«Horror en el Castillo Chilton»: Joseph Payne Brennan; relato y análisis


«Horror en el Castillo Chilton»: Joseph Payne Brennan; relato y análisis.




Horror en el Castillo Chilton (The Horror at Chilton Castle) —a veces publicado en español como: La cámara de los horrores— es un relato de terror del escritor norteamericano Joseph Payne Brennan (1918-1990), publicado en la antología de 1963: Grito a la medianoche (Scream at Midnight).

Horror en el Castillo Chilton, acaso uno de los mejores cuentos de Joseph Payne Brennan, narra la visita de un hombre al castillo que habitaron sus ancestros, lo cual lo lleva a descubrir los secretos más oscuros de su familia; entre ellos: una habitación muy particular, a la cual todos los herederos deben ingresar para reafirmar su estatus. Sin embargo, nadie que haya atravesado el umbral de esa recámara será el mismo al salir.

De este modo, todos los varones del clan se han vuelto sombríos, retraídos, aprensivos, o incluso completamente locos al descubrir el verdadero horror que habita en lo profundo del Castillo Chilton.

Horror en el Castillo Chilton es una exquisita pieza del género. En su matriz podemos advertir varios recursos típicos de la novela gótica, como las casas embrujadas, los vampiros, y la presencia aterradora de una entidad siniestra que, quizás, ha realizado un pacto con el diablo para perpetuarse a lo largo de las generaciones.




Horror en el Castillo Chilton.
The Horror at Chilton Castle, Joseph Payne Brennan (1918-1990)

Había decidido pasar el verano en Europa, dedicado a mi ocupación favorita: la investigación genealógica. Fui primero a Irlanda, deteniéndome en Kilkenny, donde descubrí una mina de leyendas y de hechos auténticos relativos a mis remotos antepasados irlandeses, los O'Braonains, señores de Ui Duach en el antiguo dominio de Ossory. Los Brennan (tal como se pronunció posteriormente el apellido) perdieron todas sus posesiones a consecuencia de la confiscación llevada a cabo en nombre de Inglaterra por Thomas Wentworth, conde de Strafford. El rapaz conde, me satisface poder decirlo, fue posteriormente decapitado en la Torre.

Desde Kilkenny me dirigí a Londres, y luego a Chesterfield, en busca de información acerca de mis antepasados maternos, los Holborn, Wilkerson, Searle, etc. Los datos eran bastante fragmentarios e incompletos, pero mis esfuerzos se vieron moderadamente recompensados y al final decidí ir más al norte y visitar los alrededores del castillo Chilton, sede de Robert Chilton-Payne, el doceavo conde de Chilton.

Mi parentesco con los Chilton-Payne era muy remoto, pero de todos modos representaba un débil lazo de unión con el pasado y pensé que sería divertido echarle una ojeada al castillo.

Al llegar a Wexwold, la pequeña aldea próxima al castillo, a última hora de la tarde, alquilé una habitación en la Posada del Ganso Rojo —la única disponible—, deshice mis maletas y bajé para dar cuenta de una sencilla cena, consistente en un panecillo, queso y cerveza. Cuando terminé este frugal aunque satisfactorio refrigerio, había oscurecido, y con la oscuridad llegaron el viento y la lluvia. Me resigné a pasar la velada en la posada. Había cerveza suficiente, y no tenía prisa por ir a ninguna parte.

Después de escribir unas cuantas cartas, encargué una pinta de cerveza. La sala estaba casi desierta; el posadero, un caballero gordinflón que siempre parecía a punto de quedarse dormido, era agradable pero taciturno, y al final me dediqué a pensar en la extraña y espantosa leyenda del castillo Chilton.

La leyenda tenía diversas variantes, y no cabe duda de que la historia original había sufrido modificaciones a través de los siglos, pero el detalle base continuaba siendo el mismo: una cámara secreta en alguna parte del castillo. Se decía que la cámara en cuestión albergaba un terrible espectáculo que los Chilton-Payne estaban obligados a mantener oculto a los ojos del mundo. Sólo tres personas tenían acceso a la cámara: el vigente conde de Chilton, el heredero masculino del conde y otra persona designada por el conde.

Habitualmente, esa persona era el comisionado del castillo Chilton. La habitación solamente se abría una vez cada generación: tres días después de que el heredero masculino alcanzaba su mayoría de edad era conducido a la cámara secreta por el conde y el comisionado. Luego, la cámara era sellada y no volvía a abrirse hasta que el heredero conducía a ella a su propio hijo.

