olor. David Lashley cerró los puños en los bolsillos de su abrigo y se preguntó cómo era posible que un hombre adulto se sintiera, de repente, tan abrumado por un terror de la infancia. No obstante, en el mismo instante supo con aguda certeza que no se trataba de un terror de la infancia, esta cosa que le había perseguido a través de los años, haciéndose cada vez más vasta y amenazante, hasta que, al igual que Fenris, el lobo dle Ragnorak, sus fauces abiertas arañaron cielo y tierra, tratando de abrirse aún más.

Esta cosa que había seguido sus pasos, a veces tan de lejos que se había olvidado de su existencia, pero ahora tan de cerca que podía sentir su aliento enfermo y frío en la nuca.

¿Hombres lobos? Había leído sobre tales cosas en la biblioteca, palpando libros polvorientos con inquietante fascinación, pero lo que había leído los hacía parecer inocuos y carentes de significado, supersticiones muertas, en comparación con esta cosa que formaba parte de ciudades vastas y enormes, de gentes caóticas del siglo XX, una parte tan inherente que él, David Lashley, se sobresaltaba ante la interminable variación de aullidos y gruñidos del tráfico y de la industria, sonidos al mismo tiempo animales y mecánicos; se retraía con un respingo al ver unos faros en la noche —esos ojos resplandecientes que no pestañeaban—; temblaba sin control si oía a las ratas arrastrarse por un callejón, o si avistaba por las tardes las formas ensombrecidas de unos flacos perros callejeros buscando comida en un terreno baldío.

Alguien que resollaba y husmeaba, había dicho su madre. Qué mejores palabras podían desearse para describir el fisgoneo persistente e inquisidor de la bestia que en sus sueños había permanecido agazapada frente a la puerta de su cuarto durante toda la noche, y que finalmente había logrado abrirse paso para plantarle sus sucias patas sobre el pecho. Por un momento vio, como sobreimpreso en el techo amarillo y en los chillones paneles de anuncios del tranvía, su hocico deformado, los ojos rojos como metal fundido, espeso y espumoso, las fauces que babeaban un aceite negro y denso.

Desesperado, miró a los demás pasajeros, intentando borrar esa visión, pero ésta parecía haber caído sobre ellos, infectándolos, dando a sus facciones un feo aspecto canino, la mandíbula laxa y contraída de una rubia, que por lo demás era guapa, la cabeza estrecha y los ojos muy abiertos de un mecánico sin afeitar, que regresaba del turno de noche.

Buscó refugio en el periódico abierto del hombre que estaba sentado a su lado; lo estudió atentamente, sin importarle la impresión de descortesía que estaba dando. Pero en las caricaturas había un lobo, de modo que apartó rápidamente la vista y se puso a mirar a través del sucio cristal cómo iban quedando atrás los comercios. Lentamente, la sensación de opresiva amenaza comenzó a ceder un poco. Pero la caricatura había establecido otro contacto en su mente, el recuerdo de una caricatura de la primera guerra mundial.

No podía precisar qué había representado en aquella caricatura el lobo o sabueso —la guerra, el hambre o la crueldad del enemigo—, pero había vagado como un fantasma por sus sueños durante semanas, agazapado en los rincones, esperándolo en lo alto de las escaleras. Más tarde, había intentado explicar a los amigos los horrores que pueden hallarse en los simbolismos y personificaciones concretas de una caricatura interpretada ingenuamente por un niño, pero había sido incapaz de expresar su idea.

El revisor aulló el nombre de una calle del centro y, una vez más, David volvió a perderse entre la multitud, encontrando alivio en el incesante movimiento, en el roce de hombros contra el suyo. Pero cuando el reloj de control emitió su ¡bong! dilatado y musical y David se volvió para meter la ficha en la ranura, la chica del escritorio levantó la vista y comentó:

—¿No vas a marcar también la ficha de tu perro?

—¿Mi perro?

—Bueno, estaba ahí hace sólo un segundo. Entró justo detrás de ti. Daba la impresión de que le pertenecías, quiero decir, que te pertenecía. —Emitió una breve risita nasal—. Supongo que se tratará de uno de los mastines de la señora Montmorency, que ha venido a inspeccionar las condiciones de la clase trabajadora.

David continuó mirándola inexpresivamente.

—Es un chiste —le explicó la muchacha, con paciencia, y volvió a su trabajo.

