«Érica sin lágrimas» (ficción)


«Érica sin lágrimas».




Sincronías de mierda que tiene la vida: a Érica la conocí en la calle, un día como hoy pero hace quince años. Llovía. Se la notaba cansada de estar alerta, con ese ímpetu en los ojos de aquellos que están acostumbrados a dormir en una plaza, en una cuneta, en escaleras de una iglesia. Ojos que no tienen lágrimas.

Nos miramos en silencio debajo del techo de un quiosco de revistas, y desde entonces nunca más nos separamos.

Siempre fui un tipo más bien solitario, taciturno, de modo tal que tuve que hacer algunas concesiones cuando Érica vino a vivir a casa; usted sabe, porquerías que uno amontona creyendo que algún día servirán para algo. Me deshice de todo.

Los primeros años fueron buenos, siempre lo son, hasta que el mundo se calló para Érica: sorda como una piedra; de un día para otro.

Soy un tipo de pocas palabras, sabe, razón por la cual me acostumbré bastante rápido a la situación: gestos ampulosos, ponerme de frente a ella cada vez que quería decirle algo, acariciarla con suavidad, nunca desde atrás, para no asustarla.

Pero Érica era una chica, digamos, dura. Nunca se mostró débil o vulnerable frente a la adversidad. Jamás, al menos frente a mí, se arriesgó a llorar.

Hicimos los tratamientos correspondientes, desde luego. Érica siempre fue obediente: tomaba su medicina sin excusas, y rara vez se mostraba fastidiosa para ir al médico. Por el contrario, su entusiasmo, la nobleza con la que aceptaba sus problemas y se disponía a seguir adelante, a veces me ponían de pésimo humor.

Érica no lo sabía, creo, aunque es probable que lo intuyera: su enfermedad era degenerativa.

Hace un año, aproximadamente, quedó ciega.

Casi no se aventuraba fuera de la cama. A lo sumo iba hasta la cocina, con extrema precaución, y comía algo, lo suficiente, lo justo, como para sobrevivir. Tuve que empezar a cambiar las sábanas a diario.

Pronto, dijo el médico, Érica ya no podría moverse de la cama. Habría que alimentarla ahí, higienizarla, ¿pero cuánto se puede soportar una vida en el silencio más absoluto, en la oscuridad, en esa cerrazón de los sentidos?

El contacto físico era importante, dijeron, pero cuidado, no hay que sobresaltarla. Entonces empecé a acercarme al cuarto pisando fuerte para anunciar mi presencia a través de las vibraciones del suelo, y así la alimentaba, la higienizaba, la peinaba, la abrazaba hasta que se quedaba dormida.

Pero no pasó demasiado tiempo hasta que Érica me dio a entender que ya no me quería en la habitación. Tal vez sentía vergüenza de su estado, no lo sé. O a lo mejor se sentía una carga. Así de noble era.

En estas condiciones vivimos durante varios meses, hasta que su mirada me dio a entender lo que esperaba de mí.

No necesité tomar demasiadas precauciones para cavar el pozo en el jardín. Quizás Érica sintió las vibraciones de cada palada, quizás no, pero lo cierto es que no protestó cuando la tomé entre mis brazos y la llevé afuera.

La deposité sobre el pasto. Creo que eso le gustó, quiero decir, el contacto con algo más que las sábanas. Tampoco rezongó cuando cerré mis manos sobre su cuello.

Estaba sorda como una tapia, sí, y ciega como un murciélago, aunque nadie habría notado nada raro por su aspecto. Seguía siendo hermosa. En sus ojos cubiertos por una delicada película grisácea seguía brillando la misma dulzura, la misma resignación muda por las cosas de mierda que tiene la vida.

Y así se fue: sin lágrimas. Aceptó mis manos en su cuello como hasta entonces había aceptado el silencio y la noche. Hasta el último día, Érica fue una perra noble.




Egosofía: cuentos del Yo. I Diario Éxtimo.


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