Según la leyenda, el heredero se convertía en una persona distinta al salir de la cámara. De un modo invariable, adquiría un aspecto sombrío y huidizo; y en su rostro se reflejaban la inseguridad y el temor. Uno de los primeros condes de Chilton enloqueció hasta el punto de arrojarse al vacío desde una de las almenas del castillo.

Durante siglos enteros se había especulado acerca del contenido de la cámara secreta. Una de las versiones describía la huida de los Gower, perseguidos por unos enemigos armados. Aunque las relaciones entre los Chilton-Payne y los Gower lo eran todo menos cordiales, en su desesperación los Gower llamaron a la puerta del castillo Chilton pidiendo refugio. El conde se lo concedió, les condujo a una cámara secreta y les prometió que no les entregaría a sus perseguidores. El conde mantuvo su promesa; los enemigos de los Gower tuvieron que marcharse sin poder consumar sus propósitos asesinos. Sin embargo, el conde dejó a los Gower encerrados en aquella habitación para que murieran de hambre.

La cámara no fue abierta hasta que hubieron transcurrido treinta años, cuando el hijo del conde rompió los sellos. A sus ojos se ofreció un espantoso espectáculo. Los Gower habían muerto de hambre lentamente, y al final, a juzgar por el aspecto de sus esqueletos, se habían entregado al canibalismo. Otra versión de la leyenda señalaba que la habitación secreta había sido utilizada por los condes medievales como cámara de tortura. Se decía que los aparatos destinados al tormento se encontraban aún en la cámara, y que de ellos seguían colgando los restos de sus últimas víctimas, espantosamente retorcidos en su agonía.

Una tercera versión mencionaba a una de las antepasadas femeninas de los Chilton-Payne, lady Susan Glanville, la cual había hecho un pacto con el diablo. Fue condenada por brujería, pero consiguió escapar a la hoguera. La fecha y las circunstancias de su muerte eran desconocidas, pero se suponía que la cámara secreta estaba relacionada de algún modo con ella.

Mientras yo especulaba sobre aquellas distintas versiones de la horrible leyenda, la tormenta aumentó en intensidad. La lluvia repiqueteaba fuertemente contra las ventanas de la posada, y de cuando en cuando llegaba a mis oídos el lejano retumbar del trueno. Contemplando los mojados cristales, me encogí de hombros y pedí otra pinta de cerveza. En el momento en que me disponía a llevarme la jarra a los labios, la puerta de la posada se abrió de par en par y una ráfaga de aire frío mezclado con lluvia penetró en la sala. La puerta volvió a cerrarse y una alta figura, con el cuello del abrigo levantado hasta las orejas, avanzó hacia el mostrador. Quitándose la gorra, pidió que le sirvieran coñac.

No teniendo nada mejor que hacer, me dediqué a observarle. Parecía tener unos setenta años y haber pasado la mayor parte de su vida al aire libre, y su rostro, a pesar de las arrugas, denotaba firmeza y decisión. Su ceño estaba fruncido, como si meditara en algún problema desagradable, pero sus fríos ojos azules me examinaron brevemente aunque con cierta deliberación. No pude situarle en un ambiente determinado. Podía ser un granjero local, y sin embargo no creí que lo fuera. Le envolvía una especie de aureola de autoridad, y aunque sus ropas eran sencillas, me pareció que su calidad y su corte eran mejores que las de los campesinos de la región que hasta entonces había visto.

Un incidente vulgar nos hizo entrar en conversación. Un trueno más fuerte que los demás le impulsó a volverse hacia la ventana. Al hacerlo, rozó con el codo su húmeda gorra y ésta cayó al suelo. La recogí y se la entregué; me dio las gracias; y entqnces intercambiamos algunas observaciones acerca del tiempo. Tenía la intuitiva sensación de que, a pesar de que el desconocido era un individuo normalmente retraído, se encontraba ahora preocupado por algún grave problema, lo cual le hacía desear oír una voz humana. Aunque me daba cuenta de que mi intuición podía engañarme, empecé a hablar volublemente acerca de mi viaje, acerca de mis investigaciones genealógicas en Kilkenny, Londres y Chesterfield, y finalmente acerca de mi lejano parentesco con los Chilton-Payne y mi deseo de echarle una buena mirada al castillo Chilton.