Se descubrió a sí mismo mascullando trivialmente un «tengo que dominarme», mientras el ascensor lo conducía silenciosamente al sótano. Siguió repitiéndoselo mientras iba a toda prisa hacia los vestuarios, dejaba su chaqueta y el almuerzo, se cepillaba rápida y cuidadosamente el pelo, y volvía a recorrer a toda prisa los pasillos aún desiertos, para terminar deslizándose detrás del mostrador de calcetines y pañuelos.

—Son los nervios. No estoy loco. Pero tengo que dominarme —murmuró.

—Claro que estás loco. ¿Acaso no sabes que hablar en voz alta y no reparar en nadie es el primer síntoma de locura?

Gertrude Rees se había detenido mientras iba rumbo a la zona de corbatas. El cabello castaño claro, esmeradamente ondulado y ordenado, le enmarcaba el rostro serio, y no demasiado bonito.

—Lo siento —murmuró—. Estoy nervioso.

¿Qué más podía decir? Incluso a Gertrude. La muchacha le hizo una mueca compasiva. Deslizó la mano a través del mostrador y le apretó la suya por un momento. Pero incluso mientras observaba cómo se alejaba, y sus manos sacaban automáticamente las cajas de exposición, la nueva pregunta le martilleó furiosamente en la mente. ¿Qué más podía decir? ¿Qué palabras podían utilizarse para explicarlo? Y lo que es más, ¿a quién podía decírselo? En la mente se le imprimieron una docena de nombres, pero fueron rápidamente desechados.

Quedó uno. Tom Goodsell. Se lo diría a Tom. Esa noche, después de la clase de primeros auxilios.

Los compradores ya comenzaban a invadir el sótano. ¿Dice que su marido gasta la talla once, señora? Sí, tenemos nuevos estampados. Éstos son de seda e hilo de Escocia. Pero su número siempre creciente no le daba ninguna sensación de seguridad. Atestando los pasillos, se convertían en formas tras las cuales podía ocultarse algo. No cesaba de escudriñarlos. Un niño que se aventuró a meterse detrás del mostrador y lo empujó a la altura de la rodilla le dio un susto de muerte.

El almuerzo llegó pronto para él. Estuvo en los vestuarios a tiempo para asir a Gertrude Rees justo cuando se apartaba, vacilante, del oscuro vano de la puerta.

—Hay un perro —dijo entre jadeos—. Es enorme. Me ha dado un susto tremendo. Me pregunto de dónde habrá salido. Ten cuidado. Tenía un aspecto muy feo.

Pero David, empujado por una repentina temeridad nacida del temor y del espanto, se encontraba ya dentro y encendía la luz.

—No veo ningún perro —le dijo a la muchacha.

—Estás loco. Tiene que estar ahí. —Su cara se asomó cautelosamente a la puerta y se alargó por la sorpresa—. Te digo que... Bueno, supongo que debe de haber salido por la otra puerta.

David no le dijo que la otra puerta estaba cerrada con pasador.

—Imagino que lo traería algún cliente —prosiguió ella, nerviosamente—. Algunos dan la impresión de que no pueden hacer las compras a menos que vayan acompañados de un par de galgos rusos. Aunque esa clase de clientes no suelen meterse en el sótano de oportunidades. Supongo que deberíamos buscarlo antes de almorzar. Tenía un aspecto peligroso.

David casi no la había oído. Sólo había notado que su armario estaba abierto y que habían arrancado su abrigo y yacía en el suelo. Habían abierto la bolsa de papel marrón que contenía su almuerzo y habían examinado su contenido, como si un animal lo hubiera olisqueado. Al agacharse, vio que los emparedados estaban cubiertos de unas manchas negras y grasientas; un rancio olor que le resultaba familiar le subió hasta las narices.

Esa noche encontró a Tom Goodsell de un humor nervioso y expansivo. Lo habían llamado a filas y en una semana partiría hacia el campamento. Mientras bebían café a pequeños sorbos en el pequeño restaurante vacío, Tom se puso a hablar animadamente sobre los viejos tiempos. David habría logrado escuchar mejor, de no haber sido por las formas sombrías y vacilantes que desde la ventana distraían continuamente su atención. Finalmente, encontró una ocasión para desviar la conversación hacia los rumbos que absorbían su mente.

