Cómo excomulgar a alguien sin ser sacerdote.
Condenar a alguien a la eternidad en el infierno, acompañado por incontables réprobos y demonios, está al alcance de cualquier piadoso católico.
La excomunión —básicamente la exclusión de la comunidad religiosa de la iglesia católica— representa una condena a la oscuridad espiritual. El excomulgado, por otra parte, se transforma en un proscrito tanto en la vida religiosa como secular de su comunidad.
Podemos pensar que la excomunión es el equivalente institucional de la maldición.
Ahora bien, las formas de excomulgar a alguien han ido cambiando con el tiempo. Actualmente alcanza con la aprobación de un obispo y una declaración escrita para que la iglesia considere que un miembro de su rebaño ha sido excomulgado.
Esta sentencia burocrática, sin embargo, no anula las viejas tradiciones; por ejemplo, el extraño rito medieval de excomunión, el cual continúa vigente en nuestros días aunque ya en desuso.
Durante la Edad Media el ritual de excomunión era una ceremonia pública, y lo público, por aquel entonces, era lo que ocurría en los altares de las iglesias.
El sacerdote pronunciaba el nombre de la persona a excomulgar, cerraba los Evangelios, hacía sonar una pequeña campana y apagaba una vela.
Ritual simple pero cargado de funestos símbolos.
Las campanadas representaban las campanas de los muertos, es decir, el tañido que anuncia la muerte de un miembro de la comunidad; y la vela, por otra parte, simbolizaba la oscuridad espiritual a la que se condenaba al excomulgado.
De ahí que el viejo ritual de excomunión fuese conocido sencillamente como campana, libro y vela.
En ciertos lugares, cuando la condición del excomulgado requería alguna otra sutileza, el sacerdote podría pronunciar en voz alta una breve pero devastadora sentencia.
Uno podría suponer que el rito de excomunión era algo que se utilizaba sólo en casos de extrema necesidad, por ejemplo, al exiliar espiritualmente a Juana de Arco, Elizabeth I de Inglaterra, y una larga lista de reyes, emperadores y antipapas; no obstante, estaríamos formulando una suposición errónea.
La excomunión se repartía a diestra y siniestra, a menudo sin evidencias; aunque luego, con la misma facilidad, se la revocaba.
Juana de Arco, por ejemplo, fue excomulgada en 1431 por el obispo Pierre Cauchon, el mismo que le permitió comulgar justo antes de ella se inmolara, y cuyo testimonio fue decisivo para la nulidad póstuma de su propia sentencia en 1456.
Hasta las Carmelitas Descalzas fueron excomulgadas en ocasión de una reyerta política.
Filippo Sega, representante del papa en España, las excomulgó en 1578. Lo curioso es que las buenas hermanas se negaron a aceptar la legalidad de la sentencia; en otras palabras, la ignoraron y continuaron en sus funciones como si nada hubiese ocurrido. Frente a tamaña herejía el Vaticano sólo tuvo una alternativa: revocar formalmente la excomunión en 1579.
Napoleón, Fidel Castro, Juan Perón, entre otros militares y políticos destacados, fueron excomulgados a mansalva por la iglesia.
Si bien en la actualidad es necesaria la aprobación de un obispo para formalizar una excomunión, el viejo rito medieval sólo fue sustituido, nunca anulado. Esto queda evidenciado en las miles y miles de personas excomulgadas en el medioevo que no requirieron una actualización en sus condenas.
Si la excomunión a través del viejo ritual sigue vigente, es decir, la pena, lo mismo puede pensarse del ritual propiamente dicho.
En tiempos turbulentos como los medievales no se requerían demasiados pergaminos para oficiar la excomunión. De hecho, ni siquiera hacía falta ser sacerdote. Bastaba ser varón y haber tomado el sacramento del bautismo.
Para justificar el título de este artículo hay que decir que cualquiera que cumpla estos requisitos puede excomulgar a alguien, aunque esto sólo conformaría una sentencia en primera instancia. La segunda, decisiva para que la pena de azufre sea efectiva en términos de eternidad, debe ser firmada por un obispo, al menos.
Misterios miserables. I Leyendas urbanas.
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