De pronto, descubrí que me estaba mirando con una expresión muy rara. Se produjo un embarazoso silencio. Carraspeé, preguntándome qué podía haber dicho para que aquellos fríos ojos azules me miraran con tanta fijeza. Al final, el desconocido se dio cuenta de mi turbación.

—Perdone que le mire así —se disculpó—, pero ha dicho usted algo... —Vaciló—. ¿Tiene inconveniente en que nos sentemos?

Señalaba hacia una pequeña mesa situada en el extremo más alejado de la sala, medio envuelta en sombras. Asentí, intrigado y curioso, y nos dirigimos hacia la mesa en cuestión. Nos sentamos, y el desconocido permaneció unos instantes en silencio, con el ceño fruncido, como si no supiera cómo empezar. Finalmente, se presentó a sí mismo como William Cowath. Mencioné mi nombre y Mr. Cowath vaciló de nuevo. Por último bebió un sorbo de coñac y me miró fijamente.

—Soy el comisionado del castillo Chilton —dijo.

Le contemplé con sorpresa y renovado interés.

—¡Qué agradable coincidencia! —exclamé—. Entonces, tal vez mañana pueda usted permitirme que le eche una mirada al castillo.

No parecía escucharme.

—Sí, sí, desde luego —murmuró con aire ausente.

Molesto por aquella actitud, permanecí silencioso. Al cabo de un rato, Mr. Cowath empezó a hablar con inusitada rapidez.

—Hace una semana, Robert Chilton-Payne, doceavo conde de Chilton, fue enterrado en el panteón familiar. Frederick, su heredero, alcanzó la mayoría de edad hace tres días. ¡Y esta noche tiene que ser conducido a la cámara secreta!

Contemplé a mi interlocutor con una expresión de incredulidad. Por un instante pensé que había oído hablar de mi interés por el castillo Chilton y estaba divirtiéndose a mi costa, tomándome por un crédulo turista. Pero en sus ojos no había la más leve sombra de humor. Era evidente que estaba hablando muy en serio.

—¡Qué cosa más rara! —murmuré—. En el momento en que ha llegado usted, estaba pensando en las diversas leyendas relacionadas con la famosa cámara secreta.

Sus fríos ojos sostuvieron los míos.

—No hablo de leyendas —dijo—. Hablo de un hecho.

Un escalofrío de temor y de excitación recorrió mi cuerpo.

—¿Va usted a ir allí... esta noche?

Asintió.

—Esta noche. Yo, el joven conde... y otra persona.

Le miré, cada vez más intrigado.

—Normalmente, nos acompañaría el propio conde. Ésta es la costumbre. Pero está muerto. Poco antes de morir, me dio instrucciones para que escogiera a alguien que nos acompañara al joven conde y a mí. Esa persona tiene que ser varón... y con preferencia del linaje.

Bebí un buen sorbo de cerveza y no dije nada. El comisionado continuó:

—Aparte del joven conde, en el castillo sólo habitan su anciana madre, lady Beatrice Chilton, y una tía enferma.

—¿En quién estaba pensando el conde? —inquirí cautelosamente.

El comisionado enarcó las cejas.

—En la región residen algunos primos lejanos. Supongo que pensaba que alguno de ellos asistirla al funeral. Pero no se presentó ninguno.

—También es desgracia —observé.

—Una verdadera desgracia. Y, en consecuencia, tengo que rogarle, en nombre del linaje, que esta noche nos acompañe al joven conde y a mí a la cámara secreta.

El asombro me dejó sin habla. En el exterior, los relámpagos zigzagueaban sin cesar y la lluvia seguía cayendo a raudales. Cuando las plumas de hielo dejaron de cosquillearme el estómago, conseguí articular una respuesta.

—Pero, yo, es decir, mi parentesco es remotísimo. En realidad, no puede decirse que pertenezca al linaje... Yo...

El comisionado se encogió de hombros.

—Lleva usted el nombre. Y posee al menos unas cuantas gotas de la sangre de los Payne. Dada la urgencia de las actuales circunstancias, es más que suficiente. Estoy convencido de que el conde Robert estaría de acuerdo conmigo, si pudiera hablar. ¿Vendrá usted?

No había modo de escapar a la intensidad, a la presión de aquellos fríos ojos azules. Parecían taladrar mi cerebro mientras trataba de idear nuevas excusas. Finalmente —inevitablemente, me atrevo a decir—, accedí. Tenía la sensación de que el encuentro no había sido casual, que desde siempre había estado destinado a visitar la cámara secreta del castillo Chilton.