—¿Los seres sobrenaturales de una ciudad moderna? —repuso Tom, al parecer sin encontrar nada fuera de lo común en el tema—. Claro que serían distintos de los fantasmas del ayer. Cada cultura crea sus propios fantasmas. Verás, en la Edad Media construyeron catedrales, y al poco tiempo aparecieron unas pequeñas formas grises que se paseaban por la noche para hablar con las gárgolas. Lo mismo debería ocurrimos a nosotros, con nuestros rascacielos y nuestras fábricas. —Hablaba con entusiasmo, con su antiguo arrebato poético, como si hubiera tenido la intención de discutir precisamente ese mismo tema.

Esa noche estaba dispuesto a hablar de cualquier cosa.

—Te diré cómo funciona, David. Comenzamos negando las antiguas supersticiones y los viejos espectros. ¿Por qué no hacerlo? Pertenecen a la época de las cabañas y los castillos. En el nuevo ambiente no pueden echar raíces. La ciencia se vuelve materialista, y prueba que en el universo no hay nada más que pequeños montones de energía. Como si, para el caso, un pequeño montón de energía no pudiera asumir cualquier significado. Pero espera, eso es sólo el comienzo. Seguimos inventando, descubriendo y organizando cosas. Cubrimos la tierra con enormes estructuras. Las amontonamos para formar unas pilas gigantescas, a cuyo lado la antigua Roma, Alejandría y Babilonia se convierten casi en ciudades de juguete. Como verás, se está formando el nuevo ambiente.

David lo miraba con incrédula fascinación, profundamente turbado. No era todo lo que había esperado ni anhelado: se trataba más bien de un fisgoneo telepático en sus temores más ocultos. Había deseado hablar acerca de estas cosas, sí, pero de un modo escéptico y tranquilizador. En cambio, Tom parecía casi serio. David iba a decir algo, pero Tom levantó un dedo en demanda de silencio, imitando el gesto de un maestro.

—Mientras tanto, ¿qué ocurre dentro de cada uno de nosotros? Te lo diré. Se acumulan todo tipo de emociones reprimidas. Se acumula el horror. Y una nueva especie de pavor a los misterios del universo. Se está formando una cultura psicológica, además de una cultura física. Espera, déjeme terminar. Nuestra cultura está preparada para ser infectada. Desde alguna parte. Es como el cultivo de un bacteriólogo, cuando alcanza la temperatura y la consistencia correctas para mantener una colonia de gérmenes. Lo mismo ocurre con nuestra cultura; de repente genera una horda de demonios. Y al igual que los gérmenes, éstos sienten una peculiar atracción por nuestra cultura. Son únicos. Encajan. No se encontraría el mismo tipo en ninguna otra parte ni en ningún otro momento.

»¿Que cómo saber cuándo se ha producido el contagio? Veo que te estás tomando esto bastante en serio. No creas, quizás yo también. Bueno, pues nos perseguirían, nos aterrorizarían, tratarían de dominarnos. Nuestros temores serían su alimento. Una relación huésped—parásito. Una simbiosis sobrenatural. Algunos de nosotros, lo sensibles, los notaríamos antes que los demás. Algunos de nosotros podríamos verlos sin saber lo que son. Otros, podríamos saber de su existencia sin verlos.

—Como yo, ¿no?

—¿Cómo has dicho? No he entendido tu comentario. Ah, te refieres a los hombres lobo. Bueno, eso es una cuestión especial, pero esta noche me atrevería a probar cualquier tema. Sí, creo que entre nuestros demonios habría hombres lobo, pero no se parecerían demasiado a los antiguos. No tendrían el pelaje limpio y bonito, dientes blancos y ojos brillantes. Claro que no. Al contrarío, serían como asquerosos sabuesos que no te sorprendería lo más mínimo encontrarte olisqueando en el cubo de la basura o saliendo de debajo de un camión. Que te asustarían y te aterrarían, sí. Pero no te sorprenderían. Encajarían en el ambiente. Se verían como si pertenecieran a una ciudad, y olerían igual. Y eso porque las emociones retorcidas serían su alimento; tus emociones y las mías. Una cuestión de régimen.

