Esas personas adictas a regalar canciones.
Hay personas que cultivan una adicción culturalmente aceptada: regalar canciones; sobre todo en tiempos virtuales donde el acceso a la música es inmediato, gratuito, y ausente de ingenierías tales como el rebobinado.
Las razones que justifican esta costumbre de regalar canciones son muy variadas, casi tantas como individuos que se entregan sistemáticamente a ese vicio.
Están los que regalan canciones para festejar un cumpleaños, un examen aprobado, un lance amoroso, el advenimiento de un fin de semana largo, el resultado venturoso de un test de embarazo.
En otra categoría se inscriben aquellos que utilizan las canciones para manifestar ciertos estados de ánimo, desde la plétora a la depresión, desde remordimiento al júbilo, desde el aburrimiento a la lujuria.
Una tercera especie se determina por aquellos individuos misteriosos que regalan canciones con motivos inciertos.
Hay que admitir que cualquiera de estos sujetos posee un amplio catálogo de canciones para ajustarse a la atmósfera emocional del momento. Ninguna situación se escapa de sus asociaciones; ninguna es lo suficientemente elocuente por sí misma para prescindir de la música como forma de acentuar sus características.
Muchos de ellos incluso son capaces de musicalizar episodios dramáticos, como un funeral; otros utilizan la música para amenizar situaciones banales, cuando no directamente frívolas.
También es justo afirmar que no hay nada ilícito en el hábito de regalar canciones.
Todos conocemos al menos a una persona que cultiva esta peligrosa adicción. Para ellas las palabras son insuficientes para describir el torbellino de emociones que los perfora como una estaca enjabonada. Las canciones, en cambio, les ofrecen un vasto y fascinante catálogo de ambigüedades para describir aquello que se escapa por las grietas del lenguaje.
El problema, decíamos, no radica en regalar canciones, sino cuando dos regaladores seriales intentan comunicarse mutuamente.
Las canciones, los videos, los links, fluyen de un lado a otro. Ese ida y vuelta, ese diálogo musical, posee las características de un tiroteo.
Con el profesor Lugano tuvimos la ocasión de estudiar de cerca un caso testigo a propósito de esta obsesión: un hombre y una mujer que mantenían una frondosa amistad virtual. Entre ambos promediaban unas veinte canciones por día para comunicarse toda clase de sentimientos, estados de ánimo, ubicación geográfica, condiciones climáticas, estado del tránsito, malestares gástricos, etc.
Durante un año se regalaron tantas canciones que, frente al enorme vacío musical que se extendía ante ellos, o lo que es todavía peor, frente a la posibilidad de la repetición de temas ya utilizados para expresar asuntos diferentes, se sintieron en la obligación de conocerse.
Con el profesor fuimos testigos de aquel encuentro.
Fue en un bar, a la mañana.
El barullo del servicio, con mozos engominados yendo de un lado a otro, no logró disimular el silencio atroz que flotaba sobre aquella mesa. No se emitió una mísera palabra. Ambos desayunaron, se saludaron cordialmente con un beso en la mejilla, se empotraron sus respectivos auriculares y cada uno retomó sus actividades diarias.
Nunca más volvieron a verse.
Que este caso sirva de ejemplo para todos los que consideran una astucia sustituir el lenguaje por la música. Algunas personas se regalan tantas canciones que, al final, no tienen mucho más para decirse.
Egosofía: filosofía del Yo. I Diarios de antiayuda.
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