Terminamos nuestras bebidas y yo subí a mi habitación en busca de algo con que protegerme de la lluvia. Cuando volví a bajar, envuelto en un recio impermeable, el posadero estaba roncando en su taburete a pesar de los furiosos estallidos del trueno que ahora eran casi incesantes. Confieso que le envidié mientras salía de la caldeada salía en compañía de William Cowath. Una vez fuera, mi guía me informó que tendríamos que ir a pie hasta el castillo. Había bajado a pie a propósito, me explicó, a fin de disponer de más tiempo y soledad para meditar en el grave problema que tenía planteado.

La lluvia, el viento y el rugido del trueno hacían difícil la conversación. Eché a andar detrás del comisionado, el cual daba unas enormes zancadas y parecía conocer palmo a palmo el camino, a pesar de la oscuridad. Anduvimos una corta distancia por la calle de la aldea y luego nos metimos en un camino lateral que no tardó en convertirse en un sendero, peligrosamente resbaladizo a causa de la lluvia. Bruscamente, el sendero empezó a ascender; el camino se hizo más penoso. Resultaba indispensable concentrar toda la atención en los pies. Por fortuna, los relámpagos eran cada vez más frecuentes.

Me pareció que llevaba andando una hora —en realidad supongo que no eran más que unos minutos cuando el comisionado se detuvo—. Me encontré de pie a su lado en una especie de llanura rocosa. El comisionado señaló hacia una sombra que se erguía delante de nosotros.

—El castillo Chilton —dijo.

Durante unos instantes no vi absolutamente nada en la impenetrable oscuridad que nos rodeaba. Luego llameó un relámpago. A su claridad divisé un gran castillo normando, cuadrado, con cuatro torres rectangulares en las esquinas, taladrado por angostas aberturas en forma de ventanas que parecían acechantes y diabólicos ojos. La enorme construcción estaba medio cubierta por un manto de hiedra que parecía más negra que verde.

—¡Parece increiblemente antiguo! —comenté.

William Cowath asintió.

—Empezó a edificarlo Henry de Montargis, en 1122.

Y sin añadir nada más echó a andar hacia el castillo. A medida que nos acercábamos a la muralla, la tormenta se hacía más intensa. El rumor del agua y el aullido del viento no permitían hablar. Inclinamos nuestras cabezas y seguimos adelante. Cuando finalmente llegamos a la muralla, quedé sorprendido por su altura y su espesor. Era evidente que había sido construida para poder resistir a los mejores cañones de asedio. Mientras cruzábamos un puente levadizo, miré hacia abajo y vi el negro cauce de un foso, pero la oscuridad no me permitió averiguar si llevaba agua o no. Un portón en forma de arco abierto en la muralla daba acceso al patio de armas. El patio estaba completamente vacío, a excepción de los riachuelos de agua que discurrían por él.

Cruzando el patio con rápidas zancadas, el comisionado me condujo a otro portón en forma de arco abierto en otra muralla. A la otra parte había un segundo patio, más pequeño, y más allá se alzaban las paredes del castillo propiamente dicho. Tras cruzar un oscuro pasadizo, nos encontramos delante de una enorme puerta de madera de encina ennegrecida por el tiempo, reforzada con claveteadas planchas de hierro. El comisionado abrió esta puerta de par en par y ante nuestros ojos apareció el gran vestíbulo del castillo.

Cuatro largas mesas labradas a mano, con sus correspondientes bancos, ocupaban casi toda la longitud del vestíbulo. Unos candelabros de metal, oxidados por el paso de los años, sostenían las velas que iluminaban la estancia, clavados a las columnas de piedra labrada cuya función no era decorativa, sino la de aguantar el techo. Alineados a lo largo de las paredes veíanse escudos heráldicos, armaduras, alabardas, lanzas y banderas, los acumulados trofeos y premios de siglos sangrientos, cuando cada castillo era casi un reino en sí mismo. El espectáculo resultaba impresionante.

William Cowath agitó una mano.

—Los castellanos de Chilton vivieron de la espada durante muchos siglos.

Cruzó el gran vestíbulo y entró en otro pasadizo escasamente iluminado. Le seguí en silencio. Mientras avanzábamos, me habló en voz baja.