Tom Goodsell lanzó una ruidosa risita ahogada y encendió otro cigarrillo. Pero David se limitó a mirar fijamente el mostrador plagado de rasguños. Se dio cuenta de que no podría contarle a Tom lo que había ocurrido esa mañana, o esa tarde, puesto que se mofaría de inmediato y se mostraría escéptico. Pero eso no invalidaba el hecho de que Tom lo había aceptado, tal vez medio en broma, pero había aceptado al fin. Tom mismo se lo confirmó cuando, en un tono más serio y amistoso, le dijo:

—Sé que esta noche he dicho muchas tonterías, pero aun así, ya sabes cómo son las cosas: en todo esto, algo hay. Al menos, no puedo expresar mis sentimientos de otro modo.

Se dieron un apretón de manos en la esquina, y David viajó en el atestado tranvía hasta su casa, atravesando la ciudad, donde cada cerrojo y cada piedra parecían sutilmente contaminados, donde cada ruido estaba cargado de estremecedoras cadencias. Su madre lo esperaba levantada, y después de insistirle fatigosamente en que debía descansar más y de acompañarla a la cama, se acostó él también; pero no pegó ojo en toda la noche, como un niño en una casa extraña, escuchando cada ruidito y observando fijamente cada una de las formas cambiantes que adoptaban las sombras.

Esa noche nada entró a empellones por la puerta ni apretó su hocico contra el cristal de la ventana.

Sin embargo, al día siguiente notó que le costaba un gran esfuerzo bajar a los grandes almacenes, tan consciente era de la presencia de la cosa en las caras y las formas, en las estructuras y las máquinas que lo rodeaban. Era como si se obligase a entrar en el interior de un monstruo. Creció en él un aborrecimiento hacia la ciudad. Al igual que el día anterior, los pasillos atestados sólo le parecían escondites, y evitó acercarse a los vestuarios. Gertrude Rees hizo unos comentarios compasivos acerca de su aspecto fatigado, y él aprovechó la oportunidad para invitarla a salir esa noche. Claro que, se dijo a sí mismo mientras estaba viendo la película, la relación con ella no era muy estrecha.

Ninguna de las chicas había tenido una estrecha relación con él: un joven no demasiado competente atado por la obligación de mantener a unos padres cuyas exiguas reservas de dinero se habían agotado hada tiempo. Salía con ellas durante un tiempo, les hablaba, les comunicaba sus creencias y sus ambiciones, y luego, una por una, se alejaban para casarse con otros hombres. Pero eso no cambiaba el hecho de que él necesitaba la serenidad que Gertrude podía darle.

Mientras caminaban de vuelta a casa en la fría noche, se descubrió a sí mismo hablando sin sentido y riéndose de sus propios chistes. Entonces, cuando en el vestíbulo en penumbra se volvieron para mirarse y ella le ofreció sus labios, David percibió que las facciones de Gertrude se alteraban de un modo extraño, que se alargaban.

¡Qué luz tan rara hay aquí!, pensó mientras la tomaba en sus brazos.

Pero cuando tocó la fina tira de piel que ella llevaba en el cuello del abrigo, notó que se tornaba desgreñada y grasienta, y que los dedos de ella se volvían duros y afilados contra su espalda; luego, David sintió que los dientes de la muchacha asomaban debajo de los labios, y a continuación tuvo una sensación de escozor, como de agujas glaciales.

Se apartó de ella ciegamente, y entonces vio —y la visión lo dejó petrificado— que no había cambiado en nada, o que fuese cual fuese el cambio acaecido, ahora había desaparecido.

—¿Qué te ocurre, cariño? —la oyó preguntar sobresaltada—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que estás balbuceando? Cambiado, ¿dices? ¿Qué ha cambiado? ¿Contaminado? ¿Qué quieres decir? Por el amor del cielo, no hables así. Que me lo has hecho, ¿dices? ¿Me has hecho qué? —David sintió la mano de la muchacha sobre su brazo, una mano blanda ahora—. No, no estás loco. No pienses esas cosas. Pero eres neurótico y un poco excéntrico. Por el amor del cielo, domínate.

—No sé qué es lo que me ha pasado —logró decir, con su voz normal. Y luego, debido a que tenía que decir algo más, agregó—: Es que mis nervios han saltado, como si alguien los hubiera mordido.

Esperaba que Gertrude se enfadase, pero sólo demostró una compasión perpleja, como si él le gustara pero al mismo tiempo le produjera temor, como si percibiera algo extraño en él que sobrepasaba su capacidad de comprensión.

—Por favor, cuídate —le aconsejó titubeante—. Supongo que de vez en cuando todos nos volvemos un poquitín locos. A mí también se me ponen los nervios de punta en ocasiones. Buenas noches.

