La última extremaunción del doctor Durañona


La última extremaunción del doctor Durañona.




Los cuatro esperábamos en una sala contigua a la habitación del doctor Durañona.

A pesar de que los médicos le habían asegurado que se encontraba en perfecto estado de salud, el buen doctor insistió en que se le administre la extremaunción, sacramento que aceptaba al menos una vez por semana, y por motivos tan banales como un resfriado, una mísera gripe.

La esposa de Durañona, Ester, ya exhausta de asistir a velorios en vida, a entierros falaces donde el propio doctor se encargaba de decir unas palabras alusivas, cansada de ir reconocer el cuerpo de su marido en la morgue mientras este compartía unos mates con los médicos forenses, nos había solicitado amablemente que lo visitáramos en el hospital para hacerlo entrar en razón.

Vimos salir al sacerdote de la habitación con el rostro pálido, como si hubiese tenido que practicar un exorcismo. Tal era el efecto que producían las ardorosas reflexiones de Durañona.

El profesor Lugano nos hizo una seña.

Lo seguimos.

El doctor Durañona nos recibió en su habitación, destapado, en prolijos calzones amarillos.

—Una vez más —dijo—, la cercanía con la muerte me ha despojado de toda arrogancia.

—Ya veo —dijo el profesor Lugano—. ¿Qué fue esta vez? ¿Úlcera? ¿Un síncope?

—Desgarro en el aductor. Temí lo peor.

—No es para menos.

—¿Vendrá esta vez al velorio? Se celebra esta noche, a cajón abierto.

—Por supuesto. No me lo perdería por nada del mundo —dijo el profesor.

—Se lo agradezco. No suele usted conceder su presencia por motivos fatuos.

—Faltaba más. Ahora, si me permite, es menester aclarar que su esposa me ha enviado para...

—Por favor, profesor, no entremos en el detestable terreno de lo conyugal. Charlemos de otra cosa.

—Si insiste.

—Insisto. Siempre es bueno charlar con un ateo.

En este punto es necesario aclarar que el doctor Durañona aprovechaba cualquier ocasión para evangelizar al profesor Lugano. La tarea no era esforzada. El profesor se convertía con facilidad, por cordialidad, para evitar discusiones estériles.

—Agnóstico.

—¿Qué? —preguntó Durañona.

—Digo que soy agnóstico. No ateo.

—¿Hay alguna diferencia?

—Una sola. Yo admito todas las posibilidades, por las dudas.

—Entiendo. Siempre ha sido un hombre precavido.

—Además —dijo el profesor—, como mucho uno se asegura una temporada en el infierno, y después la aniquilación. No es un precio tan alto.

—El castigo en el infierno es eterno.

—Si es eterno, no es un castigo, es la norma general.

—¿Y usted prefiere el atroz sufrimiento de un castigo finito por encima la bendición inconcebible de la eternidad?

—Si es eterna, tampoco es una bendición, sino el estado natural de las cosas.

—¡Ah, con qué claridad blasfema usted, profesor! Yo, en cambio, solo encuentro reposo en la idea de Dios.

—Qué curioso. A mi me sucede lo contrario.

—¿Encuentra reposo en la idea del Maligno? —dijo el doctor Durañona.

—No. En la idea de finitud.

—¡Qué espanto! Digo, esto de vivir sin perspectivas.

—Eso es justamente lo que no me preocupa.

—¿Realmente le parece tan desagradable la idea de vivir para siempre?

—En efecto —dijo el profesor—. Siempre que mis pensamientos me llevan a contemplar la posibilidad de un Dios, mi alma se retrae como una tortuga asustada.

—Ya veo. Por su pasado herético.

—Por mi presente, en todo caso, pero ese no es el motivo de mi aversión.

—¿Cuál sería entonces?

—La idea de eternidad. Me oprime.

El doctor Durañona aprovechó la confidencia para extraer una biblia.

—Crea, profesor. Entréguese. Ya no es un hombre joven, ni por asomo. La muerte puede estar a la vuelta de la esquina. Piénselo como una inversión.

El profesor se puso de pie.

—Mire, doctor, si quiere salvarme tendrá que hacerlo con otros medios —dijo, acercándose a la cama con una almohada en las manos—. Prefiero asegurarme el infierno, la finitud. La idea de vivir para siempre me resulta intolerable. No puedo soportarla.

Para ser un hombre que creía en la vida eterna, el doctor Durañona se retorció como un cascarudo en un anzuelo mientras el profesor le cubría el rostro con la almohada.

Asistimos con Ester al velorio, esa misma noche, a cajón cerrado.




Crónicas del profesor Lugano. I Egosofía.


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1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Un lado siniestro del profesor Lugano. Y que paradoja, un comportamiento comparable con lo religioso, por matar por una idea sobre el más allá.
Bien contado.



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