—Frederick, el joven heredero, no tiene una naturaleza robusta. La muerte de su padre le afectó mucho... y siente un gran temor por la ceremonia que vamos a celebrar esta noche.

Deteniéndose ante una puerta con flores de lis grabadas en la madera y adornos de metal, el comisionado me dirigió una enigmática mirada y luego llamó con los nudillos. Alguien preguntó quién llamaba, y el comisionado se identificó. Se oyó el ruido de un pesado cerrojo al descorrerse y la puerta se abrió.

Si los Chilton-Payne habían sido obstinados luchadores en su época, la sangre guerrera parecía haberse diluido considerablemente en las venas de Frederick, el joven heredero y ahora decimotercer conde de Chilton. Vi ante mí a un joven delgado, de tez pálida, cuyos ojos oscuros y hundidos tenían una expresión asustada. Iba vestido de un modo a la vez teatral y anacrónico: chaqueta y pantalones de terciopelo de color verde hoja, con encajes blancos en el cuello y en los puños.

Nos hizo seña de que pasáramos, como a regañadientes, y cerró la puerta. Las paredes de la pequeña habitación estaban enteramente cubiertas con tapices que reproducían escenas de caza o batallas medievales. Una corriente de aire procedente de una ventana o de otra abertura los hacía oscilar continuamente; parecían tener vida propia. En un rincón había una antigua cama con dosel; en otro, un amplio escritorio con una lámpara de ágata. Después de una breve presentación, la cual incluyó una explicación de los motivos de que yo me encontrara allí para acompañarles, el comisionado preguntó si Su Señoría estaba preparado para visitar la cámara.

El rostro del joven Frederick perdió todo vestigio de color; sin embargo, asintió y nos acompañó al pasadizo. William Cowath iba delante; el conde le seguía; y yo cerraba la marcha. Al llegar al final del pasadizo, el comisionado abrió la puerta de un cuarto lleno de telarañas. Allí recogió unas cuantas velas, escoplos, un pico y un mazo. Después de meterlo todo en un saco de cuero que se colgó al hombro, tomó una antorcha de tea que estaba en una de las estanterías del cuarto. La encendió y esperó hasta que prendió la llama. Satisfecho con esta iluminación, cerró el cuarto y nos hizo seña de que le siguiéramos.

Llegamos a una escalera de caracol con peldaños de piedra que descendía. Alzando su antorcha, el comisionado empezó a bajar. El conde y yo le imitamos en silencio. La escalera tenía más de cincuenta peldaños. A medida que descendíamos, las piedras aparecían más húmedas y frías; también el aire se enfriaba más, y olía a moho y a humedad. Al final de la escalera se abría un túnel, negro como la pez y silencioso.

El comisionado alzó su antorcha.

—El castillo de Chilton es normando, pero al parecer fue reedificado sobre unas ruinas sajonas. Se cree que los pasadizos que se encuentran en estas profundidades fueron construidos por los sajones —Miró hacia el interior del túnel, con el ceño fruncido—. O por gente todavía más primitiva.

Vaciló unos instantes, y me pareció que estaba escuchando. Luego, dirigiéndonos una extraña mirada, se adentró en el túnel. Eché a andar detrás del conde, estremeciéndome. El aire helado me traspasaba hasta la medula. Debajo de mis pies, las piedras estaban recubiertas de una capa de lodo y eran sumamente resbaladizas. Y no había más luz que la parpadeante claridad de la antorcha que el comisionado sostenía en alto. Cuando llevábamos un rato andando, el comisionado se detuvo y de nuevo tuve la impresión de que estaba escuchando. Sin embargo, el silencio parecía absoluto y reemprendimos la marcha.

Al final del túnel encontramos otra escalera descendente. Ésta tenía solamente unos quince peldaños, y conducía a otro túnel que había sido excavado en la roca sobre la cual se asentaba el castillo. En las paredes había costras blanquecinas de salitre. El olor a moho era muy intenso. El aire helado estaba impregnado de un hedor fétido que me resultó especialmente repulsivo, aunque no pude darle nombre. Finalmente, el comisionado se detuvo, alzó su antorcha y descargó de su hombro el saco de cuero. Vi que estábamos ante una pared levantada con alguna clase de piedra para la construcción. Aunque húmeda y manchada de salitre, era evidente que se trataba de un trabajo mucho más reciente que todo lo que habíamos encontrado hasta entonces.