La vio subir la escalera y desaparecer. Luego se dio la vuelta y echó a correr.

En casa, su madre lo esperaba levantada, junto al radiador del vestíbulo para aprovechar su calor agonizante; la envolvía la inevitable bata sin forma. Una nueva idea que se había formado en su mente le obligó a evitar su abrazo y, después de intercambiar unas cuantas palabras, se apresuró a meterse en su cuarto. Pero ella lo siguió pasillo abajo.

—David, tienes mala cara —dijo, ansiosa, en voz muy baja, porque su padre estaría quizá dormido—. ¿Estás seguro de que no vas a coger otra vez la gripe? ¿No crees que mañana deberías ver al médico? —Luego pasó rápidamente a otro tema, utilizando ese tono de disculpa que él conocía tan bien—. No me gusta darte la lata con estas cosas, David, pero la verdad es que deberías tener más cuidado con la ropa de cama. Has puesto algo grasiento en la colcha y han quedado unas manchas grandes y negras.

David estaba abriendo de un empellón la puerta de su cuarto. Las palabras de su madre detuvieron su mano sólo por un instante. ¿Cómo se podía evitar a la cosa yendo a un lugar en vez de a otro?

—Ah, y otra cosa —añadió su madre, mientras él encendía las luces—. ¿Me traerás unos cartones mañana para tapar las ventanas? En las tiendas de por aquí ya no quedan, y la radio dice que debemos prepararnos.

—Sí, mamá. Buenas noches.

—Una última cosa —insistió ella, demorándose, vacilante, al otro lado de la puerta—. En las paredes tiene que haber una rata muerta. El olor sigue entrando a oleadas. He hablado con el agente inmobiliario, pero no ha hecho nada. Me gustaría que hablases tú con él.

—Sí, mamá. Buenas noches.

Esperó hasta oírla cerrar la puerta suavemente. Encendió un cigarrillo y se desplomó sobre la cama; trató de pensar lo más claramente que le fue posible sobre algo a lo que no podían aplicarse las ideas corrientes.

Primera pregunta (y se dio cuenta, con un irónico remordimiento, de que la cosa sonaba lo bastante melodramática como para formar parte de una novela barata): ¿era Gertrude Rees lo que podría llamarse, a falta de un término mejor, un hombre lobo? Respuesta: casi con toda seguridad, no, en un sentido normal del término. Lo que le había ocurrido momentáneamente era algo que él mismo le había transmitido. Había ocurrido por culpa de su propia presencia. Y una de dos, o su propio susto había interrumpido la transformación, o Gertrude Rees había resultado un vehículo poco apropiado para la encarnación de la cosa.

Segunda pregunta: ¿acaso él no podría transmitir la cosa a alguna otra persona?

Respuesta: sí.

Por un momento, se produjo una pausa en su elaboración mental, mientras pasaban raudas por su mente las visiones calidoscópicas de las caras que, sin previo aviso, podrían comenzar a cambiar en su presencia: la de su madre, la de su padre, la de Tom Goodsell, la del agente inmobiliario de labios recatados, la de un cliente de la tienda, la de un pordiosero que se le acercara en una noche lluviosa.

Tercera pregunta: ¿había algún modo de huir de la cosa?

Respuesta: no.

Y sin embargo, cabía una sola posibilidad. Huir de la ciudad. La ciudad había engendrado a la cosa; ¿acaso no era posible que ésta estuviese encadenada a la ciudad? Difícilmente sería esa una posibilidad razonable; ¿cómo podía una entidad sobrenatural estar atada a un lugar?

Se dirigió rápidamente hacia la ventana y, tras titubear un instante, la abrió. Los sonidos que habían quedado temporalmente anulados por sus pensamientos entraron a raudales con un volumen cuadruplicado, mezclándose de forma discordante, como el instrumento que se afina para tocar una titánica sinfonía: la torturante oleada de sonidos del tranvía y el tren elevado, la tos de una locomotora en los patios del ferrocarril, el murmullo de los neumáticos sobre el asfalto y el rugido de motores, el parloteo de las voces de la radio, el canto levemente lastimero de los cláxones. Pero ya no eran sonidos independientes. Todos provenían de una cavernosa garganta; eran un único gemido, infinitamente penetrante, infinitamente amenazador.