William Cowath me entregó la antorcha.

—Sosténgala, por favor. Tengo velas, pero...

Dejando la frase sin terminar, sacó el pico e inició el asalto a la pared; la barrera era bastante sólida, pero en cuanto hubo abierto un agujero en ella utilizó el mazo y la tarea avanzó con más rapidez. Al cabo de un rato me ofrecí a manejar el mazo mientras él sostenía la antorcha, pero se limitó a sacudir la cabeza y continuó su trabajo de demolición. En todo este tiempo el joven conde no había pronunciado una sola palabra. Al mirar su rostro pálido y tenso sentí lástima de él, a pesar de mi propia inquietud. Bruscamente se produjo un silencio mientras el comisionado soltaba el mazo. Vi que quedaban más de dos pies de la parte inferior de la pared. William Cowath se inclinó a examinarla.

—Hay suficiente espacio —comentó—. Creo que podremos pasar.

Volvió a cargarse el saco de cuero al hombro, tomó la antorcha de mi mano y se introdujo en la abertura. El conde y yo le seguimos. Al entrar en la cámara, el fétido olor que había notado en el pasadizo nos rodeó como una nube. Empezamos a toser. El comisionado murmuró:

—No tardará en despejarse. Quédense cerca de la abertura.

Aunque el repulsivo hedor continuaba siendo intenso, al final pudimos respirar más libremente. William Cowath alzó su antorcha y atisbó hacia las oscuras profundidades de la cámara. Lleno de temor, miré por encima de su hombro. Al principio no of ningún sonido y sólo pude ver paredes con costras de salitre y un húmedo suelo de piedra. Sin embargo, al cabo de unos instantes, en un apartado rincón, más allá de la vacilante claridad de la antorcha, vi dos diminutas manchas rojas. Traté de convencerme a mí mismo de que eran dos piedras preciosas, dos rubíes, brillando a la luz de la antorcha. Pero supe inmediatamente —sentí inmediatamente— lo que eran: dos pupilas rojas que nos contemplaban con impresionante fijeza.

El comisionado habló en voz baja:

—Esperen aquí.

Avanzó hacia el rincón, se detuvo a medio camino y levantó la antorcha. Durante unos instantes permaneció silencioso. Finalmente emitió un largo y tembloroso suspiro. Cuando habló de nuevo, su voz había cambiado. Era sólo un susurro sepulcral.

—Acérquense —nos dijo con aquella extraña y profunda voz.

Seguí al conde Frederick hasta que nos situamos uno a cada lado del comisionado. Cuando vi lo que había sobre el banco de piedra en aquel apartado rincón pensé que iba a desmayarme. Mi corazón dejó de latir durante unos interminables segundos. La sangre abandonó mis extremidades. Sentí deseos de gritar, pero mi garganta se negó a abrirse. El ser que reposaba sobre aquel banco de piedra parecía un monstruo surgido del infierno. Las penetrantes y malignas pupilas rojas proclamaban que tenía una terrible vida, y sin embargo aquella vida se sustentaba a sí misma en un cuerpo renegrido y momificado que parecía un cadáver desenterrado. Aquella especie de cadáver tenía unos harapos mohosos pegados al cuerpo. Unos mechones de pelo blanco brotaban de su fantasmal y grisáceo cráneo. La abertura que ocupaba el lugar de la boca mostraba unas extrañas manchas.

Nos contemplaba con una maldad que desbordaba lo puramente humano. Resultaba imposible devolver la mirada a aquellas monstruosas pupilas rojas. Eran tan indescriptiblemente diabólicas, que se experimentaba la sensación de que la propia alma iba a consumirse en los fuegos de su malignidad. Apartando la mirada, vi que el comisionado sostenía ahora al conde Frederick. El joven heredero se había desplomado sobre él. Miraba fijamente a la espantosa aparición con los ojos helados por el terror. A pesar de mi propia sensación de horror, le compadecí. El comisionado volvió a suspirar y luego habló de nuevo en aquel tono sepulcral.

—Ante ustedes tienen a lady Susan Glanville —nos dijo—. Fue transportada a esta cámara y encadenada a la pared, en 1473.