Bajó la ventana de golpe y se tapó los oídos con las manos. Apagó las luces y se arrojó sobre la cama, sepultando la cabeza en la almohada. El sonido continuaba llegándole. Fue entonces cuando se dio cuenta de que, en definitiva, lo quisiera él o no, la cosa lo alejaría de la ciudad. Llegaría el momento en que el sonido penetraría demasiado hondo, para reverberar de un modo demasiado insoportable en sus oídos.

La visión de tantas caras, temblorosas y al borde de un cambio casi inimaginable, sería demasiado para él. Abandonaría lo que estuviese haciendo y se marcharía.

El momento llegó al día siguiente, poco después de las cuatro de la tarde. No pudo decir qué sensación fue la que, agregando su leve peso de paja al resto, le impulsó a tomar la determinación. Tal vez fuera el pesado movimiento en el perchero de vestidos, dos mostradores más allá; tal vez el aspecto de hocico que adquirió momentáneamente una pieza arrugada de tela. Fuera lo que fuese, abandonó su puesto detrás del mostrador sin decir palabra, dejando a un cliente murmurando indignado, subió la escalera y salió a la calle, andando casi como un sonámbulo, pero no obstante yendo de un lado a otro para evitar todo contacto directo con la muchedumbre que lo absorbía.

Una vez en la calle, tomó el primer tranvía que pasaba, sin reparar en el número, y se buscó un lugar vacío en un rincón de la plataforma delantera. Al principio con animosa lentitud, luego con una rapidez creciente, el corazón de la ciudad quedó atrás. El tranvía cruzó un enorme puente lóbrego tendido sobre el río aceitoso, y los barrancos ceñudos de los edificios se fueron haciendo más bajos. Los depósitos dejaron paso a las fábricas, las fábricas a los edificios de apartamentos, los edificios de apartamentos a unas casas que, al principio, eran pequeñas y de un blanco sucio, y luego amplias, tipo mansiones, pero muy abandonadas, y después surgieron otras, nuevas y monótonas en su uniformidad.

Gentes de diferentes razas y niveles económicos aparecían una tras otra y desaparecían a medida que el tranvía iba pasando por los diversos estratos de la ciudad. Finalmente, llegaron los terrenos baldíos, al principio de uno en uno, luego en número creciente, hasta que las casas se repartían a razón de dos o tres por manzana.

—Final del recorrido —gritó el revisor.

Y sin titubear, David se descolgó de la plataforma y caminó en la misma dirección que había llevado el tranvía. No se dio prisa. Ni se demoró. Se movía como un autómata al que le hubieran dado cuerda y hubiera echado a andar sin detenerse hasta que se le acabase la cuerda. El sol se ponía por el oeste tras una nube rojiza de humo. No lograba verlo porque al frente había una elevación orlada de árboles, pero sus últimos rayos le guiñaban desde los cristales de las ventanas de las casitas ubicadas a derecha e izquierda a unas manzanas de allí, como si en su interior hubieran encendido unas luces llameantes.

A medida que iba andando, las luces se encendían y se apagaban como señales. Dos manzanas más adelante terminaba la acera, entonces caminó por el centro de un callejón enlodado. Después de dejar atrás una última casa, el callejón también terminaba, dando paso a un sendero estrecho de tierra que se internaba entre unas hierbas altas. El sendero conducía hasta la elevación y atravesaba la orla de árboles. Al salir por el otro lado, aminoró la marcha y se detuvo por fin, tan asombrosamente fantástica era la escena que se abría ante él. El sol se había puesto, pero un montón de nubes altas reflejaban su luz, dándole al paisaje un brillo espectral.

Justo ante él se extendía el equivalente de dos o tres manzanas vacías, pero más allá comenzaba un extraño reino que parecía arrancado de otro clima y otro sistema geológico y puesto aquí, fuera de la ciudad. Había extraños árboles y arbustos, pero lo más sorprendente de todo eran unos bloques enormes y accidentados de piedra rojiza que se elevaban de la tierra a intervalos desiguales y culminaban en una maciza elevación central de quince a veinte metros de altura. Mientras observaba, la luz se fue disipando del paisaje, como si sobre la tierra hubiera caído un manto, y en el repentino crepúsculo se elevó de alguna parte un ligero aullido, lastimero y siniestro, pero de ningún modo relacionado con aquel otro aullido que lo había perseguido noche y día. Continuó avanzando, pero ahora impulsivamente, hacia la fuente del nuevo sonido.

Empujó una pequeña puerta en un alto cercado de alambre y ésta se abrió, permitiéndole acceder al reino de rocas. Se encontró siguiendo un sendero de grava que avanzaba entre espesos árboles y arbustos. Al principio parecía bastante oscuro, en contraste con el campo abierto que había a sus espaldas. A cada paso, el apagado aullido se iba acercando. Finalmente, el sendero giraba abruptamente para rodear un peñasco, y se encontró ante la fuente del sonido.

Un foso de piedra rugosa de unos dos metros y medio de ancho por una profundidad similar lo separaba de un espacio cubierto por una vegetación achaparrada y pardusca, rodeado en sus tres lados por unos escarpados muros de piedra en los que se hallaban las bocas oscuras de dos o tres cuevas. En el centro del espacio abierto se encontraban reunidas unas seis figuras caninas de blanco pelaje; sus hocicos apuntaban hacia el cielo, y emitían el lóbrego aullido que lo había atraído hasta aquel lugar.

Sólo cuando sintió que la baja cerca de hierro chocaba contra sus rodillas y hubo descifrado un pequeño cartel que decía:


LOBOS DEL ÁRTICO.


Se dio cuenta de que debía de estar en el famoso jardín zoológico del que había oído hablar pero que jamás había visitado: un lugar donde los animales estaban alojados en unas condiciones lo más parecidas posible a las naturales. Miró a su alrededor, y notó el contorno de dos o tres edificios bajos y discretos, y a cierta distancia de ellos divisó la silueta de un guardia uniformado proyectada contra un retazo de cielo oscuro. Evidentemente, había entrado después de las horas permitidas, a través de una puerta secundaria que debería haber estado cerrada.

Volvió a darse la vuelta y miró fijamente, con curiosidad casual, a los lobos. El giro de los acontecimientos tuvo el efecto de asombrarlo y hacerle sentir como un estúpido; durante largo tiempo consideró lentamente por qué aquellos animales no le daban miedo y los encontraba incluso atractivos.

Quizá fuera porque tenían mucho que ver con lo salvaje y muy poco con la ciudad. Aquel enorme bruto, por ejemplo, el más grande de la manada, el que se había acercado al borde del foso para devolverle la mirada. Parecía encarnar la fuerza primitiva. Su pelaje era de un blanco tan cremoso... —bueno, quizá no tan blanco; tenía un aspecto más oscuro de lo que había pensado en un principio, manchado de negro—, ¿o acaso se debía a la luz mortecina? Pero sus ojos, al menos, eran claros y limpios, brillaban levemente como joyas en la creciente oscuridad.

Pero no, no eran limpios; su fulgor rojizo se tornaba denso y turbio, hasta que se veían más bien como dos diminutas mirillas en las paredes de un horno apagado. ¿Por qué no había notado antes que la criatura estaba tan deformada? ¿Y por qué los otros lobos se apartaban del animal y le gruñían como si le tuvieran miedo?

Entonces, la bestia se pasó la negra lengua por las fauces grasientas, y de su garganta salió un débil gruñido familiar que no tenía nada de salvaje, y David Lashley supo que ante él se agazapaba el monstruo de sus sueños, convertido finalmente en carne y hueso.

Con un grito ahogado, se volvió y echó a correr ciegamente por el sendero de grava que atravesaba los espesos arbustos e iba hasta la puerta pequeña; huyó aterrado por manzanas desiertas, tropezó en el accidentado suelo y cayó dos veces. Al llegar a la orla de árboles miró atrás; vio que una forma baja y acechante salía por la puerta. Incluso a esa distancia, pudo distinguir que los ojos no eran los de ningún animal.

En la arboleda estaba oscuro, y oscuro también en el callejón que había más allá. En la distancia brillaban las farolas, y las casas estaban iluminadas. Un arrebato de terror inútil se apoderó de él cuando advirtió que no había ningún tranvía esperando, hasta que comprendió —y esa comprensión fue como el inicio de la locura— que absolutamente nada en la ciudad le prometía un refugio. Todo lo que se extendía ante él constituía el terreno de caza de la cosa. Lo estaba empujando hacia su guarida para matarlo.