Un estremecimiento de horror recorrió todo mi cuerpo; tuve la sensación de que nos encontrábamos en presencia de fuerzas malignas surgidas del Averno. Al mirarlo, aquel espantoso ser me había parecido desprovisto de sexo, pero al sonido de su nombre la fantasmal mueca de una sonrisa contorsionó la fruncida boca manchada de rojo. Por primera vez me di cuenta de que el monstruo estaba efectivamente encadenado a la pared. Los gruesos eslabones estaban tan ennegrecidos por el tiempo que me habían pasado inadvertidos. El comisionado continuó, como si recitara una lección:

—Lady Glanville fue una antepasada materna de los Chilton-Payne. Tenía trato con el Diablo. Fue condenada como bruja, pero escapó a la hoguera. Finalmente, sus propios deudos la encerraron aquí y la encadenaron a la pared para que muriera de hambre.

Hizo una breve pausa y luego prosiguió:

—Era demasiado tarde. Lady Glanville había hecho ya un pacto con los Poderes de las Tinieblas. Había sido una belleza. Odiaba a la muerte. Temía a la muerte. De modo que vendió su alma inmortal —y los cuerpos de su progenie— a cambio de la eterna vida terrenal.

La voz del comisionado llegaba a mis oídos como en una pesadilla; parecía proceder de una distancia infinita.

William Cowath continuó:

—Las consecuencias de romper el pacto son demasiado terribles para ser descritas. Ningún descendiente de lady Glanville se ha atrevido a hacerlo. Y así ha podido vivir durante casi quinientos años.

Creí que había terminado, pero me equivocaba. Mirando hacia arriba, alzó la antorcha hacia el techo de aquella cámara maldita.

—Esta cámara —dijo— se encuentra inmediatamente debajo de la cripta familiar. Cuando muere uno de los condes, el cadáver es depositado en la cripta. Pero, en cuanto se han marchado los sepultureros, el falso fondo de la cripta se desliza a un lado y el cadáver del conde cae en esta cámara.

Mirando hacia el techo, vi el rectángulo de la puerta de una trampilla. La voz del comisionado se hizo casi inaudible.

—Una vez cada generación, lady Glanville se alimenta... con el cadáver del difunto conde. Es una cláusula de aquel espantoso pacto que no puede ser quebrantada.

Como si quisiera confirmar sus palabras, el comisionado inclinó su antorcha hasta que la llama iluminó el suelo a los pies del banco de piedra al cual estaba encadenado el vampírico monstruo. Esparcidos por el suelo veianse los huesos y el cráneo de un hombre adulto, manchados de sangre fresca. Y a cierta distancia había otros huesos humanos, amarillentos o carcomidos por el tiempo. En aquel momento, el joven conde Frederick empezó a gritar. Sus histéricos alaridos llenaron la cámara. El comisionado le sacudió rudamente, pero el joven continuó gritando como un poseso. Durante unos instantes, el monstruo tendido en el banco le contempló con sus espantosa pupilas rojas.

Finalmente emitió un sonido, una especie de cloqueo que pretendía ser una risa. De repente, y de un modo completamente imprevisto, el monstruo empezó a deslizarse sobre el banco y trató de avanzar hacia el joven conde. La cadena que lo sujetaba a la pared sólo le permitía avanzar un par de metros. Pero lo intentó una y otra vez, profiriendo una especie de aullidos que erizaron los cabellos de mi cabeza.

William Cowath enfocó su antorcha hacia el monstruo, pero éste continuó agitándose espantosamente. La cámara de pesadilla resonaba con los gritos del conde y los horribles aullidos de aquel ser infernal. Temí volverme loco si no escapaba inmediatamente de tan horrendo lugar. Miré al comisionado y me di cuenta de que también él empezaba a experimentar los efectos de aquella indescriptible situación. Vi que sus ojos se posaban en la pared a la cual estaban fijadas las cadenas que sujetaban al monstruo. Intuí lo que estaba pensando. ¿Resistirían las cadenas, después de tantos siglos de herrumbre y humedad?

En un repentino impulso, sacó de uno de sus bolsillos algo que brilló a la luz de la antorcha. Era un crucifijo de plata. Avanzando unos pasos, colocó el crucifijo ante el retorcido rostro del monstruo que en otra época había sido la hermosa lady Susan Glanville. El monstruo retrocedió profiriendo un grito de agonía que ahogó los alaridos del conde. Se derrumbó sobre el banco, bruscamente silencioso e inmóvil; los latidos de su repulsiva boca y el fuego del odio que ardía en sus rojas pupilas eran las únicas pruebas de que continuaba viviendo. William Cowath se dirigió a él:

—¡Ser infernal! ¡Si bajas de ese banco antes de que salgamos de esta cámara y volvamos a sellarla, juro que te colgaré esta cruz al cuello!