Entonces echó a correr; corrió con el terror sin esperanza de una víctima ante su perseguidor, de un conejo al que sueltan delante de los galgos; corrió hasta que sus costados fueron muros de dolor y la reseca garganta parecía arderle, y siguió corriendo. Sobre el lodo, la basura y el ladrillo, y luego sobre interminables aceras. Dejó atrás las ordenadas casas suburbanas que en su uniformidad parecían monolitos que delineasen alguna avenida de Egipto. Las calles estaban casi desiertas, y las pocas personas que pasaban se quedaban mirándolo fijamente como quien mira a un enajenado.

Se vieron luces más brillantes, una esquina con dos o tres tiendas. Allí hizo una pausa para mirar atrás. Por un momento no vio nada. Luego surgió de entre las sombras a una manzana de allí, corriendo a paso largo y de un modo irregular, con unas zancadas largas que lo hacían avanzar a trompicones; su pelambre enmarañada brillaba grasienta bajo la luz de las farolas. David lanzó un ronco gemido, se volvió y siguió corriendo. De repente, el aullido de la cosa aumentó mil veces, convirtiéndose en un lamento palpitante, un ulular estridente que pareció cubrir toda la ciudad de sonido.

Y mientras el demoníaco grito continuaba, las luces de las casas comenzaron a apagarse una a una. Entonces, las farolas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos; un tranvía que se aproximaba quedó borrado por completo, y David supo que el sonido no provenía del todo o directamente de la cosa. Se trataba del largamente anunciado apagón. Continuó corriendo con los brazos extendidos; palpaba más que veía las intersecciones a medida que iba llegando a ellas, calculaba mal los bordillos, tropezaba y caía tendido para volver a levantarse y proseguir vacilante, medio atontado. El diafragma se le contrajo en un nudo doloroso que se apretaba más y más. El aliento le arañaba la garganta como una lima. Era como si en el mundo no hubiera más luz, porque las nubes se habían vuelto más y más densas desde que había caído el sol. Ninguna luz, excepto aquellos puntos de roja suciedad en la oscuridad que lo envolvía.

Un borde sólido de oscuridad lo derribó, causándole dolor en el hombro y el costado. Se puso de pie. Luego, un segundo obstáculo sólido se interpuso en su camino y le dio de lleno en la cara y el pecho. Esta vez no se levantó. Aturdido, torturado por el cansancio, inmóvil, esperó a que la cosa se acercara.

Primero fue un ruido de pasos, acompañado de un ligero arañar de garras sobre el cemento. Luego un olisqueo. Luego un olor repugnante. Luego un atisbo de ojos rojos. Entonces la cosa se abalanzó sobre él; su peso lo mantuvo en el suelo, sus fauces le buscaron la garganta. Instintivamente levantó la cabeza; unos dientes cuyo gélido filo atravesó las capas de tela se le clavaron en el brazo, y un líquido hediondo y aceitoso le salpicó la cara.

En ese instante los bañó la luz, y David tuvo conciencia de que el hocico deformado se retiraba en la oscuridad y que el peso que lo mantenía sujeto desaparecía. Luego fue el silencio y el cese de todo movimiento. Nada, absolutamente nada, excepto la luz que lo bañaba todo. Mientras la lucidez y la cordura penetraban vacilantes en su mente, sus ojos hallaron la fuente de la luz, un disco blanco y luminoso que estaba muy cerca de él. Era una linterna, pero en la oscuridad que había tras ella no encontró nada visible. Durante un momento que le pareció una eternidad no se produjo cambio alguno en la situación: él seguía tendido y expuesto en el suelo en el círculo firme de luz.

Entonces, una voz surgió de la oscuridad, la voz de un hombre paralizado por un miedo sobrenatural, que repetía una y otra vez: «Dios, Dios, Dios», pronunciando cada palabra con un tremendo esfuerzo. En David empezó a nacer una sensación poco familiar, un sentimiento casi de seguridad y alivio.

—¿Entonces lo ha visto? —se oyó preguntar con la garganta reseca—. ¿Ha visto al sabueso? ¿Al lobo?

—¿Sabueso? ¿Lobo? —La voz que provenía de detrás de la linterna sonaba terriblemente aterrada—. No fue nada de eso. Fue... —Entonces la voz se quebró y volvió a sonar como de este mundo—. Santo cielo, hombre, tenemos que llevarlo adentro.

Fritz Leiber (1910-1992)




Relatos góticos. I Relatos de Fritz Leiber.


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El análisis y resumen del cuento de Fritz Leiber: El sabueso (The Hound), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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