Las pupilas rojas contemplaron al comisionado con una expresión de odio abismal imposible de describir. Despedían fuego, realmente. Y, sin embargo, leí en ellas algo más: miedo. De pronto me di cuenta de que el silencio había descendido sobre aquella cámara de horrores. Duró únicamente unos instantes. El conde había cesado de gritar, pero ahora hacía algo peor: se estaba riendo. Era sólo una risita, pero resultaba más horrible que todos sus gritos.

El comisionado se volvió, señalándome con un gesto la pared parcialmente derruida. Cruzando la habitación, salí al pasadizo. Detrás de mí, el comisionado sostenía al joven conde, que arrastraba los pies como un anciano, sin dejar de reír para sí mismo. Luego se produjo lo que me pareció un interminable intervalo, durante el cual el comisionado fue en busca de un saco de cemento y de un cubo de agua que previamente había dejado en alguna parte del túnel. Trabajando a la luz de la antorcha, preparó el cemento y procedió a sellar la cámara, utilizando las mismas piedras que había quitado.

Mientras el comisionado trabajaba, el joven conde permanecía sentado en el túnel, completamente inmóvil, riéndose en voz baja. En el interior de la cámara reinaba el silencio. Una vez, solamente, oí las cadenas del monstruo chocar contra la piedra. Finalmente el comisionado terminó su tarea y nos condujo de nuevo a través de aquellos pasadizos manchados de salitre y las húmedas escaleras. El conde apenas podía subirlas; el comisionado le arrastraba penosamente de peldaño en peldaño.

Cuando llegamos a la habitación de los tapices el conde se sentó en su cama y se quedó mirando fijamente el suelo, sin cesar de reír. En contra de lo que afirman los que se las dan de entendidos, observé que su pelo negro se había convertido en gris. Después de convencerle para que se bebiera un vaso de líquido que sin duda contenía una fuerte dosis de sedante, el comisionado consiguió que el conde se tendiera en la cama.

William Cowath me acompañó a otro dormitorio. Deseaba marcharme inmediatamente de aquel castillo infernal, pero la lluvia seguía arreciando y no estaba seguro de poder encontrar el camino de regreso a la aldea sin un guía. El comisionado sacudió la cabeza tristemente.

—Temo que Su Señoría esté condenado a una muerte temprana. Nunca fue demasiado fuerte, y los acontecimientos de esta nochc pueden haber trastornado su mente, pueden haberle debilitado más allá de toda esperanza de recuperación.

Expresé mi simpatía y mi horror. Los fríos ojos azules del comisionado se clavaron en los míos.

—Es posible —dijo— que, en caso de que se produzca la muerte del joven conde, usted mismo pueda ser considerado... —Vaciló—. Pueda ser considerado como uno de los que se encuentran en la línea de sucesión.

No quise oir nada más. Le di las buenas noches, cerré la puerta del dormitorio y traté —inútilmente— de dormir, aunque sólo fueran unos minutos. Pero el sueño no llegó. Tuve febriles visiones de aquel monstruo de pupilas rojas escapando de sus cadenas, abriéndose paso a través de la pared y trepando por aquellas heladas y resbaladizas escaleras.

Antes de que amaneciera abrí silenciosamente la puerta del dormitorio y me deslicé como un ladrón a través de los fríos pasadizos y el gran vestíbulo desierto del castillo. Crucé los dos patios y el puente levadizo tendido sobre el negro foso, y eché a correr en dirección a la aldea. Mucho antes del mediodía estaba en camino hacia Londres. La suerte me favoreció: al día siguiente salía uno de los buques que efectúan la travesía del Atlántico.

Nunca volveré a Inglaterra. Me he propuesto mantenerme siempre a un océano de distancia, como mínimo, del castillo Chilton y de su permanente ocupante.


Joseph Payne Brennan (1918-1990)




Relatos góticos. I Relatos de Joseph Payne Brennan.


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El análisis y resumen del cuento de Joseph Payne Brennan: Horror en el Castillo Chilton (The Horror at Chilton Castle), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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Mitología.
Poema de Emily Dickinson.
Relato de Vincent O'Sullivan.

Taller gótico.
Poema de Robert Graves.
Relato de May Sinclair.